Por un momento, Alex se quedó con la mano apoyada en la puerta, preguntándose cómo la recibiría Josie si entraba y la ayudaba a maquillarse y a arreglarse el pelo, tal como Josie había hecho con ella hacía un momento. Pero para Josie aquello era natural, se había pasado la vida arañando minutos del tiempo de Alex, mientras ésta se preparaba para irse. De algún modo, Alex había dado por sentado que el tiempo era infinito, que siempre tendría a Josie allí esperándola. Nunca había imaginado que algún día sería a ella a la que su hija dejaría.
Por fin, Alex se alejó de la puerta sin llamar. Tenía demasiado miedo a oír que Josie le decía que no necesitaba la ayuda de su madre como para arriesgarse a dar aquel primer paso.
Lo único que había salvado a Josie de un total ostracismo social tras la exposición de Peter en clase de matemáticas había sido su designación simultánea como novia oficial de Matt Royston. A diferencia de casi todo el resto de estudiantes de segundo, que formaban uniones ocasionales (encuentros aleatorios en fiestas, amigos con derecho a roce, etc.), ella y Matt eran pareja. Matt la acompañaba hasta clase y muchas veces, al dejarla en la puerta, le daba un beso delante de todo el mundo. Cualquiera tan estúpido como para asociar el nombre de Peter Houghton con el de Josie habría tenido que rendirle cuentas a Matt.
Cualquiera salvo el propio Peter, se entiende. En el trabajo, parecía incapaz de captar las señales que Josie le enviaba, volviéndose de espaldas cuando él entraba en la misma habitación, ignorándole cuando le hacía una pregunta. Hasta que al final, una tarde, él la había arrinconado en el almacén de repuestos.
—¿Por qué te comportas así conmigo? —le había preguntado.
—Porque cuando era amable contigo, tú entendías que éramos amigos.
—Pero es que somos amigos —había replicado él.
Josie se le había encarado.
—Tú no eres quién para decidir eso —le había dicho.
Una tarde, en el trabajo, cuando Josie salió a tirar un montón de desechos al contenedor, se encontró a Peter allí. Eran sus quince minutos de descanso, durante los que solía cruzar la calle y comprarse un jugo de manzana. Pero aquel día allí estaba, subido sobre la tapa de metal del contenedor.
—Aparta —dijo ella, alzando las bolsas de desechos.
En cuanto cayeron al fondo del contenedor, saltó una lluvia de chispas.
Casi de inmediato, el fuego prendió en el cartón almacenado en el interior, crepitando al contacto con el metal.
—Peter, bájate de ahí —gritó Josie.
Peter no se movió. Las llamas danzaban delante de su rostro, cuyos rasgos parecían distorsionados por el calor.
—¡Peter! ¡Por favor!
Ella lo tomó del brazo y tiró de él hacia el suelo, mientras algo —¿tóner? ¿gasolina? —explotaba en el interior del contenedor.
—Tenemos que llamar a los bomberos —gritó Josie, mientras se ponía en pie con dificultad.
Los bomberos llegaron en cuestión de minutos, apagando el fuego. Josie llamó al busca del señor Cargrew, que estaba en el club de golf.
—Gracias a Dios que no les ha pasado nada —les dijo a los dos al llegar.
—Josie me ha salvado —replicó Peter.
Mientras el señor Cargrew hablaba con los bomberos, ella se volvió al interior de la copistería, seguida de Peter.
—Sabía que me salvarías —le dijo Peter—. Por eso lo he hecho.
—Hecho, ¿el qué?
Pero no necesitaba oír la respuesta de Peter, porque Josie ya sabía por qué se lo había encontrado subido en el contenedor cuando se suponía que estaba en su rato de descanso. Sabía quién había tirado el fósforo dentro en el momento en que la había oído salir por la puerta de atrás con las bolsas de basura.
En el momento en que le decía al señor Cargrew que tenía que hablar un momento con él a solas, Josie se dijo a sí misma que estaba haciendo lo que cualquier empleado responsable habría hecho: contarle al dueño quién era la persona que había atentado contra su propiedad. No reconoció estar asustada por lo que había dicho Peter; por el hecho de que fuera verdad. Y fingió no sentir aquella ligera vibración en el interior de su pecho, una versión reducida del fuego provocado por Peter, la cual identificó por primera vez en su vida como un deseo de venganza.
Cuando el señor Cargrew despidió a Peter, Josie no estuvo delante y no oyó la conversación. Luego sintió la mirada de Peter clavada en ella, intensa, acusadora, cuando se marchaba, aunque ella procuró concentrarse en el encargo que estaba haciendo para un banco local. Mientras observaba las páginas que salían de la fotocopiadora, reflexionaba acerca de la extraña naturaleza de aquel trabajo, cuyo éxito se medía en función de la similitud del producto con su original.
Después de clase, Josie esperaba a Matt junto al asta de la bandera. Él llegaba por detrás de ella, a escondidas, y ella hacía como que no lo había visto, hasta que la besaba. La gente los miraba, cosa que a Josie le encantaba. En cierto modo, pensaba en su posición en la pequeña sociedad del instituto como en una identidad secreta: ahora, si sacaba sobresalientes o decía que a ella le gustaba leer, ya no pensaban que fuera un bicho raro, y eso por el mero hecho de que cuando la gente la veía, antes que nada se fijaban en su popularidad. Se imaginaba que era un poco como lo que experimentaba su madre allá adonde fuera: si tú eras la jueza, las demás cosas pasaban a un segundo término.
A veces tenía pesadillas en las que Matt se daba cuenta de que lo suyo era una impostura, que no era guapa, ni excepcional, que no tenía nada que fuera digno de admiración. «¿En qué estaríamos pensando?», se lo imaginaba diciéndoles a sus amigos, y quizá por esa razón le fuera tan difícil pensar en ellos en términos de amistad aun despierta.
Ella y Matt tenían planes para aquel fin de semana… Planes importantes, que apenas era capaz de guardarse para ella. Mientras estaba sentada en los escalones de piedra de la base del asta de la bandera, esperándole, notó que alguien le daba unas palmadas en el hombro.
—Llegas tarde —dijo en tono acusatorio y sonriendo; pero al volverse se encontró con Peter.
Éste pareció tan sorprendido como ella, aunque hubiera sido él quien la había ido a buscar. Durante los meses posteriores al despido de Peter de la copistería, Josie había procurado que sus caminos no se cruzaran para evitar cualquier posible contacto con él. Cosa nada fácil, porque coincidían todos los días en clase de matemáticas y recorrían los pasillos varias veces entre clase y clase. En esas ocasiones, Josie se aseguraba siempre de tener las narices metidas en un libro o la atención centrada en otra conversación.
—Josie —dijo Peter—, ¿podemos hablar un minuto?
Riadas de alumnos salían del instituto. Josie percibía sus miradas sobre ella como un látigo. ¿La miraban por ella, o por quien estaba con ella?
—No —dijo de forma tajante.
—Es que… necesito en serio que el señor Cargrew me acepte de nuevo en el trabajo. Sé que cometí un error. Pero había pensado que… a lo mejor… si tú hablabas con él… —Calló de pronto—. A él le gustas —concluyó.
Josie tenía ganas de decirle que se largara, que no quería volver a trabajar con él, y mucho menos que los vieran hablando. Pero algo había pasado durante los meses transcurridos desde que Peter prendiera aquel fuego en el contenedor. El pago que ella había pensado que él merecía después de su panegírico a favor de Josie en clase de matemáticas quemaba en su interior cada vez que lo recordaba. Y Josie había empezado a preguntarse si la causa de que Peter se hubiera hecho aquella idea errónea no era porque estaba loco, sino porque ella lo había inducido. Después de todo, cuando no había nadie en la copistería, hablaban y reían juntos. Era un chico apuesto… sólo que no era de esas personas con las que necesariamente quieres que te asocien en público. Pero las simpatías y antipatías que uno pudiera sentir por alguien no eran lo mismo que actuar contra esa persona, ¿no? Ella no era como Drew, y Matt, y John, que empujaban a Peter contra la pared cuando se cruzaban con él en los pasillos, y que le robaban la bolsa de papel de estraza del almuerzo y se ponían a jugar con ella en medio del vestíbulo hasta que se rasgaba y todo el contenido se caía por el suelo… ¿O sí?
No quería hablar con el señor Cargrew. No quería que Peter creyera que quería ser su amiga, ni siquiera una conocida.
Pero tampoco quería ser como Matt, cuyos comentarios hacia Peter a veces la hacían sentirse muy mal.
Peter se había sentado delante de ella, a la espera de una respuesta, hasta que de pronto se dio cuenta de que ya no estaba. Estaba caído al pie de los escalones mientras Matt lo miraba, de pie a su lado.
—Apártate de mi chica, maricón —dijo Matt—. Vete a buscar algún niñito lindo para jugar.
Peter había caído de bruces sobre el pavimento. Cuando levantó la cabeza, Josie vio que le sangraba el labio. Peter la miró y, para sorpresa de ella, no parecía alterado, ni siquiera enojado… sólo muy cansado, profundamente cansado.
—Matt —dijo Peter, incorporándose del suelo—. ¿Tienes el pito grande?
—¿Te gustaría saberlo? —preguntó Matt.
—La verdad es que no. —Peter acabó de ponerse de pie, tambaleándose—. Era porque si la tenías lo bastante larga, que te dieras por el culo a ti mismo.
Josie percibió cómo el aire a su alrededor se llenaba de carga eléctrica justo antes de que Matt se abalanzara sobre Peter como un huracán, y se pusiera a darle puñetazos en la cara derribándolo pesadamente contra el suelo.
—Eso es lo que a ti te gusta, ¿verdad? —le espetó Matt mientras sujetaba a Peter con furia.
Peter movió la cabeza a uno y otro lado, mientras las lágrimas le caían por las mejillas, mezcladas con la sangre.
—Suelta… me…
—Apuesto a que te gustaría —se mofó Matt.
Para entonces se había congregado ya una multitud. Josie miró con frenesí a su alrededor, buscando un profesor, pero ya habían acabado las clases y no había ninguno a la vista.
—¡Basta! —gritó, viendo cómo Peter lograba zafarse pero Matt lo agarraba de nuevo—. ¡Matt, basta ya!
Éste se disponía a asestarle un nuevo puñetazo, pero al oírla se levantó, dejando a Peter acurrucado de costado en el suelo, en posición fetal.
—Tienes razón, ¿para qué perder el tiempo? —dijo Matt, y dio unos pasos esperando a que Josie llegara a su lado.
Se encaminaron hacia el coche de Matt. Josie sabía que darían un rodeo para pasar por el centro a tomar un café antes de volver a casa. Una vez allí, Josie se concentraría en los deberes hasta que le fuera imposible ignorar las caricias de Matt en sus hombros o sus besos en el cuello, y luego retozarían hasta que oyeran el coche de su madre entrando en el garaje.
Matt, presa todavía de una ira desatada, caminaba con los puños cerrados a ambos lados del cuerpo. Josie le agarró uno, le desplegó la mano y entrelazó sus dedos con los de él.
—¿Puedo decir algo sin que te pongas furioso? —preguntó.
Josie sabía que era una pregunta retórica: Matt ya estaba furioso. Era la otra cara de la pasión que la hacía sentir como si por su interior pasara una corriente eléctrica, sólo que dirigida, con carga negativa, hacia alguien más débil.
Al ver que él no contestaba, Josie siguió adelante.
—No entiendo por qué tienes que meterte con Peter Houghton.
—Ha sido el marica el que ha empezado —arguyó Matt—. Tú misma has oído lo que ha dicho.
—Bueno, sí —dijo Josie—. Después de que tú le tiraras escaleras abajo.
Matt dejó de caminar.
—¿Desde cuándo eres su ángel de la guarda?
Le clavaba los ojos, con una mirada que la atravesaba hasta lo más vivo. Josie se estremeció.
—No lo soy —se apresuró a decir, respirando hondo—. Es que… no me gusta tu manera de tratar a los que no son como nosotros, ¿entiendes? Sólo porque no te gusten los fracasados no significa que tengas que torturarlos, ¿no?
—Pues sí —dijo Matt—. Porque sin ellos, no podríamos ser nosotros. —Entornó los ojos—. Tú deberías saber eso mejor que nadie.
Josie sentía crecer en su interior una confusión que la paralizaba. No sabía si Matt le estaba sacando a relucir el tonto gráfico de la clase de matemáticas de Peter, o peor aún, su historial como amiga de Peter en los primeros cursos… Pero tampoco tenía ningunas ganas de averiguarlo. A fin de cuentas, aquél era el mayor de sus temores: que la gente guapa que estaba dentro del círculo descubriera que ella estaba fuera, que siempre lo había estado.
No pensaba hablar con el señor Cargrew de Peter. Ni siquiera lo miraría, si él volvía a intentar acercársele. Y tampoco iba a seguir mintiéndose a sí misma, fingiendo ser mejor que Matt cuando éste se burlara de Peter o lo golpease. Cada cual hacía lo que tenía que hacer, que era cimentar su puesto en la jerarquía. Y la mejor forma de estar arriba era pasando por encima de otro para alcanzar ese lugar.
—Bueno —dijo Matt—, ¿vienes conmigo o no?
Ella se preguntó si Peter estaría todavía llorando. Si tendría la nariz rota. Si eso sería lo peor.
—Sí —dijo Josie, y siguió a Matt sin volver la vista atrás.
Lincoln, Massachusetts, era un suburbio de Boston que había sido tierra de labranza en tiempos pasados y que ahora era una mezcolanza de enormes casonas con unos precios ridículamente altos. Josie miraba por la ventanilla ese escenario de lo que podría haber sido el ambiente en el que se criara si las circunstancias hubieran sido otras: las paredes de piedra que serpenteaban entre las diferentes propiedades; las placas con la inscripción de «Propiedad Histórica» que ostentaban unas casas que debían de tener casi doscientos años; el pequeño puesto de helados que olía a leche fresca. Se preguntaba si Logan Rourke le propondría dar un paseo y tomarse un helado. A lo mejor se iba directo al mostrador y pedía un helado de nueces sin necesidad de preguntarle a ella cuál era su favorito; a lo mejor un padre era capaz de adivinar una cosa así por instinto.
Matt conducía con desgana, con la muñeca apoyada en el borde del volante. Nada más cumplir los dieciséis años se había sacado el carnet de conducir y estaba siempre listo y dispuesto para ir a donde fuera, a buscar un litro de leche por encargo de su madre, a dejar la ropa en la tintorería, a acompañar a Josie a casa después del colegio. Para él, lo importante no era el destino, sino el viaje mismo, razón por la cual Josie le había pedido que la llevara a ver a su padre.