Delta de Venus (29 page)

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Authors: Anaïs Nin

Tags: #Eros

BOOK: Delta de Venus
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Era una mujer de buen aspecto, con un exuberante cabello rojo y una fina pelusilla sobre la piel. Sus orejas eran pequeñas y delicadas, y sus manos rollizas. La boca resultaba particularmente atractiva: muy roja —su color natural—, plena y ancha, y con unos dientes pequeños que siempre mostraba, como si estuviera a punto de morder algo.

Acudió a visitar a la madre de Pierre un día muy lluvioso, en ausencia de la servidumbre. Sacudió su paraguas transparente, se quitó su impresionante sombrero y se desprendió del velo. De pie con su largo vestido empapado, empezó a estornudar. La madre de Pierre estaba en cama, aquejada de gripe. Desde su habitación, dijo:

—Querida, quítate la ropa si la traes mojada; Pierre te la secará junto al fuego. En el salón hay un biombo. Puedes desnudarte tras él. Pierre te dará uno de mis quimonos.

Pierre se apresuró con evidente diligencia. Tomó el quimono de su madre y desplegó el biombo. En el salón ardía, resplandeciente, un hermoso fuego en la chimenea, La estancia estaba caldeada y olía a los narcisos que llenaban todos los floreros, a fuego y al perfume de sándalo de la visitante.

Desde detrás del biombo, la mujer alargó su vestido a Pierre. Aún estaba caliente y exhalaba el perfume de su cuerpo. Este lo sostuvo en sus brazos y lo olió, embriagado, antes de extenderlo sobre una silla, junto al fuego. A continuación, la mujer le tendió una ancha y gruesa enagua, con el bajo completamente empapado y cubierto de barro. Chasqueó la prenda, complacido, antes de colocarla también ante el fuego.

Mientras tanto, la recién llegada conversaba, sonreía y se reía tranquilamente, sin percatarse de la excitación del muchacho. Le pasó otra enagua, ésta más ligera, cálida y con olor a almizcle. Luego, con una risa avergonzada, le tendió sus largas bragas de encaje. De pronto, Pierre se dio cuenta de que no estaban mojadas, por lo que no era necesario que se las diera. O sea que si se las había entregado era adrede, y ahora permanecía casi desnuda tras el biombo, sabiendo que él había reparado en su cuerpo.

Como lo estaba mirando por encima del biombo, Pierre pudo ver sus hombros redondos, suaves y relucientes como cojines. Riendo, la mujer le dijo:

—Ahora, dame el quimono.

—¿No tiene también las medias mojadas?

—Sí, desde luego. Ya me las quito. Se agachó. Pierre la podía imaginar soltándose las ligas con gesto enérgico y enrollando las medias. Se preguntó qué aspecto tendrían sus piernas y sus pies. No pudo contenerse por más tiempo y dio un empujón al biombo.

El biombo cayó ante ella y la mostró en la postura que Pierre imaginara. Estaba agachada, quitándose las medias negras. Todo su cuerpo tenía el color dorado y la delicada textura de su cara. Tenía la cintura estrecha y senos prominentes, grandes, pero firmes.

La caída del biombo la dejó indiferente.

—Mira lo que he hecho al quitarme las medias —comentó—. Alárgame el quimono.

Pierre se aproximó a ella y la miró fijamente: aparte las pinturas que había estudiado en el museo era la primera mujer desnuda que veía.

Sonriendo, se cubrió como si nada hubiera pasado y se dirigió al fuego extendiendo las manos hacia el calor. Pierre estaba completamente cohibido. Su cuerpo ardía, pero no sabía muy bien qué hacer.

Ella, en su urgencia por calentarse, no se preocupó de sujetarse el quimono alrededor del cuerpo. Pierre se sentó a sus pies y se quedó mirándola, sonriente, cara a cara. Los ojos de la mujer parecían invitarlo. Se acercó a ella, todavía arrodillado. De pronto, la mujer se abrió el quimono, tomó la cabeza de Pierre entre sus manos y la atrajo sobre su sexo para sentir en él su boca. Los rizos de su vello púbico entraron en contacto con los labios del muchacho y lo enloquecieron. En aquel momento la voz de la madre llegó desde el alejado dormitorio: —¡Pierre! ¡Pierre!

Se irguió. La amiga de la madre se cerró el quimono. Quedaron temblando, ardorosos e insatisfechos. La amiga se dirigió a la habitación de la madre, se sentó a los pies de la cama y se puso a charlar. Pierre se sentó. Con ellas, esperando con nerviosismo a que la mujer estuviera en condiciones de volver a vestirse. La tarde parecía interminable. Por último, ella se levantó y dijo que debía vestirse, pero la madre retuvo a Pierre. Quería que le trajera algo para beber y que corriera las cortinas. Lo mantuvo ocupado hasta que su amiga estuvo vestida. ¿Acaso había adivinado lo ocurrido en el salón? Pierre se quedó con el recuerdo del tacto de su vello y de su rosada piel en los labios. Nada más.

Cuando la amiga se hubo marchado, la madre dijo, con la habitación en penumbra:

—¡Pobre Mary Ann! ¿Sabes? Le ocurrió algo terrible de joven. Fue cuando los prusianos invadieron Alsacia-Lorena: unos soldados la violaron. Y ahora no tolera un hombre cerca de sí.

La imagen de Mary Ann violada inflamó a Pierre. Apenas podía disimular su turbación. Mary Ann había confiado en su juventud e inocencia; con él había perdido su miedo a los hombres. Para ella era como un niño, por eso había tolerado su joven y tierno rostro entre las piernas.

Aquella noche soñó con unos soldados que rasgaban los vestidos de la mujer y le separaban las piernas. Se levantó presa de un violento deseo de ella. ¿Cómo volver a verla? ¿Le permitiría hacer algo más que besarle suavemente el sexo, como ya hiciera? ¿Permanecería impenetrable para siempre? Le escribió una carta, y le sorprendió recibir respuesta. Le pedía que fuera a verla. Vistiendo una holgada túnica, le dio la bienvenida en una habitación débilmente iluminada. El primer movimiento de Pierre consistió en arrodillarse ante ella. Le sonrió con indulgencia:

—¡Qué amable que eres! —dijo. Luego señaló un amplio diván, situado en un rincón, y se tendió en él. Pierre se tendió junto a ella. Se sentía tímido y no podía moverse.

Entonces sintió que su mano se introducía hábilmente bajo su cinturón, se deslizaba dentro de sus pantalones y avanzaba junto al vientre estimulando cada porción de carne que tocaba, resbalando y descendiendo.

La mano se detuvo en el pubis, jugó con el vello y se movió en torno al pene, sin tocarlo. Empezó entonces a hurgarle y Pierre creyó que si le tocaba el miembro moriría de placer. Ansioso, abrió la boca.

La mano continuó moviéndose con lentitud, despacio alrededor y sobre el vello. Un dedo buscó el diminuto canalillo entre el vello y el sexo, donde la piel era tersa, y buscó también cada una de las partes sensibles del joven, se deslizó bajo el pene, le oprimió los testículos.

Por último, la mano se cerró en torno al palpitante miembro y Pierre experimentó un placer tan intenso que suspiró. Su propia mano avanzó, revolviendo a ciegas la ropa de la mujer. También él deseaba tocar el centro de las sensaciones de ella; también quería deslizarse y penetrar en sus partes secretas. Hurgó en sus vestidos y halló una abertura. Palpó su vello púbico y la depresión entre el muslo y el monte de Venus; sintió la carne tierna y la humedad, e introdujo el dedo.

Poseído por el frenesí, trató de introducir el pene. Imaginó a los soldados cargando contra ella. La sangre se le subió a la cabeza. Mary Ann le apartó de un empujón y no le permitió que la tomara.

—Sólo con las manos —le susurró al oído.

Y se tendió, abierta a él, mientras continuaba acariciándole bajo los pantalones.

Cuando se volvió de nuevo y la presionó con su sexo, ella volvió a apartarlo, esta vez con irritación. La mano de ella lo excitaba y ya no podía permanecer inmóvil,

—Te provocaré el orgasmo así —le explicó ella—. Goza.

Pierre se tendió de nuevo, disfrutando de las caricias, pero en cuanto cerró los ojos acudieron a su imaginación los soldados inclinándose sobre el cuerpo desnudo; las piernas, obligadas a separarse; la abertura goteando a causa de los ataques; lo que sentía se parecía al jadeante y furioso deseo de los soldados.

De pronto, Mary Ann cerró su túnica y se puso de pie. Se había quedado completamente fría. Despidió a Pierre y nunca más le permitió verla.

A los cuarenta años, Pierre seguía siendo un hombre muy apuesto, cuyos éxitos con las mujeres y su prolongada y ya rota relación con Elena habían dado mucho que hablar en la pequeña localidad rural donde se estableciera. Estaba casado ahora con una mujer delicada y encantadora que, dos años después de la boda, había enfermado y quedado medio inválida. Pierre la había amado con ardor y al principio pareció que su pasión la hacía revivir, pero, poco a poco, esa pasión se convirtió en un peligro para su débil corazón. Por último, el médico desaconsejó cualquier relación íntima. La pobre Sylvia entró entonces en un prolongado período de castidad. También Pierre se vio bruscamente privado de su vida sexual.

A Sylvia se le prohibió, por supuesto, tener hijos, y por esta razón ella y Pierre decidieron al cabo adoptar dos niños del orfanato del pueblo. Fue un gran día para Sylvia, que vistió sus mejores galas con tal motivo. También fue un gran día para el orfanato, pues todos los niños sabían que Pierre y su esposa vivían en una hermosa casa en una vasta propiedad y tenían fama de amables.

Fue Sylvia quien escogió a los niños: John, un delicado muchacho rubio, y Martha; una chica morena y vivaracha, ambos de unos dieciséis años de edad. Uno y otra habían sido inseparables en el orfanato, como hermano y hermana.

Fueron trasladados a la casa, grande y encantadora, donde se les asignó a cada uno una habitación que daba al amplio parque. Pierre y Sylvia les prodigaron los mayores cuidados, toda su ternura y sus consejos. Además, John cuidaba de Martha.

A veces, Pierre los observaba, envidiando su juventud y camaradería. A John le gustaba pelear con Martha. Durante mucho tiempo ella fue la más fuerte, pero un día, mientras Pierre los observaba, fue John quien sujetó a Martha contra el suelo, consiguiendo sentársele sobre el pecho y proclamar su triunfo. Pierre advirtió que esta victoria, que había seguido a un acalorado revolcón de ambos cuerpos, no disgustó a la chica. «Ya está formándose en ella la mujer —pensó—. Desea que el hombre la aventaje en fuerza.»

Pero si la mujer se manifestaba ya tímidamente en la muchacha, no consiguió un trato galante por parte de John. Su intención parecía ser tratarla como a una compañera; incluso como a un chico. Nunca le dirigía cumplidos y jamás se daba por enterado de los vestidos que llevaba o de sus coqueterías. De hecho, se ponía fuera de sí, hasta manifestar acritud cuando la muchacha le amenazaba con mostrarse tierna. Incluso le llamaba la atención por sus defectos. En una palabra, la trataba sin el menor sentimentalismo. La pobre Martha se sentía perpleja y dolida, pero se negaba a exteriorizarlo. Pierre era el único que se daba cuenta de que la feminidad de Martha estaba siendo herida.

Se hallaba solo en su vasta propiedad. Cuidaba de la granja que formaba parte de aquélla, además de otras posesiones de Sylvia repartidas por la comarca, pero estas ocupaciones no le bastaban. No tenía ningún compañero. John dominaba a Martha hasta el punto de que ella no reparaba en Pierre. Al mismo tiempo, con su ojo experto de hombre mayor, podía advertir muy bien que a Martha le hacía falta otro tipo de relaciones.

Un día que la halló llorando sola en el parque, se aventuró a decirle tiernamente:

—¿Qué te ocurre, Martha? Siempre puedes confiar a un padre lo que no puedas confiar a un compañero.

Martha le miró, dándose cuenta por vez primera de su gentileza y simpatía. Confesó que John le había dicho que era fea, torpe y demasiado animal.

—¡Qué chico tan estúpido! Eso es absolutamente falso. Lo dice porque eres demasiado mujer para él y no sabe apreciar tu sano y vigoroso tipo de belleza. La verdad es que es un afeminado, mientras que tú eres maravillosamente fuerte y hermosa en un sentido que él no puede comprender.

Martha le dirigió una mirada de gratitud.

En lo sucesivo, fue Pierre quien la saludó todas las mañanas con alguna frase amable como «Ese color azul le va muy bien a tu tono de piel»; o «Te sienta estupendamente ese peinado».

La sorprendió con regalos de perfumes y pañuelos y otras pequeñas vanidades.

Sylvia ya no abandonaba nunca su dormitorio y sólo de forma ocasional tomaba asiento en una silla del jardín los días excepcionalmente soleados. John, siempre concentrado en sus estudios, prestaba cada vez menos atención a Martha.

Pierre tenía un coche en el que efectuaba todos los recados que exigía la supervisión de la granja. Siempre los había hecho solo, pero ahora empezó a llevar a Martha consigo.

Esta contaba diecisiete años, estaba bellamente formada gracias a una vida sana y tenía la piel clara y un pelo negro brillante. Sus ojos, fogosos y ardientes, permanecían largo tiempo fijos en el cuerpo delgado de John. Con demasiada frecuencia, pensaba Pierre mientras la miraba. Resultaba obvio que estaba enamorada de John, pero éste ni se enteraba. Pierre experimentaba la angustia de los celos. Se miraba en el espejo y se comparaba con John, comparación que le favorecía, pues si John era un apuesto joven, al propio tiempo su aspecto sugería frialdad, en tanto que los ojos verdes de Pierre aún atraían a las mujeres, y su cuerpo desprendía gran cordialidad y encanto.

Empezó a cortejar sutilmente a Martha, mediante cumplidos y atenciones, convirtiéndose en su confidente en todas las materias, hasta que ella llegó a confesarle la atracción que sentía por John, pero añadió:

—Es absolutamente inhumano.

Un día John la insultó abiertamente en presencia de Pierre. La muchacha había estado bailando y corriendo, y su aspecto era exuberante y vital. De pronto, John se le acercó con expresión de reproche y le dijo:

—¡Qué animal eres! Nunca sublimarás tu energía.

¡Sublimación! Así que era eso lo que él deseaba. Pretendía atraer a Martha a su mundo de estudios, teorías e investigaciones, a fin de ahogar la llama que ardía en ella. Martha le miró airada.

La naturaleza trabajaba en favor de la humanidad de Pierre. El verano hizo languidecer a Martha y la desnudó. Al llevar menos ropa, fue haciéndose más consciente de su propio cuerpo. La brisa parecía tocar su piel como si fuera una mano. Por la noche, daba vueltas en la cama con una intranquilidad que ella misma no podía comprender. Llevaba el cabello suelto y sentía como si una mano se lo hubiera esparcido sobre la garganta y se lo estuviera tocando.

Pierre no tardó en comprender lo que le sucedía, pero no hizo insinuaciones.

Cuando la ayudaba a apearse del coche, apoyaba la mano en el fresco y desnudo brazo. Cuando estaba triste y se refería a la indiferencia de John le acariciaba el pelo. Pero sus ojos no se apartaban de ella y conocían todos los rincones de su cuerpo en la medida en que su vestido permitía adivinarlos. Supo cuan fina era la pelusilla que cubría su piel, cuan suaves eran sus piernas, cuan firmes sus jóvenes pechos. Su cabello, rebelde y espeso, caía a menudo sobre el rostro de Pierre cuando ella se inclinaba con él para estudiar los papeles de la granja. Sus alientos se mezclaban con frecuencia. Una vez, él dejó extraviar su mano alrededor de la cintura de Martha, en actitud paternal. Ella no se movió. De alguna forma, los gestos de Pierre respondían profundamente a la necesidad de simpatía que experimentaba la muchacha. Pensó que estaba cediendo a una cordialidad envolvente y paternal y, poco a poco, era ella quien procuraba permanecer cerca de él cuando estaban juntos, ella quien le pasaba el brazo alrededor cuando iban en coche, y ella quien apoyaba su cabeza en el hombro de Pierre cuando regresaban a casa al atardecer.

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