Dinero fácil (4 page)

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Authors: Jens Lapidus

BOOK: Dinero fácil
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JW llevaba calcetines hasta la rodilla para más seguridad. Siempre Burlington. Su truco: mucho más fáciles de emparejar después de la colada si todos son iguales.

El plan para esa noche era sencillo. Tener mesa era siempre una opción ganadora. Los requisitos para poder reservar los cumplían con facilidad. Consumir como mínimo seis mil coronas.

Luego, todo lo demás. Beber, meterse, beber, controlar a las pibas, quizá bailar un rato, charlar, ligar, desabrocharse más botones de la camisa, pedir champán, sin duda ligar, volver a meterse. Follar.

JW sentía que no podía dejar el asunto. Volvió a sacarlo. Las preguntas surgían en su cabeza. Cuánto podría ganar el camello turco. ¿Tenía que trabajar muchas horas al día? ¿Cómo era de peligroso? ¿A quién compraba? ¿Cuáles eran los márgenes? ¿Cómo conseguía clientes?

Dijo:

—¿Cuánto creéis que gana en un mes?

Fredrik, sorprendido, preguntó:

—Pero ¿quién?

—El turco. Al que le compramos la coca. ¿Es un Gekko en pequeño o qué?

Entre los chicos era habitual hacer referencias a
Wall Street.
JW había visto la película más de diez veces. Disfrutaba cada segundo de la simpleza que había en la avaricia.

Nippe soltó una carcajada.

—Joder, lo que hablas de dinero. No tiene ninguna importancia. Seguro que gana mucho, pero ¿qué tiene él de genial? ¿Te has fijado alguna vez en su ropa? Paletada de chaqueta de cuero de RocoBaroco o algo así. Una cadena de oro gorda de gitano por fuera, pantalones anchos de Grosshandlarn
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, las solapas de la camisa demasiado grandes. Vamos, un auténtico gilipollas.

JW soltó una carcajada apagada.

Dejaron el asunto.

Dos minutos después sonó el teléfono de Putte. Sujetaba el móvil muy pegado al oído mientras hablaba, al tiempo que sonreía abiertamente a los chicos. JW no oía lo que decía.

Putte terminó la llamada.

—Tíos, tengo una pequeña sorpresa para nosotros esta noche. Están buscando aparcamiento.

JW no tenía ni idea de lo que hablaba. Los otros chicos sonreían.

Pasaron cinco minutos.

Llamaron a la puerta.

Putte fue a abrir. Los otros chicos se quedaron sentados en el salón.

Nippe bajó la música.

Entraron en la habitación una chica alta con abrigo y un chico culturista con chaqueta vaquera negra.

Putte estaba radiante:


Voilà.
Para calentar el ambiente de esta noche.

La chica se dirigió hasta el estéreo, caminando como si estuviera desfilando en una pasarela. Segura de sí misma y con estabilidad, casi deslizándose, con tacones de aguja tan altos como media Torre de Kaknäs. No tendría más de veinte años. Pelo castaño totalmente liso. JW se preguntó si sería una peluca.

La chica cambió de disco. Subió el volumen.

Kylie Minogue: «You'll never get to heaven if you're scared of gettin' high».

La chica se quitó el abrigo. Debajo llevaba sólo un sujetador negro, tanga y medias con liguero.

Empezó a bailar al ritmo de la música. Desafiante. Seductora.

Se contoneaba. Sonreía a los chicos como si repartiera caramelos. Movía las caderas, jugueteaba con la lengua en el labio superior, apoyó un pie en el borde de la mesa de centro. Se inclinó hacia delante y miró a JW a los ojos. Él se rió a carcajadas. Gritó:

—¡Joder, qué puntazo, Putte! Está más rica que la que vino antes del verano.

La
stripper
se movía al ritmo de la música. Se tocó la entrepierna. Los chicos aullaron. Se acercó a Putte, le dio un beso en la mejilla, le lamió la oreja. Él intentó pellizcarle el culo. Ella retrocedió bailando con las manos a la espalda. Movía las caderas rítmicamente hacia delante y hacia atrás. Se desabrochó el sujetador y lo arrojó hacia donde estaba el culturista, que seguía inmóvil junto a la pared. La música retumbaba. Ella empezó a moverse más deprisa. Se contoneaba inclinándose. Sacudía los senos. Los chicos estaban sentados como si estuvieran en trance.

Se cogió el tanga. Lo deslizó hacia delante y atrás. Volvió a poner una pierna en la mesa. Se inclinó hacia delante.

A JW se le puso dura.

El número continuó cinco minutos más.

Cada vez mejor.

Nippe bromeó cuando hubo terminado:

—Joder, es lo mejor que he visto desde que hice la confirmación.

Putte se encargó del pago en el recibidor. JW se preguntó cuánto costaba.

Cuando la
stripper
y el escolta se marcharon, cada uno cogió una copa y volvieron a poner a Uggla. Hablaron de lo sucedido.

JW quería ir al centro.

—Tíos, nos vamos ya. Vamos andando, ¿no?

Putte gritó:

—Joder, no. ¡En taxi!

Era hora de ponerse en marcha.

Putte llamó un coche.

JW daba vueltas a cómo iba a poder permitirse estar de fiesta con los chicos toda la noche.

Uggla cantaba: «Y en la ciudad vamos a tope y no nos cortamos por nada, levantarnos pibas se ha convertido en un deporte para nosotros».

Capítulo 3

El gimnasio: un garito serbio. Obsesión por los anabolizantes. Una granja de guardias de seguridad. En resumen, impregnado de Radovan.

Mrado llevaba cuatro años yendo a Fitness Club.

Le encantaba el sitio pese a que los aparatos estaban bastante hechos polvo. Fabricados por Nordic Gym, una marca antigua. Las paredes no estaban totalmente limpias. Desde el punto de vista de Mrado, no importaba. Lo que contaba eran la clientela y las pesas. La decoración en general: el típico
kitsch
de gimnasio. Plantas de plástico en dos contenedores blancos con tierra de mentira. Delante de las dos bicicletas estáticas, una televisión fijada a la pared que tenía puesto Eurosport. En los altavoces, eurotecno constantemente. Arnold Schwarzenegger posaba en pósteres de 1992, Ove Rytter en uno del Campeonato del Mundo de Gimnasia de 1994. Dos pósteres de Christel Hansson, la chica con tabletas de chocolate y tetas de silicona. ¿Sexi? No era el estilo de Mrado.

Objetivo: grandullones. Pero no los más pirados que competían; no estaban hechos de la pasta adecuada.

Objetivo: tíos que se preocupan de su cuerpo, del tamaño, de la masa muscular, pero al mismo tiempo conscientes de que ciertas cosas importan más que entrenar. El trabajo tiene prioridad. El honor tiene prioridad. Las acciones correctas tienen prioridad. La prioridad más alta siempre:
mister
R.

Radovan tenía un treinta y tres por ciento del gimnasio. La idea de negocio, brillante. Abierto veinticuatro horas al día, siete días a la semana todo el año. Incluso en Nochevieja, Mrado había visto a los chicos aullando delante del espejo. Levantar unos kilos más mientras el resto del país miraba los fuegos artificiales y bebía champán. Mrado nunca iba por ahí en esas noches. Necesitaba encargarse de sus asuntos. Sus horarios de apertura propios estaban entre las nueve y media y las once. El gimnasio, perfecto.

Además, el sitio era un lugar de acceso en varios sentidos. Lugar de reclutamiento. Imán de información. Campamento de entrenamiento. Mrado tenía controlados a los gorilas.

El rato inmediatamente después del entrenamiento en el vestuario: uno de los mejores del día para Mrado. Aún caliente tras la sesión, con el pelo mojado. El vapor de la ducha. El olor a gel de baño y a desodorante en aerosol. El dolor de los músculos.

Relajación.

Se puso la camisa. La dejó sin abrochar del todo. El cuello de Mrado era más ancho que las tallas de camisa disponibles. La ejemplificación de un cuello de toro.

La sesión del día: centrarse en la espalda, la parte anterior de los muslos y los bíceps. Movimientos lentos con los músculos de la zona sacra. Importante no tirar con los brazos. Luego dorsales. Entrenamiento para la espalda, la parte inferior. Luego los muslos. Trescientos cincuenta kilos en la barra. Se tumbó boca arriba y presionó hacia arriba. Decían que debía mantenerse el ángulo entre la parte inferior de la pierna y el pie. Según Mrado, palabrería para principiantes: el que realmente sabe estira un poquito más. Máximo intercambio. Concentración. A punto de cagarse encima.

El último momento: bíceps. El músculo de los músculos. Mrado sólo trabajaba con pesas.

Al día siguiente, cuello, tríceps y la parte posterior de los muslos. Abdominales todos los días. Nunca era demasiado.

En la recepción estaba su bloc con anotaciones de cada sesión. El objetivo de Mrado estaba claro: subir de ciento veinte kilos a ciento treinta kilos de músculo antes de febrero. Después, cambiar la estrategia. Definir. Quemar grasa. Para el verano sólo quedaría músculo. Limpio, sin grasa subcutánea. Una pasada de la leche.

Además entrenaba en otro sitio, el club de lucha Pancrease Gym. De una a dos veces por semana. La mala conciencia le aguijoneaba. Debería ir allí con más frecuencia. Era importante desarrollar potencia muscular. Pero la potencia tenía que utilizarse en algo. La herramienta de trabajo de Mrado: el miedo. Con su tamaño llegaba lejos. Al final llegaba aún más lejos con lo que aprendía en Pancrease: romper vértebras.

Solía quedarse veinte minutos en el vestuario. Absorber la unión especial que se da entre los tipos grandullones en un gimnasio. Se miran unos a otros, asienten con la cabeza comprendiendo, intercambian frases sobre el programa de entrenamiento del día. Se hacen amigos. Aquí, además: los cachorros de Radovan reunidos.

Los temas de conversación al estilo de los chicos grandullones: BMW, la nueva serie 5. Un tiroteo en Söder
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el fin de semana anterior. Nuevos métodos para entrenar los bíceps.

Dos tíos zampaban atún en envases de medio kilo. Un tercero sorbía una bebida proteínica gris. Además le daba mordiscos a una barrita energética. Se trataba de atiborrarse de proteínas nada más acabar el entrenamiento. Reconstruir las células musculares agotadas con un tamaño aún mayor.

Una cara desconocida entre los chicos, un tío nuevo.

Mrado era grande. El tío nuevo: gigantesco.

No respetó el ritual habitual: venir algunas veces, mantenerse al margen. Fijarse en las cosas. Mostrar humildad. Mostrar respeto. Ese tío gigantesco estaba sentado en medio con los chicos.

Parecía creerse que era uno más del grupo. Por lo menos se mantenía callado de momento.

Mrado se puso los calcetines. Esperó. Siempre era lo último que se ponía. Quería tener los pies bien secos.

—Tengo un trabajo este fin de semana, por si hay alguien que esté interesado.

—¿De qué va? —preguntó Patrik. Sueco. Ex cabeza rapada que había dejado a los suyos y llevaba un año trabajando con Mrado. Los tatuajes nazis habían desaparecido en un arrebato. Eran difíciles de distinguir. Más bien una mancha verde.

—Nada importante. Necesito algo de ayuda, nada más. Lo de siempre.

—¿Cómo coño vamos a poder trabajar si no sabemos lo que es?

—Tranquilo, Patrik. No hace falta que montes un pollo. He dicho que lo de siempre.

—Claro, Mrado. Estaba de vacile. Perdona. ¿Pero de qué se trata?

—Necesito ayuda para las recaudaciones, ya sabéis, mis itinerarios en el centro.

Ratko, compatriota, amigo y compañero de armas de Mrado, levantó las cejas.

—¿Recaudaciones? ¿Es algo aparte de lo habitual? ¿No pagan cada fin de semana lo que corresponde?

—Sí, la mayoría. Pero no todos. Ya sabes cómo es. Quizá haya algunos sitios nuevos que también nos quieran.

Uno de los pocos árabes del gimnasio, Mahmud, se estaba poniendo cera en el pelo.

—Lo siento, Mrado, tengo que entrenar, ya sabes. Hago una sesión más todas las noches.

Mrado contestó:

—Entrenas demasiado. Ya sabes lo que se suele decir, Ratko. Hay dos cosas que hacen que te salgan rozaduras en el culo: ser demasiado pequeño en el trullo y tener que tomar por el culo, y estar todo el tiempo en el gimnasio y cagarte demasiado en los calzoncillos.

Ratko se rió a carcajadas.

—¿El trabajo es para toda la noche?

—Creo que puede llevar un buen rato. Ratko, ¿te vienes? ¿Patrik? ¿Alguien más? Sólo necesito un poco de apoyo. Ya sabéis, alguien que se encargue de que no parezca que estoy solo.

Nadie más se apuntó.

El tío gigantesco abrió la boca:

—Con lo jodidamente esmirriado que eres, debes de necesitar todo un ejército de tíos.

Silencio en el vestuario.

Dos posibles alternativas. El tío gigantesco se creía que era gracioso, intentaba ser uno del grupo. O el tío gigantesco le estaba desafiando. Buscaba la confrontación.

Mrado miró fijamente de frente hacia el vacío. No hizo ni un gesto. El sonido de la música arriba, en el gimnasio, llegaba con claridad. Mrado: el hombre que podía paralizar a todo un club de culturistas.

—Eres un tío grandullón. Eso te lo reconozco. Pero córtate.

—¿Y por qué? ¿No se pueden hacer bromas aquí o qué?

—Tú sólo córtate.

Ratko intentó calmar la situación:

—Tú, tranquilo. Claro que se pueden hacer bromas, pero...

El tío gigantesco saltó:

—Vete a la mierda. Hago bromas cuando y donde quiero.

Silencio sepulcral en el vestuario.

El mismo pensamiento en la cabeza de todos: el nuevo tío gigantesco está jugando a la ruleta rusa.

La misma pregunta en el coco de todos: ¿quería que lo sacaran en camilla?

Mrado se levantó. Se puso la chaqueta.

—Chaval, será mejor que subas y hagas lo que has venido a hacer aquí.

Mrado salió del vestuario.

Sin problemas. Tranquilo y calmado.

Doce minutos después. En la parte de arriba, en la sala del gimnasio. El tío gigantesco delante del espejo. Una pesa de cuarenta y cinco kilos en cada mano. Oscilaba ligeramente con el ritmo. Las venas como gusanos a lo largo de la parte inferior de los brazos. Los bíceps grandes como balones de fútbol. Arnold Schwar-zenegger: puedes irte a la ducha.

El chico hacía esfuerzos. Resoplaba. Gemía.

Contaba cada repetición. Seis. Siete...

Eran las doce de la noche. En teoría el gimnasio estaba vacío.

Mrado, en la recepción, escribía la sesión del día en su cuaderno.

... Ocho, nueve, diez...

Patrik subió. Habló con Mrado. Le dijo:

—Te llamo el viernes para lo del trabajo. Creo que me apunto. ¿Vale?

—Cojonudo, Patrik. Cuento contigo. Ya hablaremos cuando me llames.

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