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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

Diecinueve minutos

BOOK: Diecinueve minutos
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Peter Houghton, protagonista de la novela de Jodie Picoult, Diecinueve minutos, es un estudiante de 17 años en Sterling, New Hampshire, que lleva tiempo sufriendo los abusos verbales y físicos de sus compañeros de clase. Su única amiga, Josie Cormier, ha sucumbido a la presión del grupo y ahora pertenece a la élite popular que habitualmente lo acosa. Un último incidente lleva a Peter al límite y lo empuja a cometer un acto de violencia que cambiará para siempre la vida de los habitantes de Sterling. Incluso aquellos que no se encontraban en la escuela aquella mañana vieron sus vidas supendidas, incluyendo a Alex Cormier.

Jodi Picoult

Diecinueve minutos

ePUB v1.0

Dirdam
02.03.12

Título Original: «Nineteen minutes»

Traductor: Manuel Manzano Gómez

Editorial: Zenith

Fecha de publicación: 2007

ISBN: 9788408063575

Para Emily Bestler,

la mejor editora y más feroz campeona

que una chica podría desear, atenta siempre

a que avance lo mejor posible.

Gracias por tu mirada aguda, tu guía entusiasta

y, por encima de todo, gracias por tu amistad.

Primera parte

Si no corregimos la dirección en la que vamos, acabaremos en el lugar de donde venimos.

Proverbio chino

Espero estar muerto para cuando leas esto.

No se puede deshacer lo que ya ha sucedido; no se puede retirar una palabra que ya ha sido pronunciada. Pensarás en mí y desearás haber sido capaz de hablar conmigo de esto con calma. Tratarás de imaginar qué podrías haber dicho, qué podrías haber hecho. Supongo que yo te habría tranquilizado: «No te eches la culpa, tú no eres responsable», pero sería mentira. Los dos sabemos que yo nunca habría llegado a esto por mí mismo.

En mi funeral llorarás. Dirás que esto no tendría que haber pasado. Actuarás como todo el mundo espera que actúes. Pero ¿me echarás de menos?

Y, lo que es más importante, ¿te echaré yo de menos a ti?

¿Alguno de los dos quiere de verdad escuchar la respuesta a esta pregunta?

6 de marzo de 2007

Diecinueve minutos es el tiempo que tardas en cortar el césped del jardín de delante de tu casa, en teñirte el pelo, en ver un tercio de un partido de hockey sobre hielo. Diecinueve minutos es lo que tardas en hacer unos bollos en el horno, o el tiempo que tarda el dentista en empastarte una muela; o el que tardarías en doblar la ropa de una familia de cinco miembros.

En diecinueve minutos se agotaron las entradas para ver a los Tennessee Titans en los play-off. Es lo que dura un episodio de una comedia televisiva, descontando los anuncios. Es lo que se tarda en ir en coche desde la frontera del Estado de Vermont hasta la ciudad de Sterling, en New Hampshire.

En diecinueve minutos puedes pedir una pizza y que te la traigan. Te da tiempo a leerle un cuento a un niño, o a que te cambien el aceite del coche. Puedes recorrer un kilómetro y medio caminando. O coser un dobladillo.

En diecinueve minutos, puedes hacer que el mundo se detenga, o bajarte de él.

En diecinueve minutos, puedes llevar a cabo tu venganza.

Como de costumbre, Alex Cormier llegaría tarde. Se tardaba treinta y dos minutos en coche desde su casa, en Sterling, hasta el Tribunal Superior del condado de Grafton, en New Hampshire, y eso si cruzaba Orford a toda velocidad. Bajó la escalera en medias, con los zapatos de tacón en la mano y los informes que se había llevado a casa el fin de semana bajo el brazo. Se recogió la melena cobriza y se la sujetó en la nuca con horquillas, transformándose en la persona que tenía que ser antes de salir a la calle.

Alex era jueza del Tribunal Superior de Justicia desde hacía treinta y cuatro días. Había creído que, después de demostrar su valía como jueza de un juzgado de distrito durante los últimos cinco años, le resultaría más fácil. Pero con cuarenta años seguía siendo la jueza más joven del Estado. Y seguía viéndose obligada a probar su ecuanimidad como jueza, pues su historia como defensora de oficio la precedía, y los fiscales daban por sentado que, de entrada, estaba del lado de la defensa. Cuando Alex se había presentado para abogada de oficio, lo había hecho con el sincero deseo de garantizar que en aquel sistema legal, las personas fueran inocentes mientras no se demostrase lo contrario. Nunca hubiera supuesto que, como jueza, ella no iba a contar con el beneficio de la duda.

El aroma a café recién hecho atrajo a Alex hasta la cocina. Su hija estaba inclinada sobre una taza humeante, sentada a la mesa, mientras leía un libro de texto. Josie parecía agotada, tenía los azules ojos enrojecidos, y su cabello color avellana recogido en una enmarañada cola de caballo.

—Dime que no has estado levantada toda la noche —dijo Alex.

Josie ni siquiera levantó los ojos.

—No he estado levantada toda la noche —repitió como un loro.

Alex se sirvió una taza de café y se dejó caer en la silla de delante de ella.

—¿No me engañas?

—Me has pedido que te dijera eso —repuso Josie—, no que te dijera la verdad.

Alex frunció el entrecejo.

—No deberías tomar café.

—Y tú no deberías fumar.

Alex sintió que se ruborizaba.

—Yo no…

—Mamá —suspiró Josie—, aunque abras las ventanas del baño, las toallas siguen oliendo a tabaco.

Levantó la vista, desafiando a Alex a que le echara en cara cualquier otro vicio.

Por su parte, Alex sólo tenía el de fumar. No le quedaba tiempo para vicios. Le hubiese gustado poder decir con conocimiento de causa que Josie tampoco los tenía, pero eso no sería más que aplicar el mismo prejuicio que el resto del mundo respecto a Josie: una estudiante excelente, guapa y popular, que conocía mejor que la mayoría de la gente las consecuencias de salirse del buen camino. Una chica destinada a hacer grandes cosas. Una joven que era exactamente como Alex había esperado que fuera su hija al hacerse mayor.

Antes, Josie se sentía muy orgullosa de que su madre fuera jueza. Alex se acordaba perfectamente de cuando hablaba de sus éxitos a los empleados del banco, a las cajeras del súper, a las azafatas de los aviones. Le preguntaba acerca de sus casos y de sus decisiones. Pero todo eso había cambiado desde hacía tres años, cuando Josie había comenzado el instituto, y el túnel comunicativo entre las dos había ido cerrándose poco a poco. Alex no creía que Josie le ocultara más cosas que cualquier otro adolescente a sus padres, aunque había una diferencia: los otros padres sólo podían juzgar a los amigos de sus hijos en sentido metafórico, mientras que Alex podía hacerlo legalmente.

—¿Qué tienes hoy? —le preguntó Alex.

—Examen final. ¿Y tú?

—Vistas de acusaciones —replicó Alex. Entrecerraba los ojos por encima de la mesa, tratando de leer al revés el libro de texto de Josie—. ¿Química?

—Catalizadores. —Josie se frotó las sienes—. Sustancias que aceleran una reacción, pero permanecen inmutables una vez ésta se ha producido. Por ejemplo, si tienes monóxido de carbono e hidrógeno y echas zinc y óxido de cromo… ¿qué pasa?

—Nada, sólo una imagen fugaz de por qué sólo saqué un aprobado en química orgánica. ¿Ya has desayunado?

—Café —contestó Josie.

—El café no cuenta.

—Cuando

estás apurada, cuenta —dijo Josie.

Alex sopesó los costes de llegar cinco minutos tarde, o de tener otra cruz negra en su cómputo cósmico global de buena madre. «¿Una chica de diecisiete años no debería ser capaz de arreglárselas por sí sola por las mañanas?» Alex se puso a sacar cosas de la nevera: huevos, leche, tocino.

—Una vez presidí un caso de ingreso de urgencias en el hospital mental del Estado de una mujer. Su marido lo solicitó después de que ella metiera una libra de tocino en la licuadora y luego lo persiguiera por toda la cocina con un cuchillo en la mano y gritando: ¡Bam!

Josie levantó la vista del libro de texto.

—¿En serio?

—Oh, puedes creerme, no sería capaz de inventarme algo así. —Alex cascó un huevo en una sartén—. Cuando le pregunté por qué había metido una libra de tocino en la licuadora, la mujer se quedó mirándome y luego me dijo que ella y yo debíamos de cocinar de maneras muy diferentes.

Josie se levantó y se apoyó contra el mármol mientras observaba a su madre preparar el desayuno. Las tareas domésticas no eran el punto fuerte de Alex, pero aunque no sabía cómo preparar carne a la cazuela, estaba orgullosa de saberse de memoria los números de teléfono de todas las pizzerías y restaurantes chinos de Sterling que tenían servicio a domicilio.

—No te pongas nerviosa —dijo Alex en tono seco—. Creo que podré hacerlo sin incendiar la casa.

Pero Josie le quitó la sartén de las manos y colocó en ella las tiras de tocino, como marineros en sus estrechas literas.

—¿Cómo es que vas así vestida? —preguntó.

Alex se miró la falda, la blusa y los zapatos de tacón, y frunció el cejo.

—¿Por qué lo dices? ¿Es que parezco Margaret Thatcher?

—No, quiero decir… ¿para qué te molestas tanto? Nadie sabe lo que llevas puesto debajo de la toga. Podrías ir en pijama, por decir algo. O llevar ese suéter que tienes de cuando ibas a la universidad, con los codos agujereados.

—Lo vea o no la gente, se supone que debo ir… bien vestida. Bueno, de una forma juiciosa.

El rostro de Josie se nubló de forma fugaz, y se concentró en los fogones de la cocina, como si Alex no hubiera acertado con la respuesta adecuada. Ella se quedó mirando a su hija: las uñas mordidas, la peca detrás de la oreja, la raya del pelo en zigzag, y vio en ella a la pequeña que apenas andaba y, en cuanto se ponía el sol, se apostaba en la ventana de casa de la niñera porque sabía que a esa hora era cuando Alex iba a recogerla.

—Nunca he ido al trabajo en pijama —reconoció Alex—, pero a veces cierro las puertas del despacho y me echo una siesta tumbada en el suelo.

Una sonrisa de sorpresa se dibujó lentamente en el rostro de Josie. La confesión de su madre era como una mariposa que se hubiera posado en su mano por accidente: algo tan etéreo que no puedes fijar tu atención en ello sin arriesgarte a perderlo. Pero había kilómetros que recorrer, y acusados cuyos cargos leer, y ecuaciones químicas que interpretar, y cuando Josie dejó el tocino para que se escurriera sobre una servilleta de papel, el momento se había evaporado.

—Sigo sin entender por qué yo tengo que almorzar y tú no —murmuró Josie.

—Porque tienes que tener cierta edad para ganarte el derecho a arruinar tu vida. —Alex señaló los huevos revueltos que Josie estaba preparando en la sartén—. ¿Me prometes que te lo comerás todo?

Josie la miró a los ojos.

—Te lo prometo.

—Entonces me voy.

Alex tomó su termo de café. Para cuando sacaba el coche del garaje marcha atrás, su pensamiento estaba ya concentrado en la sentencia que debía dictar aquella misma tarde; en el número de actas de cargos que le habrían sido asignados de la lista de casos pendientes; en las peticiones que le habrían caído como sombras sobre el escritorio entre el viernes por la tarde y aquella misma mañana. Su atención estaba fijada en un mundo muy alejado de su casa, donde en aquel mismo instante su hija arrojaba los huevos revueltos de la sartén al cubo de la basura sin haber probado siquiera un bocado.

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