Dios en una harley: el regreso (9 page)

BOOK: Dios en una harley: el regreso
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A medida que habían ido pasando lo años, en lugar de intentar mejorar las cosas, me había vuelto más rígida y controladora, y estaba destruyendo nuestra relación.

No sé cómo pude darme cuenta de aquello en tan sólo un segundo, pero así fue. Quizá fue osmosis o algo parecido. . —¿Sabías que Jim reza por ti cada noche? —me dijo Joe en un tono tan apagado que casi no se le oía.

Esas palabras me llegaron muy adentro e inmediatamente noté que algo se movía físicamente en mi corazón, como si se produjera uno de esos movimientos tectónicos que producen los terremotos.

—¿Ah, sí? —pregunté con un hilo de voz—.

¿Qué dice?

—Eso es información confidencial.

—Perdona. Es sólo que… —comencé, pero no pude continuar porque la emoción se hinchaba como un globo dentro de mí y menguaba mi capacidad de hablar.

—Dime —me animó Joe.

Comencé a llorar.

—Es sólo que no sabía que todavía se preocupara tanto por mí —sollocé—. Es que es lo más dulce y romántico que ningún hombre haya hecho jamás por mí.

Joe permaneció en silencio mientras yo meditaba. Imagínate, un hombre que reza por su mujer, por una mujer que lo critica y lo atormenta con infinidad de cosas insignificantes.

Estaba sorprendida, pero aún me rondaba algo por la cabeza.

No todo lo que me preocupaba era trivial o irrelevante y, aunque rezara por mí, también había hecho cosas que me habían herido profundamente.

Para mí era difícil, por no decir casi imposible, olvidar algunos de esos episodios. ¿Qué se suponía que debía hacer con toda esa carga?

—¿Qué hago con todo mi resentimiento, Joe? —pregunté con timidez. El rostro de Joe se endulzó, lleno de compasión, mientras yo le formulaba la pregunta más difícil—. ¿Cómo me deshago del rencor acumulado por las cosas que me hizo en el pasado?

Sin palabras, Joe extendió las manos dócilmente y yo se las tomé.

—Cárgame con tu resentimiento —murmuró dulcemente—. Es la única manera de deshacerse de él. Sólo tienes que susurrármelo al oído, aunque pienses que no estoy escuchando, y yo me haré cargo de él.

—¿En serio? ¿Así de sencillo? —pregunté esperanzada—. ¿Quieres decir que no lo he echado todo a perder? ¿Quieres decir que todavía hay esperanza para que las cosas vayan bien entre Jim y yo?

—No se han estropeado tanto como crees —dijo Joe, con astucia—. Lo que pasa es que te dejaste llevar por el papel de «esposa». Te abandonaste y comenzaste a preocuparte de todos los demás, y especialmente de sus defectos, en lugar de centrarte en ti. Eso siempre ha sido tu mayor problema.

—¿Y qué debo hacer? Dime algo concreto, ¿eh? —le supliqué.

—Vale —aceptó, después de reírse—. Para que las cosas mejoren tienes que encontrarte a ti misma. Quiero que vuelvas a casa y te reserves un hueco en cualquier parte. Ya sé que la casa es pequeña, pero no necesitas una habitación entera, sólo necesitas un rincón, un espacio que sea sólo tuyo. Personalízalo con cosas que aprecies, ya sabes, con la alfombrilla azul que tanto te gusta, el jarrón pintado a mano que te dio tu hermana, o incluso tu cofia de enfermera, si es que la encuentras.

—¿Y eso de qué va a servir? —puse los ojos en blanco.

Como de costumbre, Joe se mostró infinitamente paciente conmigo.

—¿Te acuerdas de cuando trabajamos juntos hace diez años? —preguntó—. ¿Te acuerdas de cuando te hice hacer limpieza en tu armario y tu no parabas de quejarte por ello?

Pensar en ello me provocó dolor.

—¿Cómo quieres que lo olvide? —admití, soltando un suspiro—. Tenías razón, tenía que abandonar un montón de cosas que me desordenaban la vida y no me dejaban hacer lo que debía —concedí—. Pero ya no es el caso.

—Ya lo sé —dijo—. Ahora lo que quiero es que refuerces un poco tu espacio vital. No quiero que abandones tus cosas con facilidad. En lugar de vivir en nombre del matrimonio, tienes que reservar un poco de tiempo y de espacio para ti sola. Jim lo entenderá. Es un buen hombre. Sólo tienes que volver a poner un poco de fe en él.

Siéntate a observar en qué se convierte en el espacio que le dejes. Supongo que no te decepcionará.

—¿Supones? —lo provoqué—. ¿Tienes que suponerlo? ¿No sabes cómo reaccionará Jim?

Joe pareció herido de veras y no era difícil adivinar el motivo. Había vuelto a dudar de él y supongo que estaba harto de tanta desconfianza. Comencé a reformular la frase, pero Joe ya había comenzado a hablar.

—Aquí entra en juego algo llamado «libre albedrío» —explicó—. Me gustaría que la gente intentara recordarlo. Yo no lo controlo todo. Sólo estoy disponible para ti y para todo el mundo, como una especie de servicio de rescate que enseña la salida a los que se han perdido, pero nadie dice que sea obligatorio seguirme. Lo único que digo es que se trata de una decisión personal.

—Lo siento, Joe —murmuré—. Te insulto constantemente, cuando lo único que intentas es ayudarme. ¿Me perdonas?

Joe tardó en contestar. Se separó de la roca en la que se había apoyado y caminó por la arena que la marea había alisado. Recogió un palito y comenzó a escribir.

—Haré algo mejor que perdonarte —anunció, con una sonrisa—. Te escribiré unos cuantos recordatorios —añadió, grabando las palabras sobre la arena—. Ya sabes, algunas cosillas a las que tienes que prestar especial atención.

Observé atónita cómo escribía con el trazo más exquisito que he visto nunca:

Receta de Christine para el romanticismo.

1. Recuerda que no has dejado de amar ni a tu marido ni a tu trabajo. Has dejado de amarte a ti misma.

2. Si quieres saber cuál es tu objetivo, mira en el espejo.

3. Esfuérzate por no volver a separarte jamás de tu cuerpo.

4. Deléitate sabiendo que eres una artista, una chamán, una sanadora.

Eran palabras profundas y traté de memorizarlas mientras las olas amenazaban con borrarlas.

—Joe! —exclamé—. ¿Por qué lo has escrito en la arena? ¡El océano lo borrará!

Impávido, Joe retrocedió y observó cómo las olas barrían hasta el último trazo de sus preciosas palabras.

—La seguridad no existe —afirmó, con una sonrisa—. Eso también debes aprenderlo.

SIETE

En los días que siguieron, empezaron a producirse un buen número de cambios, algunos sutiles, otros más obvios. Sin que yo les dijera nada, Joey y Gracie escogieron el jueves como día en el que no realizarían actividades extraescolares, porque estar en casa era mucho más «divertido». ¿Os lo imagináis? Me planteé si aquello respondía al hecho de que llevaba unos días más relajada y quizá se hacía más fácil estar conmigo.

Era una posibilidad.

Jim y yo también introdujimos cambios en nuestros horarios para poder pasar esa tarde juntos en familia.

Elegíamos distintas opciones para cenar: a veces cocinábamos juntos y otras optábamos por ir a buscar comida rápida. En ocasiones sacábamos juegos de mesa después de la cena y, otras veces nos quedábamos viendo la tele juntos. Una noche, mientras observaba a mi familia bajo el resplandor de la pantalla del televisor sin que ellos lo supieran, me invadió una poderosa sensación de felicidad. Aquella escena tan agradable era un milagro que había anhelado durante mucho tiempo y que por fin se estaba produciendo en el salón de mi casa cada jueves por la noche. Aunque sólo fuera un día a la semana, por el momento ya me bastaba.

En un ataque de optimismo desenfrenado, acepté la oferta de Jim de hacer la compra entre clase y clase.

Nunca había confiado en que trajera la marca correcta de lejía o las verduras suficientes, pero, por alguna razón, comencé a darme cuenta de lo insignificantes que eran esos pequeños detalles. Por una vez, había decidido despreocuparme de las compras y aceptar un poco de ayuda por parte de mi pareja. Quizá no parezca gran cosa, pero en el contexto de mi familia, representaba una enorme concesión por mi parte.

Me avergüenza admitirlo, pero a veces Jim traía a casa marcas totalmente distintas que, además de ser más baratas, eran mucho mejores que las que yo solía comprar. Demostró además ser un comprador mucho mejor que yo, y ahorraba con cupones más de lo que yo creía posible. Sin embargo, lo que me impresionó por encima de todo, fue que jamás dijo nada al respecto. Lo descubrí al repasar las cuentas y, por decirlo de algún modo, aquello me encandiló. Si hubiera sido al contrario… bueno, pues no sé si habría sido tan generosa.

También comencé a dejar que el montón de la ropa sucia creciera, en lugar de forzarme a liquidarlo a altas horas de la noche, cuando ya estaba completamente exhausta después de todo un día de trabajo y familia.

Comencé a no poner la lavadora cada día y hacía la colada por la tarde temprano. Cuando sacaba la ropa de la secadora, dejaba que los niños me ayudaran y hacíamos un juego de clasificarla y doblarla. Me parecía increíble que antes no me hubiera fiado de nadie para hacer esas tareas. Estaba aprendiendo a ser un poco más flexible y me daba cuenta de que la vida se me hacía infinitamente más fácil. Me admiraba al ver que no se acababa el mundo si las toallas o las sábanas no estaban dobladas tal como me había enseñado mi madre y que se dormía igual de bien en una cama que no estuviera tan bien hecha como las del hospital. No entendía cómo no me había percatado de todas esas cosas antes.

Por la noche, después de que Jim saliera a tocar con su banda, me sentaba en el sofá con Gracie y Joey y les leía cuentos antes de que se fueran a acostar. Aunque los dos eran lo bastante mayores para leer solos, encontrábamos algo reconfortante e incluso mágico en el hecho de compartir aquel ritual tranquilo y relajante.

Parecía darles una sensación de seguridad que, además, estrechaba mis lazos maternales con ellos.

Hasta el trabajo se me había hecho más soportable. Por una parte, había descubierto que centrarme en las partes de mi trabajo que todavía me aportaban algún tipo de satisfacción, me ayudaba a minimizar mi disconformidad con la burocracia. Volqué la mayor parte de mi energía en explicar a los pacientes algo sobre sus enfermedades o dolencias, pero siempre sin dejar de escucharles. Eso no aligeraba la cantidad de papeleo y estupidez administrativa que había que cursar, pero contribuía a que no reparara tanto en ello. A medida que me implicaba más con los pacientes de nuestra unidad, también me percaté de que algunas enfermeras más jóvenes me pedían consejo. Me estremecí al pensar que antes me había mostrado reacia a compartir con ellas mi experiencia, porque tenía mi tiempo demasiado ocupado para preocuparme por ellas.

Al verme como una sanadora antes que como una empleada, era mucho más generosa con mi tiempo.

Después de más de dos décadas de profesión, acabé por estar completamente segura de quién era y cuál era mi misión, y eso era lo único que importaba. Si a los burócratas no les gustaba, era su problema. Lo gracioso es que cuanto más firme y convencida me mostraba, la gente que solía meterse conmigo comenzó a dejarme en paz. Era fascinante.

Incluso la comida me parecía cada vez menos importante, quizá porque ya no me sentía tan vacía. La gente empezó a darse cuenta de que estaba perdiendo peso, incluso antes que yo, y eso sí era un verdadero milagro. Por lo general, era penosamente consciente de todas y cada una de mis fluctuaciones de peso, pero en esos momentos no me parecía algo tan importante.

Paradójicamente, cuanto más me olvidaba de la balanza, más adelgazaba. Me preguntaba si Joe se habría referido a eso cuando me dijo que no era imprescindible sufrir para perder peso. Ya que no me obsesionaba con las dietas, las calorías y el peso, disponía de una inusual fuente de energía que podía destinar a otros propósitos mucho más productivos.

Decidí destinar mi renovado vigor a buen fin. Un viernes por la noche que Jim tocaba con su banda y los niños habían ido a casa de unos vecinos para pasar la última noche del verano con sus amigos, tuve la agradable sorpresa de disponer de toda una noche para mí sola. Estaba inspirada, así que decidí construir aquel espacio personal que Joe me había recomendado con tanta insistencia.

Hice una rápida excursión a la tienda Pier One y compré un pequeño escritorio blanco muy barato y una silla a juego, para colocarlos en un rincón del comedor que nunca se utilizaba. Después, revolví el garaje hasta que encontré el biombo de seda que utilizaba de soltera y lo coloqué tapando el escritorio, para asegurarme un poco de intimidad. También encontré la alfombrilla azul que había mencionado Joe y la coloqué al lado de la silla. Añadí un par de velas perfumadas, un precioso diario intacto que me habían regalado hacía tres años, y un par de novelas para las que intentaba encontrar tiempo desde 1994. Recuperaba partes de mi pasado completamente olvidadas y las volvía a reunir, me sentía como un rompecabezas.

El tiempo pasó volando mientras buscaba objetos importantes de mi vida y los añadía a mi santuario particular. En el estante superior del armario, oculta tras unas polvorientas cajas de zapatos y monederos pasados de moda, encontré mi cofia de enfermera. Era la que recibí en la ceremonia de graduación, en la prehistoria. La tomé con ternura entre mis manos y examiné aquel pequeño trozo de organdí como si se tratara de un fósil que pudiera evaporarse al más mínimo roce. Aunque parecía un molde para magdalenas y seguramente no llegaría a pesar ni treinta gramos, en una ocasión tuvo mucho peso para mí.

Las cosas habían cambiado muchísimo desde entonces, y sin previo aviso. Habíamos vivido en una era diferente en la que el dinero y los seguros médicos ni siquiera constituían un pequeño punto en nuestra agenda, mientras que el bienestar de nuestros pacientes era la prioridad indiscutible de todo hospital. ¿En serio había existido aquella era de la inocencia? Una ola de nostalgia me invadió y tuve que cerrar los ojos. Sentí que era transportada al pasado, a un pasado en el que algo tan simple como una cofia de enfermera había constituido un símbolo de orgullo, un rito, un tributo a una noble profesión.

De repente, volví a aquella sala tenuemente iluminada en la que cincuenta estudiantes de enfermería permanecían arrodilladas, con la cabeza gacha, sosteniendo en sus jóvenes y temblorosas manos una vela blanca. Aunque, en realidad, estaba en el dormitorio que compartía con mi marido, sentí la misma sensación que aquella noche lejana, como si no hubiera pasado el tiempo. Habría jurado sentir el peso de la cofia de organdí al tocarme la cabeza, cuando la fijaron a mi pelo castaño.

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