Read Dios en una harley: el regreso Online
Authors: Joan Brady
Al final, y sin hablarlo demasiado, Jim comenzó a contribuir a nuestros ingresos dando clases particulares de música a niños de la rica población vecina de Spring Lake. Más o menos por aquel entonces di a luz a Joey, pero la llegada de nuestro vigoroso y saludable hijo tampoco contribuyó demasiado a elevar los ánimos de aquel extraño tan familiar con el que estaba casada.
Supongo que la cruda prueba de que nuestra relación estaba agonizando llegó dos años después, durante las semanas agotadoras y grises que siguieron al nacimiento de Gracie. Entonces se hizo palpable que, aunque habíamos acordado que me dedicaría exclusivamente a la maternidad, había que hacer algo para mejorar nuestra precaria economía. Ese «algo» acabó siendo el regreso a mi puesto de enfermera a tiempo completo en el Centro Médico Metropolitano. A las seis semanas escasas de dar a luz, volví a rastras al trabajo, todavía hinchada, dolorida y amamantando a mi hija.
Entré en el turno de día de la unidad de ortopedia, también conocida como «cementerio de elefantes», donde trabajo desde entonces.
En esta unidad siempre hay puestos vacantes, porque conlleva uno de los tipos de enfermería menos atractivos que existen: el trabajo agotador de levantar y dar la vuelta a pacientes ancianos con la cadera rota.
Allí es donde las enfermeras se ganan los juanetes y los dolores de espalda, y yo he conseguido ambos ya hace tiempo. A los cuarenta y uno, pensaba que era demasiado vieja para ese trabajo, pero sabía que no me quedaba otra opción.
Supongo que me convertí en enfermera de la misma forma que me convertí en madre: simplemente parecía lo más natural. Sentía que era lo que se esperaba de mí y jamás lo cuestioné, al menos no hasta que me di cuenta de que tendría que compatibilizar ambas cosas. Con toda sinceridad, creo que fue entonces cuando en algún oscuro recoveco empezaron a nacer las primeras semillas de resentimiento.
A altas horas de la noche, iba de arriba abajo con una niña berreando porque tenía cólicos, mientras Jim tocaba con su banda, supuestamente, para ganarse la vida. La idea que Jim tenía del trabajo era tocar la música que le gustaba y dejarse adular por un público de chicas jóvenes e idealistas, que soñaban con cazar a una «estrella del rock».
Como hacía yo en mis tiempos.
Miraba el reloj continuamente, contando los minutos, hasta que él llegaba a casa. En cuanto entraba por la puerta, le pasaba la niña y así podía derrumbarme en la cama para disfrutar de un descanso más que merecido antes de levantarme a las cuatro y media y volver a empezar de nuevo.
Gracie siempre se calmaba enseguida en los brazos de su padre y, por alguna razón, aquello me molestaba profundamente. Pronto sentía cómo el colchón se hundía del lado de Jim cuando él se metía en la cama y caía inmediatamente en un sueño tranquilo y apacible, mientras yo seguía allí despierta, nerviosa y alterada. Creo que fue entonces cuando me di cuenta de que la pasión se había evaporado de nuestro matrimonio y yo no sabía dónde había ido a parar. Lo único que sabía era que me sentía triste, cansada y abandonada. El fuego de nuestra relación se había apagado y me planteaba si tendría o no la energía o la voluntad suficiente para avivarlo.
Ya hace siete años que las cosas van así. No nos peleamos. Bueno, no demasiado. Simplemente parece que hemos creado un sistema que los libros de biología seguramente calificarían de «simbiótico». El caso es que sobrevivimos económicamente, y los niños parecen ajenos al hecho de que sus padres van por la vida con una enorme herida abierta en el pecho, allá donde tenían el corazón.
Y allí estaba yo de nuevo, preparada para recorrer los pasillos del supermercado nocturno como una leona madre a la caza del desayuno para sus crías. Hay algo instintivo, casi primitivo, que se despierta en mi interior en cuanto entro en el aparcamiento del Shop-Well y repaso mentalmente la lista de productos que Jim y mis pequeños necesitarán por la mañana.
Como las compañeras y las madres de la mayoría de las especies, dejo mis necesidades para el final de la lista con el objetivo de abastecer primero a mi familia. Si se me olvida algo o si estoy demasiado hecha polvo para acabar la compra, al menos, me quedo tranquila sabiendo que no seré yo quien protagonice una rabieta ni derrame una lágrima de decepción por haber olvidado un par de medias o una caja de tampones. Por alguna razón, esa seguridad me hace sentir mucho más tranquila.
Doblé a la izquierda para entrar en el aparcamiento y pasé despacio por delante de las plazas de minusválidos y de las motos que estaban aparcadas delante de la entrada del supermercado. Una ola de nostalgia me tomó por sorpresa y me golpeó con fuerza. Jim tenía una moto, una Harley-Davidson, de hecho.
Como si acabara de darle el pie para su entrada en escena, reparé en un hombre de pelo largo que embutía una bolsa de comida en la cartera de piel de su moto. Satisfecho por tener su compra en lugar seguro, se colocó el casco y puso en marcha el poderoso motor de aquella preciosa máquina. Su novia trepó detras de él y deslizó sus brazos jóvenes y torneados alrededor de la cintura dura y musculosa del hombre. Él dio gas y ella se agarró con fuerza mientras se alejaban por la carretera como un animal salvaje, agazapado a punto de atacar. Sentí un estremecimiento. «Ésa era yo», pensé con melancolía. Hace un millón de años y con diez kilos menos, pero ésos éramos Jim y yo.
Un recuerdo poderoso flotó ante mí como un perfume seductor que me reanimó y me puso alerta, pero después se disolvió en el aire húmedo, cálido e inmóvil. Por un maravilloso y efímero momento, recordé cómo era sentirse en forma, guapa, descansada e ilusionada por la vida. ¿Cómo había podido perder aquella sensación? ¿Dónde se había escondido? Además, como seguramente nunca dispondría del tiempo ni el dinero necesarios para ir de nuevo a un gimnasio, ¿sería posible recuperar el optimismo y la sensación de bienestar? Llegué a la conclusión de que, como con tantos otros cambios en mi vida, tendría que tratar de aceptar mi envejecimiento físico con cierta dignidad.
Suspiré profundamente y aparqué mi viejo y cansado Toyota en un hueco cercano al guardia de seguridad flacucho que vigilaba la entrada principal del establecimiento. Por alguna razón, aparcar tan cerca de la zona iluminada de la entrada siempre me da una sensación de seguridad, aunque lo más probable es que se trate de una falsa seguridad. Seamos realistas, si alguien me atacara, no podría esperar que el desarmado adolescente, recién salido de la pubertad y a quien pagaban el sueldo mínimo por llevar un uniforme azul, se pusiera en peligro por mí. De hecho, suponía que mi instinto maternal afloraría de repente y sería yo la que acabara defendiéndole a él.
Bajé del coche de un salto, lo cerré y me dirigí hacia el supermercado. Llegué a la conclusión de que había sido enfermera y madre durante demasiado tiempo.
Me crucé con otra pareja que salía del supermercado, empujando un carro de la compra entre los dos. Su conversación era animada y llena de risas, y me pregunté que podía resultar tan divertido a aquellas horas intempestivas. El hombre abrió el maletero, metió unas cuantas bolsas dentro y fue a abrirle la puerta a la mujer.
Me acordé de cuando los hombres hacían lo mismo por mí.
Continué hacia las puertas automáticas, que se abrieron obedientemente al acercarme.
Entonces se me ocurrió que en adelante ése era el único tipo de puerta que se iba a abrir por mí.
Mientras la cédula electrónica esperaba educadamente a que entrara, capté la imagen de una mujer de mediana edad, poco atractiva con algo de sobrepeso que permanecía de pie en la entrada y, con horror, descubrí que era yo.
Medio atontada, saqué un carro de la fila que había justo antes de cruzar las puertas y empujé hacia dentro.
Seguro que ese reflejo había sido simplemente una distorsión. Me dije a mí misma que probablemente el cristal barato de las puertas tendría algún defecto.
Me acerqué a las zanahorias y las lechugas envasadas, que se alineaban en las estanterías del pasillo de productos agrícolas. Aparté unos cuantos envases y lancé una mirada furtiva al espejo frío y sucio que se hallaba detrás. Se me heló el corazón. No había duda: la misma mujer desaliñada y cansada que había visto en las puertas me devolvió la mirada desde allí.
No pude evitar romper a llorar en medio del pasillo de las verduras…, en medio de la noche…, en medio de mi vida.
Me recompuse, justo a tiempo de fingir un resfriado ante un muchacho del supermercado que doblaba la esquina y se me acercaba lentamente empujando una fregona. Como para probar mi inocencia, puse en práctica un gran truco sólo conocido por las madres, y saqué un pañuelo de papel aparentemente de la nada.
Con énfasis exagerado, me soné la nariz como si padeciera algún extraño tipo de gripe veraniega.
—El paracetamol y los expectorantes están en el pasillo dieciséis —ofreció el joven empleado, sonriéndome con simpatía.
—Gracias. Es justo hacia donde iba —mentí.
Obligada a mantener la mentira, giré el carrito en la dirección del pasillo de «gripes y resfriados», contenta de que mi actuación hubiera sido lo bastante convincente para engañar a un muchacho de dieciséis años. Pero ¿y si no hubiera podido reaccionar a tiempo? ¿Qué hubiera ocurrido si me hubiera quedado allí sollozando como la mujer de mediana edad, destrozada, exhausta y con un ataque de llanto en la que me había convertido?
¿Qué habría pasado? ¿El sentido del deber de aquel joven empleado le hubiera llevado a llamar a Emergencias? Ya me imaginaba diciéndole a la operadora que una mujer de aspecto desaliñado estaba sufriendo un ataque de nervios en el pasillo de las hortalizas, entre zanahorias, perejil y espinacas.
Ahí estaba yo, una mujer de cuarenta y ocho años, completamente desilusionada con su trabajo, su matrimonio y, lo peor de todo, consigo misma. Todavía recuerdo que una vez elaboré una lista de los tres mayores problemas de mi vida, que eran: los hombres, el peso y el trabajo. De eso hacía unos doce años, y lo triste del caso es que la lista continuaba siendo idéntica, salvo por la adición de un importante cuarto tema: la falta de tiempo.
Caminé penosamente sobre el suelo de linóleo del Shop-Well, examinando mi estado de ánimo e intentado encontrarle algún sentido. Con abyecta determinación, decidí revisar otra vez la lista, empezando por el trabajo.
La verdad es que sentía que me habían forzado hacia una carrera que se había visto drástica y catastróficamente modificada con la llegada del nuevo sistema sanitario o, como yo prefería llamarlo, la «cinta transportadora de la medicina». En mi opinión, no era sólo que el sistema sanitario hubiera eliminado la esencia misma de la profesión de enfermera, sino que el trabajo también requería la energía mental y física propia de una persona con la mitad de mi edad (y que de paso corra maratones.) Siendo realista, ¿cuánto tiempo más podría mantener ese ritmo?
Además, estaba el problema añadido de saber que en el momento en que mostrara signos de debilidad, habría una joven enfermera del tercer mundo, llena de ambición, esperando para quitarme el puesto… por un sueldo menor. Visto así, casi tiene gracia. La misma situación que hace que me sienta usada y explotada hará que alguna enfermera inmigrante y pobre se sienta más afortunada de lo que hubiera podido soñar. El Centro Médico Metropolitano lo sabe.
Y luego está lo de mi peso siempre fluctuante. En realidad, ya no fluctúa, se limita a ir aumentando progresivamente. Odio tener que usar la vieja justificación del embarazo, pero es indiscutible que, después de dar a luz dos veces a una edad más bien madura, mi metabolismo se ha vuelto contra mí. No es que nunca hayamos sido demasiado amigos, pero, por lo menos, antes de convertirme en una madre madurita, me resultaba más fácil perder unos kilitos. Por supuesto, llevar a los niños a McDonald's entre actividad extraescolar y actividad extraescolar, y comer en la cafetería del trabajo tampoco es que me haya ayudado demasiado. A veces, la comida es mi único consuelo, especialmente cuando estoy cansada, y eso siempre es así.
Evito mirar fotos mías de cuando estaba delgada y en forma, lo que significa que nuestro álbum de bodas está confinado en alguna parte lejos de mi vista, probablemente en el garaje o en el desván. No estoy segura de dónde, pero me da exactamente lo mismo. Y es que estos kilos de más no son sólo deprimentes, también son totalmente vergonzosos.
Creo que Jim ha entendido de una vez por todas que mi peso es un tema de conversación prohibido. Sabe lo sensible que soy al asunto y, con muy buen criterio, nunca lo menciona. Pero por supuesto, también hace un siglo que no me toca. Lo que más me asusta es que para mí es como una especie de alivio. En algún punto del camino, Jim sufrió una metamorfosis y pasó de ser un marido a ser «alguien importante», término que acabo de aprender a valorar recientemente.
¿Cómo ocurrió? ¿Cómo hemos llegado Jim y yo a distanciarnos tan irremediablemente? De algún modo, supongo que era inevitable que nuestro matrimonio se estropeara. Después de todo, ¿cuál es la tasa de divorcio en nuestros días? Un cincuenta por ciento, ¿no? Así que supongo que no tendría que sorprenderme tanto que las cosas no hayan ido tal como yo las había soñado hace diez años, cuando me casé. Hasta entonces, me había imaginado la vida de casada como un caudaloso río de amor, pasión y felicidad. Yo no tenía ni idea de que el río acabaría desembocando en un océano de cansancio, obesidad y resentimiento.
Recordaba que cuando era soltera, mis amigas casadas siempre ensalzaban las virtudes del matrimonio, como si se tratara de un club secreto al que yo debiera querer unirme. Me preguntaba si todo aquello había sido una enorme farsa, porque, hoy por hoy, no conozco a ningún matrimonio que crea que es feliz de verdad.
Sacudiendo la cabeza con muda resignación, seguí avanzando por el pasillo de los melones y las ciruelas.
Decidí que la vida es conseguir llegar a fin de mes, mantener la casa y la familia dentro de un orden y hacer la compra de noche. Amén. Fin de la historia.
Sorbiéndome las lágrimas, dejé atrás las montañas de patatas y plátanos perfectamente construidas, sin dejar de preguntarme qué me estaba pasando. ¿Por qué iba por la vida con los nervios a flor de piel? Años de trabajo en hospitales me habían demostrado, sin lugar a dudas, que había montones de gente que soportaba problemas mucho más graves que mi fatiga crónica y mi matrimonio deteriorado, y sin embargo, no veía a nadie más paseándose por el supermercado con lágrimas en los ojos.