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Authors: Martín Lobo

Tags: #Gay, #Fiction

Diario De Martín Lobo (17 page)

BOOK: Diario De Martín Lobo
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A lo lejos, varios lobos solitarios —y tan maricones como yo— deambulaban por el parque como espectros del pecado. La distancia y la escasez de luz me impedían dibujar sus rostros con precisión, pero no me importó. Eran simples manchas borrosas en busca de sexo con desconocidos, pero yo no había ido allí para follar. Simplemente quería perder el miedo a mis recuerdos, reconciliarme con mis orígenes, respirar aire limpio y ametrallar mis tímpanos con mi
hit
de juventud. Atrincherados tras sus erecciones de última hora, varios de esos paseantes se acercaron.

Ronroneaban a mi alrededor y me husmeaban esperando alguna señal, pero acababan rindiéndose ante el impacto seco de mi indiferencia. Fijé la mirada en un punto fijo, la luz tenue de una farola a quinientos metros de allí, y traté de descifrar, por última vez y gracias a mi iPod, el mensaje de aquella canción.

Mi vida fuimos a volar

con un solo paracaídas

uno sólo va a quedar

volando a la deriva.

Supuse que Andrés Calamaro se refería a la soledad del amor perdido, pero la metáfora del paracaídas se me escurría entre los dedos. Yo hubiese apostado por una bomba atómica, una escopeta de perdigones o un tanque Sherman —el rey del fango y el lodo durante la Segunda Guerra Mundial.

Vivir así no es vivir

esperando y esperando

porque vivir es jugar

y yo quiero seguir jugando.

Esta parte de la canción es tan simple y tan naïf que pensé que se me estaba escapando algún mensaje subliminal.

Le dije a mi corazón

sin gloria pero sin pena

no cometas el crimen, varón

si no vas a cumplir la condena.

¿Qué crimen? ¿Qué condena? ¿Qué varón? ¿Tendría que ver con el paracaídas?

Quiero vivir dos veces

para poder olvidarte

quiero llevarte conmigo

y no voy a ninguna parte.

Al fin encontraba algo de lógica a todo este asunto; vivir dos veces para conseguir borrar el recuerdo de una persona. Algo manido, pero eficaz. Lo de llevar a alguien consigo y no ir a ninguna parte tenía, de nuevo, algunas lagunas.

No te preocupes, Paloma,

hoy no estoy adentro mío

tu amor es mi enfermedad

soy un envase vacío.

Aquí se notan los efectos de Dios sabe qué tipo de sustancias prohibidas. Al hilo de este estribillo, coronado por la máxima «hoy no estoy adentro mío», me imaginé los bajos fondos de Buenos Aires, una ciudad tomada por la lisergia, los polvos mágicos y el desenfreno ilegal. Por cierto: ¿quién sería Paloma?

No te preocupes, Paloma,

hay pájaros en el nido

dos ilusiones se irán a volar

pero otras dos han venido.

En este punto hice un gran avance en mi investigación: Paloma no es una mujer, sino un animal que se caga como un gotelé sobre el cráneo de mármol de las estatuas.

Si me olvido de vivir

colgado de sentimientos

voy a vivir para repetir

otra vez este momento.

¿Colgado de sentimientos? ¿No querría decir colgado de otra cosa? Calamaro incurría, además, en una contradicción: ¿no había dicho al principio de la canción que quería vivir dos veces para poder olvidar a la paloma? ¿Por qué dice ahora que quiere vivir para repetir este momento? ¿Qué momento? ¿Tirarse en paracaídas? ¿Para qué quiere una paloma lanzarse al vacío desde un avión? ¿Es Andrés Calamaro un zoófilo? Comencé a tararear en voz baja los dos últimos versos mientras traqueteaba con los dedos de ambas manos sobre las piernas: «Voy a vivir para repetir otra vez este momen...». Una punzada de dolor se agarró a mi espalda y un instante después, mientras me encogía bruscamente sobre mi propio cuerpo, escuché un golpe contra el suelo. Alguien me había lanzado una piedra. Me giré, guiado por el instinto, y recibí otro impacto en la barriga. Traté de gritar, pero una tercera pedrada me dio en el hombro. En medio de aquel dolor insoportable, alcancé a ver a tres o cuatro personas amontonadas tras un seto. Cuando uno de ellos salió de su escondite y vino hacia mí, empecé a correr. El terror me subía como un latigazo por la columna y se esparcía por los brazos y las piernas cuando uno de mis tobillos se torció. Caí con las manos sobre la gravilla, y noté la humedad de mi sangre en las palmas. Cuando iba a levantarme, una patada en el bazo me llevó de nuevo al suelo. Arrastré la mejilla por los guijarros, y el ardor se deslizó por mi rostro como una puñalada. Como apenas podía respirar, empecé a ahogarme en mis propias convulsiones. Me cubrí la cara con las manos y traté de mirar hacia arriba; descubrí a tres tipos de pie, mordiendo el aire con su rabia y lanzándome patadas en riguroso silencio. Primero una. Después otra. Y otra. Y otra más. Con cada golpe me retorcía un poco más, aullando como un lobo en celo y deseando morir. Morir para olvidar, morir para dejar de respirar, morir para salir de allí. En algún momento, no recuerdo si fue antes o después, todo se volvió oscuro. Aunque la paliza no había terminado, ya no había dolor; me sentí embriagado por una sensación dulce, plácida y somnolienta, envuelto por una especie de karma gaseoso. Justo antes de perder el conocimiento, volví a escuchar en mi interior los dos últimos versos de la canción de Calamaro: «Voy a vivir para repetir otra vez este momento».

9 - Mi primera carta de amor

16 de julio.
Perdón. Perdón. Perdón y mil veces perdón. No he muerto, ni me he matriculado en un seminario, y por supuesto tampoco me he rendido. Sigo aquí, perdido en la marejada de internet, respirando fuerte, tecleando con furia y viviendo deprisa. Pero acabo de sobrevivir a unas semanas complicadas, estructuralmente desastrosas y emocionalmente revolucionarias. Por razones de fuerza mayor no he podido escribir mi blog durante un tiempo; pero una vez cosidas las heridas, vuelvo a la carga. Con palpitaciones, con episodios huracanados y con ganas de hablar.

Pensaba yo estos días que nunca había escrito una carta de amor. Y quizá es el momento de regalar a la cultura universal un nuevo referente lorquiano. Me veo en la obligación de recuperar la pluma de Henry Miller, Catherine Witmore o la marquesa de Merteuill, que en su día se dejaron la piel sobre el tintero, y dar un paso más en la desgarradora literatura epistolar. Aviso a navegantes: lo que viene a continuación puede ser real, o no, o vaya usted a saber. Señoras y señores, agárrense fuerte a sus asientos. Allá voy:

Llegaste a media luz, en aquella playa de miel y rascacielos, para quedarte. Como nada es para siempre, yo me emborraché de ti —y tú de mí, supongo— con la entrega de un enfermo terminal. Nos tatuamos la pasión a última hora, justo a tiempo para decirnos adiós. Y dejamos atrás una semana de tormentas dulces y preludios de algo. No sé de qué, pero de algo. Un avión nos separó, el jet lag cicatrizó nuestras pulsaciones y no tuvimos más remedio que aprender, otra vez, a vivir en solitario. ¿Y por qué te escribo? Porque me llenabas, me alterabas, me partías en dos, me enfadabas —un poco—, me cortabas la pizza, me prometías volver a verme, me preguntabas qué tal, me traías un vaso de leche a la cama —¿o no fuiste tú?—, me acariciabas la espalda, me querías —un poco— y me tocabas, lo justo y necesario, el botón de los celos.

Por todo esto, y porque me da la gana, quiero quedarme a dormir en tu ombligo, enredarme en tu pecho, subir a tus labios, tocarte los huevos, comer en tus brazos, vivir el minuto, casarme y divorciarme, soñar con tus sueños y engullir, contigo, las doce uvas de la suerte. Sin prisas, sin pausas, hasta que el destino nos grite basta. O hasta que te canses, o me canse, o conozca a un armador griego que me regale un viaje espacial.

Eso sí, no te emociones mucho. Esto es pirotecnia literaria, palabrería con algo de emoción y mucho de espectáculo, mentiras sobre verdades y verdades sobre mentiras... La tiranía de los
mass media
es así: me debo a mis fans, y haría cualquier cosa por este blog. Hasta escribir una carta de ¿amor?

Ingresé en el hospital a las 2.45 de la madrugada. La sirena de mi ambulancia despertó al personal de guardia, que se entregaba a un sueño de mentira en la sala de descanso. Media docena de médicos se dejaron caer por el quirófano y desfilaron ante mi cuerpo hecho jirones; tras dos horas y media de maniobras con el bisturí y 26 puntos de sutura en abdomen y cabeza, me dejaron visto para sentencia. Éste fue el parte médico:

Rotura de bazo que causa profusa hemorragia abdominal, lo que conlleva pérdida de conocimiento precisando traslado urgente para extirpación del órgano roto y suturas vasculares. Lesiones menores secundarias: fractura de dos costillas sin daño pulmonar. Diversas erosiones y hematomas en la cara. Uno de ellos afecta al ojo izquierdo y le impide abrirlo. Herida incisa en cuero cabelludo. Dos falanges luxadas en extremidad superior izquierda. Contusiones múltiples en espalda y extremidades inferiores.

Estuve dormido en ese maldito hospital de provincias —o anestesiado, o sedado, o tanteando el túnel de la muerte— hasta el mediodía. Recuperé la conciencia en silencio y sin demasiadas prisas; después de todo, no tenía nada mejor que hacer. La primera imagen que recuerdo es la de mi madre, que cogía mi mano con una ternura que me enganchó la emoción a la garganta. Supe por sus ojeras y el suave temblor de sus labios que la noche no había sido fácil. También supe que prefería estar en mi lugar, cosida en mil pedazos y supurando heridas en todas las direcciones. Mi padre, dos pasos por detrás, practicaba una sonrisa que, por momentos, se volvía una caricatura de desesperación. Aunque estaban barridos por el miedo, ambos se guardaron la pena para mejor ocasión. Por primera vez en treinta años, los sentí mayores.

—Chipironcito, ¿cómo estás? —preguntó mi madre, reina de la belleza, de la elegancia y de los apelativos cariñosos.

—Me duele la barriga —respondí en voz baja. Mi boca estaba seca, terriblemente seca, y las sílabas se pegaban en la espesura de mi paladar—. Y tengo hambre.

—Cariño, sal ahora mismo y dile a la enfermera que el niño quiere comer algo —ordenó mi madre.

Mi padre, un hombre con carácter a pesar de todo, obedeció. Cuando nos quedamos a solas en la habitación traté de descifrar qué me había pasado.

—¿Estoy vivo?

—Pues claro, chipironcito.

—Joder, mamá, no me llames así.

—Te pondrás bien. —No la creí.

—¿Qué me han hecho?

—Ahora no te preocupes por eso, chipironcito.

Pasé el resto del día dormitando. Por la noche, los calmantes cumplieron su función y me lanzaron al vacío de las pesadillas. Soñé que montaba en una moto acuática con Michelle Obama —pilotaba ella— y que, tras perdernos en una isla desierta, se volvía agresiva, soez y caníbal. Cuando estaba a punto de ser devorado por la primera dama, cambié de sueño: estaba en algún territorio helado, quizá un iceberg, a punto de morir congelado. Y entonces llegaba mi madre, que siempre surge de la nada cuando más la necesito, y se cortaba el pelo para tejer una manta de cabellos y protegerme del frío. Cuando empezaba a entrar en calor, la puta manta se enrollaba alrededor de mi cuello y me asfixiaba. Seguí encadenando disparates oníricos hasta que, agotado de tantos sobresaltos, regresé al mundo de los vivos.

Al despertar, escuché una voz familiar. Zeltia, mi lesbiana favorita, hablaba con mi madre a los pies de la cama. Como en una lección de anatomía, desgranaban mi diagnóstico invadidas por esa calma tensa que habita en los hospitales. Sedado y aturdido, sólo pude entender algunas palabras sueltas de la conversación. «Bazo», «costillas», «ojo»... Simples términos huecos que se amontonaban en el aire y a los que era incapaz de dar sentido. A pesar del mareo, las náuseas y el cansancio, quise intervenir.

—Zeltia, ¿qué haces aquí?

Sorprendidas, ambas dieron por terminada su conversación y se acercaron. En ese momento, Alvarito entró en la habitación.

—¿Habéis venido los dos desde Madrid? —Un pinchazo me recorrió el tórax y me sonsacó una mueca de dolor—. Son casi quinientos kilómetros.

—¿Cómo estás? —preguntó Alvarito—. ¿Cómo no íbamos a estar aquí? Si sólo se tarda tres horas en tren...

—¿Qué es eso del bazo?

Zeltia intentó decir algo, pero mi madre hizo valer sus lazos de sangre y su veteranía y se adelantó:

—Nada, chipironcito, nada.

—Te he dicho que no me llames chipironcito, mamá. ¿Qué pasa con mi bazo?

—Te lo han extirpado, Martín —contestó mi madre.

—¿Qué?

—Pero no es grave. El bazo no es un órgano vital. Se lo quitan a mucha gente, y después llevan una vida completamente normal.

¿Se lo quitan a mucha gente? ¿Qué tipo de respuesta era ésa? Y si es insignificante para la supervivencia humana, ¿por qué demonios lo tenemos? ¿Es un puto trozo de carne decorativo? Tiempo después descubriría, gracias a internet, que el bazo es el mayor de los órganos linfáticos, que está situado en la zona superior izquierda de la cavidad abdominal —en el costado, para entendernos—, que mide catorce centímetros de largo, diez de ancho y tres de grosor —como un chuletón—, que pesa doscientos gramos y que es la sala de máquinas del sistema inmune. Y sí: aunque produce glóbulos rojos, mantiene las plaquetas saludables y destruye bacterias, su extirpación no es sinónimo de muerte.

—¿Y qué me ha pasado en el ojo? —Tenía una sensación extraña bajo la frente, como un hormigueo pesado y muy molesto. Zeltia, Alvarito y mi madre me miraron con lástima, y yo odio que me miren con lástima—. ¿Qué tengo en el ojo? Quiero un espejo.

—Martín, está un poco inflamado —me dijo Alvarito—. ¿Por qué quieres verlo?

—Un espejo, por favor —repetí.

Mi madre dudó unos segundos, pero se acercó a su bolso y sacó un pequeño set de maquillaje. Abrió una caja de sombra de ojos y me la puso a la altura de la nariz. Y allí, sobre los polvos de tonos fantasía pensados para iluminar los párpados de millones de hembras, el reflejo de mi cara se mostró con toda su crudeza. Mi ojo izquierdo estaba aplastado por el párpado. Y el párpado, a su vez, estaba aplastado por una hinchazón morada, verde, amarillenta y enrojecida. Y la hinchazón multicolor estaba aplastada por una costra repugnante que trepaba por la ceja y se perdía en la inmensidad de mi frente. Este baile de aplastamientos me hundió en la almohada... y en la vergüenza.

—¡Parezco un cuadro! —exclamé.

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