Delta de Venus (26 page)

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Authors: Anaïs Nin

Tags: #Eros

BOOK: Delta de Venus
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La lengua sentía cada respuesta, cada contracción. De cuclillas como estaba sobre el hombre, Bijou veía su miembro erecto vibrar con cada gruñido de placer que emitía.

Alguien llamó a la puerta. Bijou se levantó a toda prisa, sobresaltada, con los labios húmedos aún por los besos y con el cabello suelto.

El vidente, sin embargo, respondió con calma:

—Aún no estoy listo.

Volviéndose, sonrió a Bijou.

Ella le devolvió la sonrisa. El negro se vistió con rapidez, y pronto estuvo todo aparentemente en orden. Convinieron en verse de nuevo. Bijou deseaba llevar consigo a sus amigas Leila y Elena. ¿Le gustaría a él? El vidente le rogó que lo hiciera.

—La mayoría de las mujeres que vienen no me tientan, porque no son hermosas.

Pero tú..., ven cuando quieras. Bailaré para ti.

Su danza para las tres mujeres tuvo lugar una noche, una vez todos los clientes se hubieron marchado. Se desnudó, mostrando su reluciente cuerpo obscuro. A su cintura ató un pene postizo, modelado como el suyo propio y del mismo color.

—Esta es una danza de mi país. La ejecutamos para las mujeres los días de fiesta.

En la habitación, tenuemente iluminada, donde la luz brillaba como una llamita sobre la piel del hombre, éste empezó a mover el vientre, haciendo que el pene se agitara de la manera más sugestiva. Sacudía su cuerpo como si estuviera penetrando a una mujer y simulaba los espasmos de un hombre presa de las diversas tonalidades de un orgasmo. Uno, dos, tres... El espasmo final fue salvaje, como el de quien deja su vida en el acto sexual.

Las tres mujeres observaban. Al principio, sólo dominaba el pene artificial, pero pronto, con el acaloramiento de la danza, el verdadero empezó a competir en longitud y peso. Ahora se movían ambos al ritmo de sus gestos. El negro cerró los ojos como si no tuviera necesidad de las mujeres. El efecto que causó en Bijou fue poderoso: se despojó de su vestido y empezó a bailar alrededor del vidente de forma tentadora. Pero él apenas la tocaba de vez en cuando con la punta del sexo, la encontrara donde la encontrase, y continuó dando vueltas y sacudiendo el cuerpo en el espacio, como si estuviera ejecutando una danza salvaje contra un cuerpo invisible.

El ritual afectó también a Elena, que se quitó el vestido y se arrodilló junto a la pareja, para hallarse en la órbita de su danza sexual. De pronto, quiso ser tomada hasta sangrar por aquel pene grande, fuerte y firme que se bamboleaba frente a ella con tentadores movimientos, al ritmo de la masculina
danse du ventre
que ejecutaba el vidente.

Leila, que no deseaba a los hombres, se contagió también del talante de las dos mujeres y trató de abrazar a Bijou, pero ésta no se dejó, pues se sentía fascinada por los dos penes.

Leila intentó besar también a Elena. Luego restregó sus pezones contra ambas mujeres, con el propósito de seducirlas. Se apretó contra Bijou para aprovecharse de su excitación, pero ésta siguió concentrada en los órganos masculinos que bailaban ante ella. Su boca estaba abierta, y soñaba con ser tomada por el monstruo armado de dos vergas, que podía satisfacer al mismo tiempo sus dos centros de respuesta.

Cuando el africano cayó, exhausto por la danza, Elena y Bijou saltaron sobre él al mismo tiempo. Bijou se apresuró a introducirse un pene en la vagina y otro en el ano, y empezó a moverse salvajemente sobre el vientre de él, hasta que se cayó satisfecha con un largo grito de placer. Elena la apartó y adoptó la misma postura.

Pero viendo que el africano se encontraba cansado, se abstuvo de moverse, aguardando a que recuperase sus fuerzas.

El pene permanecía erecto dentro de ella y, mientras esperaba, empezó a hacer contracciones, muy lenta y suavemente, por temor a alcanzar el orgasmo demasiado pronto y acabar con su placer. Al cabo de un momento, el hombre la agarró por las nalgas y la levantó para que pudiera seguir el rápido latido de su propia sangre. La inclinó, la moldeó, la apretó y la empujó para adaptarla a su ritmo hasta que gritó; entonces ella empezó a moverse en círculo alrededor del abultado miembro, y él alcanzó el orgasmo.

Luego, el vidente hizo que Leila se pusiera a horcajadas sobre su cara, como ya hiciera con Bijou, y hundió el rostro entre sus piernas.

Aunque Leila nunca había deseado a un hombre, conoció una sensación nunca experimentada cuando la lengua del africano la acarició. Quiso ser tomada por detrás. Cambió de postura y rogó al vidente que le introdujera el pene artificial.

Ahora estaba a cuatro patas, y el negro hizo lo que le había pedido.

Elena y Bijou miraban sorprendidas cómo exhibía sus nalgas con evidente excitación, mientras el africano las arañaba y mordía, al tiempo que movía el pene artificial en su interior. El dolor y el placer se mezclaban en ella, ya que aquel miembro era ancho, pero permaneció a cuatro patas, con el africano soldado a su cuerpo, y se movió convulsivamente hasta consumar su placer.

Bijou acudió a menudo a ver al africano. Un día estaban acostados en el diván y el hombre sepultaba el rostro bajo sus brazos. Respiraba su olor, y en lugar de besarla empezó a olería toda, como un animal: primero en las axilas, luego en el cabello, después entre las piernas. Esto le excitó, pero no quería tomarla.

—¿Sabes, Bijou? Te querría más si no te bañaras tan a menudo. Me gusta el olor de tu cuerpo, pero es casi imperceptible, porque te lavas demasiado. Esta es la razón por la que casi nunca siento deseo por las mujeres blancas. Me agrada el olor femenino fuerte. Por favor, lávate un poco menos.

Para complacerle, Bijou se lavaba con menos asiduidad. A él le gustaba especialmente el olor de la entrepierna cuando no se había lavado; el maravilloso olor de marisco que deja el semen. Luego le pidió que le guardara su ropa interior; que la llevara unos días y luego se la entregase.

Primero le llevó un camisón que se había puesto a menudo, uno negro y con puntillas. Con Bijou echada a su lado, el africano cubrió su rostro con el camisón e inhaló sus olores. Permaneció tendido, extático y en silencio. Bijou vio que el deseo abultaba en sus pantalones. Suavemente, se inclinó sobre él y empezó a desabrocharle un botón, luego otro y a continuación el tercero. Abrió completamente los pantalones y le buscó el sexo, que apuntaba hacia abajo, atrapado bajo el ajustado calzoncillo. De nuevo tuvo que soltar botones.

Finalmente, vio el destello del pene, tan obscuro y suave. Introdujo su mano con delicadeza, como si fuera a robárselo. El africano, con la cara cubierta por el camisón, no la miraba. Ella empujó despacio el pene hacia arriba para liberarlo de su forzada posición, hasta que se mostró erecto, terso y duro. Pero apenas lo tocó con la boca el africano lo retiró. Tomó el camisón, todo él arrugado y como espumoso, lo extendió en la cama, se echó encima cuan largo era, enterró su sexo en él y empezó a moverse arriba y abajo contra la prenda, como si fuera Bijou la que yaciera bajo él.

Bijou miraba, fascinada por la manera como empujaba contra el camisón y la ignoraba a ella. Aquellos movimientos la excitaron. Estaba tan frenético que sudaba, y un embriagador olor animal se desprendía de todo su cuerpo. Bijou cayó sobre él, que soportó su peso en la espalda, sin prestarle atención, y continuó moviéndose contra el camisón.

Bijou vio que sus movimientos se aceleraban, hasta que se paró. Luego se volvió y empezó a desnudarla. Bijou creyó que habría perdido interés por el camisón y que iba a hacerle el amor. Le sacó las medias, dejándole las ligas sobre la carne desnuda. Luego le quitó el vestido, aún caliente por el contacto con su cuerpo. Para complacerle, Bijou llevaba bragas negras; se las bajó despacio, deteniéndose a medio camino para mirar la carne marfileña que emergía: parte de las nalgas y el comienzo del hundido valle. La besó allí, deslizando la lengua a lo largo de la deliciosa grieta, mientras continuaba quitándole las bragas. No dejó ninguna parte sin besar mientras las bajaba a lo largo de sus caderas, y la seda era otra mano sobre su carne.

Al levantar ella una pierna para liberarse de las bragas, él pudo verle el sexo entero.

La besó allí; Bijou levantó la otra pierna y descansó las dos sobre los hombros de él.

El negro sostuvo las bragas en la mano y continuó besándola, hasta dejarla mojada y jadeante. Entonces se volvió y enterró la cara en las bragas y el camisón, se enrolló las medias en el pene y depositó el vestido de seda negra sobre su vientre.

Aquella ropa parecía ejercer sobre él idéntico efecto que una mano. Se convulsionaba de excitación.

Bijou trató otra vez de tocarle el miembro con la boca y con las manos, pero él la rechazó. Se acostó desnuda y hambrienta a su lado, contemplando su placer.

Aquello era torturante y cruel. Trató de nuevo de besarle el resto del cuerpo, pero no respondió.

Continuaba acariciando, besando y oliendo la ropa, hasta que su cuerpo empezó a temblar. Se tendió de espaldas y su pene se estremecía en el aire, sin nada que lo rodeara, sin nada que lo sujetara. Tembló de placer de pies a cabeza, mientras mordía las bragas y las masticaba, con su miembro erecto siempre cerca de la boca de Bijou, pero inaccesible a ella. Por último, la verga se estremeció violentamente y, cuando la blanca espuma apareció en el extremo, Bijou se lanzó sobre ella para apurar los últimos chorros.

Una tarde, cuando Bijou y el africano estaban juntos, y a ella le resultaba imposible atraer su deseo hacia su cuerpo, dijo, exasperada:

—Mira, se me va a desarrollar excesivamente la vulva a causa de tus constantes besos y mordiscos. Me tiras de los labios como si fueran pezones y se están alargando.

El tomó los labios entre el pulgar y el índice y los examinó. Los abrió como si fueran los pétalos de una flor y dijo:

—Se pueden perforar y colgarles un pendiente, como hacemos en África. Quiero hacértelo.

Continuó jugando con la vulva. Está se puso rígida bajo su tacto, y vio aparecer la blanca humedad en el borde, como la delicada espuma de una pequeña ola. Se excitó y la tocó con el extremo del pene, pero no la penetró. Estaba obsesionado con la idea de perforar los labios, como si fueran los lóbulos de las orejas, y colgar de ellos un pequeño pendiente de oro, según viera hacer a las mujeres de su país.

Bijou no creía que hablara en serio y le divirtió la propuesta, pero entonces él se levantó y fue en busca de una aguja. Bijou lo esquivó y huyó como pudo.

Ahora se encontraba sin amante. El vasco seguía atormentándola, despertando en ella grandes deseos de venganza. Bijou sólo era feliz cuando lo engañaba.

Recorría las calles y frecuentaba los cafés con una sensación de ansiedad y curiosidad. Buscaba algo nuevo, algo que no hubiera experimentado todavía. Se sentaba en los cafés y rechazaba invitaciones.

Una noche descendía en dirección a los muelles y al río. Aquella parte de la ciudad estaba muy poco iluminada. El ruido del tránsito apenas llegaba hasta allí.

Las barcazas ancladas carecían de luces y sus tripulantes dormían. Se acercó a un pretil de piedra muy bajo y se detuvo a contemplar el río. Se inclinó, fascinada por los reflejos de las luces en el agua. De pronto oyó la más extraordinaria voz hablándole al oído; una voz que inmediatamente la encantó. Decía:

—Le ruego que no se mueva. No le haré daño, pero permanezca dónde está.

La voz era tan profunda, rica y refinada, que obedeció, limitándose a volver la cabeza. Descubrió entonces a un hombre alto, guapo y bien vestido, de pie tras ella.

Sonreía bajo la tenue luz con una amistosa, desarmante y cortés expresión.

El hombre también se inclinó sobre el pretil y dijo:

—Encontrarla a usted aquí, de esta forma, ha sido una de las obsesiones de mi vida.

No tiene idea de lo hermosa que está, con los pechos aplastados contra el pretil y el vestido tan corto por detrás. ¡Qué bonitas piernas tiene!

—Pero usted debe de tener un montón de amigas —dijo Bijou sonriendo.

—Ninguna a la que haya deseado tanto como a usted. Sólo le ruego que no se mueva.

Bijou estaba intrigada. La voz de aquel extraño la fascinaba, la hipnotizaba. Sintió una mano que le acariciaba suavemente la pierna, bajo el vestido.

Mientras, él iba diciendo:

—Un día observaba yo a dos perros que jugaban. El uno estaba ocupado comiéndose un hueso que había encontrado y el otro se aprovechó de la situación para acercársele por detrás. Yo tenía catorce años y experimenté la excitación más salvaje observando la escena. Fue el primer encuentro sexual que presencié, y descubrí asimismo mi primera excitación sexual. A partir de entonces, sólo una mujer inclinada como usted lo está puede despertar mi deseo.

Su mano continuó acariciándola. La oprimió un poco y, viéndola dócil, empezó a moverse a su espalda, como para cubrirla con todo su cuerpo. De pronto Bijou se asustó y trató de escapar de aquel abrazo, pero el hombre era vigoroso. Estaba ya bajo él y todo cuanto el desconocido tenía que hacer era inclinar su cuerpo cada vez más. La obligó a bajar la cabeza y los hombros hasta apoyarlos en el pretil y le subió la falda.

Bijou iba, como siempre, sin ropa interior. El hombre gruñó y empezó a murmurar palabras de deseo que la calmaban, pero al propio tiempo la mantenía agachada, enteramente a su merced. Lo sintió contra su espalda, pero no la poseía; se limitaba a apretarse a ella tanto como podía. Bijou sintió la fuerza de las piernas de aquel hombre y oyó su voz envolvente, pero eso fue todo. Luego notó algo suave y cálido que la oprimía, pero que no la penetró. En un momento, quedó cubierta de esperma.

Entonces el hombre la abandonó y se marchó corriendo.

Leila llevó a Bijou a montar a caballo al
Bois
.

Leila, montando, estaba muy hermosa; esbelta, masculina y arrogante. Bijou era más exuberante, pero también más torpe.

Cabalgar en el
Bois
era una experiencia maravillosa. Se cruzaban con personas elegantes y luego avanzaban por largas extensiones de senderos aislados y arbolados. De vez en cuando, encontraban un café, donde se podía descansar y comer.

Era primavera. Bijou había tomado unas cuantas lecciones de montar y era la primera vez que salía por su cuenta. Cabalgaban despacio, conversando. De repente, Leila se lanzó al galope y Bijou la siguió. AI cabo de un rato moderaron la marcha. Sus rostros estaban arrebolados.

Bijou sentía una agradable irritación entre las piernas y calor en las nalgas. Se preguntó si Leila sentiría lo mismo. Tras otra media hora de cabalgar, su excitación creció. Sus ojos estaban brillantes y sus labios húmedos. Leila la miró admirada.

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