Diario De Martín Lobo (16 page)

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Authors: Martín Lobo

Tags: #Gay, #Fiction

BOOK: Diario De Martín Lobo
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—Patios laberínticos... Ya veo, ya.

—Aunque la ciudad está integrada en la cultura turca y la convivencia es totalmente normal, sigue siendo uno de los bastiones más importantes del nacionalismo kurdo. Y ya se sabe lo que ocurre con los nacionalismos: hay gente muy simpática, pero también hay radicales muy peligrosos.

—Y Abdul pertenecía al grupo de los radicales y peligrosos.

—¿Me quieres dejar hablar?

—Perdona, hija, perdona. Qué carácter...

—Abdul vivía con otro chico, Omar, en un apartamento de cuarenta metros cuadrados en la parte moderna de la ciudad. Era un barrio obrero, con edificios a medio pintar que se sucedían, exactamente iguales, a lo largo de varias manzanas. Omar dormía en una cama plegable en un salón-cocina y nosotros en una habitación sin luz ni ventanas. Utilizábamos las cacerolas para recoger el agua de las goteras y nos duchábamos en un baño en el que tendíamos la ropa. Era una puta mierda, pero yo estaba feliz. La primera semana no salimos de allí. Estuvimos juntos y recluidos entre las sábanas día y noche, y Abdul sólo me dejaba a solas cuando iba a por comida. Y lo curioso es que no me sentí asfixiada en ningún momento. Le quería, y estaba dispuesta a disfrutar de todo aquello.

—¿Y qué era todo aquello? ¿La habitación sin ventanas? Ah, no, las goteras...

—Un día le dije que me apetecía dar un paseo y conocer la ciudad, ver a gente, tomar el aire... «No te hace falta», me respondió. Y le creí. Debí haberme marchado en ese mismo momento, pero no le di importancia. Supuse que estaba enamorado, que aquella obsesión por protegerme era un simple síntoma de la cultura musulmana, que en su apartamento teníamos todo lo suficiente para vivir... Una tarde me inquieté más de la cuenta, y cuando me dijo que no volvería en un par de horas aproveché para dar una vuelta, buscar un teléfono y llamarte.

—¿Y por qué me dijiste que estabas bien?

—No podía admitir que todo era un desastre. Le quise dar una oportunidad a la relación, y huir hubiese sido un fracaso.

—Qué estupidez.

—Martín, no me apetecía volver a Madrid, y punto. Además, su actitud cambió de la noche a la mañana. Dejó de mostrarse tan posesivo y empezamos a hacer cosas fuera de allí. Me enseñó la ciudad, cenábamos con Omar casi todas las noches, me presentó a una de sus hermanas... Y volví a sentirme como al principio.

—¿Enamorada?

—Supongo que sí. Y cuando todo empezaba a fluir otra vez, el Partido de los Trabajadores del Kurdistán, que todo el mundo conoce como el PKK, comenzó a reclutar gente para participar en una operación militar.

—Explícame eso, por favor.

—Era algo de unos guardias rurales que están dando por culo en las montañas con unas metralletas. No me preguntes de qué iba la historia porque no lo sé. Ya sabes que yo y la política no nos llevamos bien.

Más tarde, tras una profunda investigación cibernética sobre el nacionalismo en los arrabales de Asia Menor, descubrí que los guardias rurales de los que hablaba Sibila son unos pastores que, a pesar de ser kurdos, no apoyan la independencia de su pueblo. Como son leales al gobierno de Ankara, trabajan para las autoridades turcas. Conocen el terreno, se desenvuelven muy bien en los territorios montañosos y son lo más en la guerra de guerrillas. Les entregan un Kalashnikov, les pagan un sueldo de doscientos cincuenta euros mensuales y ellos sólo tienen que luchar contra el PKK y sofocar sus revueltas independentistas. Para entendernos: lo que ocurre en el Kurdistán es como si en el País Vasco el Gobierno Central contratara a pastores de cabras para que buscasen zulos de ETA y se cargasen a los terroristas. Es decir, una guerra civil en toda regla. A un lado están los guardias de marras, y al otro el PKK, que busca con las armas la justicia que la historia les niega una y otra vez. En los últimos meses esta lucha entre ambos bandos se ha intensificado, y aquí es donde Abdul entra en juego, lanzándose al monte para tocar los huevos a los pastorcillos. En nombre, ahí es nada, del Partido de los Trabajadores del Kurdistán.

—El gilipollas se fue a la guerra cuando mejor estábamos —Sibila continuó con su relato—. Me dejó sola con Omar, que también es kurdo, militar y nacionalista, y que estaba de baja por unas heridas en la pierna tras una emboscada en la provincia de Bingól.

—¿Abdul os dejó a ti y a su colega solos y en la misma casa? Qué valiente...

—¿Por quién me tomas? ¿Por una fulana? Pues debo decirte que fue una situación muy violenta. Por respeto a su amigo, Omar no se dirigía a mí. Sentía pavor cada vez que estábamos cerca, se esfumaba cada vez que coincidíamos en el salón, rehuía mi mirada... Aquellos días me sentí terriblemente sola. Y humillada. Ya no era una mujer. Era un bicho invisible.

—¿Y por qué no te fuiste de allí?

—Porque no tenía dinero.

—¿Y por qué no nos lo pediste a mí o a tu madre, gilipollas?

—Porque me daba vergüenza. Empecé a vomitar todo lo que comía, a confundir los días con las noches, a encender y apagar la luz de manera enfermiza... Me estaba volviendo loca. Un día me sorprendí a mí misma manteniendo una conversación con la pared, y me asusté. A los pocos segundos empecé a sufrir algo muy parecido a un ataque de ansiedad. No podía respirar, mi corazón se disparó sin control y sentí unos pinchazos de histeria en el pecho. Lo único que pude hacer fue gritar. Chillé tan fuerte, con tanta rabia y desesperación, que Omar vino a ayudarme.

—Y te liaste con él.

—Sí. Pero no es lo que tú piensas. Fue distinto, especial. Esa misma noche me hizo la cena y estuvimos hablando hasta el amanecer. Descubrí a un hombre hipersensible y a un ser humano maravilloso. Y no sé muy bien cómo pasó, pero pasó. Habíamos conectado, Martín.

—Qué manía tienes con conectar... ¿Y también había chispas? ¿O fuegos artificiales? No me lo puedo creer. ¿Tú no sabes que hay sitios del mundo en los que las mujeres tienen que ser un poco más cuidadosas?

—Fue maravilloso...

—Joder, Sibila.

—Todas las noches me abrazaba y me cantaba nanas turcas hasta que me quedaba dormida. ¿A ti nunca te han cantado una nana para dormir?

—No, nunca me han cantado nanas turcas. ¿Qué tipo de chorrada es ésa?

—Pues deberías probarlo. Es el mejor elixir que conozco.

—¿Y qué pasó con Abdul?

—Cuando volvió, el ambiente en la casa era irrespirable. Omar y yo sobrevivíamos con miradas a escondidas, con gestos invisibles y guiños por la espalda. Estábamos tan cerca y a la vez tan lejos... Un día me encerré en el baño, el único escondite en el que me sentía a salvo de aquel infierno, y empecé a llorar. Cuando Abdul me escuchó, dio una patada a la puerta y me arrastró por los pelos hasta tirarme encima de la cama. Jamás le había visto así. Decía que era una puta que no merecía su amor, que me pasaba el día llorando por las esquinas y que no era una mujer de verdad.

—Pero ¿él sabía que tú y Omar...?

—No, no. Pero su comportamiento se había vuelto muy extraño tras volver de las operaciones militares. Supongo que ir a la caza de pastores armados hasta los dientes deja secuelas. Ya sabes, esas cosas que les rondan por la cabeza a los soldados después de volver del frente.

—¿Y qué les ronda?

—¡Y yo qué sé! Pero algo le rondaría, porque no era la misma persona. Dormía durante el día, y por las noches se sentaba en una esquina del salón y leía. Leía, leía y leía. Era silencioso, muy escurridizo, tenía el gesto áspero, la mirada huraña... Cuando le dije que me quería ir, empezó a golpearme la cabeza. Como un niño acorralado. Como un maldito cobarde. Traté de levantarme, pero estaba tan débil que simplemente me tumbé a esperar que se cansase. Yo ya no le interesaba, pero tampoco estaba dispuesto a dejarme marchar.

—¿Y Omar no hizo nada?

—En ese momento no estaba en casa. Recuerdo que cuando volvió era muy tarde. Noche cerrada. Abdul estaba sentado en una silla a los pies de la cama, con las pupilas dilatadas por el odio y la vista perdida en la pared. Yo me hacía la dormida sobre las sábanas, y trataba de combatir el frío apretando todos los músculos. Después, todo sucedió muy deprisa; esperé a que Abdul conciliase el sueño y salí reptando de la habitación. El silencio era tan profundo, tan sobrecogedor, que parecía que el mundo empezaba y terminaba en aquellos cuarenta metros cuadrados. Conseguí alcanzar la cama de Omar, y le desperté. No hizo falta decir nada; cuando me vio tan aterrada, con las mejillas en carne viva por culpa de las lágrimas, supo que tenía que ayudarme a salir de allí. Se puso unos pantalones, buscó un puñado de billetes que escondía en un cajón, metió algunas de mis cosas en una bolsa de plástico, me cogió en brazos y salimos a la calle. Nos subimos en su coche con los primeros rayos de sol; recuerdo que, de camino a la estación de tren, el cielo estaba cubierto por nubes naranjas. Era un cielo precioso, como el de algunos cuadros de Turner. Sabes a quién me refiero, ¿no? Turner, el pintor preimpresionista.

—Sibila, no te enrolles. ¿Qué pasó?

—Me pidió que le esperase en el coche, y volvió a los tres minutos con un billete de tren a Estambul entre los dedos. Me dijo: «Sale dentro de cuarenta minutos. Cuando llegues, coge un taxi que te lleve directa al aeropuerto. Aquí tienes cuatrocientos dólares para que compres un billete en el primer vuelo a Madrid. Te he apuntado en este papel mi número de teléfono. Si tienes cualquier problema, llámame. Es muy importante que pases desapercibida, que no mires nunca hacia atrás y que pongas toda tu energía en llegar a tu casa. Debes prometerme que serás valiente y que nunca me vas a olvidar».

—Me vas a hacer llorar, hija de puta.

—Omar se la jugó con su amigo por mí, sacrificó todos sus ahorros y me salvó la vida. Me salvó la vida, Martín. ¿Cómo iba a olvidar algo así?

Poco a poco, y agotadas ya todas sus lágrimas, mi amiga volvió a ser engullida por una niebla de silencio. Conseguí que se durmiese en mi regazo, y por primera vez me sentí orgulloso de ella. Me fumé otro cigarro mientras le acariciaba el pelo, todavía algo húmedo, y caí rendido como un niño al olor del champú de lavanda.

Al día siguiente, Sibila cumplió su promesa y se reencontró con su madre. Las cosas no debieron ir muy bien, porque al poco tiempo se abalanzó de nuevo sobre la puerta de mi casa. El timbre, un tintineo agudo y muy molesto, me despertó de la siesta para siempre. Me escurrí por el pasillo en calzoncillos, que es como mejor sé recibir a las visitas, y volví a chocarme con la amargura de su rostro.

—No funciona, Martín —me dijo desde el umbral—. He intentado explicárselo, pero no entiende nada. Es una histérica. Sólo grita y llora. Grita y llora. Grita y llora. No he podido soportarlo más; le he dicho que me quedaré en tu casa hasta que se tranquilice.

Yo debía seguir deshojando las vacaciones unos días más, así que había previsto una escapada a mi ciudad natal, un agujero negro en la España de provincias, para ver a mi familia.

—Mañana me voy a casa de mis padres. ¿Por qué no te vienes conmigo? Te irá bien desconectar...

—Llevo tres meses desconectada. He estado secuestrada en un miniapartamento, así que no pienso meterme en otro pueblo. Necesito emborracharme de Madrid. Quiero atascos, quiero calor sobre el asfalto, quiero semáforos en rojo, quiero empujones ante un escaparate.

—¿Estás segura?

—Sí. Tú márchate y no te preocupes por mí. Madrid y yo nos necesitamos la una a la otra. —Cuando este romanticismo urbanita empezaba a adquirir honores de sinfonía, se le atragantó el recuerdo de mi compañero de piso—: Por cierto, ¿está Javier?

—No. Se ha ido a Holanda de vacaciones.

—Mejor. Lo último que necesito es tener a ese gilipollas rondando por aquí.

Desde mi huida a Madrid hace siete u ocho años, volver a casa era una regresión a la adolescencia. Allí, a cuatrocientos cincuenta kilómetros de distancia, se refugiaban mis recuerdos más primitivos: los granos con pus de la pubertad, los encierros voluntarios en mi habitación, las primeras exploraciones genitales, el apocalipsis universitario... Al principio, todo este equipaje pesaba demasiado, y mis escapadas por Navidad, verano y demás fiestas de guardar eran una verdadera tragedia. Pero con el tiempo descubrí las ventajas de la memoria selectiva; eliminé los episodios más oscuros y salvé de la quema los buenos momentos. Gracias al poder de mi mente, hoy soy capaz de reencontrarme con mi pasado, con mi familia y con mi cama de juventud sin sufrir brotes de cólera, ictus cerebrales o ataques de ansiedad. De hecho, me tomo estos viajes al pasado como una terapia de choque, una
tournée
gastronómica y una cura de sueño. Tres en uno.

Llegué a mi ciudad con la puesta de sol, en un autocar que serpentea durante horas por el maldito secarral de la Meseta Ibérica. Mi madre puso en marcha su fiesta de sartenes y fogones, sacó brillo a mis sábanas y me medicó con un millón de besos. Y me sentí bien, a salvo del recuerdo de Sasha y lejos del furor uterino de Madrid. Era viernes, y el cielo descargaba la temperatura perfecta, sin los pinchazos del deshielo en primavera ni el martilleo de los grillos que se desgarran bajo el calor. Era la noche ideal para resolver uno de mis traumas de juventud: reconciliarme con el parque gay de la ciudad, un jardín quejumbroso de noventa mil metros cuadrados en el que había hecho mis primeras concesiones al amor exprés.

Llevaba diez años sin perderme entre su muralla medieval, sin insinuarme al espesor de sus matorrales y sin mancharme los zapatos con el barro apelmazado por el rocío. Mis recuerdos eran más bien escasos, como una nebulosa que se derretía en mi cabeza, pero en cuanto di mis primeras zancadas se hizo la luz. Reconocí el olor. Un olor a árboles y a pena que ni siquiera sabía que existía. Y el ruido de mis pisadas sobre la hierba. Y el tacto áspero de la piedra de mi esquina preferida, donde solía refugiarme para ver sin ser visto. Me senté sobre el muro de siempre, un pequeño mirador que se alza sobre el foso de la ciudad, y casi pude sentir el calor de mi trasero una década atrás. Como si nunca me hubiese marchado de allí.

El silencio se hizo insoportable, así que decidí subir el volumen de mi sexto iPod —el primero se precipitó por la taza del váter mientras un servidor trataba de atinar la más viril de las punterías; el segundo debe de estar en el regazo de algún ladrón subsahariano que en su día me robó el corazón; el tercero fue pasto de las llamas tras un desagradable accidente con un mechero y una crema autobronceadora; el cuarto terminó sus días en el centrifugado de una lavadora; y el quinto... el quinto es un secreto que me llevaré a la tumba—. Tras mi desencuentro con el trompetista, mis gustos musicales navegaban a la deriva. Evitaba la música orquestal, las melodías negras y el zumbido intelectual del jazz y sucedáneos, y me entregaba con los ojos en blanco y el alma encogida a los estribillos de radiofórmula. Aquella noche, mientras me agazapaba en la sombra del parque y el pasado me explotaba en la cara, escuché quince veces una canción,
Paloma,
que el boludo Andrés Calamaro había puesto en mi vida mucho tiempo atrás. Andaba yo tanteando el primer año de universidad cuando conocí a Raúl, un chico de clase con el que empecé a compartir mañanas de biblioteca, tardes de cine y bocadillos sobre la hierba. Hasta que un día, un martes de abril con viento a favor y todos los planetas alineados, su primer beso me abrió el corazón en canal. Mis moléculas se dispararon, mi sueño se alteró para siempre, me ardieron las pestañas... e inauguré mi sangriento marcador de conquistas. Sin saberlo, Raúl dibujó las líneas maestras de mi vida: tras un mes de éxtasis brutal me abandonó en la cuneta sin muchos rodeos, dejándome al amparo del puto desamor. Y
Paloma,
la canción de Calamaro, me acompañó una y otra vez, las veces que hizo falta hasta reventar mi equipo de música, durante el duelo. Y aunque nunca he sido capaz de descifrar su contenido o entender más de dos estrofas seguidas, sus guitarreos, sus sílabas secas y algunas frases sueltas logran encenderme las tripas. O el ombligo, que viene a ser lo mismo.

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