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Authors: Liza Marklund

Tags: #Intriga, Policiaco

Dinamita (45 page)

BOOK: Dinamita
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Annika sintió cómo le corrían las lágrimas. Nunca en su vida había escrito algo tan repugnante. Sintió que estaba a punto de desmayarse. Había estado sentada sin moverse en la incómoda silla durante horas, las piernas le dolían lo indecible. La carga en la espalda se había hecho muy pesada al cabo de un rato. Estaba tan cansada que quería tumbarse, aunque la carga estallara y muriera.

—¿Por qué lloras? —preguntó Beata recelosa.

Annika respiró antes de responder.

—Por lo difícil que te resultó. ¿Por qué no te dejó hacer las cosas bien?

Beata asintió y también se secó una lágrima.

—Lo sé —contestó—. No hay justicia.

—Con Stefan fue más fácil; salió más o menos como había planeado. Le responsabilicé de que el vestuario de arbitros estuviera listo antes de Navidad. La elección del lugar fue fácil. Fue donde Stefan me recibió y me dijo que los trabajadores del pabellón de Sätra me harían el vacío. Yo sabía que él mismo haría el trabajo. Stefan apostaba a los caballos y aprovechaba cualquier oportunidad para hacer horas extraordinarias. Esperaba a estar solo en la obra y luego siempre engordaba las horas trabajadas. Debió de hacerlo durante años, ya que nadie le controlaba. Él era el capataz. Además cuando quería trabajaba muy rápido, y bastante chapuceramente.

»El lunes fui a trabajar como de costumbre. Todos hablaban de la bomba contra Christina Furhage, pero nadie habló conmigo. Tampoco lo esperaba.

»Por la noche me quedé en la oficina arreglando unos papeles. Cuando el pabellón se quedó en silencio, me di una vuelta y vi que Stefan Bjurling trabajaba en los vestuarios del fondo. Entonces fui a mi armario y saqué mi bolsa. Ahí estaban mis joyas, los cartuchos, los cables verdes y amarillos, la cinta adhesiva y el temporizador. Esta vez no llevaba martillo, había resultado poco limpio. En cambio había comprado una cuerda en John Wall, de ésas que se usan para los columpios de los niños y cosas por el estilo. La cuerda que tienes alrededor del cuello es del mismo rollo. Entré mientras Stefan taladraba en la pared del fondo de la habitación, le pasé la cuerda por el cuello y tiré. Esta vez estaba más decidida. No toleraría gritos ni peleas. Stefan Bjurling perdió la taladradora y cayó de espaldas. Yo estaba preparada y aproveché la caída para tirar con más fuerza. Se desmayó y tuve problemas para sentarlo en una silla. Allí lo até y lo vestí para su entierro. Cartuchos, cables, temporizador y pila de linterna. Lo ajusté todo en su espalda y esperé pacientemente a que se recobrase.

»No dijo nada, sólo noté que sus párpados se movían. Entonces le expliqué lo que le sucedería y por qué. El tiempo de la maldad sobre la tierra había acabado. El moriría porque era un monstruo. Le expliqué que muchos más seguirían el mismo camino. Todavía quedan muchas joyas en mi caja. Luego programé cinco minutos en el temporizador y volví a mi oficina. Al volver me aseguré de que todas las puertas estuvieran sin cerrar. Así el Dinamitero tendría todas las oportunidades del mundo para poder entrar. Cuando explotó fingí estar conmocionada y llamé a la policía. Les mentí y les dije que alguien había cometido mi acción. Me llevaron al hospital Sur y me acompañaron a urgencias. Me dijeron que necesitarían tomarme declaración al día siguiente. Decidí seguir mintiendo durante algún tiempo. No era el momento de contar la verdad, pero ahora sí lo es.

»Un médico me atendió, les expliqué que estaba bien y me fui caminando a casa a través de la ciudad, hasta Yttersta Tvärgränd. Fui consciente de que era hora de abandonar mi casa de una vez. Fue una despedida corta y serena. Ya sabía que nunca más volvería. Mi camino terminaba en otro lugar.

»El martes, por la mañana temprano, fui al trabajo a recoger mis cosas. Cuando entré en el pabellón de Sätra me encontré con los reproches inmediatos e injustos de los obreros. Una gran pena se apoderó de mí; me oculté en una habitación donde el edificio no me pudiera ver. Fue, por supuesto, en balde, pues entonces entraste tú.

Annika no podía seguir escribiendo. Puso las manos sobre las rodillas y volvió la cabeza.

—¿Qué pasa? —preguntó Beata.

—Estoy muy cansada —contestó Annika—. ¿Puedo levantarme y mover un poco las piernas? Se me han dormido.

Beata la observó en silencio durante algunos segundos.

—Bueno, pero no intentes nada.

Annika se levantó con cuidado y tuvo que sujetarse a la pared para no caerse. Estiró y dobló todo lo que pudo las piernas con las sonoras cadenas. A escondidas miró de soslayo hacia abajo y descubrió que Beata había utilizado dos pequeños candados para cerrar las cadenas. Si tuviera esas llaves podría desatarse.

—No creas que puedes escapar —advirtió Beata.

Annika la miró sorprendida.

—Claro que no —dijo—. Todavía no hemos terminado nuestro trabajo.

Separó la silla un poco de la mesa para tener más espacio para las piernas.

—Ya no nos queda mucho —anunció Beata.

Estudió a Annika, y ésta se dio cuenta de que Beata no sabía qué pensar.

—¿Quieres leerlo? —preguntó Annika y giró el ordenador para que la pantalla mirara a Beata.

La mujer no respondió.

—Estaría bien que leyeras el texto para comprobar si te he entendido correctamente, y así puedas juzgar el tono. No he utilizado tu forma de hablar, sino que he hecho el relato algo más literario —dijo Annika.

Beata miró detenidamente a Annika durante algunos segundos, luego fue a la mesa y se acercó.

—¿Puedo descansar un poco? —preguntó Annika y Beata asintió.

Annika se tumbó y le dio la espalda al Dinamitero. Tenia que planear su próximo paso.

Hacía dos años un señor de sesenta años desapareció en el hielo del archipiélago. Era primavera, el tiempo era soleado y cálido, el hombre salió de paseo patinando por el hielo y se perdió. El equipo de salvamento marítimo y la policía le estuvieron buscando durante tres días. Annika se encontraba a bordo del helicóptero que le rescató.

De pronto supo exactamente qué tenía que hacer.

Thomas se levantó de la cama. No podía dormir más. Fue al cuarto de baño a orinar, luego se puso de nuevo a mirar el palacio. El tráfico se había extinguido. Las fachadas iluminadas del palacio, el resplandor de las farolas, la profundidad del negro espejo, la vista era realmente fascinante. Sin embargo sentía que no la aguantaría un segundo más. Era como si hubiera perdido a Annika en esa habitación. Era allí donde había comprendido que quizá ella se había ido para siempre.

Se frotó los ojos secos y enrojecidos y suspiró profundamente. Lo había decidido. Abandonaría el hotel tan pronto como los niños se despertaran e irían a casa de sus padres en Vaxholm. Celebrarían la Navidad allí. Tenía que comprobar cómo era la vida diaria sin Annika, tenía que prepararse, si no sucumbiría. Intentó imaginar cómo reaccionaría si le notificaran que Annika había muerto. No pudo. Lo único que habría sería un agujero negro sin fondo. Estaría obligado a continuar viviendo, por los niños, por Annika. Tendrían fotos de mamá por todas partes, hablarían frecuentemente de ella y celebrarían su cumpleaños…

Se alejó de la ventana y comenzó a llorar de nuevo.

—¿Por qué lloras, papá?

Kalle estaba en el umbral del dormitorio. Thomas se recompuso rápidamente.

—Estoy triste porque mamá no está aquí. La echo de menos.

—Los mayores también están tristes a veces —dijo Kalle. Thomas se acercó al niño y lo cogió en brazos.

—Sí, también lloramos cuando nos sentimos mal. Pero ¿sabes una cosa? Tienes que dormir un poco más. ¿Sabes qué día es hoy?

—¡Nochebuena! —exclamó el niño.

—¡Chis!, vas a despertar a Ellen. Sí, es Nochebuena y esta noche viene Papá Noel. Para entonces tendrás que estar descansado, así que métete en la cama un rato más.

—Tengo que hacer pis —anunció Kalle y se escapó de los brazos de Thomas.

Al regresar del cuarto de baño preguntó:

—¿Por qué no viene mamá?

—Vendrá más tarde —respondió Thomas y besó al niño en el pelo—. ¡A la cama!

Después de arropar al niño con el mullido edredón del Grand Hotel su vista se posó en la radio-despertador, junto a la cama. Las cifras digitales rojas coloreaban de rosa la esquina de la funda de la almohada. Eran las 5.49.

—Esto está bien—anunció Beata satisfecha—. Era justo lo que quería.

Annika estaba ligeramente aletargada, pero se sentó rápidamente cuando el Dinamitero comenzó a hablar.

—Me alegro de que te guste —respondió—. Lo he hecho lo mejor que he podido.

—Sí, lo has hecho bien de verdad. Me gustan las profesionales —replicó Beata y sonrió.

Annika le devolvió la sonrisa y permanecieron sonriendo hasta que Annika decidió poner en práctica su plan.

—¿Sabes qué día es hoy? —preguntó y continuó sonriendo.

—Nochebuena, ¡claro! —exclamó Beata y se rió—. ¡Claro que sé qué día es!

—Sí, pero los días antes de Navidad pasan muy rápido. Casi nunca consigo comprar todos los regalos. ¿Pero sabes una cosa? Tengo una cosa para ti, Beata.

La mujer sospechó inmediatamente.

—No has podido comprarme ningún regalo, tú no me conoces.

Annika sonreía tanto que le dolía la mandíbula.

—Ahora te conozco. El regalo se lo había comprado a una amiga, a una chica que se lo merece. Pero tú lo necesitas más.

Beata no la creía.

—¿Por qué me ibas a dar un regalo a mí? Yo soy el Dinamitero.

—El regalo no es para el Dinamitero —contestó Annika con voz decidida—. Es para Beata, una chica que las ha pasado muy putas. Tú realmente necesitas un buen regalo por todo lo que te ha ocurrido.

Annika observó cómo las palabras deshacían las defensas de Beata. La mujer comenzó a mirar errática y a toquetear el cable.

—¿Cuándo lo compraste? —preguntó insegura.

—El otro día. Es muy bonito.

—¿Dónde está?

—En mi bolso. Está en el fondo, debajo de las compresas.

Beata se sobresaltó, justo lo que Annika había presentido. Beata no se llevaba bien con sus funciones corporales femeninas.

—Es un paquetito muy bonito —dijo Annika—. Si me traes el bolso te doy tu regalo de Navidad.

Annika vio automáticamente que Beata no se tragaba el cuento.

—No intentes nada —le advirtió amenazadoramente y se levantó.

Annika suspiró tenuemente.

—No soy yo quien suele ir con el bolso lleno de dinamita. No hay nada en él, aparte de un bloc, algunos bolígrafos, un paquete de compresas y un regalo para ti. ¡Míralo tú misma!

Annika contuvo la respiración, se la estaba jugando. Beata dudó un instante.

—No quiero fisgonear en tu bolso —replicó.

Annika suspiró pesadamente.

—¡Qué pena! El regalo te hubiera sentado bien.

Eso hizo que Beata se decidiera. Dejó la pila y el cable en el suelo y agarró la cuerda.

—Si intentas algo, tiro de ella.

Annika levantó las manos y sonrió. Beata retrocedió hasta el lugar donde el bolso había caído hacía más de dieciséis horas. Sujetó las dos correas con una mano y la cuerda con la otra. Comenzó a acercarse a Annika lentamente.

—Yo me quedo aquí vigilándote todo el tiempo —dijo y dejó caer el bolso sobre las piernas de Annika.

El corazón de Annika latía de tal manera que resonaba en su cabeza. Le temblaba todo el cuerpo. Ésta era su única oportunidad. Sonrió a Beata y confió en que el pulso no le palpitase en sus sienes. Entonces dirigió la vista hacia las piernas de Beata. Su mano todavía sujetaba las dos correas. Introdujo la mano con cuidado en el bolso y encontró el paquete a la primera, la cajita con el broche granate que había comprado para Anne Snapphane. Rápidamente comenzó a tocar las cosas del fondo.

—¿Qué haces? —preguntó Beata y tiró del bolso.

—Lo siento —contestó Annika y apenas podía distinguir su voz tras los latidos de su corazón—. No lo encuentro. Deja que lo busque otra vez.

Beata dudó unos segundos. El corazón de Annika se detuvo. No podía suplicar, si no, estaría perdida. Tenía que aprovecharse de la curiosidad de Beata.

—No quiero decirte lo que es, pues dejaría de ser una sorpresa. Pero estoy segura de que te gustará —dijo Annika.

La mujer volvió a alargar el bolso y Annika respiró profundamente. Metió un brazo con decisión, localizó el regalo, y justo al lado estaba el móvil. «¡Dios mío! —pensó—, ¡espero que el cable manos libres esté conectado!» El labio superior se le cubrió de sudor. Estaba boca abajo, bien, en caso contrario se vería que la pantalla verde se encendía. Dejó que los dedos pasaran por las teclas, encontró la grande ovalada y pulsó, rápida y segura. Luego movió el dedo dos centímetros más abajo a la derecha, encontró el uno, pulsó, y volvió a llevar el dedo a la tecla ovalada para pulsar una tercera vez.

—Ahora, aquí está —anunció Annika y cogió el paquete que estaba al lado. Le temblaba todo el brazo cuando lo sacó, pero Beata no se dio cuenta. El Dinamitero sólo tenía ojos para la cajita envuelta en papel dorado con lazo azul que brillaba en la fría iluminación. Del bolso no salía ni un sonido, el cable estaba conectado. Beata retrocedió y dejó el bolso junto a la caja de dinamita. Annika tuvo deseos de respirar profundamente pero se obligó a hacerlo en silencio y con la boca abierta. Había pulsado la memoria 1.

—¿Puedo abrirlo ahora? —preguntó Beata impaciente.

Annika no podía responder; simplemente asintió.

Jansson había enviado la última página a la rotativa. La primera noche de su turno solía estar muy cansado, pero ahora se sentía totalmente paralizado. Normalmente solía desayunar en la cafetería, un sándwich de queso y pimientos y una taza de té, pero hoy pensaba pasar. Acababa justo de levantarse y ponerse el anorak cuando sonó el teléfono. Jansson resopló en voz alta y dudó si mirar la pantalla para ver quién llamaba. Bueno, podía ser la imprenta, a veces algunos colores fallaban y las fotos no quedaban bien. Alargó la mano hacia el teléfono y observó el número conocido. Al mismo tiempo se le erizó todo el pelo del cuerpo.

—¡Es Annika! —gritó—. ¡Annika está llamando a mi extensión!

Anders Schyman, Patrik, Berit y Janet Ullberg se volvieron hacia él desde el fondo de la redacción.

—¡Es el móvil de Annika! —chilló el jefe de redacción.

—¡Pero responde, joder! —le gritó Schyman y comenzó a correr.

Jansson tomó aliento y levantó el auricular.

—¡Annika!

Chasqueaba y zumbaba en el auricular.

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