Diecinueve minutos (23 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

BOOK: Diecinueve minutos
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Se volvió hacia Josie.

—¿Cómo va la cabeza?

—Aún me duele —dijo ella en voz tan baja que Patrick tuvo que esforzarse para oírla.

Se volvió de nuevo hacia la jueza.

—¿Hay algún sitio donde podamos hablar con calma unos minutos?

Los acompañó a la cocina, que era justo el tipo de cocina en la que Patrick pensaba a veces, cuando imaginaba dónde debería estar a aquellas alturas. Los armarios eran de madera de cerezo y por la ventana en saledizo la luz del sol entraba a raudales; encima del mármol había una fuente con bananas. Se sentó delante de Josie pensando que la jueza se sentaría en una silla al lado de su hija, pero para su sorpresa se quedó de pie.

—Si me necesita —dijo—, estoy en el piso de arriba.

Josie la miró con aflicción.

—¿Por qué no te quedas?

Por un momento, Patrick vio brillar algo en los ojos de la jueza. ¿Pena? ¿Remordimiento? Pero se desvaneció antes de que pudiera definirlo.

—No puedo, ya lo sabes —dijo con dulzura.

Patrick no tenía hijos, pero estaba más que seguro de que si una hija suya hubiera estado tan cerca de la muerte, le habría costado mucho dejarla sola. No sabía a ciencia cierta cómo era la relación entre la madre y la hija, y se cuidaría mucho de entrometerse entre ellas.

—Estoy segura de que el detective Ducharme no te hará pasar un mal rato —dijo la jueza.

Aquello sonó en parte a deseo, en parte a advertencia. Patrick le hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Un buen policía estaba dispuesto a hacer lo que fuera con tal de proteger y servir, pero cuando era alguien al que se conocía el que sufría el robo, las amenazas o las heridas, lo que estaba en juego era otra cosa. Se hacían algunas llamadas telefónicas extra, se trastocaban las responsabilidades de modo que una de ellas tuviera la prioridad. Esta experiencia la había vivido hacía unos años de forma mucho más intensa con su amiga Nina y el hijo de ésta. No conocía a Josie Cormier personalmente, pero su madre estaba en el bando de quienes aplicaban la ley, en lo más alto por cierto, y por eso mismo su hija requería un tratamiento de lo más delicado.

Vio a Alex subir al piso de arriba, y sacó un bloc y un lápiz del bolsillo del abrigo.

—Bueno —dijo—. ¿Cómo estás?

—Mire, no hace falta que finja que le importa.

—No estoy fingiendo —contestó Patrick.

—Ni siquiera entiendo por qué ha venido. No creo que nada de lo que pueda decirle nadie sirva para que esos chicos estén menos muertos.

—Eso es verdad —convino Patrick—, pero para poder juzgar a Peter Houghton, antes tenemos que saber qué es lo que pasó exactamente. Y, por desgracia, yo no estaba allí.

—¿Por desgracia?

El policía bajó la mirada a la mesa.

—A veces pienso que es más fácil formar parte de los heridos que de los que no han podido hacer nada por evitarlo.

—Yo sí estaba allí —dijo Josie, con un estremecimiento—. Y no pude evitar nada.

—Eh —dijo Patrick—, pero tú no tuviste la culpa.

Ella levantó la vista hacia él, como si deseara desesperadamente poder creer lo que le decía, pero Patrick sabía que estaba equivocado. ¿Y quién era él para decirle lo contrario? Cada vez que éste repasaba mentalmente su precipitada llegada al Instituto Sterling, trataba de imaginar qué habría pasado si hubiera estado allí cuando llegó el asaltante. Si hubiera podido desarmar al joven antes de que nadie resultara lastimado.

—No recuerdo nada de los disparos —dijo Josie.

—¿Recuerdas que estabas en el gimnasio?

Josie negó con la cabeza.

—¿Y cuando corrías hacia allí con Matt?

—No. Para empezar, no recuerdo ni siquiera cuando me levanté y fui al instituto ese día. Es como si tuviera un agujero en la cabeza.

Patrick sabía, por haber hablado con los psiquiatras que habían atendido a las víctimas, que eso era perfectamente normal. La amnesia era una forma que tenía la mente de protegerse para no tener que revivir algo que podía destrozarlo a uno. En cierto modo, hubiera deseado ser tan afortunado como Josie, hacer que lo que había visto se desvaneciera.

—¿Qué puedes contarme acerca de Peter Houghton? ¿Le conocías?

—Todo el mundo sabía quién era.

—¿Qué quieres decir?

Josie se encogió de hombros.

—Destacaba.

—¿Porque era diferente de los demás?

Josie reflexionó unos instantes.

—Porque no intentaba encajar.

—¿Matthew Royston y tú salían juntos?

Los ojos de Josie se llenaron de inmediato de lágrimas.

—A él le gustaba que le llamaran Matt.

Patrick tomó un pañuelo de papel y se lo pasó a Josie.

—Siento mucho lo que le pasó, Josie.

Ella agachó la cabeza.

—Yo también.

Esperó a que la muchacha se secara los ojos y se sonara.

—¿Tienes idea de por qué Peter podía sentir antipatía hacia Matt?

—La gente se reía de él —dijo Josie—. No era sólo Matt.

«¿Y tú?», pensó Patrick. Había visto el anuario que se habían llevado tras el registro de la habitación de Peter, los círculos trazados en torno a algunos chicos que luego habían resultado ser víctimas, y otros que no. Podía haber muchas razones para ello, desde el hecho de que Peter no hubiese tenido tiempo para más, hasta la constatación de que dar caza a treinta personas en un instituto de mil alumnos era más difícil de lo que él mismo había imaginado. Pero de todos los objetivos que Peter había señalado en el anuario, sólo la foto de Josie estaba tachada, como si hubiera cambiado de opinión. Su rostro era el único bajo el cual había escrito algo, en letras mayúsculas: DEJAR QUE VIVA.

—¿Lo conocías personalmente? ¿Coincidías con él en alguna clase o algo?

Ella alzó la vista.

—Había trabajado con él.

—¿Dónde?

—En la copistería del centro.

—¿Se llevaban bien?

—A veces sí —dijo Josie—. No siempre.

—¿Por qué no?

—Una vez encendió fuego dentro de la tienda, y yo me enojé. Perdió el empleo por culpa de eso.

Patrick hizo una anotación en la libreta. ¿Por qué Peter había decidido perdonarle la vida, cuando tenía motivos para guardarle rencor?

—Antes de que sucediera eso —preguntó Patrick—, ¿dirías que eran amigos?

Josie dobló el pañuelo de papel que había utilizado para secarse las lágrimas en forma de triángulo, y luego en otro más pequeño, y en otro más pequeño aún.

—No —dijo—. No éramos amigos.

La mujer que estaba junto a Lacy llevaba una camisa de franela a cuadros, apestaba a tabaco y le faltaba la mayor parte de los dientes. Lanzó una mirada a la falda y la blusa de Lacy.

—¿Primera vez que está aquí? —le preguntó.

Lacy asintió con un gesto. Esperaban en una sala alargada, sentadas en dos sillas contiguas de una fila de ellas. Ante los pies tenían una línea roja divisoria, tras la cual había otra fila de sillas encaradas a las suyas. Reclusos y visitantes se sentaban uno enfrente de otro, como ante un espejo, y hablaban en plan taquigráfico. La mujer sentada junto a Lacy le sonrió.

—Se acostumbrará —le dijo.

Cada dos semanas, los padres de Peter, uno de ellos por vez, disponían de una hora para visitar a su hijo. Lacy llevaba una cesta llena de bollos y tartas hechos en casa, revistas, libros… todo cuanto había pensado que podía servirle de algo a Peter. Pero el funcionario penitenciario que le había hecho firmar en el libro de registro de las visitas le había confiscado todo lo que llevaba. No podía darle cosas cocinadas. Ni tampoco material de lectura; no hasta que lo hubiera examinado el personal de la cárcel.

Un tipo con la cabeza rapada y los brazos recubiertos de tatuajes en toda su extensión se dirigió hacia la mujer del lado de Lacy. Se estremeció. ¿Era una esvástica lo que llevaba grabado en la frente?

—Hola, mamá —masculló el hombre, y Lacy pudo comprobar cómo los ojos de la mujer que tenía a su lado penetraban más allá de los tatuajes, la cabeza rapada y el traje naranja y veían al niño pequeño que atrapaba renacuajos en una charca detrás de su casa. «Todo el mundo —pensó Lacy —es hijo de alguien».

Apartó la mirada de aquel encuentro y vio que conducían a Peter hacia ella. Durante un instante se le encogió el corazón. El chico estaba extremadamente delgado, y sus ojos tras los lentes parecían vacíos. Pero arrinconó sus sentimientos y le ofreció una espléndida sonrisa. Haría como si no le importara lo más mínimo ver a su hijo ataviado con el atuendo penitenciario; como si no hubiera tenido que quedarse un rato sentada en el coche para luchar contra un ataque de pánico después de llegar al estacionamiento de la prisión; como si fuera lo más normal del mundo estar rodeada de traficantes de droga y de violadores mientras le preguntaba a su hijo si le daban bastante de comer.

—Peter —dijo, estrechándolo entre sus brazos.

A él le costó unos segundos, pero acabó devolviéndole el abrazo. Ella hundió el rostro en su cuello, como solía hacer cuando era un bebé y le entraban ganas de comérselo. Pero aquél no era el olor de su hijo. Por un momento, alimentó el sueño imposible de que todo aquello fuera un error, «¡Peter no está en la cárcel! ¡Éste es el desgraciado hijo de otra!», pero entonces se dio cuenta de cuál era la diferencia. El champú y el desodorante que le proporcionaban allí no eran los mismos que los que utilizaba en casa. Aquel Peter tenía un olor más fuerte, más basto.

De pronto, notó una palmada en el hombro.

—Señora —dijo el vigilante—, será mejor que lo suelte ya.

«Si fuese así de sencillo», pensó Lacy.

Se sentaron uno a cada lado de la línea roja.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Aún sigo aquí.

El modo en que lo dijo, como si hubiera esperado que para entonces hubiera tenido que ser totalmente diferente, hizo que Lacy se estremeciera. Le pareció como si no estuviera refiriéndose a salir bajo fianza, y la alternativa, la idea de que Peter pudiera suicidarse, era algo que no le cabía en la cabeza. Notó que se le hacía un nudo en la garganta, y de pronto se vio haciendo precisamente aquello que se había prometido a sí misma que no haría: se echó a llorar.

—Peter —dijo en un susurro—. ¿Por qué?

—¿Estuvo la policía en casa? —preguntó Peter.

Lacy asintió con un gesto. Parecía como si eso hubiera sucedido hacía mucho tiempo.

—¿Entraron en mi habitación?

—Traían una orden de registro…

—¿Se llevaron mis cosas? —exclamó Peter; la primera emoción que veía en él—. ¿Les dejaste que se llevaran mis cosas?

—¿Qué querías hacer con todo aquello? —musitó—. Con aquellas bombas. Aquellas armas…

—Tú no lo entenderías.

—Pues explícamelo, Peter —dijo con voz quebrada—. Explícamelo.

—No he podido hacer que lo entendieras en diecisiete años, mamá. ¿Por qué iba a ser diferente ahora? —Se le torció el gesto—. No sé ni siquiera por qué te has molestado en venir.

—Para verte…

—Pues mírame —gritó Peter—. ¿Por qué no me miras de una puta vez?

El chico se llevó las manos a la cara, mientras los estrechos hombros se le arqueaban al sonido de un sollozo.

Así que todo se reducía a eso, pensó Lacy: veías al extraño que tenías delante y decidías, categóricamente, que aquél ya no era tu hijo. O bien procurabas encontrar los restos de tu hijo que todavía pudieran quedar en aquel en que se había convertido.

¿Había posibilidad de elección, realmente, si eras una madre?

La gente podía decir que los monstruos no nacían, sino que se hacían. La gente podía criticarle sus dotes de madre, señalar con el dedo algunos momentos en los que Lacy le había fallado a Peter siendo demasiado laxa o demasiado estricta, por exceso o por defecto. La ciudad de Sterling podía analizar hasta el mínimo detalle lo que ella había hecho con su hijo, pero ¿y lo que había hecho por él? Era muy fácil sentirse orgulloso del chico que le salía a uno bien. Que sacaba sobresalientes y era bueno jugando a baloncesto. Un chico al que todo el mundo quería sin esfuerzo. Pero cuando la naturaleza del afecto se ponía a prueba era cuando se era capaz de encontrar algo que amar en un chico al que todos odiaban. ¿Y si las cosas que ella había hecho o dejado de hacer con respecto a Peter eran un criterio de medida erróneo? ¿No era como ponerle una prueba a su maternidad y ver cómo se comportaba ella a partir de aquel espantoso momento?

Se inclinó por encima de la línea roja hasta que pudo abrazar a Peter. No le importaba si estaba permitido o no. Que vinieran los guardias a separarla, pero mientras tanto, Lacy no tenía la menor intención de soltar a su hijo.

En el vídeo captado por la cámara de vigilancia del comedor del instituto, se veía a los alumnos llevando bandejas, haciendo los deberes y charlando, y a Peter que entraba en la gran sala con una pistola en la mano. Se producía una sucesión de disparos y un gran griterío. Saltaba una alarma antiincendios. Cuando todo el mundo empezaba a correr, él volvía a disparar, y esta vez caían abatidas dos chicas. En su afán por escapar, otros alumnos pasaban por encima de ellas.

Cuando los únicos que quedaban en el comedor eran Peter y las víctimas, él se paseaba por entre las mesas, supervisando su obra. Pasaba de largo junto a uno de los chicos a los que acababa de disparar y que yacía en medio de un charco de sangre encima de un libro, pero en cambio se entretenía en recoger un iPod que alguien se había dejado encima de una mesa y se ponía los auriculares en las orejas, para, acto seguido, apagarlo y volver a dejarlo donde estaba. Pasaba la página de un cuaderno abierto y luego se sentaba delante de una bandeja intacta y depositaba la pistola en ella. Abría una caja de cereales y vertía el contenido en un tazón de plástico. Añadía leche de un envase abierto y se comía el tazón entero antes de levantarse otra vez, volver a empuñar la pistola y salir del comedor.

Era la cosa más escalofriante y premeditada que Patrick había visto en su vida.

Miró el plato con la cena que se había preparado, y se dio cuenta de que había perdido el apetito. Dejándolo a un lado, encima de un montón de periódicos viejos, rebobinó el vídeo y se obligó a verlo una vez más.

Cuando sonó el teléfono, descolgó, distraído por la visión de Peter en la pantalla de su televisor.

—¡Sí!

—Bueno, saludos para ti también —dijo Nina Frost.

Se ablandó nada más oír su voz. Cuesta desprenderse de los hábitos adquiridos.

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