Don Alfredo (66 page)

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Authors: Miguel Bonasso

Tags: #Relato, #Intriga

BOOK: Don Alfredo
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Tres de los
Horneros
ignoran si el que le disparó a Cabezas fue Prellezo o Braga. Uno porque estaba lejos, otro porque se tapó los ojos y el tercero porque se había drogado. No fueron reconocidos por la testigo Solana, que sí ubicó en el Fiat Uno al policía Jorge Cabezas, ni por Miguel Bogado, el custodio de Andreani. El vigilante no vio tampoco a Prellezo en las inmediaciones de la fiesta, como surge del testimonio de los
Horneros.
Es sugestivo: porque Bogado había trabajado en la comisaría de Pinamar, cuando el oficial era el segundo. Cabezas tampoco era "alto y grandote" como lo describieron. Según González, Prellezo estaba tranquilo cuando se dispuso a ejecutar a Cabezas; según Retana, se había puesto "como loco". González declaró que no habían consumido drogas; Auge sugirió lo contrario. González y Auge afirmaron que habían visto a Gabriel Michi; Retana sostuvo que nunca se enteraron de su existencia. Los peritajes indicaron que el auto fue quemado con una mezcla de combustibles, pero Auge declaró que se utilizó un bidón de nafta comprado esa misma noche. (Más allá de las contradicciones de los
Horneros,
el tema del combustible tiene interés para la investigación por otra razón: en la cava se habría utilizado una mezcla de fluidos inflamables similar a la empleada —poco antes del asesinato de Cabezas— para incendiar el chalet de Guillermo Seita en Pinamar. Hecho que, a priori, robustece la Pista Yabrán, pero que también pudo ser "montado" para inclinar las sospechas hacia ese lado.)

Prellezo, dicen algunas versiones, se habría quebrado ante un investigador a quien le confesó "todo" en una grabación que no se consideró como prueba válida y por lo tanto no se incorporó al expediente. Otra especie, más cercana al despacho de Duhalde, asegura que lloró ante el propio juez Macchi y le confesó que Yabrán lo había contratado para apretar al fotógrafo y Braga "se zarpó" y lo mató. El magistrado le habría preguntado para qué entonces llevaban el combustible y la respuesta del policía habría sido: "Queríamos dejarlo en bolas y quemarle el auto". La presunta confesión tampoco figura en la causa. Después Prellezo eligió el silencio, reservándose para el juicio oral. Su leyenda básica es que organizó un apriete para vengarse del comisario Gómez, que lo había sacado de Pinamar, y el "susto" se convirtió en asesinato por culpa del descontrolado Braga.

Pero siempre se las arregló para añadir trascendidos fuera de los marcos oficiales de la instrucción. A los peritos psiquiatras José Abasolo y Silvia Dulau Dumm les reveló que Yabrán le había ordenado apretar a Cabezas, pero que Braga se "puso loquito" y disparó sobre el fotógrafo. Cuando los peritos lo declararon oficialmente, por orden de la Cámara, Prellezo los desmintió. En otra ocasión insinuó que le habían ofrecido un millón de pesos para la macabra tarea, pero no dijo quién porque no era un "traidor". Fuentes de los servicios de inteligencia sugieren que se quedó corto: que habría vendido su alma por tres millones de dólares. Junto con Prellezo fue detenida su esposa Silvia Patricia Belawsky, que había pedido en diciembre los antecedentes de José Luis Cabezas. La policía y socióloga dijo que una persona del interior le había solicitado datos sobre el policía Jorge Cabezas y ella le había hecho la gauchada. Macchi la dejó en libertad, perdiendo durante meses la única prueba que podía inquietar a Prellezo. Según Dutil y Ragendorfer "cuando Belawsky fue detenida tomaba un curso en el Instituto Universitario de la Bonaerense, junto al subjefe Domingo Lugos". El
Pinocho
Lugos fue segundo jefe de Klodczyck y del sucesor Vitelli. Una fuente policial de esta investigación sugirió que podía ser el hombre que introdujo al testigo trucho, Carlos Redruello, en la causa. El mitómano, por su parte, regresó a la cárcel el 25 de abril, para alegría de los
Pepitos.
La testigo Diana Solana lo recordó súbitamente a bordo del Fiat Uno, que a esas alturas ya tenía más pasajeros que un Jumbo.

A fines de abril, después de la intervención personal del flamante pesquisa Duhalde, había una banda de Mar del Plata que tenía el arma asesina y una banda de La Plata que supuestamente había intervenido en el episodio. No había nexos entre ellas. Nadie logró entender jamás cómo el Colt 32 llegó a la casa de Martínez Maidana, si ninguno de los partícipes materiales conocía al uruguayo. Tampoco se supo qué había ocurrido con la cámara de José Luis Cabezas. En los primeros días de la instrucción, Salva había arriesgado la hipótesis de que se había quemado con el auto. Después, uno de los
Horneros
dijo que la habían roto "en pedazos" mientras huían hacia La Plata, lo cual es imposible, porque el aparato en cuestión sólo admite ser dividido en dos. En las primeras búsquedas no apareció, dejando un pozo negro en la investigación. No había una sola prueba que sustentara los dichos de los barrabravas de la Liga Federal.
Ni una sola.
Recién el 16 de mayo fue encontrada por buzos de la policía en un canal cercano a General Conesa. Los policías, se dijo, la habían detectado gracias a la varita mágica de un rabdomante. Para eludir un ridículo que ya anegaba toda la pesquisa, Fogelman negó la especie, que colindaba con el realismo mágico. Los afectos al realismo a secas maliciaron que podía haber permanecido durante todo ese tiempo en el noveno piso de la Torre Dos de la Secretaría de Seguridad bonaerense, en las calles 54 y 12 de La Plata. Pero ahora sí se había encontrado la prueba que faltaba y nadie se detuvo a explicar otra minucia que saltó con el peritaje: ¿por qué la cámara tenía rastros de flora y fauna que no pertenecían al lugar donde fue hallada?

Pronto el brillo del Excalibur dejaría atrás estas incómodas preguntas.

34

Cuando Prellezo fue detenido le secuestraron —entre otras cosas— dos agendas; una tradicional y otra electrónica. Al analizar nombres y direcciones, los pesquisas advirtieron anotaciones aparentemente incomprensibles que en algunos casos se repetían, indicando que se trataba de claves polifuncionales. Una de las más reiteradas era la sigla WABOY, que aparecía antecediendo a tres números telefónicos muy elocuentes: el del chalet Narbay; el de la residencia pinamarense "D 4", que administraba Gregorio Ríos y en donde habían pasado las vacaciones Ester Rinaldi y su familia, y el de las oficinas centrales de Yabito SA, en Carlos Pellegrini al 1100. Otra sigla sugestiva era ACA, que también se repetía tres veces: ACA AUTO; ACA 24 HORAS y ACA OFICINA. No les costó mucho descifrar que el número 444–6120, que sucedía a la rudimentaria clave ACA AUTO, correspondía al teléfono que llevaba en su vehículo el sargento Ríos; el 793–7095, señalado como ACA 24 HORAS, a la misteriosa mansión "panameña" donde se habían festejado los quince años de Melina, y el 798–5960 (ACA OFICINA) a las oficinas de Ríos en Libertador 13571, adonde habían concurrido los caseros Zulma Wiesner y César Gustavo Rojas.

Al aplicar el Excalibur al celular que Prellezo había alquilado el 8 de agosto de 1996, descubrieron que el policía incriminado había marcado muchas veces los números de Bridees y Yabito. En los días 16 y 17 de enero había llamado dieciséis veces al teléfono de Ríos. A su vez, el presunto asesino de Cabezas había recibido una comunicación de Bridees en su casa, el día 18, casualmente el mismo día en que Cabezas y Michi montaron infructuosa guardia, frente al chalet Narbay y en el balneario Bacota. Pero el número más usado por Ríos en sus comunicaciones con Prellezo y con los vigiladores que cuidaban las propiedades del Grupo Yabrán en Pinamar era el 415–2327, que correspondía a un celular alquilado a nombre de Bridees. Ese dato luego le complicaría la vida al sargento, porque teóricamente se había "independizado" de la cuestionada agencia en 1994.

Haciendo la suma, el Excalibur reveló que hubo más de cincuenta comunicaciones telefónicas entre Prellezo y Ríos, antes y después del crimen de Cabezas. Algunas correspondían a la mansión propiedad de Riverside Ventures Corporation, en Alvear 1495 de Martínez; otras al chalet que ocupó en Pinamar la fiel secretaria de Don Alfredo, Ester Rinaldi, o a las oficinas de Ríos en Avenida del Libertador. Pero la mayoría correspondía al celular registrado a nombre de Bridees. En ese teléfono el sargento recibió también una llamada muy singular: la que le hizo el custodio Roberto Archuvi el 25 de enero a las 5.25 de la madrugada, cuando Cabezas estaba en manos de sus asesinos. No fue la única llamada de Archuvi en aquel momento siniestro. Hay otra igualmente sugestiva, que no fue a Ríos y a la cual regresaremos en las páginas siguientes.

En la agenda de Prellezo también figuraba bajo la clave CENIO el número de celular de la
Liebre
Gómez, el comisario del cual teóricamente quería vengarse con el "susto" al fotógrafo y que, sin embargo, había decretado el área libre para operar, en un insólito rasgo masoquista que lo hermana con los
Horneros.
También figuraba, a nombre de Danny López, el teléfono del policía Daniel Diamante, uno de los agentes encubiertos que usó el juez Hernán Bernasconi cuando pretendía llevar a la cárcel a Guillermo Coppola.

Don Alfredo fue conociendo por vías reservadas cómo venía la investigación y el 17 de abril, cuando supo que el Excalibur lo apuntaba, salió a patear el tablero, denunciando en la Comisaría Cuarta de San Isidro y en el juzgado de Carlos Gustavo Olazar que le habían pedido dos millones de dólares para no involucrarlo en el caso Cabezas. Según él, el intento extorsivo se había hecho a través de una llamada anónima al contestador de la Mansión del Águila, que había quedado registrada. Las usinas yabranistas comenzaron a propagar una especie en la que insistirían: los representantes legales del empresario habían mantenido reuniones reservadas con Alejandro Vecchi, el abogado de los padres de Cabezas, y Vecchi, a su vez, habría actuado como socio de Fogelman. En esas reuniones, dijeron, se habría negociado sacar a Yabrán de la mira y retomar "la pista policial".
Coco
Mouriño, a quien los periodistas habían bautizado como el "vocero cloacal" del
Amarillo,
llegaría a decir en el programa de Mauro Viale que Vecchi era "una rata" y que los encuentros habían sido grabados. Vecchi, por su parte, le reconocería a Andrés Klipphan, uno de los periodistas que participaron en la investigación de este libro, que había mantenido una reunión con algunos abogados de Alfredo Yabrán, entre los que no se encontraba Guillermo Ledesma. No para negociar nada, dijo, sino porque ambas partes tenían un enemigo en común, que eran los policías bonaerenses que embarraban la causa. Aparentemente las conversaciones no llegaron a feliz término, porque los voceros oficiosos de Yabrán siguieron apuntando al abogado y explotando sus puntos vulnerables, como una causa por estafa en la que había sido sobreseído. La embestida culminaría cuando Leonardo Aristimuño y Gonzalo de Azevedo (el escribano de cabecera de Yabrán) se presentaron en las oficinas del abogado con un incómodo paquete de cien mil dólares como pago de la supuesta extorsión y Vecchi denunció la maniobra. Los hombres del comisario Luis Vicat, que respondían a De Lazzari y hacían inteligencia sobre el búnker de Castelli, escucharían con atención la campana yabranista.

Además de las agendas, los pesquisas de Fogelman habían descubierto que Prellezo conservaba una tarjeta personal de Alfredo Yabrán, con tres números telefónicos escritos en el reverso por el propio empresario. La tarjeta fue encontrada dentro de un cuaderno, en la casa del padre de Prellezo, y Fogelman la hizo pública el mismo día en que fue liberada Margarita Di Tullio y se cayó la estantería de los
Pepitos.
El 7 de mayo Yabrán y Ríos debieron declarar en la Brigada de Lanús ante el comisario Garello, el pesquisa que se había puesto al cinto el Colt del "pepito" Maidana y a quien algunos sindicaban como otro posible introductor en la causa del buche Redruello. En esa declaración, Yabrán admitió que había contestado un llamado de Prellezo a Yabito. El vocero Bunge atribuyó la conversación entre su jefe y el policía a que la comisaría de Pinamar le había solicitado al magnate que avisara de sus "ingresos y salidas del balneario". Algo normal y rutinario, que hubiera sido perfectamente creíble de no mediar un pequeño detalle temporal:
cuando llamó a Don Alfredo, Prellezo ya no prestaba servicios en la comisaría de Pinamar.

En
El caso Cabezas,
el libro que escribió junto con Oscar Balmaceda, Antonio Fernández Llorente sostiene que "esta contradicción alentó al juez Macchi a citar a Ríos y a Yabrán para que prestaran declaración testimonial en Dolores, el 23 de mayo de 1997". Cabría agregar que, además de la contradicción, había una clara voluntad política de meterlo en la causa 56.456, que se fue haciendo más notoria a medida que se acercaban las decisivas elecciones legislativas de octubre. El 9 de mayo Duhalde declaró a la prensa: "Le recomendaría a Yabrán que se busque un buen abogado". Luego iría más lejos al sostener que el empresario postal debía demostrar su inocencia. Un exceso verbal que le dejó servida la respuesta a Don Alfredo y su vocero; en su afán por incriminar, el Gobernador había invertido el principio básico de nuestro ordenamiento jurídico: todo el mundo es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Desde la Rosada, Menem replicaba con idéntica vehemencia: "Quienes relacionan a Yabrán con el crimen de Cabezas quieren dañar la imagen del Gobierno". El Presidente no se privó de calificar como "delincuentes" a los periodistas que pretendían profundizar la Pista Yabrán y terminó por coincidir puntualmente con el vocero del empresario: "A Yabrán lo condenaron los medios".

En realidad, a Yabrán, como a los protagonistas de los melodramas decimonónicos, "lo condenaba su pasado". Sus vínculos con los represores de El Vesubio y la ESMA. Las reiteradas agresiones de sus pesados contra periodistas y fotógrafos. Sus indiscutibles maniobras para borrar a la competencia del mapa. Un culto por el misterio que distaba de ser un capricho, porque no sólo obedecía a la legítima voluntad de preservar la privacidad, sino a la necesidad vital de mantener en las sombras la titularidad de sus empresas, los nexos entre ellas, las relaciones peligrosas con el Poder y —sobre todo— la índole real de sus operaciones. A la hora de sentarse ante el juez de Dolores, los fantasmas se corporizarían: lo que se pretendía mantener oculto se tornaría evidente; lo que (en otras circunstancias) hubiera podido tener una explicación inocente se dejaría de explicar, alimentando las peores sospechas. Y, de este modo, el acusado se iría enredando en su propia soga, en círculos cada vez más teñidos de vacilaciones y contradicciones, que terminarían por maniatarlo y convertirlo en el símbolo tranquilizador que las buenas conciencias siempre reclaman para no tener que ir al fondo: el Enemigo Público Número Uno, que encarna el mal absoluto y concentra en su persona todas las perversiones de un sistema que lo incluye, pero que también lo trasciende. Y cuando (tardíamente) el tipo llegara a columbrar la magnitud del maremoto que lo amenazaba y se atreviera a protestar, alegando que lo habían sentenciado de antemano, recibiría la réplica contundente del Gobernador, el trueno jupiterino: "Que no se haga la víctima; acá la única víctima es José Luis Cabezas".

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