Se sentó, le dolía todo el cuerpo. El suelo se bamboleaba y notó que tenía problemas con la apreciación de las distancias.
—Okey—dijo—. Trae el ordenador y acabémoslo.
Beata empujó la mesa.
—Escribe que eres tú quien ha escrito el artículo y que tienen que publicarlo íntegro.
Annika escribió. Comprendió que tenía que ganar más tiempo. Si lo había hecho bien, la policía debía estar cerca. No sabía con qué exactitud podrían localizar el móvil, pero el hombre perdido en el hielo hace dos años había sido localizado inmediatamente. Ya le habían dado por perdido. La desolación se había apoderado de la familia cuando, de repente, éste llamó a su hijo con el móvil. El viejo estaba completamente agotado y muy desconcertado. No tenía ni idea de dónde se encontraba. No podía describir ningún accidente del terreno, todo era absolutamente blanco, dijo.
Sin embargo rescataron al hombre en menos de una hora. Con la ayuda de los técnicos de la operadora, la policía había conseguido situarlo dentro de un radio de seiscientos metros, y se encontraba dentro de ese círculo. Los técnicos lo pudieron ubicar con la ayuda de la señal del móvil.
—Oye. ¿Cómo conseguiste entrar en el estadio?
—No fue nada difícil —confesó Beata con aires de superioridad—. Tenía la tarjeta y el código.
—¿Por qué la tenías? Hacía años que no trabajabas en el estadio.
Beata se levantó.
—Ya te lo he contado —dijo colérica—. Trabajo en un grupo que va a cada decrépito pabellón deportivo que tenga algo que ver con los Juegos Olímpicos. Tenemos acceso a la central donde se guardan todas las tarjetas y los códigos. Teníamos que firmar al cogerlas y devolverlas después, por supuesto, pero yo robé varias. Quería poder volver a los edificios que me hablaban con cariño. El estadio olímpico y yo siempre nos hemos llevado bien, siempre he tenido tarjeta de acceso.
—¿Y el código?
Beata resopló.
—No se me da mal con el ordenador —aclaró—. Los códigos de alarma del estadio se cambian cada mes, y los cambios se introducen en un archivo especial con contraseña de entrada. Lo gracioso es que nunca lo hacen.
Esbozó una media sonrisa. Annika comenzó a escribir de nuevo. Tenía que encontrar más preguntas.
—¿Qué escribes?
Annika alzó la vista.
—Explico lo importante que es que publiquen esto igual de grande que la muerte de Christina Furhage —respondió alegre.
—¡Mientes! —gritó Beata y Annika se sobresaltó.
—¿Qué quieres decir?
—Es imposible dedicar tantas páginas como cuando Christina murió. ¿Sabes que fuiste tú quien me empezó a llamar Dinamitero? ¿Puedes imaginar lo mucho que odio ese apodo? ¿Eh? Tú eres la peor, lo que tú escribías estaba siempre en primera página. Te odio.
Los ojos de Beata ardían y Annika comprendió que no tenía respuesta.
—Tú entraste en la habitación donde me embargó la pena —dijo Beata y se acercó lentamente a Annika— Me viste toda miserable y sin embargo no me ayudaste. Escuchaste a los otros, pero a mí no. Así ha sido siempre toda mi vida. Nadie me ha escuchado cuando gritaba. Nadie, sólo mis casas. Pero ahora se acabó. Os voy a pillar a todos.
La mujer se estiró hacia la cuerda que colgaba del cuello de Annika.
—¡No! —gritó Annika.
El grito hizo que Beata perdiera el control. Agarró la cuerda y tiró tan fuerte como pudo, pero Annika estaba preparada. Le había dado tiempo a meter las dos manos entre la cuerda y el cuello. El Dinamitero volvió a tirar y Annika se cayó de la silla. Consiguió torcer el cuerpo de manera que aterrizó de lado y no sobre la carga explosiva.
—Ahora vas a morir, ¡hija de puta! —exclamó Beata, y en ese mismo momento Annika percibió que el eco había cambiado. Un segundo después sintió llegar una ráfaga de viento por el suelo.
—¡Socorro! —gritó tan alto como pudo.
—¡Deja de gritar! —bramó Beata y volvió a tirar.
El tirón arrastró a Annika por el suelo y le arañó la cara contra el linóleo.
—¡Estoy aquí, a la vuelta de la esquina! —voceó Annika, y en ese momento Beata debió verlos.
Soltó la cuerda, se dio la vuelta y buscó con la mirada la pared de enfrente. Annika comprendió lo que buscaba. A cámara lenta vio cómo Beata se dirigía hacia la pila y los cables. El disparo sonó una décima de segundo después y produjo un cráter en la parte superior de la espalda de Beata, la alcanzó con un fuerte impacto que la arrojó hacia adelante. Sonó otro disparo y Annika volvió instintivamente la espalda contra la pared, lejos de los disparos.
—No —gritó—. ¡No disparéis, por Dios! ¡Podéis darle a la bomba!
El último eco se desvaneció, vio humo y polvo en el aire. Beata yacía inmóvil un par de metros más allá. El silencio era total, lo único que Annika discernía era un zumbido en los oídos debido a los disparos. De pronto sintió que había alguien a su lado, miró hacia arriba y vio a un pálido policía de paisano que se inclinaba sobre ella con una pistola desenfundada.
—¡Tú! —exclamó ella sorprendida.
El hombre la miró excitado y le aflojó la cuerda alrededor del cuello.
—Sí, soy yo —dijo él—. ¿Cómo estás?
Era su fuente secreta, su confidente. Ella esbozó una sonrisa y sintió cómo le quitaba la cuerda del cuello.
Se sorprendió cuando comenzó a llorar desconsoladamente. El policía sacó su radio y gritó su código.
—Necesito dos ambulancias —dijo y miró a uno y otro lado del túnel.
—Estoy bien —susurró Annika.
—Es urgente, tenemos una herida de bala —voceó en la radio.
—Tengo una bomba en la espalda.
El hombre soltó la radio.
—¿Qué has dicho?
—Tengo una bomba aquí detrás. ¿Puedes verla?
Ella se dio la vuelta y el policía vio el paquete de cartuchos de dinamita en la espalda.
—¡Oh, Dios mío! No te muevas —ordenó.
—No es peligroso —dijo Annika y se secó el rostro con el dorso de la mano—. Lo he tenido toda la noche y no ha explotado.
—¡Evacuad el túnel! —exclamó hacia la puerta—. ¡Que las ambulancias esperen! Tenemos una bomba.
El policía se inclinó sobre ella y Annika cerró los ojos. Oyó que había más gente en los alrededores, pisadas y voces.
—Tranquila, Annika, esto lo arreglamos —anunció el policía.
Beata gimió a unos metros.
—Ten cuidado de que ella no alcance el cable —dijo Annika en voz baja.
El policía se levantó y siguió el cable con la vista. Luego dio un par de pasos, cogió el cable verde y amarillo y lo dejó a su lado.
—Bueno —le dijo a Annika—. Ahora vamos a ver lo que tenemos aquí.
—Es Minex —informó Annika—. Pequeños, del color de los envoltorios de caramelos.
—Yes
—respondió el policía—. ¿Qué más sabes?
—Son casi dos kilos, el mecanismo de detonación puede ser inestable.
—¡Mierda! No soy demasiado bueno con esto.
A lo lejos Annika oyó sirenas y ruidos.
—¿Están en camino?
—Correcto de nuevo. Es una suerte que estés viva.
—No fue fácil —contestó Annika y estornudó.
—Ahora quédate completamente quieta.
Él se concentró unos segundos para estudiar la carga explosiva. Luego cogió el cable de la parte superior de la bomba y tiró de él. No ocurrió nada.
—¡Gracias, Dios mío! —susurró él—. Era tan fácil como pensaba.
—¿Qué? —dijo Annika.
—Era una carga explosiva corriente, de ésas que se utilizan en las obras. No era una bomba. Sólo hay que quitar el detonador del cartucho y la carga se desactiva.
—Estás bromeando —dijo Annika escéptica—. ¿Quieres decir que yo he podido hacerlo sola en cualquier momento?
—Más o menos.
—¡Joder! ¿Entonces por qué he estado aquí toda la noche? —preguntó enfadada consigo misma.
—Bueno, también tenías una cuerda alrededor del cuello. Eso te hubiera matado con la misma efectividad. Tienes unas marcas muy feas en el cuello. Y si ella hubiera conseguido juntar el cable a la pila hubiera sido el final, para ti y para ella.
—También tenía un temporizador.
—Espera, te voy a quitar la dinamita de la espalda. ¡Joder! ¿Qué ha utilizado para sujetarla?
Annika resopló profundamente.
—Cinta adhesiva de obra.
—Okey,espero que no haya detonadores en la cinta adhesiva. Bien, corto por aquí, ahora ya está…
Annika sintió desaparecer el peso de la espalda. Se apoyó contra la pared y se arrancó del vientre la cinta adhesiva.
—No hubieras podido ir muy lejos —dijo el policía y señaló las cadenas—. ¿Sabes dónde están las llaves?
Annika negó con la cabeza y señaló a Beata.
—Debe tenerlas en el bolsillo.
El policía cogió la radio e informó que podían entrar, la carga explosiva estaba desactivada.
—Hay más dinamita ahí —informó Annika señalando.
—Vale, nos ocuparemos de ella.
Tomó los cartuchos con la cinta aislante y los dejó entre los otros, luego fue hacia Beata. La mujer yacía totalmente inmóvil, boca abajo, la sangre manaba del agujero en el hombro. El policía le buscó el pulso y le levantó el párpado.
—¿Se salvará? —preguntó Annika.
—¿A quién le importa? —contestó el policía.
Y Annika se oyó decir a sí misma:
—A mí me importa.
Dos camilleros aparecieron en el túnel empujando una camilla. Con la ayuda del policía colocaron a Beata en ella. Uno de los hombres revisó los bolsillos y encontró dos llaves de candado.
—Déjame a mí —pidió Annika y el policía se las lanzó.
Los camilleros controlaron las constantes vitales de Beata mientras Annika se quitaba las cadenas. Se incorporó sobre sus piernas tambaleantes y observó a los hombres mientras se llevaban a Beata hacia la salida del túnel. La mujer parpadeaba y vio a Annika. Pareció como si intentara decir algo, pero la voz no la acompañó.
Annika siguió la camilla con la mirada hasta que se perdió tras la esquina. Más personas y policías comenzaban a entrar en el túnel. Las conversaciones llenaron el aire, las voces subían y bajaban. Se tapó los oídos; en cualquier momento se desplomaría.
—¿Necesitas ayuda? —le preguntó su fuente.
Suspiró y notó que volvería a llorar.
—Sólo quiero irme a casa —respondió.
—Deberías pasar por el hospital y hacerte un control —dijo el policía.
—No —replicó Annika decidida y pensó en sus pantalones cagados—. Primero tengo que ir a Hantverkargatan.
—Deja que te ayude, estás complemente
groggy
.
El policía la cogió por la cintura y la acompañó hacia la salida. Annika de pronto notó que le faltaba algo.
—Espera, mi bolso —dijo y se detuvo—. Quiero mi bolso y mi ordenador.
El hombre le dijo algo a un policía uniformado y alguien le dio su bolso.
—¿Es
tu
ordenador? —pregunto el policía.
Annika dudó.
—¿Tengo que contestar a eso ahora mismo?
—No, podemos esperar. Venga, ahora vete a casa.
Se acercaban a la salida y Annika vislumbró un enjambre de personas en la oscuridad bajo el estadio. Se detuvo instintivamente.
—Sólo son policías y personal sanitario —le informó el hombre a su lado.
En el mismo momento que puso su pie fuera del túnel alguien le disparó un
flash
en plena cara. Durante un segundo se quedó completamente ciega y se oyó a sí misma bramar. Comenzó a vislumbrar los contornos y vio la cámara y al fotógrafo. Llegó en dos pasos y lo tumbó de un derechazo.
—¡Hijo de puta! —exclamó ella.
—Bengtzon, ¡joder! ¿Qué haces? —gritó el fotógrafo.
Era Henriksson.
Le pidió a los policías que se detuvieran en Rosetten, el supermercado junto a su casa para comprar acondicionador de pelo. Luego subió por las escaleras los dos pisos hasta su apartamento, abrió la puerta y entró en el silencioso recibidor. Era como si estuviera en otro tiempo, como si hubieran pasado muchos años desde la última vez que estuvo aquí. Se quitó toda la ropa y la dejó caer en el suelo del recibidor. Luego cogió una toalla del cuarto de baño contiguo y se secó el vientre, las nalgas y el pubis. Después se fue directamente a la ducha y ahí se quedó mucho tiempo. Sabía que Thomas estaba en el Grand Hotel; volverían a casa cuando los niños se despertaran.
Se vistió con ropa limpia. Toda la ropa sucia, los zapatos y también el abrigo, los metió en una gran bolsa de plástico negra. Seguidamente se llevó la bolsa y la tiró en el basurero del patio.
Ya sólo le quedaba hacer una cosa antes de irse a dormir. Encendió el ordenador de Christina; la batería estaba casi agotada. Cogió un disquete y archivó su propio artículo que estaba en un icono del escritorio. Después dudó un momento, pero luego pulsó dos veces en una carpeta de Christina llamada «Yo».
Allí había siete documentos, siete capítulos y todos comenzaban por una palabra: Existencia, Amor, Humanidad, Felicidad, Mentiras, Maldad y Muerte.
Annika abrió el primero y comenzó a leer.
Había hablado con todas las personas que rodeaban a Christina Furhage o que estaban cerca de ella. Todas ellas habían contribuido a crear la imagen de la jefa de los Juegos que Annika tenía.
Al final, la misma Christina se había decidido a hablar.
A finales de junio, justo seis meses después de la última explosión, Beata Ekesjö fue condenada por el tribunal de Estocolmo por tres asesinatos, cuatro intentos de asesinato, daños, destrozos, secuestro, robo y conducción ilegal. No pronunció ni una palabra durante todo el juicio.
La sentencia significaba reclusión en un psiquiátrico con especial prueba de evaluación de su estado mental. Esta no fue apelada y se declaró firme tres semanas después.
Casi nadie reparó en ello, pero durante las cinco semanas que duró el juicio la acusada siempre llevó la misma joya.
Era un antiguo broche barato de granates y oro plateado.
El artículo de cómo la ingeniero Beata Ekesjö se convirtió en la asesina en serie «el Dinamitero», nunca fue publicado.