Cuando regresaron a la civilización, se encontraron con que las tropas capitaneadas por Lobo habían logrado expulsar a los bárbaros de Nortia definitivamente. La mayoría de los jefes bárbaros habían huido, y una turba enfurecida había sorprendido al brujo tratando de escapar por el camino real y lo había hecho arder en la hoguera.
Ahora había que reconstruir el reino y reorganizar sus dominios, ya que casi todos los nobles habían muerto en la guerra. Por tal motivo se perdonó a traidores como Robian de Castelmar y se les permitió conservar sus tierras, si bien en el futuro sus linajes caerían en desgracia y tardarían mucho en recuperar el poder y la influencia de los que habían disfrutado en tiempos pasados.
Analisa se mantuvo en el trono de Nortia, y su madre fue declarada regente del reino. Ella solicitó que Lobo permaneciera en la corte como su sucesor y consejero más cercano; en la práctica, compartiría con la marquesa la regencia del reino hasta la mayoría de edad de Analisa. Por este motivo se le devolvieron su título, su nombre y sus tierras, y de nuevo fue conocido como el conde Urtec de Monteferro, aunque nunca pudo deshacerse del sobrenombre por el que lo conocían quienes admiraban sus hechos y su leyenda: el Caballero del Lobo. Apenas un año más tarde, contraería matrimonio con la marquesa de Belrosal, uniendo así su linaje al de la realeza de Nortia.
Viana, ajena a todo esto, regresó a Rocagrís.
Lo hizo con Uri. Cuando cruzaron juntos, de la mano, las puertas del castillo, Viana se estremeció de emoción. Allí había nacido, crecido y vivido. Allí había visto por última vez a Belicia antes de aquel intento de rescate que había terminado tan trágicamente.
Ahora, el castillo estaba desierto. Los bárbaros lo habían abandonado para hacer frente a las tropas que los atacaban desde el sur, y los sirvientes habían huido, temiendo por sus vidas. Pero a ella no le importó.
Durante varias semanas, Uri y Viana vivieron solos en el castillo, disfrutando por fin de un amor que apenas habían tenido ocasión de compartir. Fueron días felices, y los aprovecharon al máximo, consciente de que recordarían aquella época el resto de sus vidas.
—Cásate conmigo —dijo Viana una noche, mientras descansaba en los brazos de Uri. Se sentía muy osada por haber planteado aquella pregunta, no solamente porque debía ser el enamorado quien la formulara a su dama, sino también porque podía imaginar la cara que pondría la reina, por no mencionar a Lobo, si se le ocurría solicitarles permiso para contraer matrimonio con el extraño chico de los bosques.
—«¿Qué es… cásate»? —preguntó él. Viana sonrió.
—Significa que prometeremos estar juntos para siempre. Que nuestro amor no acabará nunca.
—No puedo, Viana —respondió él, con tal gesto de tristeza que a ella se le rompió el corazón—. No estaré contigo para siempre.
La joven cerró los ojos y suspiró.
—No debería haberlo preguntado —murmuró. Durante aquellos días, casi habían logrado olvidar que su historia no tardaría en llegar a su fin.
Uri la estrechó entre sus brazos y la miró a los ojos.
—Yo no puedo estar contigo para siempre —dijo—. No de esta manera. Pero prometo que te amaré… siempre… Siempre.
Viana se echó a llorar.
No volvieron a hablar del tema.
Pero una noche, Viana se despertó y no halló a Uri a su lado. Se levantó del lecho de un salto y se estremeció de frío, y comprendió que el otoño había llegado por fin a Nortia. Aun temblando, se echó un manto sobre los hombros y recorrió el castillo llamando a Uri.
Lo encontró en el patio, desnudo, tal y como lo había visto la primera vez. Estaba de pie y no parecía sentir el aire gélido que llegaba del norte. Había alzado sus ojos verdes hacia el cielo, aguardando el amanecer.
—Uri… —susurró ella.
El muchacho se volvió para mirarla. Y sonrió.
Fue una sonrisa llena de tristeza y de felicidad al mismo tiempo.
—Viana —respondió él con sencillez—. Adiós.
—¿Qué…?
En aquel momento, los primeros rayos del amanecer treparon por encima de los muros del castillo y acariciaron el cabello salvaje de Uri.
—Adiós —dijo el muchacho—. Te quiero.
Y empezó a cambiar. Su piel se volvió más oscura y rugosa y el cabello comenzó a crecerle hacia arriba de forma desordenada. Sus pies se hundieron en la tierra, sus brazos se alzaron hacia el cielo, buscando la vivificante luz del sol.
—Uri… —susurró Viana—. ¡Uri, no! —gritó, desesperada, al comprender de pronto lo que estaba sucediendo.
Corrió hacia él gritando su nombre, mientras el muchacho era cada vez menos humano, mientras de su pelo y sus dedos brotaban hojas tiernas, mientras su rostro desaparecía bajo la corteza, mientras sus piernas se fusionaban y de sus pies nacían raíces que se asentaban firmemente en el suelo.
Viana se abrazó llorando a su cintura —a su tronco— sin dejar de repetir su nombre y de suplicarle que no se fuera, que no la dejara. Pero ni sus ruegos, ni sus lágrimas lograron detener la transformación y, cuando el sol ya se alzaba en lo alto, Viana yacía a los pies de un árbol joven que erguía sus ramas con orgullo.
Lo contempló, con el rostro todavía húmedo. Era uno de los árboles cantores, y sus hojas se elevaron buscando el viento para generar una dulce melodía llena de nostalgia y melancolía.
Viana se acurrucó entre sus raíces y escuchó su canción, y después cantó con él.
—Gracias —dijo finalmente acariciando la rugosa corteza que un día fuera la piel moteada de Uri—. Gracias por todo lo que me has dado. Gracias por decidir permanecer aquí, a mi lado, en lugar de regresar a echar raíces a tu bosque, con los tuyos. Nunca te olvidaré. Nunca te abandonaré.
Y allí la encontraron Dorea, Airic y los demás cuando regresaron a Rocagrís. Todos se extrañaron de que un árbol tan extraordinario hubiese crecido en el patio del castillo en tan poco tiempo, y también de que su señora pareciera estar tan triste y afectada pese a que toda Nortia celebraba la caída del rey Harak y la expulsión de los bárbaros. Pero Viana no les habló de la causa de su congoja.
Retomó sus obligaciones como señora de Rocagrís y procedió a organizar su herencia y sus propiedades, y a tratar de arreglar el daño causado por meses de abandono y de gobierno bárbaro. Airic, Alda y Dorea se quedaron con ella; la apreciaban de corazón y deseaban continuar sirviendo en su castillo.
Pero todas las noches, después de la cena, acudía a sentarse a los pies de aquel maravilloso árbol para acariciar su corteza con ternura y cantar con él.
Y, mes a mes, su vientre se fue hinchando un poco más con cada luna, hasta que, cuando llegó el momento, dio a luz a dos mellizos, hembra y varón. No dio nunca explicaciones acerca de quién era el padre y nadie se las pidió. Las casas nobles de Nortia necesitaban herederos; tendrían que pasar por alto el origen dudoso de algunos de ellos si querían subsisitir. Viana llamó al niño Corven, como su padre, y a la pequeña, Belicia, como su mejor amiga. Ambos crecieron sanos y fuertes, y nada en ellos los hacía diferentes de los demás niños. No presentaban un extraño tono de pelo (sus cabellos eran de color rubio oscuro) ni tenían la piel moteada. Por sus venas corría sangre roja, como la de cualquier mortal. Incluso habían heredado el color de ojos de su madre.
Sin embargo, ella siempre temió que sus hijos salieran corriendo un día hasta el bosque para echar raíces allí, porque conocía muchas historias acerca de niños engendrados por las hadas que no podían resistir la llamada del mundo sobrenatural al que pertenecían en parte.
Pero Corven y Belicia crecieron entre humanos y nunca dieron muestras de querer abandonarlos. De niños, jugaron al escondite entre las ramas del gran árbol cantor del patio; cuando crecieron, el mismo árbol fue testigo de las primeras palabras de amor que salieron de sus labios. Y también presenció los primeros pasos de los hijos que nacieron de ellos.
Belicia contrajo matrimonio con el primogénito de la reina Analisa, que se había casado tiempo tiempo atrás con un apuesto príncipe del sur. De este modo, Belicia de Rocagrís llegó a ser, con los años, reina de Nortia, alcanzando el destino que había deseado para sí la muchacha de la que había tomado su nombre y cuyos sueños se habían visto tan trágicamente truncados.
Corven se quedó en el castillo de su familia; también se casó con una doncella de buena familia, y ambos engendraron hijos que heredaron el dominio de Rocagrís.
Viana, en cambio, no se casó nunca. Dicen las malas lenguas que Robian de Castelmar, acudió un día a cortejarla y tuvo que marcharse como había llegado; pero, si fue así, Viana no se lo contó a nadie.
En realidad, ambos mantuvieron una conversación larga y sincera, en la que Robian se había disculpado ante Viana, pero no había pedido su mano en matrimonio. Los dos eran ahora mayores y más sabios, podían hablar de los tiempos pasados sin ira y ni dolor, y en adelante fueron buenos amigos.
Viana bajó a cantar al pie de su árbol todas las noches de su vida. Cuentan que, incluso cuando su cabello había tornado ya blanco y sus ojos estaban velados por las cataratas, cuando la artritis encogía sus dedos y hacía vacilar sus pasos, Viana todavía acudía a visitar a su árbol.
Y así la encontraron, muerta entre sus raíces, una gélida mañana de invierno.
Todo el mundo la lloró con amargura. Corven decidió enterrarla al pie del árbol porque sabía que eso es lo que ella habría querido. Mucha gente fue a visitar su tumba aquellos días, y hasta el propio árbol se mostró triste, con las ramas caídas y las hojas resecas, y permaneció mudo durante aquel largo invierno.
Una mañana de primavera, sin embargo, un tímido brote emergió de la tierra. Las primeras lluvias y los rayos del sol alentaron su crecimiento, y lo convirtieron en una planta verde y radiante que enrolló su tallo en torno al tronco del árbol cantor.
Este recobró parte de una lozanía que todos atribuyeron a la llegada de la primavera. Se le oyó cantar nuevamente, y la gente fue a visitarlo, como habían hecho hasta entonces, para escuchar la maravillosa música que producía.
Los años pasaron velozmente. Corven envejeció y murió, y sus herederos lo sucedieron. Mucho tiempo después, tanto el árbol cantor como la planta que había crecido a sus pies acabaron por secarse y morir.
Los descendientes de Viana mantuvieron el tronco seco en su lugar.
Y así, cuando ya habían transcurrido varias centurias desde la invasión bárbara, se dio la circunstancia de que el señor de Rocagrís celebró su cincuenta cumpleaños.
Acudieron muchos invitados de todas las partes de Nortia, porque el duque era muy querido, y el suyo, un linaje muy antiguo y respetado.
Él mismo recibió en la puerta a todos y cada uno de los invitados. El último de ellos llegó cuando el sol ya se ponía por el horizonte, pero al señor del castillo no le importó esperar: Oki era un juglar muy bien considerado y él se sentía orgulloso de que hubiese aceptado su invitación.
Lo vio llegar por el camino, envuelto en las luces del crepúsculo. Los años también habían pasado por él; su cabello era más gris y su paso un poco más lento, y su espalda se encorvaba sobre su nudoso bastón. Pero sus ojos conservaban la vivacidad de antaño.
El duque lo escoltó desde la entrada, deshaciéndose en agradecimientos y buenos deseos. El patio del castillo de Rocagrís albergaba ahora un cuidado jardín, y Oki se detuvo al pie del único que desentonaba: el tronco muerto y reseco de un árbol antiquísimo.
—Lo conservamos por tradición —explicó el duque, un poco incómodo—. Es parte del patrimonio familiar, podríamos decir, hasta el punto de que mis antepasados lo incluyeron en nuestro escudo de armas —le mostró el emblema de los Rocagrís, que llevaba bordado en la sobreveste: junto al roque de oro original se alzaba ahora la figura de un árbol de sinople—. Cuentan que ya estaba aquí en los tiempos de la reina Analisa. Algunos ancianos juran, incluso, que sabía cantar —añadió con una sonrisa de disculpa.
Oki contempló los restos de árbol.
—Uri —dijo solamente.
—¿Cómo habéis dicho?
Oki sacudió la cabeza.
—Os contaré la verdadera historia de ese árbol esta noche, mi señor, si estáis dispuesto a escuchar. Creo que os interesará, porque habla también de una de vuestras antepasadas: Viana de Rocagrís.
—Sí —asintió el duque—, conservamos su retrato en la galería. Una mujer hermosa, aunque siempre he pensado que muestra una mirada muy triste. Quizá se deba a que, según dicen, luchó en las guerras contra los bárbaros de las estepas. Debió de vivir experiencias terribles.
—No me cabe duda —sonrió Oki.
Aquella noche, como tantas otras veces, el gran salón del castillo, se llenó de charlas, de risas y de canciones. Se sirvieron manjares que no tenían nada que envidiar a los que ofrecía el rey en su palacio la noche del solsticio de invierno, y el vino corrió generosamente. Y, cuando llegaron los postres, Oki comenzó su historia.
Todos lo escucharon atentamente. Y así, a través de la magia de sus palabras, fueron transportados hasta un tiempo remoto, mítico, en el que las doncellas podían desafiar a los bárbaros… y en el que los árboles podían cantar.
Y gracias a la voz de Oki, Uri y Viana renacieron una vez más, en la imaginación de sus oyentes, para volver a vivir su historia de amor sin fronteras.
Laura Gallego García
es la autora de las famosas sagas «Memorias de Idhún» y «Crónicas de la Torre». Sus libros están llenos de mundos y personajes fantásticos que encandilan a miles de jóvenes. Ha ganado en dos ocasiones el Premio El Barco de Vapor de literatura infantil en 1999 y 2002