Read Dios en una harley: el regreso Online
Authors: Joan Brady
Joe negó con la cabeza y levantó la vista a las estrellas. Se quedó observándolas en silencio, mientras yo luchaba a solas con mis pensamientos. Tuve la extraña sensación de que Joe y yo habíamos entablado una especie de guerra silenciosa e invisible.
Tras lo que me pareció un largo rato, Joe volvió a hablar, y su tono era tan cálido y suave como la propia noche de verano.
—La única razón por la que te asusta dejar que Jim se te acerque es el miedo a que lo que encuentre le decepcione…, porque tú estás un poco decepcionada contigo misma. ¿No es así, Christine?
Mi primer impulso fue protestar, pero sabía que sería en vano. Desde el preciso momento en que pronunció esas palabras, supe que eran ciertas. Nunca había querido que Jim descubriera que sólo era una más del montón.
Estaba condenada a ser una asalariada para toda la vida, a trabajar a la sombra de alguien, sin luz propia con que brillar. Mucho tiempo atrás me había dado cuenta de que en este mundo de carreras de caballos purasangre, yo era una mula de carga y siempre lo sería. ¿Quién podía culparme por no querer compartir esa información con mi marido?
Joe me sujetó las manos entre las suyas.
—Christine, eres una artista del más antiguo y noble linaje —dijo, con dulzura—. ¿No lo sabías?
—¿Ah, sí? —vacilé, respirando hondo—.
Pues tú dirás.
—No eres una más del montón. Tú curas a la gente —explicó, y yo ladeé la cabeza como un perrito ávido de caricias y esperé a que continuara—. Educar y curar forma parte de tu destino, independientemente de cómo te ganes la vida —dijo—. A las personas como tú las llamaban chamanes y gozaban de un gran prestigio en la sociedad. Tú eres una descendiente directa de ese linaje. Sin duda alguna, por eso elegiste la profesión de enfermera. Pero la medicina moderna ya no valora tus talentos ni tu preciosa intuición en esa área. Por eso debes encontrar otro camino que te permita brillar con luz propia.
Me quedé pasmada. Sin habla. Y halagada.
—¿Y sabes qué? —añadió.
Incapaz de contestar, me limité a negar con la cabeza.
—Todas las personas del mundo son artistas y especiales a su modo —me explicó—, pero no todos se dan cuenta. Jim tiene suerte. Es la clase de artista que los demás también reconocen. A los bomberos, las madres, los científicos, las camareras, los maestros y los contables les resulta mucho más difícil reconocerse como los artistas que son. El truco está en encontrar una forma de expresarse mediante el trabajo que se tiene. Debes descubrir el fin y la belleza de todas esas pequeñas cosas que creas al cabo del día, ya sea un plato de pasta, una operación de reanimación hecha, un hogar armonioso o una nota de música, un bonito cuadro o un juego con tus hijos. Todo eso mejora la calidad de vida.
Cuando finalmente entré para irme a la cama, todavía estaba desconcertada por las palabras profundas y sinceras de Joe. Miré a mis hijos y les di un beso suave en sus mejillas de satén, sin despertarlos. Me sentía como si estuviera flotando.
Antes de meterme en la cama, algo me empujó hacia la cocina, donde hice algo que no había hecho en muchos años. Saqué mi maravilloso plato de pasta de la nevera y lo dejé al lado del microondas. Entonces me acerqué al armario de la vajilla, saqué uno de mis platos favoritos pintados a mano, que casi nunca uso, y lo coloqué sobre la mesa de la cocina. Finalmente, dejé una nota para Jim en un Post-it rosa. Escribí: Si tienes hambre, esta muestra de mi arte es para ti.
Me desperté ligeramente en mi sueño cuando Jim regresó de su actuación en el Harold's. Estaba demasiado cansada para abrir los ojos y sólo era vagamente consciente del rumor reconfortante del microondas y el ruido de cubiertos a lo lejos.
Entonces mi marido entró de puntillas en la habitación, se deslizó a mi lado y me besó con gran ternura en el hombro desnudo. Sin avisar, me caí de cabeza al vacío, tal como hacía diez años atrás, y me dejé llevar por adormilados recuerdos de nuestro antiguo amor.
Además de estrechar el contacto con mis hijos, también comencé a entregarme más a mis pacientes. Al fin y al cabo, era una artista y cuando estaba en el trabajo, el pie de la cama era mi lienzo. Comencé a hablar con los pacientes y descubrí que la gente mayor tenía historias fascinantes que contar si alguien se permitía un poco de tiempo para escucharlas. En el Centro Médico Metropolitano, yo no me lo podía permitir, pero, aun así, los escuchaba. En lugar de rellenar el papeleo en el silencio estéril de la sala de enfermeras, me llevaba los formularios a las habitaciones de los pacientes, me sentaba en una cómoda silla y los animaba a hablar mientras yo preparaba mis informes de turno, levantando la cabeza de vez en cuando para compartir una sonrisa con ellos.
Comencé a sentirme enfermera de nuevo. No, a sentirme una chamán. Me encantaba ese término y hasta consideré añadirlo a mi placa de identificación. Iba mejorando cada día, hasta que nuestro auxiliar administrativo, sólo preocupado por los horarios y los números, me llamó aparte. Me dijo que pasaba demasiado tiempo junto a las camas, en lugar de hacerme cargo de otras tareas importantes como las facturas de suministros o la preparación de los informes para que las mutuas médicas nos pagaran.
Me reí.
Él no.
—En mi opinión, cuidar y consolar al paciente es trabajo de enfermeras —repuse con decisión, sorprendida de que un administrativo que nada tenía que ver con la medicina se creyera con derecho a criticar mis décadas de experiencia y aptitudes.
Desgraciadamente, tenía todo el derecho. El sistema sanitario actual del Centro Médico Metropolitano le concedía ese inmerecido privilegio, y yo no podía hacer nada por evitarlo. ¿O sí?
—Aguantarles la mano no sirve para que las terceras partes nos paguen —me replicó, ajeno por completo a la estupidez que acababa de pronunciar—. Tú eres una enfermera diplomada con un sueldo muy alto —continuó—. Deberías tener ocupaciones mejores.
—Tienes toda la razón —dije—. Y las tengo. En ese pasillo hay una mujer a la que se le acaba de implantar una prótesis de cadera y a la que le da un miedo terrible moverse. Necesita que alguien le devuelva la confianza y hasta le dibuje lo que se le ha hecho para que empiece a aceptar esa nueva parte de su cuerpo —espeté, y me levanté para marcharme—. Si me permites, tengo que hacerme cargo de muchas personas, y no de tanto papel.
Giré sobre mis talones y volví con mis pacientes, convencida de que no tenía nada que perder, excepto un trabajo que odiaba hacer como me mandaban. Estaba segura de que Joe tenía razón al decirme que era una artista y una chamán, y no pensaba negarlo. Decidí hacer mi trabajo tal como sabía que debía hacerse y dejar que las cosas cayeran por su propio peso. Era una enfermera, no una máquina de rellenar papeles, y esa idea me satisfacía enormemente.
Me di cuenta de que me había acostumbrado a aceptar la mediocridad, y no sólo en el trabajo sino también en mi matrimonio. Si quería ser sincera, sabía que tendría que centrarme en lo que estaba pasando entre Jim y yo. En las pocas ocasiones en que compartía mis desgracias maritales con otras mujeres, lo que siempre acababa saliendo en la conversación era la estupidez de que debía dar gracias por tener compañía a mi edad.
¿Por qué siempre dicen eso? Como si después de los cuarenta lo único que se pudiera pedir a una relación fuera estar bien acompañado. Pues yo quería algo más. Quería amor, pasión, emoción y romanticismo, y no esa estupidez de «estar acompañada». Había silenciado mis sentimientos manteniéndome ocupada un montón de años, mientras las demás facetas de mi vida se ponían en punto muerto. No tenía ninguna intención de continuar en esa especie de limbo ni un segundo más. Ya era hora de poner las cosas en su sitio.
Acabé mi turno y salí a la cálida y dulce tarde de septiembre. Había llovido hacía poco, pero el sol volvía a brillar con sólo alguna pincelada de otoño en el claro cielo.
Mientras me dirigía al concurrido aparcamiento donde tenía el coche, me asaltaban multitud de pensamientos y preguntas sobre cómo debía reorganizar mi vida. Sentía que ya habían empezado a producirse algunos cambios importantes, especialmente desde que había comenzado a sentirme más cerca de mis pequeños hijos, y me preguntaba si debía sentirme satisfecha sólo con eso.
—La autocomplacencia nunca es la meta —dijo una voz familiar, pero no me sorprendió lo más mínimo encontrar a Joe sentado en su Harley, al lado de mi Toyota.
—¿Qué tiene todo el mundo en contra de la comodidad? —dije, muerta de risa.
—Mientras no olvides seguir creciendo cuando estás tan ocupada en comodidades… —bromeó. Entonces golpeó el asiento de piel de su moto—. Vamos, ven a dar un paseo conmigo —me invitó.
No me lo esperaba y me puse un poco nerviosa.
—¿Qué? No, no, Joe, no puedo.
—Claro que puedes —me retó con una sonrisa picarona—. Jim recoge hoy a los niños en el colegio y, si me permites, tienes suficientes provisiones para alimentar a un ejército. —Pero…
—Pero a menos que tengas algo mejor que hacer que buscar el sentido de la vida —me interrumpió—, me parece que es un buen momento para realizar una seria introspección en tu alma —dijo, mordiéndose el labio inferior para ocultar una sonrisa burlona, mientras esperaba mi respuesta.
No muy convencida, agarré el casco que me tendía y me subí detrás de él.
Salimos del aparcamiento del hospital ante las miradas atónitas de los visitantes que llevaban flores y los empleados que cambiaban de turno. Supongo que aquella reacción no debería haberme sorprendido.
En un hospital digno y conservador como aquél, Joe y yo formábamos una extraña pareja: una enfermera cuarentona con la ropa del hospital, de paquete en una motocicleta con un tipo de pelo largo y aspecto extravagante, que saludaba con la cabeza y sonreía a todo el que se le cruzaba. Lo curioso del caso es que la situación me pareció divertida.
Aceleramos un poco y nos dirigimos hacia el norte por Ocean Avenue, con la brisa húmeda del mar bañándome la cara. Mientras corríamos entre casas, puestos de perritos calientes y restaurantes, me vacié del aire putrefacto del hospital y me llené los pulmones de aire oceánico, fresco y limpio.
—¿Adonde vamos? —grité al oído de Joe.
—A Sandy Hook —respondió por encima del rugido del motor.
Sandy Hook era una pequeña península de Jersey que penetra en el océano como un garfio. Las playas de esa península no están edificadas y tienen una belleza tosca. Cuando el cielo está claro, algo habitual a principios del otoño, se ve Manhattan desde la orilla.
Joe condujo unos cuantos kilómetros más, hasta la punta del garfio, y se detuvo en el último aparcamiento.
Desmontamos y colgamos los cascos del manillar, como una pareja de curtidos motoristas. Me quité los zapatos y, con ellos en la mano, nos acercamos al agua.
Mientras caminábamos, eché una mirada furtiva a Joe y me sorprendió su extraordinario atractivo físico.
La brisa del mar le revolvía la melena y el sol iluminaba las canas plateadas. Aunque no era de portada de revista, tenía un aura de serenidad en el rostro que lo hacía irresistible. Pero lo que más me gustaba de él eran sus labios, carnosos y con una ligera inclinación hacia arriba en ambos extremos, como si fuera a sonreír a la primera ocasión.
Habían pasado años desde la primera vez que observé todos esos rasgos y, de repente, sentí una punzada de culpabilidad. ¿Cómo podía encontrar a ese hombre tan increíblemente atractivo si estaba casada y era madre de dos niños? ¿Cómo podía ser tan frivola? ¿Por qué no había evolucionado lo suficiente para dejar de lado la atracción física y poder centrarme en todas las cosas maravillosas que Joe podía enseñarme? Diez años atrás, cuando lo vi por primera vez, ya me encontré con ese problema, y ahí estaba de nuevo, comportándome como si todavía fuera una quinceañera en busca de una estrella del rock.
Joe debió de notar mi angustia. —¿Estás bien? —preguntó como quien no quiere la cosa, aunque yo sabía muy bien que él nunca preguntaba nada porque sí. Joe nunca sacaba a relucir una cuestión sin un propósito claro y definido y, además, yo sabía que no me dejaría escurrir el bulto.
Estaba de pie en la orilla y dejé que una ola me mojara los pies desnudos.
—Ay, Joe —suspiré—. Ya vuelve a torturarme lo mismo. Me siento muy culpable por estar aquí contigo.
—¿Y eso por qué? —preguntó, sin demostrar ninguna emoción.
—Porque estoy volviendo a enamorarme de ti —admití, abatida—. Ya sé que nuestra relación se supone que es pura, inocente, casta y todas esas cosas —conseguí añadir—, pero comienzo a sentir algo por ti que no es tan casto —dije, sin acabar de creer que le hubiera soltado aquello. Me sentía fatal—. Soy una mala persona, Joe —continué—. No dejo de pensar por qué Jim no puede parecerse más a ti… y ser amable, paciente, sabio e imparcial.
—¿Y cómo sabes que no es así? —me preguntó con calma.
—Porque estoy casada con él —espeté, aunque creo que lo hice demasiado deprisa. Debí sospechar que Joe me estaba lanzando el anzuelo, que, por otra parte, parecía su método preferido de enseñarme lo que quería que aprendiera en cada momento.
Joe apoyó la espalda en una roca del espigón y, al verlo iluminado por el sol tenue y dorado de la tarde, se me subió el corazón a la garganta. .
—En primer lugar —comenzó Joe—, todos esos sentimientos que están despertando de repente y te están invadiendo no tienen absolutamente nada que ver con una atracción física hacia mí. ¿Entiendes? Así que deja de sentirte culpable, ¿vale?
—¿Entonces, qué puede ser? —pregunté.
—Es el amor que vuelve a tu corazón —explicó pacientemente, mientras otra ola me mojaba los pies y se extendía por la arena—. Lo que ocurre es que estás confusa porque hace mucho tiempo que cerrabas el paso al verdadero amor.
—Ah. —Fue lo único que pude decir, ya que me había quedado sin palabras.
—Y sobre eso de que te gustaría que Jim fuera mejor —continuó Joe—, puedes ayudarle relajándote y convirtiéndote en una persona más feliz. Deja de querer solucionarle la vida y concéntrate en ti. Déjale el espacio que necesita para demostrarte quién es en realidad. Deja de contar las copas que bebe, de mirar el reloj y de imaginarte qué estará haciendo por ahí —prosiguió. Los dos estábamos quietos y las olas seguían mojándome los pies—. Deja de controlarle la vida, Christine —me recomendó, y yo, aunque me dolía, sabía que tenía razón.