Peter mantenía la carpeta oculta bajo la bandeja, avergonzado a pesar de llevarla tapada con el forro de papel de periódico. Clavó una pajita en el envase de leche.
—¿Sabes qué? —le dijo Josie—, no debería importarte tanto la carpeta que llevas. ¿Y a ti qué lo que piensen los demás?
Mientras se dirigían a la zona de almuerzo, Drew Girard chocó contra Peter.
—Mira por dónde andas, subnormal —dijo Drew, pero ya era demasiado tarde, a Peter se le había caído la bandeja.
La leche se desparramó sobre la carpeta, y el papel de periódico se empapó y reveló el dibujo de Superman que había debajo.
Drew se echó a reír.
—¿También llevas los calzoncillos de Superman, Houghton?
—Cállate, Drew.
—Y si no, ¿qué? ¿Me lanzarás rayos X por los ojos?
La señora McDonald, la profesora de expresión artística que vigilaba el comedor, y a la que Josie juraba haber visto una vez aspirando cola del armario de material, dio un tímido paso hacia ellos. En séptimo curso ya había chicos como Drew y Matt Royston que eran más altos que las maestras, a los que les había cambiado la voz, y que se afeitaban. Pero también había chicos como Peter, que rogaban cada noche que les llegara la pubertad, de la cual no había manera que descubrieran signo visible alguno todavía.
—Peter, ¿por qué no buscas un sitio y te sientas tranquilamente… ? —suspiró la señora McDonald—. Drew te traerá otro envase de leche.
«Envenenado, probablemente», pensó Peter. Se puso a secar la carpeta con unas servilletas de papel. Pero aunque la secara, no se le iría el olor. A lo mejor podría decirle a su madre que se le había caído la leche encima cuando estaba almorzando. Después de todo, era la verdad, aunque le hubieran dado una pequeña ayuda. Y, con un poco de suerte, podía ser estímulo suficiente para que le comprara una carpeta nueva, una carpeta normal, como todo el mundo.
Peter se reía por dentro: Drew Girard le había hecho un favor.
—Drew —dijo la profesora—. Quería decir ahora.
Mientras Drew se volvía hacia el interior de la cafetería y se dirigía a la pirámide de envases de leche, Josie, furtivamente, le puso una ladina zancadilla que dio con él de bruces en el suelo. En la zona de comedor, algunos chicos habían empezado a reírse. Tal era la dinámica de aquella sociedad: a ti te tocaba el palo más bajo del gallinero, mientras no encontraras a alguien que ocupara tu lugar.
—Ten cuidado con la kriptonita —le dijo Josie en voz baja, pero lo bastante audible para que Peter lo oyera.
A Alex, las dos cosas que más le gustaban de ser juez de tribunal de distrito eran, en primer lugar, ser capaz de abordar los problemas de la gente y hacer que sintieran que alguien les escuchaba, y en segundo lugar, el reto intelectual que representaba. Había tantos factores que sopesar cuando tenías que tomar decisiones: las víctimas, la policía, la aplicación de la ley, la sociedad. Y todos ellos había que considerarlos dentro del contexto de los precedentes.
Lo peor de aquel trabajo era que, cuando las personas llegaban al tribunal, no podías darles lo que realmente necesitaban: en el caso del acusado, una sentencia que fuera más un tratamiento que un castigo; en el caso de la víctima, una disculpa.
Aquel día tenía a una chica delante que no era mucho mayor que Josie. Llevaba una campera Nascar y una minifalda negra plisada, era rubia y tenía acné. Alex había visto chicas como aquélla merodeando por los estacionamientos después de la hora de cierre nocturna de los comercios del Mall de New Hampshire, dando giros de trescientos sesenta grados en el interior de los I-Rocs de sus novios. Se preguntó cómo se habría criado aquella jovencita de haber tenido una jueza por madre. Se preguntó si en algún momento de su infancia aquella chica había jugado con muñecos de peluche bajo la mesa de la cocina, o si leía libros tapada con las sábanas hasta la cabeza y con una linterna cuando los demás la creían dormida. A Alex nunca dejaba de asombrarla el hecho de que, apenas con el roce de una mano, el camino de la vida de una persona pudiera tomar un derrotero por completo diferente.
La joven estaba acusada de aceptar mercancía robada: un collar de oro de quinientos dólares que le había regalado su novio. Alex la contemplaba desde lo alto del estrado. Algún motivo había para que un caso como aquél hubiera llegado hasta la sala de justicia, y no era un motivo que tuviera que ver con la logística procesal, sino más bien con la intimidación por parte de terceros.
—¿Estás renunciando a tus derechos de forma consciente, voluntaria y sabiendo lo que haces? ¿Comprendes perfectamente que declarándote culpable estás reconociendo la veracidad de la acusación?
La chica pestañeó.
—Yo no sabía que fuera robado. Creía que era un regalo de Hap.
—Si lees lo que dice la denuncia, verás que se te acusa de haber aceptado el collar, sabiendo que era robado. Si no sabías que era robado, tienes derecho a ir a juicio. Tienes derecho a preparar una defensa. Tienes derecho a exigirme que te asigne un abogado para que te represente, porque estás acusada de un delito clasificado A, y ello supone que puedes recibir una condena de hasta un año de cárcel y se te puede aplicar una multa de hasta dos mil dólares. Tienes derecho a que la acusación demuestre que eres culpable más allá de toda duda razonable. Tienes derecho a ver, oír y preguntar a todos los testigos que declaren en tu contra. Tienes derecho a pedirme que presente cualquier prueba y que cite a declarar a cualquier testigo a tu favor. Tienes derecho a recurrir la sentencia ante el Tribunal Supremo, o ante el Tribunal Superior de Justicia para que se repita un juicio con jurado de novo si yo hubiera cometido algún error de ley o si tú no estás de acuerdo con mi decisión. Declarándote culpable, renuncias a estos derechos.
La chica tragó saliva.
—Bueno —insistió—, pero es que lo empeñé.
—Ése no es el fundamento de la acusación —le explicó Alex—. De lo que se te acusa es de haber aceptado el collar aun después de saber que era robado.
—Pero yo quiero declararme culpable —dijo la chica.
—Estás diciéndome que no hiciste lo que la acusación dice que hiciste, por tanto no puedes declararte culpable de algo que no has hecho.
Una mujer se levantó en el fondo de la sala. Parecía una mala copia de la acusada.
—Yo ya le dije que se declarara no culpable —dijo la madre de la joven—. Es lo que pensaba hacer cuando venía hoy hacia aquí, pero luego el fiscal le dijo que saldría ganando si decía que era culpable.
El fiscal dio un salto de la silla como un muñeco de resorte.
—Yo en ningún momento le he dicho eso, Su Señoría. Lo que yo le he dicho es que si se declaraba culpable, tenía la decisión en sus manos, simple y llanamente. Y que si en lugar de eso se declaraba no culpable e iba a juicio, entonces la decisión del caso ya no estaba en sus manos, sino que sería Su Señoría la que optaría por lo que considerara oportuno.
Alex trató de ponerse en el lugar de aquella chica, totalmente abrumada por la gigantesca mole del sistema jurídico, incapaz de hablar su lenguaje. Al mirar al fiscal debía de ver un concurso de la tele. «¿Te quedas con el dinero? ¿O prefieres ver lo que hay detrás de la Puerta Número Uno, que puede ser un descapotable, pero también un pollo?»
La chica había escogido el dinero.
Alex le hizo una señal al fiscal para que se acercara al estrado.
—¿Tiene alguna prueba, de acuerdo con su investigación, de que ella supiera que era robado?
—Sí, Su Señoría.
Sacó el informe policial y se lo entregó. Alex lo examinó. Teniendo en cuenta lo que les había dicho a los agentes y lo que ellos habían dejado consignado, era imposible que ella no supiera que el collar era robado.
Alex se volvió hacia la joven.
—Según los hechos recogidos en el informe policial, contrastados con las pruebas, considero que ha lugar a tu declaración. Hay base suficiente para refrendar el hecho de que sabías que el collar era robado y que lo aceptaste de todos modos.
—Yo no… no la entiendo —dijo la chica.
—Significa que acepto tu declaración de culpabilidad, si es que sigues manteniéndola. Pero —añadió Alex —primero tienes que decirme que eres culpable.
Alex vio cómo a la chica se le crispaba la expresión y le temblaban los labios.
—Está bien —dijo en un susurro—, lo soy.
Era uno de esos días de otoño de una belleza increíble, de esos en que vas al colegio por la mañana arrastrándote por la acera porque no puedes creer que tengas que perder ocho horas ahí dentro. Josie estaba sentada en clase de matemáticas, contemplando el azul del cielo: «cerúleo», una palabra que habían aprendido en repaso de vocabulario aquella semana, y con sólo decirla, a Josie le pareció como si la boca se le llenara de cristales de hielo. Podía oír a los alumnos de séptimo jugando al juego del pañuelo en el patio, durante la clase de gimnasia, y el zumbido del cortacésped al pasar el cuidador bajo su ventana. Le tiraron un papel que fue a caerle en el regazo. Josie lo desdobló, y leyó la nota de Peter.
¿Por qué tenemos siempre que calcular lo que vale la x? ¿¿¿Por qué no lo hace ella misma y nos ahorra la TORTURA???
Se volvió y lo miró con media sonrisa. A ella en realidad le gustaban las mates. Le encantaba el hecho de saber que, si se esforzaba de verdad, al final siempre había una respuesta que lo explicaba todo.
Si ella no encajaba con la masa de la escuela era por ser una estudiante de sobresalientes. El caso de Peter era diferente, él sacaba notables y suficientes, y una vez un insuficiente. Él tampoco encajaba, pero no porque fuera más inteligente que la media, sino porque era Peter.
En una hipotética clasificación que midiese la popularidad y la impopularidad de la clase, Josie sabía que ella aún hubiera estado por encima de unos cuantos. A veces se preguntaba si se juntaba con Peter porque le gustaba su compañía, o porque así se sentía mejor consigo misma.
Mientras la clase estaba ocupada con la prueba de repaso, la señora Rasmussin navegaba por Internet. Era una broma que se había extendido por toda la escuela: a ver quién la sorprendía comprándose unas bragas en la tienda online de Gap, o visitando sitios de fans de series de televisión. Había un chico que juraba que un día la había sorprendido mirando una página porno al acercarse a su mesa a hacerle una pregunta.
Josie había acabado en seguida, como de costumbre, y miró a la señora Rasmussin enfrascada en su computadora… Distinguió lágrimas en las mejillas de la profesora, como cuando una persona no se da cuenta siquiera de que está llorando.
La mujer se levantó y salió del aula sin decir una palabra, sin advertir siquiera a la clase que permanecieran en silencio durante su ausencia.
Al minuto de salir la profesora, Peter llamó la atención de Josie dándole una palmada en el hombro.
—¿Qué le pasa?
Antes de que ella pudiera contestarle, la señora Rasmussin volvió a entrar en el aula. Tenía la cara blanca como el papel, y los labios tensos y apretados.
—Atención todos —dijo—. Ha sucedido algo terrible.
En la sala de comunicaciones, donde se había reunido a los estudiantes de secundaria, el director les explicó lo que sabía: dos aviones se habían estrellado contra el World Trade Center. Otro más acababa de caer sobre el Pentágono. La torre sur del World Trade Center se había desplomado.
El bibliotecario había dispuesto un receptor de televisión para que todos pudieran ver la cobertura informativa de los medios de comunicación. Aunque los habían sacado de clase, por lo general motivo de celebración, había tal silencio en aquella sala que Peter podía oír los latidos de su propio corazón. Miró alrededor de las paredes de la estancia, al pedazo de cielo que se veía por las ventanas. Aquella escuela no constituía una zona de seguridad. Nada lo era, a despecho de lo que les hubieran dicho.
¿Era eso estar en guerra?
Peter se quedó mirando la pantalla. En Nueva York, la gente lloraba y gritaba aunque casi no se les veía a causa del polvo y el humo que llenaban el aire. Había fuego por todas partes, y se oía el ulular de las sirenas de los camiones de bomberos y ambulancias, así como las alarmas de los coches. No se parecía en nada a la Nueva York que recordaba de la vez que había ido de vacaciones con sus padres. Habían subido a lo alto del Empire State Building y pensaban tomar una cena de lujo en Windows on the World, pero Joey se puso malo por comer demasiadas palomitas, así que tuvieron que volverse al hotel.
La señora Rasmussin se había marchado del colegio y ya no volvería aquel día. Su hermano era agente de aduanas en el World Trade Center.
Ya no.
Josie estaba sentada junto a Peter. A pesar de los centímetros que los separaban, él podía notar que ella estaba temblando.
—Peter —le dijo en susurro, horrorizada—, hay gente que está saltando.
Él no tenía la vista tan aguda, ni siquiera con lentes, pero entornó los ojos y vio que Josie tenía razón. Le dolía el pecho al mirar, como si las costillas le fueran una talla pequeñas de repente. ¿Qué tipo de persona era capaz de hacer una cosa así?
Él mismo respondió a su propia pregunta: «Una persona que ya no ve otra salida».
—¿Tú crees que podrían llegar hasta aquí? —murmuró Josie.
Peter se volvió hacia ella. Hubiera deseado saber qué decir para hacer que ella se sintiera mejor, pero la verdad era que tampoco él se sentía muy bien, y ni siquiera sabía si existían palabras en su lengua capaces de sacar a alguien de aquella especie de estado de shock, de aquella repentina toma de conciencia de que el mundo ya no era el lugar que tú creías.
Se volvió de nuevo hacia la pantalla para no tener que responder a Josie. Seguían saltando personas al vacío por las ventanas de la torre norte. Hasta que de pronto se oyó un estruendo ensordecedor como si el mismo suelo abriera sus fauces. Al derrumbarse el segundo edificio, Peter dejó escapar el aire que tenía retenido en los pulmones… sintiendo alivio, porque ahora ya no podía ver nada más.
Las líneas de los colegios estaban totalmente colapsadas por las llamadas de los padres, divididos en dos categorías: aquellos que no querían asustar a sus hijos de forma innecesaria presentándose en el centro y llevándoselos a un búnker en el sótano, y quienes querían sobrevivir a aquella tragedia con sus hijos al alcance de la mano.
Tanto Lacy Houghton como Alex Cormier pertenecían a esta última categoría, y ambas llegaron al colegio simultáneamente. Estacionaron una al lado de la otra en la parada del autobús y se apearon de sus respectivos vehículos. Sólo entonces se reconocieron la una a la otra. No habían vuelto a verse desde el día en que Alex se había llevado a su hija con gesto airado del sótano de Lacy, donde guardaban las armas de fuego.