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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Narrativa, #Juvenil

Donde los árboles cantan (8 page)

BOOK: Donde los árboles cantan
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—¿Encinta? —repitió Viana alarmada.

—No de verdad, por supuesto —la tranquilizó Dorea—. Será otra de las muchas cosas que fingiremos estos días. Pero su propósito es engendrar un heredero en vos y, si cree que ya lo ha conseguido, quizá pierda el interés. De todas formas, le diremos que se trata de un embarazo delicado y que debéis guardar reposo. Eso debería mantenerlo alejado por unos meses.

—¿Y después?

Pero Dorea se encogió de hombros.

—Después, mi señora, ya se verá.

No era una solución definitiva, pero ahorraría a Viana el mal trago de compartir el lecho con Holdar, aunque no del todo…

—Debéis dormir a su lado, señora, o sospechara —le indicó Dorea—. No os preocupéis, no despertará en mitad de la noche, y mañana se sentirá demasiado indispuesto como para poneros la mano encima.

A Viana le revolvía el estómago la sola idea de yacer junto a aquel grandullón que apestaba a alcohol y a sudor, pero confiaba en su nodriza y estaba dispuesta a hacer todo lo que ella le indicara. De modo que se tumbó en la cama, de espaldas a Holdar, y se acurrucó lo más lejos de él que pudo. Dorea echó un último vistazo a la habitación para asegurarse de que todo estaba en orden, le dirigió a Viana una sonrisa alentadora y se marchó, cerrando la puerta tras de sí.

La joven sintió un acceso de pánico al verse sola con aquel hombre, pero luchó por dormirse y permanecer inmóvil.

Y así estuvo durante horas, sin osar mover un músculo, mientras Holdar dormía con un sueño tan profundo que probablemente no se habría despertado ni aunque Viana se hubiese puesto a dar saltos sobre la cama. Era ya casi mediodía cuando el bárbaro se estremeció y masculló algo en su idioma. Tras un último ronquido, se despertó con una sacudida y se volvió para mirarla con ojos legañosos.

Viana, aterrorizada, le devolvió la mirada, acurrucada en el otro extremo de la cama. Le dolía todo el cuerpo debido a la tensión a la que había estado sometida, pero Holdar no se percató de ello. Confuso todavía a causa del narcótico administrado por Dorea, se incorporó un poco y parpadeó mientras trataba de ponerse en situación. Pareció desconcertado al ver a Viana en su cama, probablemente porque no recordaba cómo había llegado hasta allí. Entonces reparó en la camisa desgarrada de la muchacha y en las sábanas, hechas un revoltijo. La mancha de sangre, ya reseca, era claramente visible entre ellas.

Una sonrisa de satisfacción iluminó la cara de Holdar, que se puso en pie de un salto —tuvo que apoyarse en la pared porque aún se sentía algo indispuesto— y lanzó un grito de triunfo. Viana, aún tapándose con la sábana, lo contemplo asustada, pero él le dirigió una mirada de desdén y salió a trompicones de la habitación, ignorándola por completo.

Viana aguardo un instante; cuando parecía claro que Holdar no iba a regresar, exhaló un profundo suspiro de alivio.

Dorea tenía razón: el bárbaro todavía acusaba los efectos del bebedizo, que él atribuiría, sin duda, a la resaca que sufría tras los excesos del día anterior. Por otro lado no parecía estar realmente interesado en ella. Solo quería una esposa con la que engendrar hijos que heredaran las tierras que Harak había conquistado. Una vez que pensara que había quedado encinta… tal vez la dejara en paz.

Respiró lentamente, tratando de aclarar las ideas. La noche anterior, el plan de Dorea le había parecido una locura, pero se había dejado llevar porque estaba asustada y porque no sabía qué otra cosa hacer. Ahora, sin embargo, a la luz de la mañana y pensándolo detenidamente, se dijo que podría funcionar…

Pasó el resto del día tratando de hacerse invisible para su marido. Encontró un refugio en las cocinas, donde habían colocado a Dorea y donde Holdar nunca entraba por considerarlo territorio de mujeres. Además, la mayor parte de los criados que trabajaban allí eran gente de Nortia, obligados a servir a los bárbaros, y sentían gran simpatía por la nueva señora de la casa, cuyo destino lamentaban de corazón.

Sin embargo, ni Dorea ni ella compartieron su plan con nadie. Para que saliera bien, ambas debían ser sumamente discretas y llevarlo a cabo con gran cuidado.

Aquella mañana, Holdar mostró la sábana manchada a sus hombres y fanfarroneó sobre algo que en realidad no podía recordar. Los bárbaros siguieron holgazaneando todo el día, y también el siguiente, exigiendo sin cesar comida y bebida a los criados. Holdar subió de nuevo a su habitación bien entrada la noche, y ahí estaba Viana, temblando de miedo. En esta ocasión, el bárbaro logró llevarla hasta la cama, pero se quedo profundamente dormido en cuanto tocó las sábanas.

La noche siguiente, ni siquiera aguantó tanto: cayó pesadamente sobre las escaleras mientras subía a la alcoba, y Viana tuvo que arrastrarlo hasta la cama con ayuda de un par de criados.

La muchacha contaba los días, deseando que llegara pronto el momento de fingirse embarazada; temía que un día Holdar resistiese más de lo habitual y el somnífero le hiciera efecto demasiado tarde.

Para asegurarse, Dorea aumento la dosis, de modo que, las noches siguientes, el bárbaro no llegó a levantarse de la mesa por su propio pie.

Durante todo aquel tiempo, Viana seguía fingiendo que su marido se las arreglaba para mantener con ella unas relaciones que era incapaz de recordar. Pero las dos mujeres sabían que no podrían continuar con aquella farsa durante mucho tiempo.

Y el plazo terminó antes de lo que ellas habían calculado.

Resultó que los banquetes amenizados con cánticos y borracheras no eran algo cotidiano entre los bárbaros, y que todo aquello había formado parte de las celebraciones por la conquista de Nortia. Pero llegó un momento en que Holdar decidió que ya estaba bien de haraganear y puso firmes a todos sus hombres. De la noche a la mañana, los bárbaros comenzaron a patrullar los alrededores de Torrespino para pacificar el territorio, sofocando todo atisbo de rebelión y asegurándose de que los campesinos estaban al tanto de que tenían un nuevo señor. Holdar pasaba todo el día fuera, recorriendo sus nuevas tierras y examinando con detalle cada aldea, cada camino y cada campo de labranza. El único lugar al que no se acercaron fue al Gran Bosque, pero eso no tenía nada de particular: nadie lo hacía.

Así pues, los bárbaros empezaron a parecerse más a los temibles guerreros que habían derrotado al ejército de Nortia y menos a la panda de borrachos que habían demostrado ser en los últimos días. Holdar estaba mucho más lúcido, y empezó a mirar a Viana con cierto aire de sospecha.

Por fortuna para ella, poco después de su boda empezaron a llegar más bárbaros desde otro lado de las Montañas Blancas, incluyendo a las mujeres.

Al verlas, Viana empezó a entender por qué aquellos rudos guerreros no encontraban atractivas a las damas nortianas. Las mujeres bárbaras eran duras, fuertes y musculosas como ellos. Tenían la piel tostada por el sol y llevaban el cabello suelto y salvaje, y solo algunas se lo recogían en largas trenzas que llevaban casi siempre medio deshechas. Sus escotes generosos y sus modales desenvueltos, casi vulgares, las asemejaban más a mozas de taberna que a delicadas doncellas. A su lado, Viana parecía endeble y remilgada, una muchacha de rostro redondo y dulce y carnes blancas y blandas. Una flor de invernadero que no encendía tanto la pasión de los bárbaros como sus enérgicas y ardientes mujeres.

Cuando algunas de aquellas mozas del norte se instalaron en el castillo, bien como criadas o bien porque estaban casadas con los guerreros, Holdar fue perdiendo su interés por Viana. Aún acudía a su alcoba por la noche, porque consideraba que era su obligación engendrar un heredero, pero parecía que le resultaba fastidioso, sobre todo teniendo en cuenta que, por alguna extraña razón, no conseguía recordar los detalles de sus noches conyugales.

Dorea decidió entonces adelantar el falso embarazo de Viana.

—Pero ¿y si no se lo cree? —preguntó ella, inquieta—. Estos días ha estado ocupado con la ordenación del señorío, pero sé que me considera un asunto pendiente y que no va a dejar las cosas así. Ya debe de pensar que es extraño que duerma tan profundamente por las noches, sobre todo ahora que no bebe tanto como antes.

—Dejádmelo a mí, señora —replicó su nodriza—. Si todo va bien, esta será la última noche que paséis en la alcoba de vuestro esposo en mucho tiempo.

Animada por aquellas palabras, Viana se fue a dormir más temprano de lo habitual. Se despertó cuando, un rato después, Holdar entró tambaleándose y se derrumbó a los pies de la cama, pero no se molestó en moverlo de ahí. La perspectiva de poder mantenerse alejada de aquel hombre durante un largo período de tiempo la llenaba de fuerzas y esperanza.

Al amanecer, Dorea entró en el cuarto, pasó por encima del cuerpo de Holdar y despertó a Viana con suavidad. Traía un tazón con un líquido humeante.

—¿Qué es? —quiso saber Viana.

—Os ayudará a fingir la indisposición de las mujeres encinta, mi señora. Pero antes, ayudadme a colocar a vuestro esposo sobre la cama.

Las dos mujeres cargaron con Holdar y lo dejaron caer sobre el lecho, Dorea obligó a Viana a tomar la infusión antes incluso de permitirle recuperar el resuello.

—No tenemos mucho tiempo —susurró—. Bebedla toda, es importante.

La muchacha obedeció, pese a que era horriblemente amarga y aún estaba tan caliente que le quemó la lengua. Después, a instancias de su nodriza, volvió a tenderse en el lecho junto a su esposo. Dorea se marchó, cerrando la puerta tras de sí, y a ella no le quedó más remedio que esperar.

Holdar despertó poco después. Iba desarrollando cierta tolerancia al somnífero que le administraba Dorea, de modo que cada día se levantaba un poco más temprano y un poco menos desorientado.

—Esposa —la saludó en cuanto la vio.

Viana se incorporó un poco, dispuesta a alejarse de él si fuera necesario, pero se le revolvió el estómago y sintió unas horribles arcadas. Se levantó como pudo y se abalanzó sobre el bacín que había junto a la ventana para vomitar allí.

Holdar la contempló desconcertado. Viana se sentía tan mareada que tuvo que apoyarse en la pared para no desplomarse. Trató de decir algo, de avanzar hacia la puerta para ir a buscar a Dorea, pero no fue capaz, tras un par de pasos, todo empezó a darle vueltas y se desmayó sin poder evitarlo.

Cuando se despertó, un rato después, se encontraba en otra cama, en una habitación diferente, un poco más pequeña que la suya, pero soleada y bien airada. Dorea estaba a su lado.

—Lo siento mucho, niña, pero era necesario —le susurró mientras le secaba el sudor de la frente.

—¿Es… por la infusión que me has dado? —preguntó ella en el mismo tono; pero Dorea le indicó silencio, y Viana se dio cuenta de que había más personas en la habitación.

Una de ellas era su marido, que estaba recostado contra la pared, visiblemente incómodo. La otra era un bárbaro a quien Viana conocía de vista: se trataba de uno de los pocos guerreros del castillo capaces de chapurrear un poco el idioma de Nortia.

—¿La dama está enferma? —quiso saber el intérprete—. ¿Qué le pasa?

—La dama está encintada —declaró Dorea— ya ha empezado a sufrir los rigores de su estado. Podéis dar la enhorabuena a vuestro señor: pronto, su esposa dará a luz a su hijo.

Viana se estremeció ante la sola posibilidad de que eso pudiera ser cierto. Pero el bárbaro las miró con desconfianza.

—¿Encinta? ¿Quieres decir que está embarazada? —contempló a Viana con disgusto y profundo desdén—. Mi esposa ha parido cinco hijos. Nunca guardó cama. Trabajó hasta el último momento. Así son las mujeres de nuestro pueblo — concluyó con desafiante ferocidad.

Pero Dorea no se inmutó.

—Bueno, pero su señor no ha escogido por esposa a una mujer de su condición —dijo—, sino a una dama noble de Nortia. Ellas son diferentes, más finas y delicadas. Además, hay algo en este embarazo que no termina de gustarme. Probablemente la señora tendrá que aguardar reposo hasta que dé a luz.

—¿Guardar reposo? ¿Quieres decir que estará ahí tumbada todo el día?

—O perderá al bebé —asintió Dorea.

El bárbaro frunció el ceño e informó de las novedades a Holdar, que había entendido solamente unas pocas palabras de aquella conversación. El saber que iba a ser padre pareció complacerle, pero, al igual que a su compañero, el hecho de que su esposa fuera tan floja lo disgustaba enormemente. Sin embargo, Dorea continuó insistiendo y, como Holdar estaba convencido de que las mujeres nortianas eran débiles por naturaleza, no le costó persuadirlo de que la vida del bebé peligraba y de que Viana debía descansar.

Finalmente, Holdar se encogió de hombros y salió de la estancia, seguido del otro bárbaro. No parecía que fuera a echar de menos a Viana, pero si estaba interesado en el hijo que ella podía darle, de modo que no discutió con Dorea al respecto.

Para guardar las apariencias, Viana siguió en cama durante unos días más, y Dorea continuó suministrando a Holdar su somnífero por las noches, ya que habría resultado sospechoso que se hubiese librado de un día para otro de aquel profundo sopor que lo aquejaba en los últimos tiempos. También Viana tomaba las infusiones de su nodriza con regularidad. Algunas de ellas le revolvían el estómago y la ayudaban a fingir las náuseas y vómitos de la embarazada, pero había una en concreto que debía beber a diario y que Dorea manejaba con gran cuidado.

—Evitará que tengáis la molestias del mes —le explicó en voz baja.

Viana la contempló con un nuevo respeto. Quiso saber por qué no le había facilitado antes aquella tisana en particular, pero su nodriza sacudió la cabeza y la miró con severidad.

—No se debe jugar con esas cosas —la regañó—. Es un bebedizo muy potente; administrado en grandes dosis o de forma continuada durante mucho tiempo, podría hacer que perdierais para siempre la capacidad de concebir.

Viana pronto empezó a encontrarse tan mal que nadie sospechó que estuviese fingiendo. La muchacha se juró a sí misma que se lo pensaría dos veces antes de tener que sufrir otro «embarazo», ya fuera real o simulado.

Los primeros días, Holdar iba a menudo a visitar a su esposa, pero ella intuía que se debía solamente a que temía por la vida de su heredero. Poco a poco, Dorea fue reduciendo las dosis y la joven empezó a sentirse mejor, aunque aún estaba pálida y marchita, y se mareaba si permanecía demasiado tiempo en pie. Al ver que el «embarazo» parecía progresar, Holdar dejó de prestar atención a Viana y empezó a ocuparse de otros asuntos, de modo que ella pudo llevar una vida más relajada. Daba cortos paseos por el castillo, preferentemente cuando su marido estaba fuera, y hasta salía al patio los días de sol. También pasaba bastante tiempo en la cocina con Dorea y las demás criadas, que se desvivían por cuidarla.

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