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Authors: Megan Maxwell

Deseo concedido (57 page)

BOOK: Deseo concedido
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—No quiero escucharte —susurró ella.

—No permitiré que te alejes de mí —murmuró con desesperación Duncan al ver que ella se recostaba contra la pared.

Respirando con dificultad, Megan no le miró.

—Me alejaré de ti quieras o no —gritó ella.

—¡No harás eso nunca! —vociferó plantándose delante de ella. Posando sus brazos en la pared, la rodeó y se acercó más a ella—. Soy un bruto por no saber tratarte. Me merezco que te enfades conmigo, que me odies, pero, por favor, no desaparezcas de mi vida.

Apoyó su frente contra la de ella respirando con dificultad. El perfume que desprendía su mujer le volvía loco. Sin poder remediarlo, agarró con sus manos la cara de ella y, levantando su barbilla, le hizo mirarle. Los ojos de ambos se encontraron y, sin necesidad de decir o hacer nada, sus bocas se unieron. Aquel beso dulce dio paso a uno más exigente. Ambos se necesitaban y se deseaban. Megan no pudo resistirse a los abrazos y a los besos que añoraba, y Duncan, angustiado, la agarró con fuerza. Tras soltar un gruñido, la levantó entre sus brazos para llevarla a la cama. La posó con delicadeza y ella lo besó como sólo ella sabía. Dulces gemidos aceleraron el corazón de Duncan, que comenzó a respirar más tranquilo al tener a su mujer entre sus brazos. Las suaves manos de Megan recorrieron la espalda desnuda y musculosa de él, que cada vez que soltaba un suspiro hacía que su mujer se excitara más. Con la necesidad de hacerla suya, le levantó las faldas y, al quitarle las finas calzas de hilo, el sexo húmedo y ardiente de su mujer quedó ante él.

—Mi amor, te he echado de menos. —Megan sintió la necesidad de decir aquello.

Sus suplicantes ojos le embriagaron. Duncan tomó sus labios hinchados y rojos por la pasión, se deshizo de su pantalón y comenzó a poseerla dándole certeros golpes de cadera, mientras ella, a cada golpe, gemía y ardía de pasión. Hasta que ambos llegaron al clímax. Instantes después, yacieron en la cama, jadeantes y empapados en sudor. Duncan la estrechaba contra él, desesperado por perderla, mientras Megan luchaba por saber qué era lo que debía hacer.

—Te quiero —susurró Duncan con voz ronca.

Al escucharle, el cuerpo de Megan se erizó. Le estaba diciendo las palabras mágicas. Aquellas palabras que ella tanto había deseado oír. Ahora, por fin se las decía. Pero una sensación extraña le corrió por el cuerpo sin saber por qué.

A la mañana siguiente, cuando Megan despertó, se encontró a su marido mirándola tumbado junto a ella.

—Buenos días, cariño —susurró besándola con dulzura.

—Buenos días —respondió aceptando sus sabrosos besos—. ¿Qué haces todavía en la cama?

—Observar la belleza de mi esposa —murmuró mientras la besaba y le hacía cosquillas—. ¿Estás hoy más tranquila que ayer?

—Sí.

—Quería pedirte perdón por mi tosco comportamiento —dijo besándola en la punta de la nariz—, y hacerte saber que eres la única mujer que me importa en este mundo. Si no te conté lo de Margaret fue porque era algo pasado que no debía preocuparte.

—Ahora entiendo por qué pensabas así de ella —señaló sin ganas de contarle lo que ella le dijo.

—Me quedó muy claro su juego cuando me enteré de que calentaba la cama de mi abuelo. Y, a pesar de mis advertencias hacia ella, Marlob nunca quiso escucharme, ni a mí ni a Niall. Gracias a Dios —sonrió acariciándole con dulzura la frente—, tú entraste en nuestras vidas y pudiste desenmascararla antes de que su maldad se llevara a la tumba a mi abuelo, cosa que no pudimos evitar con mi pobre hermana Johanna.

—Siento mucho lo de tu hermana. Respecto a Marian, ¿la amas todavía?

—No, cariño. Yo sólo te amo a ti —respondió abrazándola—. Conocí a Marian hace unos siete u ocho años. Ella y su padre aparecieron junto a otros aliados franceses en una reunión clandestina que se organizó antes de la batalla de Loudoun. La primera vez que la vi, quedé fascinado por su belleza dorada y su acento embriagador, y mi juventud me hizo ir tras ella como un burro. Recuerdo que Lolach me advirtió que esa jovencita tenía ojos de ambiciosa, pero yo sólo veía en ella sus dulces ojos azules y sus maravillosos bucles rubios. Tras la muerte de Eduardo I, Robert de Bruce promovió una insurrección en la que, a modo de guerrilla, atacamos a los ingleses que quedaban en Escocia. Por aquel entonces, mi amistad con Robert de Bruce me llevó a las primeras líneas de ataque, siendo junto a Lolach uno de sus hombres de confianza. Tras la insurrección, las mieles de la gloria hicieron que Marian se fijara en mí. Yo no era un guerrero cualquiera, era uno de los poderosos, que junto a Robert de Bruce daba órdenes a los guerreros. En poco tiempo, ella consiguió hacerme creer que yo era todo lo que quería de un hombre. Durante ese tiempo, visitó con frecuencia este castillo. Aunque no te puedo negar que la quise, lo que sí te puedo decir es que siempre algo en mí me indicaba que no podía fiarme de ella —susurró viendo la mirada vidriosa de su mujer—. Una noche, cuando llegué a Edimburgo, escuché a unos guerreros hablar sobre
lady
Marian. Decían que la habían visto salir de madrugada de la habitación de Robert de Bruce. Mi rabia era inmensa. ¿Cómo podían hablar así de la mujer a la que yo amaba? Y fue Lolach quien me pidió que, antes de hacer algo de lo que luego me pudiera arrepentir, investigase la verdad de aquello, lo cual no me costó mucho. Dos días después, fui testigo de cómo abandonaba la habitación de Robert. Al verme esperándola, no me lo negó. Tras una tremenda discusión, me dijo que ella era una mujer libre y que nadie movía los hilos de su vida, excepto ella. Me alejé todo lo que pude de Marian y ella se convirtió en la amante oficial de Robert de Bruce. Y así ha sido hasta que los ingleses, tras Bannockburn, liberaron a Elizabeth, la mujer de Robert, que se ha encargado de alejar a Marian de su lado y de la cama de su marido. Yo no había vuelto a verla ni a hablar con ella hasta que llegué hace un mes a Edimburgo. Allí, Robert nos pidió consejo a Lolach y a mí de cómo ayudar a Marian a regresar segura a Francia. Días después, llegó Jack, su hermano. Tras hacer varias gestiones, finalmente decidimos que les trasladara una barcaza desde Eilean Donan hasta Brodick y, desde allí, un barco les llevara hasta Irlanda y posteriormente a Francia.

—¿Por qué me cuentas esto ahora?

Con una abrasadora sonrisa que hizo temblar a Megan de pies a cabeza, Duncan respondió:

—Porque te quiero y necesito que confíes en mí. Porque no quiero que te separes de mí y porque ella no significa nada en mi vida.

—Margaret se encargó de decirme que yo me vería en la calle en cuanto esa mujer entrara por la puerta del castillo —susurró Megan, y eso hizo entender a Duncan el dolor que sintió la noche anterior—. Cuando supe quién era, y especialmente cuando vi lo furioso que estabas, temí que las palabras de Margaret fueran verdad.

—No, mi amor —dijo él besándola dulcemente en la cara—. Ella está aquí porque Robert necesita asegurarse de que sale de Escocia. Si no Elizabeth levantará una insurrección contra él. No olvides que Robert es nuestro rey, y no puedo negarle mi ayuda. —Levantándole con el dedo la barbilla, preguntó—: ¿Quieres hacerme alguna pregunta más?

—No, cariño —sonrió al ver que la mirada de él volvía a ser la de siempre—. Sabes que siempre he confiado en ti.

—Me alegra escucharte —sonrió levantándose de la cama—. ¡Venga, levantémonos! ¡Tenemos invitados esperando!

En ese momento las náuseas que sintió le hicieron recordar algo.

—¡Espera! —dijo riéndose por la cara que pondría él cuando le contara que iba a ser padre—. Necesito decirte algo.

—De acuerdo —asintió sentándose junto a ella—. Pero date prisa, nuestro rey me espera.

Al escuchar aquello, Megan decidió que no era el momento, y dándole un beso en los labios le susurró:

—Entonces, te lo diré esta noche, cuando nos reunamos de nuevo en nuestra habitación.

—¡Perfecto! —sonrió dándole un rápido beso, justo cuando daban unos golpes en la puerta y ésta se abría.

—Disculpad mi intromisión —tosió Niall, que asomó la cabeza con una bonita sonrisa—. Venía a ver si la sangre chorreaba por la cama. Marlob me ha enviado para saber que no os habéis matado.

Tras unas risas por parte de los tres, Niall se marchó y Duncan se vistió. Antes de salir por la arcada, le tiró un beso con la mano y ella lo cogió con amor.

Un rato más tarde, Megan bajó al salón, donde Shelma y
lady
Marian estaban sentadas al lado del hogar. El día era desapacible y la lluvia arreciaba con fuerza contra los muros del castillo.
Lady
Marian, al ver aparecer a Megan, le clavó una dura mirada. Con una sonrisa, Megan le hizo entender que estaba feliz y contenta. Shelma, por su parte, respiró con tranquilidad.

—Buenos días —saludó alegremente Megan acercándose a la mesa donde había unos dulces para coger uno.

—Qué día más horroroso y feo hace hoy —se quejó
lady
Marian, incómoda por la alegre presencia de Megan.

—A mí me encantan los días así —sonrió con mofa Megan al escuchar el retumbar de un trueno. ¡Gracias a Dios, hasta en eso era diferente a ella!

—Siempre te han gustado —asintió Shelma, acercándose a ella y preguntándole en voz baja—: ¿Estás mejor hoy?

Sin mirarla, pues aún continuaba enfadada con ella, respondió:

—Por supuesto. ¿Dónde están los hombres?

—Salieron a encontrarse con un tal George —respondió
lady
Marian, que contenía su malestar al ver a Megan tan relajada aquella mañana.

—Ah, sí —comentó con malicia Megan—. Él será quien seguramente os lleve en barcaza hasta Brodick.

Tras aquello todas callaron. Sólo se escuchaba el repiqueteo de las gotas de agua y el sonido de los truenos.

—¿Dónde tienes un poco de hilo y aguja? —preguntó Shelma al ver descosido uno de los lazos de su vestido.

—Si vas a la sala de al lado —respondió Megan y señaló a su izquierda—, verás una caja azul con todas las cosas necesarias para coser.

—Con tu permiso, voy a coserme este lazo —dijo para luego desaparecer y dejar a Megan y Marian solas en el salón, sumidas en un incómodo silencio.

—Marian ¿has dormido bien? —preguntó Megan sin formulismos, astutamente, en francés.

—¡Perfectamente! —respondió con desdén hasta que se dio cuenta de que había hablado en francés—. ¡Vaya! Eres más lista de lo que imaginaba, gitana.

—No deberías menospreciar a las personas que tienes a tu alrededor, francesa —le advirtió Megan al ver el desconcierto en su cara—. Te sorprenderán.

—Te puedo asegurar que lo que no me sorprenderá será la noticia de que Duncan se haya cansado de ti. Creo que no eres mujer para él.

Megan sonrió. Quería creer en el amor de su marido y así lo haría.

—¿Insinúas que tú eres mejor mujer para él que yo?

—Por supuesto —rio Marian colocándose uno de sus bucles dorados—. Nunca una vulgar mujerzuela como tú se podrá comparar a una dama como yo. Tus modales, tu manera de vestir, incluso de hablar, dicen de ti mucho más de lo que crees. Y ten por seguro que Duncan terminará dándose cuenta tarde o temprano. ¿O acaso no has visto cómo me mira?

—Cuanto antes se dé cuenta —rio Megan con la ceja levantada—, mejor para ti, ¿verdad? ¿Acaso ahora que Robert ha vuelto con su mujer pretendes robarme a mi marido? Qué poco le llegaste a conocer si realmente crees que él volverá contigo después de haberle traicionado como una vulgar ramera.

—Entiende de una vez que él siempre me ha amado a mí —aseguró Marian, ofendida—, y no voy a consentir que una simple campesina se quede con lo que por derecho me pertenece. ¡Duncan es mío y lo voy a recuperar cueste lo que cueste!

—Por encima de mi cadáver —rio sarcásticamente Megan al ver la maldad en aquella mujer.

Marian levantó una mano para darle una bofetada, pero Megan la empujó con rapidez y la tiró sobre la mesa. Sacando el puñal que llevaba cogido en el muslo, se lo puso con un rápido movimiento en el cuello, mientras le decía:

—Atrévete a acercarte a mi marido y te prometo que la próxima vez que saque mi daga no será sólo para enseñártela.

—¡Megan! —chilló en ese momento Shelma, que se había quedado sin palabras al entrar en el salón y ver a su hermana encima de
lady
Marian con la daga en su cuello—. ¿Qué estás haciendo?

—No chilles, Shelma —respondió tranquilamente mientras soltaba a Marian y guardaba su daga—. Sólo le demostraba a
lady
Marian lo rápida que puedo ser cuando alguien me ataca.

—¡Estás loca! —chilló la francesa todavía con el corazón en la boca al recordar el acero clavándose en su cuello. Corrió junto a Shelma para sentarse teatralmente con las manos en la cabeza—. Oh, Dios mío. ¡Qué momento más horroroso me ha hecho pasar vuestra hermana!

—Tranquila,
lady
Marian —susurró Shelma y se volvió hacia Megan—. ¿Cuándo vas a dejar de comportarte así? ¿No ves que con esos modales sólo ocasionas problemas? —Y mirando a la francesa dijo—: Tomad un poco de agua, os sentará bien.

Decepcionada por ver que su propia hermana creía a aquella francesa antes que a ella, señaló antes de marcharse:

—Hermana, espero que nunca necesites defenderte de arpías como ésa porque ten por seguro que te comerán.

Capítulo 39

A la hora de la comida, los hombres regresaron de su encuentro con George. Mientras comían, informaron a
lady
Marian de que, hasta que el temporal no amainara, la barcaza no podría arriesgarse a llegar hasta Brodick. Megan torció el gesto. Deseaba con todas sus fuerzas que la francesa desapareciera de sus vidas, pero parecía que el tiempo no se ponía a su favor. Después de comer, Shelma y Marian se fueron a sus habitaciones a descansar un poco, mientras los hombres continuaban charlando en el comedor. Megan, por su parte, bajó a las cocinas para preguntar a Fiorna por el estado de sus hijos. Con una sonrisa, ella le indicó que el aliso negro había limpiado la cabeza del pequeño de liendres y que la avellana de bruja había aliviado la inflamación y el dolor al otro. Contenta por aquello, subió al salón, que en ese momento se había quedado vacío. Con tranquilidad, fue hasta la gran chimenea y se sentó en uno de los sillones.

—¿Qué os hace fruncir el ceño de esa manera? —dijo una voz tras ella. Era Robert de Bruce.

—Oh, señor —sonrió levantándose mientras él le indicaba con la mano que permaneciera en su asiento, situándose él en el sillón de enfrente—. Estoy cansada, sólo es eso.

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