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Authors: Jerzy Kosinski

Tags: #Relato

Desde el jardín (6 page)

BOOK: Desde el jardín
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El interior del estudio era semejante a todos los que Chance había visto en la televisión. Fue conducido rápidamente hacia una oficina contigua donde le ofrecieron una bebida alcohólica que no aceptó; en cambio, tomó una taza de café. Cuando apareció el anfitrión, Chance lo reconoció instantáneamente; lo había visto muchas veces en el programa «Esta Noche», aunque los espectáculos en los que no se hacía más que conversar no le agradaban mucho.

Mientras el anfitrión le hablaba sin cesar, Chance se preguntaba qué iría a suceder después y cuándo empezaría realmente el espectáculo. Por fin el anfitrión se calló y el productor volvió en seguida con el encargado del maquillaje. Chance se sentó frente a un espejo mientras el hombre le cubría el rostro con una fina capa de polvo parduzco.

—¿Ha aparecido muchas veces en la televisión? —le preguntó el encargado del maquillaje.

—No —dijo Chance—, pero la miro constantemente.

El hombre encargado del maquillaje y el productor se echaron a reír con amabilidad.

—Listo —dijo el maquillador, al tiempo que asentía con la cabeza y cerraba la caja de cosméticos.

—Buena suerte, señor —dio media vuelta y se fue.

Chance esperaba en el cuarto contiguo. En uno de los rincones había un gran televisor. Vio aparecer al anfitrión que anunció el programa. El público aplaudió; el anfitrión se rió. Las grandes cámaras, de afiladas narices, se deslizaban suavemente alrededor del escenario. Había música y el director de la orquesta apareció en la pantalla, sonriendo.

Chance se maravilló de que la televisión pudiese representarse a sí misma; las cámaras se observaban a sí mismas y, al mirarse, televisaban el programa. Este autorretrato era transmitido en las pantallas de televisión colocadas frente al escenario y que el público del estudio observaba. De las incontables cosas que existían en el mundo —árboles, césped, flores, teléfonos, radios, ascensores— sólo la televisión sostenía constantemente un espejo frente a su rostro, ni sólido ni fluido.

De pronto, entró el productor y le hizo señas a Chance de que lo siguiera. Atravesaron una puerta y un pesado cortinaje. Chance oyó al anfitrión pronunciar su nombre. Luego, después de que el productor se alejara, se encontró bajo el brillo de las luces. Vio al público delante de él; a diferencia de los públicos que había visto en su propio aparato de televisión, no podía individualizar ningún rostro en la muchedumbre. En el reducido escenario había tres grandes cámaras; en el costado izquierdo, el anfitrión estaba sentado ante una mesa con cubierta de piel. Hizo una gran sonrisa a Chance, se puso de pie pausadamente y lo presentó al público, que aplaudió con entusiasmo. Chance, recordando lo que tantas veces había visto en la televisión, se dirigió a la silla desocupada, delante de la mesa. Se sentó y el anfitrión hizo lo mismo. Los camarógrafos hacían girar las cámaras silenciosamente alrededor de ellos. El anfitrión se inclinó en dirección de Chance, sentado enfrente de él.

De cara a las cámaras y al público, ahora apenas visible en el trasfondo del estudio, Chance se abandonó a los acontecimientos. Ninguna forma de pensamiento subsistía de él; aunque comprometido por la situación, se sentía al mismo tiempo totalmente ajeno a ella. Las cámaras absorbían la imagen de su cuerpo, registraban cada uno de sus movimientos y silenciosamente los lanzaban en las pantallas de millones de televisores diseminados por todo el mundo: en las viviendas, automóviles, barcos, aviones, salas y aposentos. Sería visto por más personas que las que podría conocer en toda su vida; personas que nunca lo conocerían. Los que lo estaban observando en las pantallas de sus televisores no la conocían verdaderamente; ¿cómo iban a conocerlo si nunca se habían encontrado? La televisión refleja sólo la superficie de la gente, pero al hacerlo les va arrancando las imágenes de sus cuerpos para que sean absorbidas por los ojos de los espectadores, desde donde no pueden regresar jamás, condenadas a desaparecer. Las cámaras, que lo apuntaban con sus triples lentes insensibles, transformaban a Chance en una mera imagen para millones de personas reales que nunca conocerían su auténtico ser, puesto que los pensamientos no podían ser televisados. Para él también los espectadores existían sólo como proyecciones de su propio pensamiento, como imágenes. Nunca conocería su verdadera realidad, ya que no sabía quiénes eran e ignoraba lo que pensaban.

Chance oyó que el anfitrión decía:

—Nosotros, aquí en el estudio, nos sentimos muy honrados de contar con su presencia, señor Chauncey Gardiner, y no dudo de que este sentimiento es compartido por los cuarenta millones de norteamericanos que diariamente ven este programa. Le estamos especialmente agradecidos por haber aceptado asistir a último momento en reemplazo del Vicepresidente, a quien la atención de asuntos perentorios impidió estar esta noche con nosotros. —El anfitrión hizo una breve pausa; un silencio absoluto reinaba en el estudio—. Le hablaré con toda franqueza, señor Gardiner. ¿Está usted de acuerdo con la opinión del Presidente acerca de nuestra economía?

—¿Qué opinión? —preguntó Gardiner.

El anfitrión se sonrió, como si existiera un entendimiento previo entre ambos.

—La opinión que expresó esta tarde el Presidente en el discurso principal que pronunció en el Instituto Financiero de los Estados Unidos. Antes del discurso, el Presidente lo consultó a usted, además de haberse asesorado con sus consejeros financieros.

—¿Sí…? —dijo Chance.

—Lo que quiero decir es… —el anfitrión titubeó un instante y echó una mirada a sus notas—. Bueno… Le daré un ejemplo: el Presidente comparó la economía de este país a un jardín y señaló que después de un período de decadencia, se sucedería naturalmente una época de crecimiento…

—Conozco muy bien el jardín —dijo Chance con firmeza—. He trabajado en él toda mi vida. Es un buen jardín y, además, lozano; sus árboles se mantienen florecientes, lo mismo que los arbustos y las flores, siempre que se los pode y riegue cuando corresponde. Estoy totalmente de acuerdo con el Presidente: a su debido tiempo, todo volverá a medrar. Además, hay en el bastante lugar para más árboles y flores de todo tipo.

Una parte del público lo interrumpió con sus aplausos, al tiempo que otra lo abucheaba. Detrás de él, los miembros de la orquesta dieron algunos golpes en sus instrumentos; unos pocos expresaron su acuerdo a viva voz. Chance se volvió hacia el televisor que estaba a su derecha y vio su propio rostro que ocupaba toda la pantalla. Luego aparecieron las caras de algunos espectadores; unos evidenciaban estar de acuerdo con lo que acababa de decir; otros, parecían disgustados. La cara del anfitrión ocupó nuevamente la pantalla y Chance volvió la cabeza para mirarlo de frente.

—Bien, señor Gardiner —dijo el anfitrión— ha expresado usted muy bien lo que quería decir y creo que sus palabras han de servir de aliento para todos aquellos que no se complacen en las quejas vanas ni se regodean con predicciones funestas. Aclaremos bien las cosas, señor Gardiner. Su opinión es, pues, que la retracción económica, la tendencia bajista del mercado bursátil, el aumento en el desempleo… no son más que una frase, una época, por así decirlo, en la evolución de un jardín…

—En un jardín, las plantas florecen… pero primero deben marchitarse; los árboles tienen que perder sus hojas para que aparezcan las nuevas y para desarrollarse con más vigor. Algunos árboles mueren, pero los nuevos vástagos los reemplazan. Los jardines necesitan mucho cuidado, pero si uno siente amor por su jardín no le importa trabajar en él y esperar hasta que florezca con seguridad en la estación que corresponde.

Las últimas palabras de Chance se perdieron en parte por el murmullo animado del público. Detrás de él, algunos miembros de la orquesta hicieron sonar sus instrumentos; otros expresaron su aprobación de viva voz. Chance se volvió hacia el televisor que tenía al lado y vio su rostro con la mirarla desviada hacia un costado. El anfitrión levantó la mano para hacer callar al público, pero los aplausos continuaron, subrayados por algún que otro abucheo. Se puso de pie lentamente e invitó con un gesto a Chance a que se reuniera con él en el centro del escenario, donde lo abrazó ceremoniosamente. El aplauso alcanzó proporciones inusitadas. Chance estaba indeciso. Cuando cesó el bullicio, el anfitrión le estrechó la mano y le dijo:

—Muchas gracias, señor Gardiner. Usted está inspirado por el espíritu que tanta falta hace en este país. Confiemos en que sea un anuncio del advenimiento de la primavera en nuestra economía. Gracias una vez más, señor Chauncey Gardiner… financista, asesor presidencial y auténtico estadista.

Acompañó a Chance hasta el telón del fondo donde el productor se hizo cargo de él.

—¡Estuvo magnífico, señor, sencillamente magnífico! —exclamó el productor—. He estado a cargo de este espectáculo durante casi tres años y no recuerdo nada semejante. Le aseguro que el jefe está encantado. ¡Fue espléndido, realmente espléndido!

Condujo a Chance al fondo del estudio. Varios empleados los saludaron cuando pasó, mientras que otros le dieron la espalda.

* * *

Después de comer con su mujer y sus hijos, Thomas Franklin se dirigió a su estudio a trabajar. Era imposible terminar con el trabajo en la oficina, especialmente porque la señorita Hayes, su asistente, estaba de vacaciones.

Trabajó hasta que le fue imposible concentrarse; luego subió a su aposento. Su mujer ya se había metido en la cama y estaba mirando un programa de televisión en el que se comentaba el discurso del Presidente. Franklin echó una mirada al televisor mientras se desvestía. En los últimos dos años, el valor de las acciones bursátiles de su propiedad se había reducido a una tercera parte, sus ahorros habían desaparecido y en los últimos tiempos había disminuido su participación en las ganancias de su firma. El discurso del Presidente no le pareció alentador y esperaba que el Vicepresidente o, en su ausencia, ese sujeto Gardiner, le levantara un poco el ánimo. Arrojó los pantalones en cualquier parte, olvidándose de colgarlos en la percha especial que su mujer le había regalado para un cumpleaños, y se sentó en la cama dispuesto a seguir el programa «Esta Noche» que acababa de comenzar.

El anfitrión hizo la presentación de Chauncey Gardiner. El invitado dio un paso hacia adelante. La imagen era nítida y los colores sumamente fieles. Pero aún antes de que el rostro de Chance apareciera en el primer plano en la pantalla, Franklin tuvo la sensación de haberlo visto antes en alguna parte. ¿Acaso en una de esas entrevistas exhaustivas de la televisión, donde las cámaras muestran al entrevistado desde todos los ángulos posibles? ¿O lo había conocido personalmente? Su aspecto le resultaba familiar, especialmente la forma en que iba vestido.

Estaba tan absorto tratando de recordar si realmente lo había conocido y dónde, que no oyó nada de lo que decía Gardiner ni se enteró de qué movió al público a romper en estruendosos aplausos.

—¿Qué es lo que dijo, querida? —le preguntó a su mujer.

—¡Qué pena que te lo perdieras! Acaba de decir que la economía marcha muy bien. La economía es, según él, algo parecido a un jardín: crece y se marchita. Gardiner piensa que todo irá bien. Se sentó en la cama y miró a Franklin con tristeza.

—Te dije que no debimos renunciar a comprar esa propiedad en Vermont ni postergar el crucero que pensábamos hacer. Eres siempre el mismo: siempre el primero en abandonar la partida. ¡Bah! ¡Yo te lo advertí! ¡No se trata más que de una helada pasajera… en el jardín!

Franklin volvió a concentrarse en el televisor. ¿Dónde y cuándo diablos había visto a ese tipo?

—Este Gardiner es toda una personalidad —musitó su mujer—. Varonil, bien vestido, una hermosa voz; una especie de mezcla entre Ted Kennedy y Gary Grant. No es ni uno de esos falsos idealistas ni un tecnócrata automatizado.

Franklin buscó una píldora para dormir. Era tarde y estaba cansado. Tal vez fue un error elegir ser abogado. Los negocios… las finanzas… Wall Street… hubieran sido una mejor elección. Pero a los cuarenta años era demasiado viejo para aceptar nuevos riesgos. Envidió a Chance su apostura, su éxito, la seguridad en sí mismo.

—Como un jardín —dijo, al tiempo que suspiraba audiblemente—. Sí. Si uno pudiera creerlo.

* * *

A solas en el automóvil que lo llevaba de regreso del estudio, Chance vio al anfitrión con su siguiente invitado, una actriz voluptuosa, escasamente cubierta por un vestido casi transparente. Tanto el anfitrión como su invitada mencionaron su nombre; la actriz se sonrió varias veces y dijo que hallaba a Chance muy atractivo y sumamente varonil.

Al llegar a la casa de Rand, uno de los criados se precipitó a abrirle la puerta.

—Su discurso fue magnífico, señor Gardiner, —comentó, mientras seguía a Chance hasta el ascensor.

Otro criado le abrió la Puerta del ascensor.

—Gracias, señor Gardiner —dijo—. Nada más que gracias, de un hombre sencillo que ha visto mucho.

En el ascensor Chance se puso a mirar el pequeño televisor portátil empotrado en uno de los paneles laterales. La transmisión del programa «Esta Noche» continuaba en todo su apogeo. El anfitrión hablaba en ese momento con otro invitado, un cantante de frondosa barba, y Chance volvió a oír que mencionaban su nombre.

La secretaria de Rand lo esperaba en el piso de arriba.

—Su intervención fue realmente notable, señor —dijo la mujer—. Jamás he visto a nadie con tanta desenvoltura, ni que fuera tan fiel a sí mismo. ¡Gracias a Dios, que todavía queda gente como usted en este país! A propósito, el señor Rand lo vio por televisión y, aunque no se siente muy bien, insistió en que cuando usted regresara fuera a hacerle una visita.

Chance entró en la habitación de Rand.

—Chauncey —dijo Rand, al tiempo que se esforzaba por sentarse en su enorme lecho—, permítame que le dé mis más calurosas felicitaciones. Su discurso fue excelente, excelente. Espero que todo el país lo haya escuchado. —Alisó el cubrecama—. Usted tiene la gran cualidad… de ser natural, y ésa, querido amigo, es una condición poco frecuente y que caracteriza a los grandes hombres. Se condujo con decisión y valentía y, sin embargo, no cayó en el sermoneo. Todo lo que dijo fue directo al grano.

Los dos hombres se miraron en silencio.

—Chauncey, mi querido amigo —continuó Rand, con tono grave y casi reverencial—, creo que le interesará saber que EE preside el Comité de las Naciones Unidas encargado de la hospitalidad. Corresponde, pues, que esté presente en la recepción que se celebrará mañana en las Naciones Unidas. Dado que yo no podré acompañarla, me gustaría que lo haga usted. Su discurso habrá interesado a mucha gente, que estará encantada de conocerlo. La acompañará ¿no es cierto?

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