Además, tampoco es que ella tuviera muchas alternativas. No podía pedírselo a su madre, dado que ésta ni siquiera sabía que Josie hubiera estado buscando el paradero de Logan Rourke. Seguramente podría haberse informado de algún autobús que fuera a Boston, pero encontrar una casa en los suburbios no era tan fácil. Así que al final se había decidido contarle a Matt toda la verdad: que no conocía a su padre y que había dado con su nombre en un periódico, porque optaba a un cargo público.
El camino de entrada a la casa de Logan Rourke no era tan grandioso como algunos de los otros por delante de los cuales habían pasado, pero era impecable. El césped estaba igualado a dos centímetros del suelo; un ramillete de flores silvestres estiraban el cuello alrededor de la base de hierro del buzón. De la rama de un árbol colgaba el número de la casa: el 59.
Josie sintió que se le erizaba el vello. Cuando el año anterior había formado parte del equipo de hockey sobre hierba, aquél había sido el número de su camiseta.
Aquello era una señal.
Matt torció por el camino de entrada. Había dos vehículos, un Lexus y un jeep, y también un camión de bomberos de niño pequeño, de esos para subirse. Josie no podía apartar los ojos de él. Sin saber por qué, no había imaginado que Logan Rourke pudiera tener otros hijos.
—¿Quieres que entre contigo? —le preguntó Matt.
Josie negó con la cabeza.
—Estoy bien.
Mientras se acercaba a la puerta principal, la asaltaron las dudas acerca de lo que había ido a hacer allí. No podías presentarte así como así delante de un tipo que era un personaje público. Seguro que habría por allí un agente del Servicio Secreto, o algo por el estilo; un perro de presa.
Como si lo hubiera invocado, se oyó un ladrido. Josie se volvió en dirección a él y se encontró con un diminuto cachorro de Yorkshire con un lazo rosa en la cabeza, que fue directo hacia sus pies.
Se abrió la puerta principal.
—
Tinkerbell
, deja al cartero en… —Logan Rourke se interrumpió al advertir la presencia de Josie—. Tú no eres el cartero.
Era más alto de lo que ella había imaginado, y tenía el mismo aspecto que en el
Boston Globe
… el pelo blanco, la nariz aguileña, el porte estirado. Pero los ojos eran del mismo color que los suyos, tan eléctricos que Josie no podía apartar la mirada. Se preguntó si habían sido también la perdición de su madre.
—Tú eres la hija de Alex —dijo.
—Bueno —replicó Josie—. Y la suya.
A través de la puerta abierta, Josie oyó los chillidos de un niño aún medio dormido y encantado de que lo persiguieran. Y también la voz de una mujer:
—Logan, ¿quién es?
Él echó la mano atrás y cerró la puerta para que Josie no pudiera seguir asomándose a su vida. Parecía terriblemente incómodo, aunque, para hacerle justicia, Josie pensó que debía de ser un poco chocante verse delante de la hija a la que habías abandonado antes de que naciera.
—¿Qué haces aquí?
¿No era evidente?
—Quería conocerle. Pensé que quizá usted también querría conocerme a mí.
Él respiró hondo.
—La verdad es que no es un buen momento.
Josie echó un vistazo hacia el camino de entrada, donde seguía el coche de Matt estacionado.
—Puedo esperar.
—Mira… es que… Estoy en plena campaña política. Ahora mismo sería una complicación que no puedo permitirme…
A Josie se le atragantó una palabra. ¿Ella era una complicación?
Vio cómo Logan Rourke se sacaba la cartera del bolsillo y separaba tres billetes de cien dólares del resto.
—Toma —dijo, metiéndoselos en la mano—. ¿Será suficiente?
Josie intentó recuperar la respiración, pero alguien le había clavado una estaca en el pecho. Comprendió que trataba de compensarla con dinero; que su propio padre creía que ella había ido allí a chantajearle.
—Cuando pase la elección —dijo—, a lo mejor podríamos comer juntos un día.
Los billetes le crujían en la palma de la mano, acababan de entrar en circulación. A Josie la asaltó un recuerdo repentino de una ocasión, cuando era pequeña, en que había ido con su madre al banco; ésta le había dejado que contara los billetes para comprobar que el cajero le había dado la cantidad correcta; el dinero fresco olía siempre a tinta y a buena fortuna.
Logan Rourke no era su padre, no tenía más que ver con ella que el tipo que recibe las monedas en la cabina de un peaje, o que cualquier otro extraño. Puedes compartir el mismo ADN de alguien y no tener nada en común con él.
Josie cayó en la cuenta, de un modo fugaz, de que ya había aprendido aquella lección de su madre.
—Bueno —dijo Logan Rourke, e hizo ademán de volver a meterse en casa; se quedó dudando, con la mano en el pomo—. Yo… no sé cómo te llamas.
Josie tragó saliva.
—Margaret —dijo, para igualarse con él en cuanto a falsedad.
—Margaret —repitió él, y entró en la casa.
Mientras iba hacia el coche, Josie abrió los dedos como los pétalos de una flor. Se quedó mirando los billetes caer al suelo junto a una planta que, como todo lo demás a su alrededor, parecía crecer por momentos.
Para ser sinceros, la idea entera del juego le había venido a Peter estando dormido.
Ya había ideado juegos de computadora antes —reproducciones de ping-pong, carreras de coches, e incluso un guión de ciencia ficción que permitía jugar online con otro jugador de otro país si todos se conectaban a la página—, pero aquélla era la mayor idea que había concebido hasta el momento. El origen había que buscarlo en una tarde, después de uno de los partidos de fútbol de Joey, en que se habían parado en una pizzería en la que Peter se había atiborrado de albóndigas y pizza de salchichas, y había estado observando una consola de juegos llamada «Caza del ciervo». Te metías en tu cabina y te ponías a disparar con un rifle simulado a los ciervos macho que iban asomando la cabeza desde detrás de unos árboles. Si le dabas a una hembra, perdías.
Por la noche, Peter había tenido un sueño en el que iba a cazar con su padre, pero en vez de perseguir ciervos, perseguían a personas.
Se había despertado sudoroso, con un calambre en la mano como si hubiera estado sosteniendo un rifle.
Tampoco debía de ser tan difícil crear avatares, personajes virtuales. Había hecho ya varios experimentos, y aunque el tono de la piel no era muy logrado y los grafismos no eran perfectos, sabía representar las diferencias propias entre razas, así como colores de pelo diferentes, y manejarse con el lenguaje de programación. Le parecía algo genial, idear un juego en el que las presas fueran humanas.
Pero los juegos bélicos estaban muy vistos, y los juegos con pandilleros habían llegado al extremo gracias a Grand Theft Auto. Lo que necesitaba, pensaba Peter, era un nuevo personaje malvado, alguien a quien los demás también quisieran abatir. Ésa era la gracia de un videojuego: poder darle su merecido a alguien que se lo había buscado.
Trató de imaginar otros microcosmos del universo que pudieran constituirse en campos de batalla: invasiones alienígenas, tiroteos en el Salvaje Oeste, misiones de espías. Hasta que se le ocurrió pensar en la primera línea de fuego a la que debía enfrentarse él cada día.
¿Y si tomabas a las presas… y las convertías en cazadores?
Peter se levantó de la cama y se sentó en su escritorio. Sacó el anuario escolar de octavo curso del cajón en el que lo había confinado hacía meses. Diseñaría un videojuego que sería como una
Revancha de los novatos
actualizada para el siglo XXI. Un mundo de fantasía cuyo equilibrio de poder fuera a la inversa, en el que el más desvalido tuviera finalmente la oportunidad de vencer a los matones.
Tomó un rotulador y se puso a hojear el anuario escolar, señalando con un círculo las fotografías.
Drew Girard.
Matt Royston.
John Eberhard.
Peter volvió la página, y se quedó inmóvil unos segundos. Luego trazó un círculo también alrededor del retrato de Josie Cormier.
—¿Puedes parar ahí? —dijo Josie, cuando pensó que ya no era capaz de soportar un minuto más en aquel coche fingiendo que el encuentro con su padre había sido un éxito. Matt apenas había detenido el vehículo y Josie ya abría la puerta y salía disparada, corriendo sobre la alta hierba hacia el bosque que bordeaba la carretera.
Se dejó caer sobre el manto de hojas de pino y se echó a llorar. Qué era lo que había esperado, no habría podido decirlo en realidad… salvo que no era aquello. Una aceptación incondicional, quizá. Curiosidad al menos.
—¿Josie? —dijo Matt, acercándose por detrás—. ¿Estás bien?
Ella trató de decir que sí, pero ya no podía seguir mintiendo. Sintió la mano de Matt acariciándole el pelo, lo cual sólo hizo que llorara con mayor sentimiento; la ternura podía ser tan cortante como cualquier otro cuchillo.
—No le importo una mierda.
—Entonces por qué tiene que importarte una mierda él a ti —replicó Matt.
Josie levantó los ojos hacia él.
—No es tan sencillo.
Él la atrajo hacia sus brazos.
—Ay, Jo.
Matt era la única persona que le había dado un apodo. No recordaba que su madre la hubiera llamado nunca con algún tonto mote familiar, como Calabacita o Bichito, tal como hacían otros padres. Cuando Matt la llamaba Jo, a ella le recordaba
Mujercitas
, y aunque estaba más que convencida de que Matt jamás había leído la novela de Alcott, la complacía secretamente que la asociaran con un personaje tan fuerte y seguro de sí mismo.
—Soy idiota. Ni siquiera sé por qué estoy llorando. Es que… es sólo que hubiera querido gustarle.
—Yo estoy loco por ti —le dijo Matt—. ¿Eso vale algo?
Se inclinó y la besó, en medio del rastro de sus lágrimas.
—Vale un montón.
Notó los labios de Matt yendo de su mejilla al cuello, hasta aquel punto detrás de la oreja que la hacía sentirse como si se derritiera. Era novata en cuanto a tontear con un chico, pero Matt se acaramelaba cada vez más cuando se quedaban a solas. «Es por tu culpa —le decía él, con aquella sonrisa suya—. Si no estuvieras tan buena, no me costaría tanto quitarte las manos de encima». Eso sólo ya era un afrodisíaco para Josie. ¿Ella? ¿Buena? Y además, tal como Matt le prometía siempre, le gustaba que él la tocara por todas partes, dejar que la saboreara. Cada paso adelante en el grado de intimidad con Matt la hacía sentir como si estuviera al borde de un precipicio… aquella falta de aire, aquella sensación en el estómago… Un paso más, y volaría. A Josie no se le ocurría pensar que, al saltar, en lugar de volar pudiera caer.
Ahora sintió las manos de él moverse por debajo de su camiseta, colándose bajo la blonda de su sujetador. Sus piernas se enredaron entre las de él. Matt restregó su cuerpo contra el suyo. Cuando él le levantó la camisa y el aire frío le acarició la piel, ella volvió de pronto a la realidad.
—No podemos —susurró.
Oyó sobre su hombro que a Matt le chirriaban los dientes.
—Estamos estacionados a un lado de la carretera.
Él la miró, ebrio, enfebrecido.
—Si supieras cuánto te deseo —le dijo, como le había dicho una docena de veces.
En esta ocasión, sin embargo, ella levantó la vista.
«Te deseo».
Josie podía haberle hecho parar, pero se daba cuenta de que no pensaba hacerlo. Él la deseaba, y en aquel momento eso era lo que ella necesitaba escuchar más que cualquier otra cosa.
Hubo un instante en que Matt se quedó quieto, preguntándose si el hecho de que ella no le apartara las manos significaba lo que él creía que significaba. Josie oyó rasgarse el envoltorio plateado de un condón… «¿Cuánto tiempo habrá estado llevando eso encima?» Luego se despojó de los vaqueros de un tirón y fue subiéndole a ella la falda, despacio, como si aún esperara que fuera a cambiar de idea. Josie notó cómo Matt le bajaba la ropa interior por la goma, sintió el ardor de su dedo al penetrar dentro de ella. Aquello no se parecía en nada a lo sucedido hasta entonces, cuando sus caricias le dejaban una estela como la de un cometa sobre la piel, cuando se sentía morir después decirle que ya era suficiente. Matt cambió el peso del cuerpo y se colocó de nuevo encima de ella, sólo que esta vez con más ardor, con mayor presión.
—Au —gimió ella, y Matt vaciló.
—No quiero hacerte daño —dijo.
Ella volvió la cabeza a un lado.
—Hazlo —le pidió Josie, y Matt hundió sus caderas entre las de ella. Fue un dolor que, aunque esperado, le arrancó un grito.
Matt lo interpretó erróneamente como pasión.
—Ya lo sé, nena —gruñó.
Ella podía sentir el corazón de él, pero como si estuviera dentro de ella, hasta que de pronto él comenzó a moverse más de prisa, retorciéndose contra ella como un pez liberado del anzuelo sobre la dársena.
Josie habría querido saber si a Matt también le había dolido la primera vez. No sabía si siempre le dolería. Tal vez el dolor era el precio que todo el mundo pagaba por el amor. Volvió la cara hacia el hombro de Matt y se preguntó, con él todavía dentro de ella, por qué se sentía vacía.
—Peter —dijo la señora Sandringham al finalizar la clase de lengua—. ¿Podría hablar contigo un momento?
Ante el requerimiento de la profesora, Peter se quedó hundido en su asiento. Empezó a pensar en alguna excusa que pudiera darles a sus padres cuando volviera a casa con otro suspenso.
La señora Sandringham le gustaba de verdad. Aún no había cumplido los treinta años… Si la mirabas mientras parloteaba cosas sobre gramática inglesa y Shakespeare, aún podías imaginártela no hacía tanto, cuando ella también debía de estar repanchigada en su asiento, como cualquier otro alumno, preguntándose por qué no había manera de que el reloj avanzara.
Peter esperó a que el resto de la clase se hubiera marchado, antes de acercarse a la mesa de la profesora.
—Sólo quería comentarte una cosa acerca de tu redacción —dijo la señora Sandringham—. Aún no he corregido las de todos, pero he tenido ocasión de leer la tuya y…
—Puedo rehacerla —la cortó Peter.
La señora Sandringham arqueó las cejas.
—Pero Peter… Lo que quería decirte es que te he puesto un sobresaliente.
Le devolvió el trabajo. Peter se quedó mirando la brillante nota en rojo, en el margen.
La tarea había consistido en escribir acerca de algún suceso relevante que les hubiera pasado y que hubiera supuesto un cambio en sus vidas. Aunque había sucedido hacía sólo una semana, Peter había explicado su despido del trabajo por haber prendido fuego en un contenedor. En la redacción no había la menor mención del nombre de Josie Cormier.