—Sé que se acerca el final, y me estoy despidiendo de la vida —me dijo al final de la entrevista.
Y aunque la frialdad de su coqueteo con la muerte me dejó tocado, las emociones fuertes no habían hecho más que empezar. El segundo paciente se llamaba Vicente. Era gay, como yo; tenía treinta años, como yo; era un profesional liberal, como yo; moderadamente atractivo, inquieto, de sonrisa rápida y ojos claros, huesos firmes y manos nerviosas. Y estaba infectado por el VIH.
—Siempre utilizaba el preservativo, pero una noche me drogué más de la cuenta, fui a una sauna y terminé la fiesta en una cabina con tres chicos —me explicó—. Estaba tan colocado que ni me acordé de tomar precauciones, y eso fue suficiente para contraer el virus. Hay kamikazes que jamás usan condones y a los que nunca les pasa nada, y otros que, como yo, tienen la mala suerte de ser contagiados con una única exposición. Es una ruleta rusa. ¿Tú sabías que el diez por ciento de los homosexuales están infectados? ¿Y que el sesenta por ciento de la población que tiene los anticuerpos no lo sabe?
Vicente, todo un anfitrión, nos acababa de presentar: «Martín, te presento al sida». «Sida, te presento a Martín.» Aquel chaval que podría ser yo mismo en mi misma mismidad me había aplastado la enfermedad en la cara, poniendo a tiro todas mis obsesiones y abandonándome a mi suerte en aquel mar de estadísticas. Un terror invisible me abrasó la piel, y dejé de prestar atención a la entrevista. Ya no era un periodista; era un gay cualquiera muerto de miedo. ¿Qué probabilidades tenía de estar entre ese diez por ciento de homosexuales infectados? Siempre me he llevado bien con los preservativos, pero mi sexualidad intrépida me ha empujado a pisar terrenos pantanosos en alguna ocasión. Recapitulemos: una vez en un tren nocturno con destino a París —yo no tengo la culpa de que en los vagones-litera no haya máquinas expendedoras de profilácticos—; algún descuido suelto —dos o tres, no más— en mis noches más bestias al abrigo de Madrid; y un pequeño susto por rotura de látex en un loft de la Séptima Avenida de Nueva York. Nada excesivamente grave, pero lo suficiente como para inclinar la balanza hacia el lado de la mala suerte. Mientras mi cerebro hacía cuentas, fuera, a un metro de mí, Vicente seguía desgranando sus rifirrafes con la enfermedad. Y cuanto más hablaba de pastillas, de carga viral, de defensas CD4 y de amores fallidos, más vértigo me entraba por los oídos, por los ojos, por la boca, por el recto...
Tras guardarme los cojones en un bolsillo, me disculpé con la torpeza de los cobardes y abandoné. Abandoné la entrevista, el olor a almendras rancias del hospital, el reportaje, la responsabilidad cívica y la ética periodística. Tomé aire, recuperé el pulso y me monté en un taxi con dirección a la consulta de mi médico de cabecera. Mi historial clínico antes de la extirpación del bazo se reducía a una operación de vegetaciones allá por mis primeras eyaculaciones, un esguince en el tobillo que todavía me duele cuando el cielo amenaza tormenta, una dermatitis en el muslo que nadie supo identificar con precisión, varias otitis fecundadas en piscinas de arrabal, una hernia abdominal que se esfumó con la misma rapidez con la que llegó y una brecha en la cabeza tras una inocente caída por las escaleras de no sé qué bar. Y ahora, bajo la lupa de ese sol asesino que revuelve las cloacas de Madrid en verano, iba a añadir una nueva muesca a este currículo.
—Quiero hacerme las pruebas del VIH —le dije a mi médico tras dudar unos segundos.
—¿Cuántos años tiene?
—Treinta. Recién cumplidos.
—¿Y no se las ha hecho nunca?
—No.
—¿Nunca?
—Que no.
—¿Y ha tenido prácticas de riesgo?
—Bueno, lo normal.
—¿Y qué es lo normal?
—Joder, pues lo normal. Accidentes domésticos, descuidos involuntarios... Lo que le ocurre a todo el mundo, supongo...
—¿Supone? ¿Y con treinta años no se ha hecho aún la prueba?
—¿Este interrogatorio va a durar mucho? Me daba miedo, y ya está. Para castigarme y fustigarme me basto yo solo, así que no le dé usted más vueltas.
—Ya, pero mi obligación es llamarle la atención.
—Y la mía es pagar una parte importante de mi sueldo a la Seguridad Social, que se supone que debe cubrir estos imprevistos.
—Tener relaciones sexuales sin preservativo no es un imprevisto. —Su voz sonaba cada vez más incómoda, y la mía cada vez más irritada.
—¿Me hace usted las pruebas o me voy directamente al Ministerio de Sanidad para denunciarle? Además, soy periodista y estoy escribiendo un artículo sobre la enfermedad, así que este caso de discriminación me vendría muy bien para mantener la tensión argumental.
A veces, cuando la realidad me asfixia y me acorrala, utilizo el truco del reportaje amenazante para cambiar el rumbo de los acontecimientos. Me funciona con las compañías telefónicas, con los retrasos de las aerolíneas e incluso con los fontaneros, electricistas y demás alta alcurnia del bricolaje. Y suele fracasar con las multas de tráfico. Pero ¿qué ocurriría en el ámbito hospitalario? ¿La rabieta de un simple plumilla sería suficiente para romper en mil pedazos el juramento hipocrático de un reputado doctor?
—No me amenace, porque así no va a conseguir nada. Nadie ha dicho que no vaya a hacerle las pruebas. Sólo estoy asegurándome de que conoce los riesgos, las posibilidades de contagio, las causas y las consecuencias. A esto se le llama prevención.
Médico 1 - Martín 0.
El doctor, que para eso ha sufrido seis años de carrera, otro año más para preparar el examen MIR y otros cuatro de especialidad, había ganado la batalla dialéctica. Aun así, no pude evitar responderle por última vez:
—Prevención... Esa idea me será muy útil en el reportaje.
En un evidente signo de desesperación, mi adversario se encogió de hombros y, sin apartar sus ojos de los míos, firmó un volante para la extracción de sangre.
—Vuelva dentro de dos semanas a por los resultados.
Cuando le veía los colmillos al VIH y una aguja me perforaba las venas, pensé en compartir aquella experiencia sanguinaria en mi blog. Sólo así, evitando hablar de semen, whisky o brasileños depilados, me granjearía el respeto de mis lectores más reaccionarios. Y me ahorraría los insultos, las humillaciones públicas y las amenazas de muerte. Mientras yo me reinventaba como un bloguero serio y respetable, Javier y Sasha se dedicaban a hacer y deshacer la ciudad con sus paseos. Como dos turistas japoneses, se perdieron por el Madrid de tascas y zuritos y hasta se bebieron una sangría a mi salud en la plaza de la Cebada. Por la noche, cuando los tres nos reencontramos en casa, no tuve más remedio que alegrarme por sus brindis a traición y por la espalda.
—Me encanta que os llevéis tan bien —les mentí mientras ellos me explicaban lo caliente que está el centro de la ciudad al mediodía—. Si sé que estáis juntos, trabajo mucho más tranquilo. Así aprovecháis el tiempo en lugar de pasar las horas muertas en el sofá.
—La verdad es que, si no fuera por Javier, todo sería mucho más aburrido —dijo Sasha.
—Martín, dentro de unos días me voy a Brasil de vacaciones. —Por primera vez en varias semanas, Javier se dirigía a mí con cierto aura de respeto—. Y como tú estarás todo el día en el periódico, he pensado que Sasha podría venir conmigo. ¿Qué te parece?
Los imaginé ahogando sus pasiones a orillas del Copacabana y revoloteando a la sombra del Cristo de Corcovado, y aunque ambas escenas me asaltaron como un tiro en la sien, accedí.
—Me parece genial. ¿De cuántos días estamos hablando?
—Diez días. Es una oferta baratísima que he encontrado en internet. Podríamos comprar los billetes ahora mismo, y nos iríamos el domingo.
—¿El domingo? ¿Así, sin más? ¿No necesitáis tiempo para organizaros?
—Claro, Martín, estas cosas hay que hacerlas sin pensar —intervino Sasha.
—¡Ni tiempo ni hostias! —dijo Javier—. Tú trabajas, y Sasha no se va a quedar todo el día esperándote en casa como un ama de casa.
—Esto es una conversación de pareja, así que haz el favor de callarte, parásito de mierda —le advertí.
—Si sólo son diez días... —dijo Sasha con una voz de raso, o de terciopelo, o de seda... Era su truco para convencerme, y funcionó.
—Eres mayor de edad, y yo no soy quién para prohibirte nada. A mí me gustaría que estuviéramos juntos, pero entiendo que aquí te aburres y que es una oportunidad para conocer un sitio nuevo. Haz lo que quieras.
Los días previos a su partida fui pasto de los celos. Y de una ola de calor que se posó sobre Madrid como una llamarada. Y a los celos y el calor se unió la tensa espera de los resultados de los análisis. Pasé las noches empapado en miedo y sudor, soñando con Río de Janeiro y jeringuillas sangrientas, pudriéndome por dentro y enamorándome de Sasha hasta la enfermedad.
—Creo que te quiero demasiado —le dije, con el cuerpo hecho trizas por el insomnio, tan sólo cuatro horas antes de que cogiese el avión.
—No empieces, Martín. —Odio que me digan «no empieces, Martín».
—Se supone que debería estar contento porque estamos juntos, porque todo va bien, porque vas a conocer Río de Janeiro... Pero me siento mal. Muy mal. No duermo, no como, tengo un puto calor insoportable... Eso es porque estoy más enamorado de ti de lo que debería.
—O porque te estás obsesionando, Martín. ¿Quieres que me quede en Madrid? Si de verdad te molesta, no voy a Brasil. —Y se hizo la luz. Y sonaron trompetas celestiales, y cayeron mil truenos, y la Virgen se apareció a los pies de la cama... Pero no supe reaccionar a tiempo.
—No seas tonto. Vete y disfruta todo lo que puedas.
Y se fue, forzando nuestra segunda despedida bajo la luz espesa de un aeropuerto y ante la mirada inquisidora del personal de seguridad.
—Nos estamos acostumbrando a los despegues —le dije.
—Sólo serán diez días —contestó mientras buscaba el pasaporte en una mochila—. Pórtate bien.
—¿Yo? En el periódico no hay demasiados peligros, así que puedes respirar tranquilo. Tú sí que debes tener cuidado. No hables con nadie, no mires a nadie, no bailes con nadie y no folles con nadie.
—Tortolitos, me estáis dando ganas de vomitar —nos interrumpió Javier—. ¿Qué es eso de que no baile con nadie? Bailará lo que tenga que bailar. Nos vamos a Brasil, no al Vaticano. A veces pienso que eres un poco tonto, Martín. Como retrasado mental o algo así.
—Vais a perder el puto avión —les dije, mordiéndome el labio y regalando a mi úlcera de estómago otra coartada para estallar.
Tras darme un beso de saldo y con prisas, Sasha se perdió entre la manada de turistas que, como él, viajaban a paraísos sexuales para fornicar sin ser vistos entre bananeras jugosas y elefantes tailandeses. El avión se llevó consigo la ola de calor y dejó en Madrid un sonido hueco y el aire vacío. Y mis celos y yo volvimos a quedarnos solos, tan terriblemente solos que ni siquiera nos miramos a la cara. Continuamos compartiendo asiento en el metro, comidas, siestas y cenas, y hasta nos metimos juntos en la misma cama. Como dos siameses unidos por la vena aorta, establecimos unas normas básicas de convivencia: ellos —los celos— me dejaban dormir tranquilo, y yo resistía los días sin hacerles preguntas. Pero a veces, cuando el eco de una samba de fuego se colaba en mi música, no había más remedio que romper el pacto. Entonces, sólo entonces, los dulces sueños daban paso a pesadillas de cariocas con glúteos de acero.
Tras una de estas noches de cuchillos largos en mi imaginación —soñé que Copacabana era devorada por un tsunami— volví a desayunar a mi cafetería de siempre. No había vuelto a ver a Bastian desde la misteriosa irrupción del verano sobre el Templo de Debod, y quizá era un buen momento para pedir perdón; después de todo, la llegada de Sasha había abierto una brecha en nuestra amistad. Me sorprendió verle tan sonriente, como si no hubiese pasado nada. Y aunque busqué bajo los pliegues amables de su cara, no encontré ni rastro de rencor.
—¡Cuánto tiempo sin verte, Martín!
—¿Cómo estás? Quería hablar contigo sobre el otro día. El chico que estaba en la puerta de mi casa...
Bastian me interrumpió con el silbido infatigable de la cafetera.
—No tienes que explicarme nada. Toma tu desayuno. Y date prisa, que se va a enfriar.
Pensé en contestar algo elocuente, quizá un chiste inteligente o un refrán milenario, pero me conformé con un simple «gracias». Definitivamente, la cultura emocional noruega estaba a años luz de la histeria española. Qué madurez, qué elegancia, qué forma tan admirable de encajar un mal golpe. Mientras masticaba la tostada y pensaba en la envidiable psicología nórdica, Bastian salió de la barra para limpiar una de las mesas del bar. Tras dar unos bandazos algo torpes con la bayeta se detuvo en seco, estiró el tronco, se giró hacia mí y empezó a recitarme una poesía de Pablo Neruda:
—Me gustas cuando callas porque estás como ausente, y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca. Parece que los ojos se te hubieran volado y parece que un beso te cerrara la boca.
—Cállate, por favor, que te van a despedir —le dije mientras contenía la risa—. ¿A qué ha venido esto? ¿Te ocurre algo?
—Quiero volver a quedar contigo.
—No creo que sea una buena idea. Estoy conociendo a un chico...
—El del otro día, ¿no? Bueno, pues así me lo cuentas todo y me pones al día.
—Pero...
—Venga, no te hagas el estrecho, que ya no cuela.
Como buen dudador, dudé. ¿Qué pasaba con Sasha? ¿No debía guardarle fidelidad absoluta en su ausencia? ¿Encerrarme en casa mientras él se partía las caderas en el Trópico?
¿Ver comedias románticas en DVD mientras él esquivaba biquinis con su tabla de surf? Tras dar un par de vueltas a mi conciencia, acepté:
—De acuerdo. Pero nada de tocamientos. Y, por supuesto, nada de cine japonés.
—Te voy a llevar a un sitio muy especial.
El «sitio especial» estaba bastante lejos del centro de Madrid, justo donde la ciudad deja de ser ciudad para convertirse en un vertedero de chatarra y en un poblado de cajas de cartón. Nos subimos en un tren de cercanías en Atocha, el pulmón ferroviario de la capital, y nueve paradas después nos bajamos en la estación de La Garena. Allí nos esperaba el paisaje típico de un barrio en las afueras: urbanizaciones solitarias, carreteras sin rumbo fijo, arcenes sin asfalto y hasta los ecos adolescentes de una piscina cercana. Comenzamos a andar hacia la puesta de sol, dejando atrás cualquier síntoma de civilización y adentrándonos en un descampado fantasma. Media hora después nos encontramos con una vía abandonada, y seguimos sus raíles hasta llegar a una nave industrial destrozada por el olvido. Al otro lado de las paredes y los cristales rotos, varios vagones prehistóricos esperaban, simplemente, a ser engullidos por el paso del tiempo. Unas escaleras de hierro trepaban hasta el techo, que debía de estar a más de cuatro metros de altura. Bastian se subió al primer peldaño, dio un pequeño salto para comprobar su resistencia y comenzó a ascender muy despacio. Yo le seguí. Al final de los escalones y tras abrir una puerta desvencijada, nos encontramos con nuestro destino: una azotea con vistas al nirvana. Al fondo, justo donde se juntan el cielo y el infierno, un atardecer como el zumo de naranja se desplomaba sobre Madrid. Me quedé exhausto, sobrecogido por la belleza de aquella pelea entre decenas de nubes quebradizas y los pararrayos de los edificios. Si Dios existía, sin duda estaba allí, bailando un tango con alguna mujer hermosa sobre los tejados de la ciudad.