Delta de Venus (28 page)

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Authors: Anaïs Nin

Tags: #Eros

BOOK: Delta de Venus
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En cuanto regresó a casa aquel día, sacó la tarjeta postal y sopló sobre ella, imaginando que estaba viendo el cuerpo de la institutriz con su abultado seno. Con un lápiz, dibujó un minúsculo lunar en la entrepierna. Para entonces estaba completamente excitado y deseaba ver a la institutriz desnuda a toda costa. Pero en medio de la numerosa familia del vasco, tenían que ser cautelosos. Siempre había alguien por la escalera o en las habitaciones.

Al día siguiente, durante su paseo, ella le dio un pañuelo. El muchacho se encerró en su habitación, se arrojó sobre la cama y cubrió su boca con él. Podía oler la fragancia de su cuerpo. La institutriz lo había llevado en la cama un día caluroso y había absorbido algo de su transpiración. El olor era tan vivo y afectó al chico hasta tal punto que por segunda vez supo lo que era sentir un torbellino entre las piernas.

Vio que tenía una erección, lo que hasta entonces sólo le había ocurrido en sueños.

Al día siguiente, la institutriz le dio algo envuelto en un papel. El lo deslizó en su bolsillo y después de su paseo se fue directamente a su habitación, donde lo abrió.

Contenía unas bragas de color carne, adornadas con puntillas. Las había llevado y olían también a su cuerpo. El muchacho hundió su rostro en ellas y experimentó el placer más salvaje. Se imaginó quitándole aquellas bragas y la sensación fue tan vivida que de nuevo experimentó una erección. Empezó a tocarse, mientras continuaba besando las bragas, con las que acabó frotándose el miembro. El contacto de la seda lo sumió en trance. Le pareció que estaba tocando la carne de aquella mujer, tal vez en el mismo lugar donde había imaginado que tenía el lunar.

De pronto, le sobrevino una eyaculación, la primera, un espasmo de placer que le impulsó a revolcarse sobre la cama.

Al día siguiente le entregó otro paquete. Contenía un sostén. El muchacho repitió la ceremonia y se preguntó qué más podía darle que le despertara tanto placer.

Esta vez se trataba de un paquete grande, lo que excitó la curiosidad de su hermana.

—No son más que libros —explicó la institutriz—; nada que te interese.

El vasco corrió a su habitación. Se encontró con que le había dado un pequeño corsé negro con puntillas que llevaba la huella de su cuerpo. El cordón estaba raído de tantas veces como su dueña había tirado de él. El vasco fue de nuevo presa de la excitación. Esta vez se desnudó, se puso el corsé y tiró del cordón como había visto hacerlo a su madre. Se sintió comprimido y experimentó dolor, pero dolor delicioso.

Imaginó que la institutriz le abrazaba y le estrechaba tan fuerte entre sus brazos que lo sofocaba. Cuando soltó el cordón imaginó que le quitaba el corsé a la institutriz, que podía verla desnuda. De nuevo se enfebreció y toda clase de imágenes lo obsesionaron: la cintura, las caderas y los muslos de la mujer.

Por la noche escondía todas las ropas en la cama, consigo, y se dormía enterrando su sexo en ellas como si fueran el cuerpo de la institutriz, con la que soñaba ininterrumpidamente. El extremo de su pene estaba siempre húmedo, y por la mañana tenía ojeras.

Le dio un par de medias y luego un par de sus botas negras de charol. El muchacho colocó las botas también en la cama. Ahora yacía desnudo entre todas aquellas prendas, luchando por crear la presencia de la mujer, codiciándola. ¡Las botas parecían tan vivas! Daban la impresión de que ella había entrado en la habitación y que caminaba por encima de la cama. Las colocó entre sus piernas para mirarlas.

Parecía como si fueran a andar sobre su cuerpo con sus graciosos pies puntiagudos.

Este pensamiento lo excitó y empezó a temblar. Acercó más las botas a su cuerpo y luego cogió una y la aproximó lo bastante como para que tocara el extremo del miembro, lo cual le excitó hasta el punto de que eyaculó sobre el brillante cuero.

Pero aquello se había convertido en una forma de tortura. Empezó a escribir cartas a la institutriz rogándole que acudiera por la noche a su habitación. Ella leía las misivas con placer, en su misma presencia, con sus negros ojos centelleando, pero no consintió en arriesgar su posición.

Un día fue llamada a su casa con motivo de la enfermedad de su padre. El muchacho quedó con una ansiedad devoradora, y sus prendas le obsesionaron.

Por último hizo un paquete con toda la ropa y se fue a un burdel. Halló a una mujer físicamente similar a la institutriz. La hizo vestirse como ella; observó cómo se apretaba los cordones del corsé, que levantaba sus pechos y ponía de relieve sus nalgas. La observó asimismo abrocharse el sostén y ponerse las bragas. Luego le pidió que se calzara las medias y las botas.

Su excitación era tremenda. Se restregó contra la mujer, se tendió a sus pies y le rogó que le tocara con la puntera de una bota. Ella le tocó primero el pecho, luego el vientre y, por último, el extremo del miembro, lo que le hizo brincar de ardor; imaginaba que era la institutriz quien le había tocado.

Besó aquella ropa interior y trató de poseer a la muchacha, pero en cuanto ella abrió las piernas su deseo se extinguió, pues ¿dónde estaba el lunar?

Pierre

Una mañana muy temprano, cuando era joven, Pierre vagaba en dirección a los muelles. Había estado caminando durante algún tiempo a lo largo del río y le detuvo la visión de un hombre que trataba de izar un cuerpo desnudo del agua, para depositarlo en la cubierta de una de las barcazas. El cuerpo había quedado prendido a la cadena del ancla. Pierre se lanzó a la carrera en ayuda de aquel hombre y juntos consiguieron colocar el cuerpo sobre la cubierta.

El desconocido se volvió entonces hacia Pierre y le dijo:

—Aguarde mientras voy en busca de la policía.

Y echó a correr. En aquel momento, el sol estaba empezando a salir y proyectó un arrebol sobre el cuerpo desnudo. Pierre vio que no sólo pertenecía a una mujer, sino a una mujer muy hermosa. Su larga cabellera se adhería a sus hombros y a sus senos, llenos y redondos. Su tersa y dorada piel relucía. Nunca había visto un cuerpo tan bello bañado por el agua y exhibiendo sus formas adorablemente suaves.

La contempló fascinado. El sol la estaba secando. La tocó. Aún conservaba el calor, de modo que debía llevar poco tiempo muerta. Le buscó el corazón, que no latía. El seno pareció adherirse a su mano.

Se estremeció e, inclinándose, le besó el pecho. Como el de una mujer viva, era elástico y suave bajo los labios. Experimentó un impulso sexual súbito y violento, y continuó besándola. Separó los labios; al hacerlo, brotó de ellos un poco de agua, que a él le pareció saliva. Sintió que si la besaba lo suficiente, ella volvería a la vida.

Transmitió el calor de sus labios a los de la mujer y le besó la boca, los pezones, el cuello y el vientre; luego descendió hasta el húmedo y rizado vello del pubis. Era como besarla bajo el agua.

Yacía extendida, con las piernas ligeramente separadas y los brazos paralelos a los costados. El sol doraba su piel y el pelo mojado recordaba las algas.

¡Cómo le cautivaba la forma en que aquel cuerpo estaba tendido, expuesto e indefenso! ¡Cuánto le gustaban los ojos cerrados y la boca entreabierta! El cuerpo tenía sabor a rocío, a flores y hojas mojadas, a hierba al amanecer. La piel era como de raso bajo sus dedos. Amó su pasividad y su silencio.

Se sintió ardiente y tenso. Finalmente, cayó sobre ella, y, cuando se disponía a penetrarla, manó agua de entre sus piernas; era como si estuviera haciéndole el amor a una náyade. Sus movimientos hicieron ondear el cuerpo. Continuó empujando en su interior, esperando sentir su respuesta de un momento a otro, pero el cadáver se limitó a moverse siguiendo su ritmo.

Ahora temía la llegada del hombre y de la policía. Trató de apresurarse y satisfacerse, pero no lo consiguió. Nunca le había llevado tanto tiempo. La frialdad y humedad de las entrañas y la pasividad de la mujer aumentaban su goce, pero no podía llegar al orgasmo.

Se movió con desesperación para liberarse de aquel tormento e inyectar su líquido caliente en el cuerpo frío. ¡Oh, cómo deseaba alcanzar ese momento, mientras besaba los pechos y urgía con frenesí su sexo dentro de ella! Pero aún no conseguía terminar. El hombre y la policía iban a encontrarlo allí, yaciendo sobre un cadáver de mujer.

Finalmente, levantó el cuerpo agarrándolo por la cintura, estrechándolo contra su pene y empujando violentamente con él. Ahora escuchaba gritos en derredor; en aquel momento se sintió estallar dentro de ella. Se apartó, soltó el cuerpo y echó a correr.

Aquella mujer le tuvo obsesionado durante días. No podía tomar una ducha sin recordar la sensación de la piel húmeda y evocar cómo relucía al amanecer. Nunca volvería a ver un cuerpo tan hermoso. No podía oír llover sin rememorar cómo brotaba el agua de entre sus piernas y de su boca ni cuan tersa y suave era la desconocida.

Comprendió que debía escapar de la ciudad. Al cabo de unos días se encontraba en un pueblo de pescadores, donde dio con una hilera de estudios para artistas, de construcción modesta. Alquiló uno. Desde él podía oírlo todo a través de las paredes. En medio de la sucesión de estudios, al lado del que ocupaba Pierre, había un retrete de uso común. Cuando estaba acostado tratando de dormir, distinguió de pronto una tenue línea de luz entre los paneles del tabique. Acercó un ojo a una grieta y vio, de pie ante la taza, a un muchacho de unos quince años, apoyándose con una mano en la pared.

Se había bajado a medias los pantalones y tenía la camisa abierta. Su rizada cabeza se inclinaba sobre lo que estaba haciendo. Con la mano derecha se tocaba concienzudamente el joven sexo. De vez en cuando lo presionaba con fuerza y una convulsión recorría su cuerpo. A la débil luz, con su pelo rizado y su joven y pálido cuerpo, hubiera parecido un ángel si no fuera porque se sostenía el sexo en la mano derecha.

Apartó la otra mano de la pared, donde hasta entonces se apoyara, y se la aplicó muy firmemente a los testículos, mientras continuaba acariciándose, presionando y estrujando el miembro, que no llegó a la erección completa. Experimentaba placer, pero no pudo alcanzar el orgasmo, lo que le defraudó. Probó todos los movimientos, con los dedos y con la mano. Sostuvo melancólicamente su pene fláccido, lo sopesó, jugueteó con él, lo metió dentro de los pantalones, se abrochó la camisa y abandonó el lugar.

Pierre estaba completamente desvelado. El recuerdo de la mujer ahogada le obsesionaba de nuevo, mezclado ahora con la imagen del muchacho entregado a sus juegos. Estaba acostado, presa de la agitación, cuando de nuevo vio la luz en el retrete. Pierre no pudo evitar mirar. Allí sentada, estaba una mujer de unos cincuenta años, enorme, con una cara ancha de boca y ojos golosos.

Llevaba sentada sólo un momento cuando alguien empujó la puerta. En vez de rechazar al recién llegado, la mujer abrió y apareció el chico que había estado allí poco antes. Le sorprendió que la puerta se abriera. La mujer, sin moverse del asiento, dirigió una sonrisa al muchacho y cerró.

—¡Qué chico tan encantador! Seguro que ya tienes una amiguita, ¿eh? Seguro que ya has experimentado algún pequeño placer con mujeres. —No —repuso el tímido muchacho. La mujer hablaba con naturalidad, como si se hubiera encontrado con el chico en la calle. Cogido por la sorpresa, éste la miraba fijamente. Todo lo que podía ver era la boca de labios gruesos sonriendo y los ojos insinuantes.

—¿Nunca has sentido placer, chico? ¡No me digas!

—Nunca.

—¿Sabes cómo se hace? ¿No te lo han dicho tus amigos de la escuela?

—Sí. He visto hacerlo; lo hacen con la mano derecha. Yo lo he probado, pero no me ha pasado nada.

La mujer se echó a reír.

—Pero hay otro procedimiento. ¿De verdad que nunca te lo han enseñado? ¿Nadie te ha contado nada? ¿Quieres decir que sólo sabes hacerlo con la mano? Pues el otro sistema es el que siempre funciona.

El muchacho la miró con suspicacia, pero la sonrisa de la mujer era ancha y generosa, e inspiraba confianza.

Las caricias que se había prodigado a sí mismo debieron de haberle afectado de alguna manera, pues dio un paso en dirección a la mujer.

—¿Cuál es el procedimiento que usted conoce? —preguntó con curiosidad. Ella se rió.

—¿De veras quieres saberlo? ¿Y qué ocurre si te gusta? Si te gusta, ¿me prometes que vendrás a verme otra vez?

—Se lo prometo.

—Bien. Entonces, monta sobre mi regazo; arrodíllate sobre mí y no tengas miedo.

Ahora.

El centro del cuerpo del muchacho quedaba al mismo nivel de la ancha boca de la mujer, quien hábilmente le desabrochó los pantalones y le sacó el pequeño pene. El chico la miró sorprendido mientras ella tomaba el miembro en su boca.

A medida que la lengua empezaba a moverse y el reducido órgano se ensanchaba, un placer tal se apoderó del muchacho, que cayó hacia delante, sobre el hombro de la mujer dejando que la boca diera cabida a todo el pene y llegara a tocar el vello del pubis. Lo que sentía era mucho más estimulante que el resultado obtenido al tratar de manipularse por sí solo. Todo lo que Pierre podía ver ahora era la carnosa boca trabajando sobre el delicado pene, dejando de vez en cuando fuera de aquella caverna la mitad del miembro, y engulléndolo luego en toda su longitud, hasta no dejar al descubierto más que el vello que lo rodeaba.

La mujer era golosa, pero paciente. El chico estaba exhausto a causa del placer, casi a punto de desvanecerse sobre la cabeza de ella, y su rostro se iba congestionando. Continuó succionando y lamiendo vigorosamente, hasta que el muchacho empezó a temblar. Ella había tenido que rodearlo con sus brazos, porque de lo contrario él mismo se le hubiera salido de la boca. Comenzó a emitir gemidos, como un pájaro arrullador. La mujer se aplicó a su tarea más febrilmente aún, y entonces sucedió. El muchacho estuvo a punto de caer dormido sobre su hombro a causa del cansancio, por lo que debió apartarlo ella misma, suavemente, con sus manos. El sonrió tristemente y se marchó corriendo.

Acostado, Pierre recordó a una mujer a la que había conocido cuando ella tenía ya cincuenta años y él contaba sólo diecisiete. Era una amiga de su madre, excéntrica, testaruda y que vestía según la moda de diez años antes, o sea que llevaba innumerables enaguas, corsés apretados, bragas largas con gran profusión de puntillas, y vestidos de falda larga y muy escotados, de manera que Pierre podía ver el vallecito que se abría entre los pechos, una línea que se desvanecía entre sombras, entre encajes y volantes.

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