Don Alfredo (71 page)

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Authors: Miguel Bonasso

Tags: #Relato, #Intriga

BOOK: Don Alfredo
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El chalet, a simple vista, no era gran cosa. Era amplio y cómodo, pero el único dato que lo hacía diferente de otras tantas casas pueblerinas, eran las dos enormes antenas de radio que emergían sobre el techo de tejas. Estacionamos a cierta distancia y
Toli
ingresó a la casa como introductor de embajadores. En los alrededores del porche, sobre el jardín de entrada, merodeaban algunos muchachos de la zona, que miraban de soslayo. Uno de ellos pasaba lentamente una gamuza sobre la 4 X 4 del dueño de casa. Por fin, sin ceremonias,
Toli
me indicó que me acercara. Estaba al lado de otro hombre rústico, con un teléfono inalámbrico en la mano; al comienzo no me di cuenta de que era el
Toto
Yabrán. Pero mientras hablaba por el inalámbrico y me ordenaba con la mano que lo esperase, fui descubriendo rasgos parecidos a los del hombre que había visto por televisión. Estaba claro que el asado se había frustrado y que ni siquiera me haría pasar a su casa. Aceptaba saludarme porque me había traído el
Toli.
El muchacho regordete que pasaba la gamuza se fue acercando poco a poco. Quizá tenía ganas de hablar. Daniel me dijo por lo bajo que era Leonardo Aristimuño, el acompañante de Yabrán, el testigo del escopetazo, al que yo suponía en ese momento candidato a morir en cualquier accidente, como suele ocurrir con los testigos de las "muertes dudosas". El
Toto
colgó el teléfono y me saludó con una sonrisa desconfiada. "Para qué vamos a hablar. Ya se acabó. Alfredo no está más", repitió varias veces la misma cantilena. O la otra: "¿Qué ganamos con hablar? ¿Qué gano yo con hablar? Alfredo ya no está. Ya no vale la pena hablar. No vamos a hacer que nada cambie". Pero al mismo tiempo soltaba frases incisivas, producto de un rencor atroz contra los hombres del Poder. "Esos mugrientos", decía a cada rato en el insólito diálogo que no quería conceder y sin embargo se estaba produciendo sobre la vereda soleada. Un diálogo que interrumpía cada tanto, para atender otra llamada por el fatigado inalámbrico, o saludar a los vecinos que le gritaban desde un auto: ¡Chau,
Toto!

Yo luchaba para que me diera la entrevista, con el auxilio de Enz, que al menos tenía la ventaja de no ser porteño. Y en un momento me pareció que lo había ablandado, cuando le recordé los pocos datos que entonces tenía sobre la infancia de Alfredo. "Ya me está haciendo hablar", se quejaba. Pero milagrosamente seguía hablando. El nombre Yabito, que había puesto al rojo vivo el Excalibur, venía de esa infancia. A él le gritaban ¡Dale, Yabito!, cuando corría carreras de bicicletas en el Larroque de los cincuenta. "Por Yabrancito, vio. De ahí venía lo de Yabito". Y Yabito pasó a llamarse la primera empresa de los hermanos Yabrán: la microzapatería que habían inventado con
Quico.
"Todavía tengo el cepillo, con la palabra Yabito escrita con birome", confesó, para reír después con una risa parecida a la de su hermano y protestar: "No ve que ya me está haciendo hablar". "En realidad, más que arreglar los zapatos, los lustrábamos y Alfredo salía a repartirlos a sus dueños". Luego la boca delgada, filosa como la de
Quico,
se le tajeaba en una mueca despectiva: "Los de Buenos Aires no se bancaron que un turquito haya llegado hasta donde llegó. Mi hermano recibió OCASA fundida, con cuatro camionetas de Juncadella, y miren hasta dónde llegó".

Las preguntas evitaban parecer como tales. Mis intervenciones eran apenas acotaciones, casi las interjecciones de un paisano de boliche que escucha a un gran relator. Intuía que las claves que buscaba podían brotar en ese diálogo informal que
Toto
regalaba sin conceder. Era una intuición certera, porque Leo Aristimuño se sumó al fogón y empezó a explicarme cómo era Yabrán. "Era muy estricto. Le gustaba el orden. Yo aprendí eso de él. Te podía regalar algo muy valioso, pero también quitártelo".
Toto
asentía en silencio y a veces daba órdenes por el teléfono. A lo mejor recordaba aquella vez cuando el hermano menor, que era el Jefe, estuvo a punto de despedirlo. El muchacho ejemplificó, recordando el caso de un empleado al que echó porque se había olvidado de ponerle nafta a la camioneta de Don Alfredo.
Toto
asintió y me miró con desconfianza. "Este muchacho va a hablar con usted si yo se lo permito", dijo inesperadamente. Y entonces el que asintió fue Aristimuño, que sin embargo siguió hablando de lo generoso y estricto que era Don Alfredo. "Pero ya no está", exclamó súbitamente y los ojos se le llenaron de lágrimas. "¡Ya no está!", volvió a repetir mientras retrocedía hacia la parte de atrás de la camioneta y le pegaba una trompada a la rueda de auxilio.

Fue la primera revelación. Entonces era verdad: Yabrán estaba muerto y se había suicidado. Me resistía a pensar que ese chico era Laurence Olivier y había montado la escena para convencerme. El dolor, la rabia y la impotencia eran genuinos. La segunda revelación estuvo a punto de perderse porque
Toto,
que parecía no haber reparado en el llanto del muchacho, me gritó, tuteándome de golpe:

—¿Y yo por qué te voy a dar de comer?

El objetivo del libro se me borró. La atmósfera siciliana se evaporó al calor de la furia espesa que me invadió.

—¡A mí no me da nadie de comer! Ni usted ni nadie. Si usted quiere hablar sobre su hermano, bien, y si no, me importa un pito. No se confunda.

Al
Toto
le cayó bien la respuesta. Afortunadamente, eran sus códigos. Le guiñó un ojo al
Toli
y comentó con una sonrisa:

—Era bravo tu amigo.

"Nos engañó a todos", comentó después con amargura. "Me dijo que me fuera tranquilo a Tucumán, que el 26 nos tomábamos unos mates. ¿Por qué el 26?, dije yo, ¿y no el 25 de mayo? El 26 me dijo él, riéndose. Y yo me fui intranquilo. No le quepa dudas de que él llamó a la policía para que lo fueran a buscar. Después los tipos dijeron que habían hecho inteligencia, pero eran puras macanas: él los llamó". Leonardo, repuesto, comentó que los policías de Concepción del Uruguay planeaban escribir un libro sobre el suicidio.
Toto
hizo un gesto con la mano, como espantando una mosca. Habló del cura que adoraba a
Quico.
De la vecina viejita que siempre rezaba por Alfredo. De los comienzos. "¿Usted cree que yo estoy en Yabito porque entiendo de vacas? Si yo no sabía distinguir un Shorton de un Aberdeen Angus. Estoy porque cuando yo trabajaba en el ferrocarril y
Quico
estudiaba en Buenos Aires le mandé diez mil pesos para que siguiera con sus estudios".

Los recuerdos, los comentarios triviales sobre las propinas descomunales que Alfredo dejaba en los restaurantes, se intercalaban con escupidas de desprecio. "Esos mugrientos que defienden a la patria. Me acuerdo del brigadier Martínez. Pidió cinco millones de dólares por el tema de Ezeiza. Tres eran para la Fuerza. Dos para la Patria. O sea para él". (En los meses sucesivos recorrí documentos y consulté todas las fuentes que pude, pero no logré encontrar un brigadier de apellido Martínez que hubiera participado en las negociaciones sobre EDCADASSA. Pensé que
Toto
se había equivocado. Tal vez a propósito.)

Su amargura iba en aumento. El rencor le brillaba en los ojos oscuros, desconfiados. El odio no se concentraba en los enemigos esperados —Cavallo y Duhalde—, sino en los amigos, como Carlos y Eduardo Menem. Especialmente en Eduardo. Y en Erman González. "El payaso ése que venía por acá con su guitarra". "Esos mugrientos, traidores, a los que les hizo tantos favores. A los que yo atendí personalmente cuando venían por acá a los campos. Alfredo me llamaba y me decía: 'Che, ahí te mando a éste. Atendémelo bien'. Y yo les hacía el asado. Y los atendía. Mugrientos. Él era el hombre más importante de este país y lo consultaban todos. Él le daba órdenes a todos, no le quepa duda".

Era la segunda revelación. Tan significativa como la primera.

Buenos Aires, Pinamar, junio de 1999

Agradecimientos

Toda obra aparentemente individual es siempre colectiva. Detrás de un libro de este tipo hay un ejército de colaboradores. En primer lugar, quiero reconocer el esfuerzo riguroso y apasionado del equipo de periodistas que trabajó conmigo en la investigación y en la organización del banco de datos, tareas que no cesaron hasta hace unas horas, cuando incorporé las últimas informaciones frescas al Epílogo. Sin Ana de Skalon, Paloma García, Daniel Enz y Andrés Klipphan, este libro sencillamente no existiría. Tampoco habría visto la luz sin las "fuentes": las mujeres y los hombres que se atrevieron a contar sus historias, a entregar documentos, a sugerir hipótesis, a ofrecer las pistas que debíamos seguir. A veces corriendo riesgos muy concretos en relación con sus vidas y sus trabajos. Fuentes que constituyen una muestra del mosaico social y político de los argentinos. Desde los más altos niveles del poder hasta los escalones más humildes de la pirámide social. Amigos y enemigos de Alfredo Yabrán hablaron o aportaron documentos sin condicionar su colaboración. Algunos no tuvieron inconveniente en ser nombrados, otros prefirieron esconderse bajo el manto protector de las Gargantas, numeradas o no, que habitan el relato. A todos, sin excepción, mi sincero agradecimiento. Incluso a quienes puedan disentir con este trabajo, con el retrato que tracé de ellos o con mis reflexiones sobre los hechos que los tuvieron como testigos o protagonistas.

Se suele decir que el ambiente de los periodistas es mezquino y competitivo, pero yo encontré generosidad y entrega en los colegas a los que tuve que acudir permanentemente. La mezquindad fue la excepción y no la regla. La inmensa mayoría de mis compañeros de la prensa me brindó sus archivos, sus anotaciones, sus grabaciones y sus descubrimientos sin esperar nada a cambio, por la pura pasión de ayudar a desentrañar los enigmas que rodearon la vida y la muerte de Alfredo Yabrán. (Incluso hubo aportes de algún profesional que se ubica en las antípodas de mis posiciones ideológicas.) Citaré a todos los que no tienen inconveniente en ser nombrados, y si se me escapa alguno le ruego que lo atribuya con benevolencia a una falla de mi memoria y no me considere un ingrato: Leo Álvarez, Carla Castelo, Gerardo Young, Lorena Maciel, Hernán Brienza, Edi Zunino, Gabriel Michi, Susana Viau, Darío Schvarzstein, Olga Wornat, Juan Salinas, Raúl Kollmann, Roberto Caballero, Felipe Yapur, Julio Villalonga, Enrique Aschieri, Alberto Ferrari, Miguel Rodríguez Arias, Roberto Bardini, Manuel Lazo, Daniel Tirso Fiorotto, Fabián Agosta, Violeta del Río, Ernesto "Cune" Molinero, Myriam Pasarello, Stella Calloni, Román Lejtman (y su equipo de producción), Carlos Manuel Acuña, José Luis Ayala, Roberto Baschetti, Alejandro García, Adolfo Morales, Gustavo Cirelli.

Gracias también a los colegas que me precedieron con libros y artículos que me sirvieron para aclarar algunos aspectos centrales de esta investigación, como Horacio Verbitsky, Carlos Dutil, Ricardo Ragendorfer, Daniel Santoro, Rogelio García Lupo, Daniel Otero, Oscar Balmaceda y Antonio Fernández Llorente. A Franco Caviglia le agradezco la generosidad inusual de haber puesto en mis manos el original de su propio libro sobre Yabrán antes de darlo a la imprenta.

A
Página
/12,
el diario que integro desde su fundación, mi reconocimiento por su paciencia para tolerar mis ausencias y un agradecimiento especial a su archivo, conducido por el afable y eficiente Aarón Cytrinblum. Otro tanto para los archivos de
Noticias
y TEA, que se abrieron a nuestros constantes requerimientos. Idem a toda la planta periodística de la revista
Análisis
de Paraná, que apoyó con entusiasmo nuestra tarea. Y a la empresa Video 2000, que copió numerosos documentos televisivos. En la oscura e ingrata tarea de transcribir decenas de entrevistas, hubo tres jóvenes colegas de TEA que, además de tener buenos oídos y dedos ágiles, supieron ser discretas: Lorena Paeta, María Cibeira y Laura Gavilán, coordinadas por la ubicua Paloma García, que también lidió —con encomiable obsesividad— con nuestro banco de datos.

En Pinamar, el periodista Alberto Viñas hizo mucho más que buscar información y brindarme sus bien pobladas carpetas; también fue el nexo —vía Internet— con todos los que colaboraron en esta empresa.

Por último, hay alguien negro, peludo y analfabeto, que no aportó datos ni ideas, pero acompañó mis cavilaciones junto al mar: el entrañable perro callejero que responde al nombre de Poncho.

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