Authors: Jens Lapidus
El comedor era un buen sitio para conversaciones privadas. Suficiente ruido como para que nadie pudiera oír bien lo que se decía. Además, no se interpretaba como que cuchichearan. Sin disimulos. Un murmullo totalmente ostensible.
Jorge necesitaba derivar la conversación hacia los temas apropiados. Tenía la obligación de saber la posición de Rolando.
—Lo hemos hablado mil veces. Sé que tú estás metido. Pero yo me voy a mantener lejos de la mierda una temporada. Cuando salga me largo de esta tierra nazi congelada. Y no pienso convertirme en un farlopero de mierda.
—Tú lo pillas. No consumir. Sólo vender. La verdad, sin más.
Con cuidado puso a Rolando a prueba:
—Tienes buenos canales. Tienes peces gordos que te respaldan, ¿no? Aquí no te toca nadie. Joder, te podrías escapar de aquí hoy mismo y lo conseguirías sin problema.
—¿Escaparme? No es mi idea ahora mismo. Por cierto, ¿sabes las noticias? Ya sabes ese tío de OG, Jonas Nordbåge. Le han cogido.
Jorge aprovechó:
—Sé quién es. El ex novio de Hannah Graaf. El que se escapó de la cárcel de Gotemburgo, ¿no?
—Ése. El mismo día que sale el juicio. Siete años y medio por dos robos con violencia y lesiones graves. El tío es un profesional de robar vehículos blindados.
—Pero qué coño, si la jodió.
—Da igual. Un rey. Escucha. Rompe una ventana y se deja caer desde el piso ocho, diecisiete metros. Cinco mantas a tiras. ¿Bueno o no?
—La hostia de bueno.
Jorge se dijo a sí mismo: Sigue, Jorge-boy, sigue. Guía la conversación, sonsácale. Oblígale a decir su postura sobre mí y la fuga. Con sutileza.
—¿Cómo le cogieron?
—Le respeto pero es bastante chapuzas. Salió por garitos de Gotemburgo. De fiesta. Quiere conocer una nueva Hannah con tetas grandes. Se piensa que es guay. Sólo se tiñó el pelo de blanco y se puso gafas de sol. O sea, ¿quiere que le descubran o qué?
Jorge asintió para sí mismo: demasiado chapucero teñirse sólo el pelo. Yo tendría más cuidado. Dijo:
—No tenía nada que perder. Debió de pensar: Qué coño, aunque me cojan no me va a caer más condena. No añaden más a siete años y medio.
—Pero casi lo consigue. Le pillan en Helsinborg.
—¿Estaba huyendo?
—Parece que sí. Coge una habitación de hotel con nombre falso. Cuando la pasma le pilla él lleva un pasaporte falso. Podría haber funcionado. Primero largarse a Dinamarca, luego a otro sitio. Seguro que el tío ha escondido mucho dinero en algún sitio pero alguien ha cantado. Alguien le dice a la poli dónde está. Seguro que es alguien que le ve en un garito.
—¿Había alguien de OG que supiera que pensaba escaparse?
—Lo siento, Jorge, no puedo hablar de eso.
—¿Pero ayudarías a alguien de OG que fuera a escaparse?
—¿Pamela Anderson duerme boca arriba?
Gol. Jorge-boy, aproxímate. Ponle a prueba.
Jorge conocía la regla: los amigos de la cárcel no son como los amigos en el resto de la vida. Se regían por otras leyes. Las jerarquías de poder más claras. El tiempo que llevaban a la sombra contaba. El número de veces que les habían metido a la sombra contaba. Los pitos contaban, la maría contaba más. Los favores y los favores que se devolvían creaban relaciones. Tu delito contaba: los violadores y los pederastas valían cero. Los drogadictos y los alcohólicos muy abajo. Maltrato y robo, más arriba. Ladrones y traficantes en primer lugar. Sobre todo: contaba a qué banda pertenecías. Rolando, según las reglas de la vida en el exterior: un amigo. Según los principios de la cárcel: el tío jugaba en una división superior a la de Jorge.
Jorge dio un trago de cerveza sin alcohol.
—Una cosa es ayudar a alguien que ya se ha largado. Pero ¿ayudarías a escapar a alguien?
—Depende. El riesgo y eso. Yo no ayudo a cualquiera. Siempre voy a ayudar a un OG. Joder,
amigo
*, también a ti. Ya sabes. Yo nunca voy a cerrar el pico por un cabeza rapada de mierda o por uno de Wolfpack. Ellos saben eso. Tampoco ellos me van a ayudar a mí jamás.
Bingo.
Silencio durante tres segundos.
Rolando hizo algo que Jorge no había visto antes. Colocó bien los cubiertos en el plato. Lentamente.
Luego sonrió y dijo:
—Eh, Jorge, ¿tienes planes o qué?
Jorge no supo qué hacer. Sólo le devolvió una sonrisa.
Esperaba que Rolando fuera un amigo de verdad, de los que no traicionan.
Al mismo tiempo que sabía que los amigos del trullo se rigen por otras reglas.
Cuatro chavales sentados en un salón, calentando antes de salir de fiesta.
JW con el pelo engominado hacia atrás. Y sí, sabía que un montón de pringados odiaban su peinado, lo llamaban lamido de vaca al mismo tiempo que en su mirada se reflejaba un cierto odio. Pero semejantes comunistas no controlaban nada, así que por qué iba a preocuparse.
El siguiente chaval también llevaba el pelo engominado hacia atrás. El chico número tres lo llevaba más corto, cada cabello bien colocado en su sitio, sin huecos, el peinado dividido por una raya al lado cuidadosamente trazada, recta como si estuviera hecha con una regla. El clásico aspecto de Nueva Inglaterra. El pelo del último chaval era rubio, de largo intermedio, rizado, revuelto con encanto.
Los chicos de la habitación eran guapos, rubios. Rasgos limpios, espaldas rectas, buena postura. Sabían que eran atractivos. Chicos que sabían estar. Sabían cómo había que vestirse, cómo comportarse, cómo reaccionar de manera adecuada. Conocían los trucos para conseguir destacar. Conseguir tías. Conseguir acceder a lo bueno de la vida; noche y día.
El ambiente general de la habitación: subidón, sabemos cómo ir de fiesta, no hay posibilidad de que salga mal.
JW pensaba: esta noche es genial. Las ganas de fiesta de los chicos, a tope.
Como de costumbre se tomaron la primera copa en casa de Putte, el chico con la raya al lado. El piso, un bonito apartamento con un dormitorio y salón de cincuenta y dos metros cuadrados en la calle Artillerigatan, había sido un regalo de los padres de Putte por su veinte cumpleaños hacía dos años. JW conocía a la familia. El padre: un hombre de negocios que le hacía la pelota a la gente del entorno de los Stenbeck
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y hacia arriba y trataba a patadas a los que había más abajo. La madre: familia de dinero de toda la vida; aún eran dueños de casas por medio Estocolmo y de una finca agrícola de quinientas hectáreas en la región de Sörmland. Como debe ser.
Habían terminado de comer. Los envases de poliestireno seguían en la encimera. Comida para llevar de Texas Steakhouse de la calle Humlegårdsgatan,
tex-mex
de lujo con carne de calidad.
Estaban sentados en los sofás, tomando unas copas antes de salir.
JW se dirigió al chico de pelo rizado cuyo diminutivo era Nippe y le preguntó:
—¿No deberíamos marcharnos ya?
Nippe, que en realidad se llamaba Niklas, miró a JW. Contestó con su aguda voz de niñato:
—Tenemos mesa reservada hasta las doce, así que no hay prisa.
—Vale, entonces nos da tiempo a tomarnos un whisky con Coca-Cola.
—¿Y cuándo nos vamos a meter la otra coca?
—Ja, ja. Qué gracioso. Nippe, tómatelo con calma, nos metemos unos tiritos cuando lleguemos, así dura más.
La bolsita con cierre con cuatro gramos le quemaba a JW en el bolsillo interior de la chaqueta. Los chicos solían turnarse para pillar los fines de semana. El suministro venía de un extranjero que a su vez le compraba a algún gánster yugoslavo. JW no sabía quién era el de más arriba pero intentaba imaginárselo, quizá el famosísimo Radovan en persona.
JW dijo:
—Tíos, esta noche voy a lo grande. Me he traído cuatro gramos. Tendremos como mínimo medio gramo para cada uno y sobrará para invitar a las chicas.
Fredrik, el otro chico con el pelo engominado, dio un sorbo a su bebida:
—¿Os dais cuenta de lo que debe de ganar ese turco con nosotros y todos nuestros colegas?
—Le debe de ir bien —sonrió Nippe. Fingió contar dinero.
JW preguntó:
—¿Qué márgenes creéis que tiene? ¿Doscientos por gramo? ¿Ciento cincuenta?
La conversación pasó a otros temas más habituales. JW se los sabía de memoria. Amigos comunes. Tías. Moët & Chandon. Algunas cosas siempre eran seguras. No es que no supieran hablar de otras cosas, no eran unos tarugos sino ganadores con una buena educación verbal. Pero los temas no variaban si no había un motivo para ello.
Al final la charla acababa por abordar el tema de las ideas de negocios.
Fredrik dijo:
—¿Sabéis? No hace falta mucho dinero para fundar una sociedad anónima. Es suficiente con cien mil coronas, creo que es el capital social mínimo. Si se nos ocurre una buena idea podemos hacerlo. Intentar hacer algunos negocios, registrar un nombre guay para la empresa, decidir el consejo de dirección y el director general. Pero por encima de todo, comprar cosas sin pagar IVA y eso. ¿No es una pasada?
JW analizó a Fredrik medio en broma. El chaval no tenía el más mínimo interés en las personas, lo que en cierto modo era un alivio, no preguntaba de donde era JW ni ninguna otra cosa sobre su pasado. Hablaba sobre todo de sí mismo, el consumo de marcas o de barcos.
JW se acabó de un trago su whisky con Coca-Cola. Se sirvió un gin tonic generoso.
—Suena de puta madre. ¿Quién consigue las cien mil coronas?
Nippe intervino:
—Siempre se pueden conseguir, ¿no? Me gusta la propuesta.
JW se quedó callado. Pensó en dónde podría conseguir cien mil coronas y ya sabía la respuesta. En ningún sitio. No hizo ni un gesto. Siguió con el juego. Sonrió.
Nippe cambió de disco. Putte puso los pies sobre la mesa de centro y encendió un Marlboro Light. Fredrik, que acababa de comprarse un Patek Philippe, jugueteó con la pulsera y musitó para sí mismo: «Nunca un Patek Philippe es del todo tuyo. Tuyo es el placer de custodiarlo hasta la siguiente generación».
En el estéreo sonaba Magnus Uggla, el volumen en el ocho. Todos los que estaban en la habitación estaban de acuerdo: Uggla era el amo. Se cachondeaba de todo y de todos. «Dicen que no me importa nada, pero no me importa». La actitud correcta. ¿Por qué va a preocuparse uno por lo que piensen una panda de curritos?
A JW le encantaban estos ratos de copas antes de salir. Los temas de conversación. El ambiente. Eran chicos con clase. Chicos guapos. Chicos siempre igual de bien vestidos. Los miró con atención.
Camisas de Paul Smith y Dior y una hecha a medida en un sastre de Jermyn Street, en Londres. Una de la marca APC, francesa, con cuello americano y puños dobles. Para la parte de abajo, dos de los chicos llevaban vaqueros Acne. Otro llevaba vaqueros de Gucci: costuras intrincadas en los bolsillos traseros. Uno de ellos con pantalones de algodón negros. Las chaquetas eran elegantes. Una de la colección de primavera de Balenciaga, cruzada, marrón, bastante corta, el modelo con doble corte trasero. Una de Dior de raya diplomática, un modelo estilizado con bolsillos dobles en un lado. Una hecha a medida en un sastre de Savile Row en Londres: costuras marcadas en los bordes de las solapas y forro rojo. Lana súper 150, la máxima calidad que había. Lo que distinguía a un buen traje: la flexibilidad de su forro, que no colgara. El forro de esta chaqueta era más suave, más flexible y tenía mejor caída que cualquier otro de los que había en las tiendas de Suecia.
Uno de los chicos no llevaba chaqueta. JW se preguntó por qué.
Por último, los zapatos: Tod's, Marc Jacobs, mocasines de Gucci con el clásico pasador dorado, los náuticos más vendidos de Prada, con el logotipo rojo como parte del talón de la suela. Originalmente diseñados para el barco de Prada de la Copa del Mundo.
Sobre el negro, cinturones de piel ajustados. Hugo Boss. Gucci. Louis Vuitton. Corneliani.
JW calculó el valor total: setenta y dos mil trescientas coronas. Sin contar los relojes, los sellos y los gemelos. No estaba mal.
Sobre la mesa había Jack Daniels, Vanilla Vodka, algo de ginebra, media botella de tónica Schweppes, Coca-Cola y una jarra casi llena de zumo de manzana; a alguien se le había ocurrido la idea de hacer martinis de manzana pero sólo había tomado una copa.
La opinión general de los presentes: no es aquí donde nos vamos a emborrachar. Nos la cogeremos en el bar. Ya estaba reservada una mesa en Kharma. Las pibas iban incluidas.
JW pensaba: Qué ambiente, qué energía, qué espíritu de camaradería tan estupendo. Eran tíos geniales. La noche de Estocolmo era para que ellos la conquistaran.
Examinó la habitación con la mirada. Techos de más de tres metros de altura. Gruesas capas de estuco. Dos sillones y un sofá gris sobre una alfombra auténtica. Cuatrocientos mil pequeños nudos hechos por un niño encadenado. Algunos ejemplares de revistas de náutica, motor,
Café, Slitz
tiradas en el sofá. En una de las paredes había tres librerías bajas de Nordiska Galleriet
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. Una estaba llena de CD, cintas de vídeo y películas en DVD. En la otra estaba el estéreo, un Pioneer, no de gran tamaño pero con cuatro pequeños altavoces de buena potencia colgados en los rincones de la habitación.
La última librería estaba llena de libros, revistas y carpetas. Entre los libros destacaban el nobiliario, las obras completas de Strindberg y los anuarios del colegio. La obra completa de Strindberg debía de ser un regalo de los padres de Putte.
La televisión era ancha, plana e indecentemente cara.
Todos tenían los zapatos puestos, según el estilo clásico
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, lo que distingue a los que saben cómo se hacen las cosas en cuanto a estar en interiores. Las reglas: hay tres tipos de personas. Los que siempre entran con zapatos y tienen la actitud adecuada; ¿hay algo peor que ir con ropa de fiesta y en calcetines? El del tipo dos es el que se siente inseguro y mira qué es lo que hacen los otros, quizá se deje los zapatos puestos si los otros también lo hacen; el que hace lo que los demás, el que va con la corriente. Por último estaba el tercer tipo, que piensa que uno siempre tiene que quitarse los zapatos, el que va de un lado a otro silenciosamente con unos calcetines sudados, el que se busca lo que le pasa.
JW odiaba a la gente que iba descalza. Aún peor eran los agujeros de los calcetines. Lo que sugería como solución era sencillo: un tiro en la nuca. Ver un dedo del pie sobresaliendo le daba asco. Tan típicamente sueco. Burdo. Una verdadera característica del populacho. Las reglas del mundo de los calcetines resumidas: quedarse con los zapatos puestos, no usar jamás calcetines sin talón y tener cuidado de que nunca quede al descubierto el espacio entre el pantalón y el calcetín. El color, negro o quizá calcetines de fantasía de tonos más animados combinados con un estilo discreto en general.