—Tendréis ocasión de descansar y de tomar una cena más abundante en el castillo de Normont, señora —le dijo.
Viana no respondió, aunque reprimió un suspiro de desaliento, porque no llegarían a la ciudad hasta el día siguiente. ¿Las obligarían a marchar también durante la noche? Se estremeció solo de pensarlo. Aunque quizá aquello fuera mejor que tener que pernoctar con los bárbaros. Llevaban poco equipaje. ¿Habrían cargado solamente una tienda? ¿Tendrían que dormir todos juntos? ¿Y si…? Viana no se atrevía a preguntar, pero tampoco osaba seguir imaginando el resto.
De pronto, al girar un recodo, uno de los bárbaros se detuvo de golpe y ordenó a los demás que hicieran lo mismo.
—¿Qué…? —empezó Viana, pero el otro hombre la mandó callar con un gesto brusco.
Ella obedeció, con el corazón en un puño, mientras los bárbaros escudriñaban el bosque a su alrededor con la atención de dos perros de presa al acecho.
Entonces, súbitamente, un grito rasgó el silencio:
—¡Por Rocagrís!
—¡Por Rocagrís! —corearon varias voces más.
Y de entre los árboles surgió un grupo de hombres armados que atacaron a los bárbaros con fiereza y decisión. Viana se asustó al principio, hasta que los reconoció: eran algunos guardias del castillo. Leales hasta el final, habían acatado la decisión de su señora de acompañar a los invasores hasta la corte, pero después no habían soportado la idea de abandonarla en sus manos y habían acudido al rescate. Eran al menos una docena; sin duda acabarían con sus enemigos y la llevarían de vuelta a casa.
Acercó su montura a la Dorea, temblando, y ambas se apartaron un poco de los hombres que peleaban. Pero, si Viana esperaba un rescate rápido y limpio, como los que había leído en algunas de sus novelas predilectas, sufrió una decepción.
Porque resultó que, pese a su superioridad numérica, los nortianos estaban perdiendo. Los bárbaros, implacables y feroces, habían desenfundado sus armas, y en comparación con ellas, las de los guardias de Rocagrís parecían de juguete. Sus movimientos, seguros y contundentes, cercenaban miembros y hacían brotar profusos chorros de sangre de los cuerpos contrarios. Antes de que Viana pudiese asimilar lo que estaba sucediendo, los cadáveres de sus hombres yacían en el suelo, como muñecos rotos y ensangrentados.
Viana gritó, horrorizada. Jamás había presenciado una escena semejante, tan violenta y brutal. Dorea trató de sujetarla, pero ella siguió chillando, histérica, como si así pudiese despertar de aquella pesadilla, sin apartar los ojos de los cuerpos de aquellos hombres buenos y leales.
Los bárbaros limpiaron sus armas y las guardaron con indiferencia, como si participar en una carnicería de aquel calibre fuese algo que hiciesen todos los días. El de la barba le gritó a Viana, pero ella apenas lo escuchó.
—Mujer, haz callar a tu señora —le dijo el otro a Dorea—. Hemos de seguir adelante.
Viana dejó de gritar, pero estalló en sollozos. Su nodriza la consoló como pudo y consiguió que la muchacha apartara la vista de aquella macabra escena.
—Vamos, niña —susurró Dorea—. Ya no podemos hacer nada por ellos.
Viana enterró la cara entre las manos mientras los bárbaros arrastraban los cuerpos a ambos lados del camino. Después, los dos hombres las obligaron a proseguir la marcha. La joven aún temblaba cuando dejaron atrás el recodo donde había tenido lugar la pelea.
Apenas fue consciente del paso de las horas. Se sentía como si flotase en medio de un extraño y horrible sueño. En algún momento, se repetía a sí misma una y otra vez, tendría que despertar; mientras tanto, se limitaba a dejarse llevar, como una sonámbula, hacia un destino incierto.
Finalmente, cuando se puso el sol y la muchacha estaba ya cansada que casi no podía mantenerse sobre la silla, los bárbaros se detuvieron. Viana volvió a la realidad cuando la ayudaron a desmontar, y se esforzó por mantenerse alerta. Encendieron una hoguera en un claro no lejos del camino; la joven confirmó que no llevaban ninguna tienda cuando les dieron un par de mantas ásperas y les recomendaron que se acomodaran en el suelo como buenamente pudiesen. Uno de los hombres se alejó y regresó al cabo de un rato con una perdiz y un conejo, que asaron al fuego. Viana tenía tanta hambre que empezó a devorar su parte, sin preocuparse de mantener los modales que le habían enseñado. Pero entonces, de pronto, se acordó de los guardias muertos y ya no pudo comer más. Sintió que el estómago se le cerraba y que la sola visión de la carne le producía arcadas.
—Descansad, señoras —les aconsejó el bárbaro cuando las dos mujeres se envolvieron en las mantas con cierto reparo—. Mañana será un día muy largo.
A pesar de que se sentía agotada, Viana tardó mucho en conciliar el sueño. Uno de sus escoltas dormía profundamente, pero el otro, el más adusto, se mantenía sentado junto a la hoguera, vigilando, y las llamas arrancaban reflejos siniestros de sus ojos acerados. Dorea se había echado muy cerca de ella y también estaba alerta, asegurándose de que los dos hombres mantenían las distancias.
Por fin, Viana se durmió, y el suyo fue un sueño incómodo y plagado de pesadillas.
Se despertó de golpe cuando sintió que alguien le tocaba el hombro. Dio un respingo y retrocedió con un grito de alarma. Pero solo se encontró con la sonrisa burlona del guerrero de la barba negra, que se limitó a decirle algo en su lengua incomprensible mientras señalaba el cielo, donde se veían ya las primeras luces del alba.
Viana entendió que era hora de partir y se levantó, todavía temblando. Cuando el bárbaro no miraba, se aseguró de que toda su ropa seguía en su sitio, reprochándose a sí misma el haberse rendido al sueño.
—Todo está en orden, niña —le susurró Dorea.
Ella se relajó un tanto, aunque se sintió todavía más culpable por haberse dormido cuando parecía evidente que su nodriza había estado velándola toda la noche.
Sus acompañantes les permitieron acercarse un momento al arroyo para asearse, pero después, tras un desayuno frugal, reanudaron la marcha. A Viana le dolía todo el cuerpo, pero aun así estaba un poco más tranquila que el día anterior. Pronto llegarían a la corte, un lugar que ella conocía, y quizá allí encontrara algunas caras amigas.
Así, al caer la tarde, divisaron por fin las murallas de Normont.
Viana contempló las torres del castillo. Recordó que la última vez que había recorrido aquel camino, la víspera del solsticio de invierno, había soñado con su futura boda con Robian. Ahora se veía obligada a acudir a la corte antes de lo previsto, y en unas circunstancias que jamás habría llegado a imaginar. Y Robian…
Le estaba costando mucho asimilar todo aquello. Ni siquiera se había hecho a la idea de que probablemente su prometido estaba muerto, por lo que no podía llorarle. Albergaba la esperanza de poder encontrarlo en la corte, o tal vez en cualquier otro lugar. A lo largo de aquel viaje había imaginado que un grupo de bravos caballeros del rey, entre los que se encontraba Robian y su padre, aún resistía a los bárbaros en alguna parte.
Tuvo que parpadear rápidamente para contener las lágrimas cuando llegaron a las puertas de Normont: cuánto había cambiado su vida en tan poco tiempo y cuántas cosas había perdido…
Las calles estaban vacías. Todavía quedaban rastros de la lucha que los bárbaros habían mantenido con la guardia de la ciudad, pero todo parecía seguir en buen estado. En contra de sus costumbres, los bárbaros no habían prendido fuego a las casas y hasta parecía que habían respetado a sus habitantes, porque los únicos cadáveres que ardían en la pira de la plaza eran los de los soldados. Sin embargo, los ciudadanos se mantenían ocultos es sus viviendas, y solo algunos curiosos osaban asomar la nariz por entre las contraventanas para verlos pasar.
«Los bárbaros no han venido a destruirlo todo», comprendió entonces Viana. «Es cierto que ese Harak quiere convertirse en nuestro rey, y no tiene sentido arrasar la tierra que aspira a poseer». Eso renovó sus esperanzas. Quizá, después de todo, Robian y su padre aún siguieran vivos. Cuando la comitiva entró en el castillo, Viana recordó desalentada de alegría que habían reinado en el lugar durante su última visita, en las celebraciones del solsticio de invierno. Y tuvo que reconocer que ni en sus sueños más optimistas podían imaginar que todo volviera a la normalidad.
Los bárbaros las ayudaron a descabalgar en el patio. Viana miró con aprensión a los hombres que rondaban por allí. Incluso el muchacho que se ocupó en llevar sus monturas a los establos parecía rudo y fiero, y eso que no debía de superar los trece años. Se estremeció.
Ella y Dorea caminaron muy juntas a través de los corredores del castillo, en pos de los dos bárbaros que las habían guiado hasta allí. Todo estaba más silencioso, más vacío, pero relativamente intacto. Las señales de lucha que podían apreciarse aquí y allá (una cortina rasgada, una mancha de sangre en la pared, una ventana rota) desaparecerían en pocos días si alguien se tomaba la molestia de limpiar un poco. Quedaba claro que los bárbaros no se habían ensañado: Harak deseaba establecerse definitivamente en el castillo de Normont.
Pero ¿qué habría sido de la reina y del príncipe?
Finalmente, y para alivio de las dos, los bárbaros las dejaron en una gran sala llena de damas y doncellas. Todas ellas estaban pálidas y asustadas, pero parecían encontrarse sanas y salvas.
—Aguardad aquí a que os llamen —les dijo el bárbaro antes de marcharse.
Cerraron la puerta tras ellas, pero a Viana le intrigaba el hecho de estar atrapada con las hijas y esposas de nobles de diferente rango y condición. Los hombres de sus familias habían acudido a la batalla junto al rey Radis. ¿Qué habría sido de todos ellos, y por qué los bárbaros habían reunido allí a sus mujeres?
—¡Viana! ¡Oh, Viana! —la llamó entonces una voz.
La muchacha se echó a llorar de alegría al ver a Belicia, que corría hacia ella desde el otro extremo del salón. Se abrazaron temblando.
—¡Ha sido horrible, Viana! —exclamó Belicia, muy alterada—. ¿Quién va a ayudarnos ahora?
—Pero ¿qué es lo que ha pasado aquí?
Belicia suspiró y echó un vistazo crítico a las dos recién llegadas.
—Parecéis agotadas —dijo sobreponiéndose—. Venid, nos sentaremos allí al fondo, junto a la ventana. Hay una mesa con viandas; me imagino que tendréis hambre.
Viana lo agradeció enormemente. Bebió casi con ansia, y solo cuando ella y Dorea hubieron comido un par de pastelillos de miel y almendras, Belicia empezó su relato:
—Ese tal Harak ha enviado a sus hombres por todos los dominios de Nortia y ha ordenado que todas las damas y doncellas de alcurnia nos presentemos ante él —dijo—. Mi madre y yo llegamos esta mañana, y por el momento nos han tratado bien… Hemos podido dormir y descansar, y la comida es buena porque a los cocineros reales se les ha permitido continuar con su trabajo… Pero no sabemos por qué estamos aquí. Algunas de las damas temen que los bárbaros quieran forzarnos a todas, y están muy trastornadas. Mi madre se encuentra ahora junto a la marquesa Arminda, que se desmayó nada más llegar y lleva todo el día traspuesta…
—¿Y qué ha sido de la reina? ¿Y el príncipe?
—Ah… —Belicia titubeó; tomó las manos de Viana y las apretó con fuerza para darle ánimos antes de continuar—. Verás, la guardia de la ciudad resistió a los bárbaros heroicamente, y los soldados del castillo hicieron cuanto pudieron para impedirles entrar, pero fue inútil. Ese tal Harak llegó hasta el salón del trono, donde la reina se había encerrado, y echó la puerta abajo. Dicen que ella se comportó con gran valor y dignidad y le ordenó que volviese por donde había venido. Pero Harak respondió que él era el nuevo rey de Nortia y que, por tanto, estaba allí para sentarse en el trono y reclamarla como esposa legítima. Traía la corona del rey Radios y se la puso ante ella, como si ese gesto le otorgara todo tipo de derechos —concluyó Belicia con disgusto.
—¿Y qué hizo la reina? —preguntó Viana conteniendo el aliento.
—Respondió que, tras la muerte del rey Radis y del príncipe Beriac… — titubeó, y un suspiro casi imperceptible estremeció su pecho al recordar al amor perdido; Viana se dio cuenta de lo mucho que le costaba hablar, por lo que esperó a que se sobrepusiera—: tras la muerte de Beriac, dijo, la corona correspondía al príncipe Elim por derecho de nacimiento. Parece ser que, antes de que los bárbaros entrasen en la ciudad, la reina había confiado al príncipe a un grupo de soldados leales, que debían llevarlo lejos del castillo por una salida secreta para ponerlo a salvo. De modo que ella esperaba que su hijo hubiera logrado escapar de los bárbaros. Pues bien… —Belicia tragó saliva—, Harak alzó un saco que llevaba colgado del cinto y extrajo de él… la cabeza del príncipe Elim —concluyó en un susurro.
Viana y Dorea lanzaron una exclamación horrorizada.
—Se la mostró a la reina —prosiguió Belicia con los ojos anegados en lágrimas— y le dijo que, puesto que aquella cabeza no estaba en situación de sostener ninguna corona, él reclamaba el derecho de portarla en su lugar.
Viana lloraba al imaginar la escena. Belicia se secó las lágrimas y continuó:
—Pero la reina… ¡la reina no desfalleció! Dicen que contempló… lo que quedaba del príncipe Elim con semblante pálido, pero no lloró ni se desmayó, sino que se limitó a mirar a ese tal Harak con profundo desprecio. Y entonces, él insistió en que quería casarse con ella, y trajo un brujo de su tribu, o algo parecido, para que celebrase el matrimonio según las creencias de los bárbaros.
—¿Y la reina consintió? —preguntó Viana, horrorizada.
—Ella no pronunció palabra en toda la ceremonia, y nadie le preguntó su opinión al respecto. Según los ritos bárbaros, es el hombre el que toma esposa, y la mujer no puede negarse si su padre está de acuerdo. Pero la reina no tenía ningún padre que pudiera hablar por ella.
»Después se retiró a sus aposentos, mientras los bárbaros vociferaban y se emborrachaban en el comedor para celebrar la boda de su rey… Y cuando Harak acudió a su alcoba para consumar el matrimonio… la encontró muerta: se había quitado la vida con una daga.
De nuevo, Dorea y Viana lanzaron una exclamación ahogada.
—¡No puede ser! —pudo decir la joven—. ¿Quieres decir que toda la familia real ha muerto? ¿Que no queda nadie que pueda disputarle el trono a Harak?
Belicia negó con la cabeza.
—Él ya se ha ocupado de eliminar a todos los nobles que pudieran tener pretensiones al trono. Los que no le han jurado fidelidad y sobrevivieron a la batalla han sido ejecutados. Nuestros padres… —concluyó, y se echó a llorar otra vez, incapaz de continuar.