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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, #Policíaco

Dos días de mayo (19 page)

BOOK: Dos días de mayo
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El día era de nuevo luminoso, y pronto el sol descargaría con mayor intensidad. Mejor no perdía mucho tiempo antes de que el calor le castigara y se le comiera todavía más las fuerzas.

Caminó unos metros y buscó algo en el suelo. El lugar era llano y no muy grande, ideal para que los niños jugaran al fútbol aunque continuamente la pelota se les fuera montaña abajo, por entre las barracas. Temió no dar más que palos de ciego hasta que divisó las piedras.

Una docena de ellas, a un lado, más o menos grandes pero no muy pesadas, capaces de ser cogidas con una mano.

Se agachó y tomó una.

La sopesó.

Allí estaban las piedras, ahora…

Buscó algo más en derredor y lo encontró, a unos veinte metros de distancia. Habían trazado en el suelo un cuadrado de unos dos metros de lado, rascando la tierra para que fuera más o menos visible. Allí también encontró un par de piedras, una dentro y otra fuera. No tenía ni idea de a qué distancia podía tirar una pesa un lanzador, y menos con una sola mano.

Volvió a sopesar las piedras.

Eran más livianas, seguro, así que llegaban más lejos.

Regresó al punto de lanzamiento y cogió una piedra. La arrojó lo más lejos que pudo. Luego otra. Y otra más. Con la tercera consiguió su objetivo: alcanzar el cuadrado. No repitió su éxito hasta la séptima.

Dejó de practicar jadeando.

Seguía solo. Miró a su alrededor y lo único que escuchó fue el silencio. La última vez que estuvo en Montjuïc, cerca de allí, en el balcón de Miramar, lo hizo con Quimeta. Se dio cuenta de que con Patro no iba a los mismos lugares en los que paseó con ella. Dos mujeres, dos mundos. No quería mezclar.

Y lo apreció en ese momento, sin venir a cuento.

O quizá sí.

Todo estaba relacionado, conectado.

Caminó de nuevo por el lugar, de regreso al límite bajo el cual se amontonaban las barracas, y se sentó un momento en el suelo. No se veía a muchas personas, algunas mujeres moviéndose por entre aquellas falsas paredes y un par de niños jugando, descalzos.

La pobreza siempre iba descalza.

La gitanilla apareció entonces.

Salió de la última casa, por decirlo de una forma generosa, y se lo quedó mirando. Era muy bonita, unos ocho, nueve o diez años, difícil precisarlo. Llevaba un vestido ajado, descolorido, el cabello ralo y sucio, los pies polvorientos y la cara tiznada. Sus ojos, por increíble que pareciera, eran transparentes, de un gris perfecto e inmaculado. Flotaban en medio de su redonda carita como faros en la oscuridad de su piel aceitunada. Era tan guapa que dolía. Una muñeca todavía perfecta, al borde de la rotura que la vida y la miseria le impondrían.

Sintió pena.

Pero también un ramalazo de inquietud.

Entonces la llamó.

—¡Eh!

La niña le miró muy seria.

—Ven. —Le hizo la seña con la mano.

Se hizo la remolona. Primero movió la cabeza de lado a lado. Después fingió indiferencia, le dio la espalda. Finalmente volvió el cuerpo y hundió en él su mirada más penetrante.

—Ven —le repitió.

Tardó cinco segundos más en reaccionar.

Luego subió el desnivel, despacio, y se detuvo a unos tres metros sin cambiar su expresión seria y desconfiada pese a la sonrisa de Miquel.

—Quiero preguntarte algo —dijo él.

No hubo respuesta.

Miquel le enseñó un duro.

—Toma.

Un duro era un duro. Lo miró con ojitos ávidos, como si fuera una chocolatina. Dio dos pasos y alargó la mano. Con un gesto rápido se lo arrancó de la palma y retrocedió de nuevo, aprisionándolo con fuerza.

—Quiero preguntarte algo.

El mismo silencio.

—Ahí arriba venía un hombre a tirar piedras.

La niña parecía una estatua. Ni un parpadeo. Sólo aquella mirada penetrante.

—¿Tú le viste alguna vez?

—Sí. —Rompió su mutismo con una voz clara y llena de matices infantiles.

—Entonces ya te has ganado ese dinero. —Señaló la mano que aprisionaba las cinco pesetas—. ¿Quieres ganarte otro duro?

Ella asintió con la cabeza.

—¿Le faltaba un brazo?

—Sí.

—¿Cuál?

Hizo memoria.

—Éste. —Se tocó el izquierdo.

—¿Venía solo?

—Al final sí, los últimos dos o tres días, antes venía con otro hombre.

—¿Y qué hacía el otro hombre?

—Tiraba de un carrito.

—¿De un carrito?

—Sí.

—¿Cómo?

—Pues tirando. —Se encogió de hombros—. Lo sujetaba con una cuerda y corría arrastrándolo por el suelo alrededor del otro.

—¿Y eso por qué?

—El que tiraba las piedras tenía que acertar y meterlas dentro del carrito.

Asimiló la novedad. El pasmo le hizo perder unos valiosos segundos, nublándole la concentración. La niña le tendió la mano libre.

—¿Me da el otro duro?

—Sí. —Lo sacó del bolsillo—. ¿Corría mucho el del carrito?

No respondió. La mano seguía allí, extendida.

Miquel abrió la suya y dejó que ella cogiera el dinero, esta vez con menos desconfianza y rapidez.

—Dime, ¿corría mucho el del carrito? —repitió la pregunta.

—Un poco, pero el hombre al que le faltaba un brazo las metía siempre dentro. Sabía jugar.

—¿Les viste siempre a ellos dos?

—Una vez vinieron tres, otra cuatro. Al comienzo. Al final sólo el que las tiraba.

—¿Dibujó un cuadrado en el suelo?

—Sí.

—¿Cuando venían dos o tres les oíste hablar?

—No.

—¿Cuándo fue la última vez que viste al manco?

—¿Qué es eso?

—El hombre con un solo brazo.

—Hace unos días.

—¿Cuántos? ¿Tres, cuatro, cinco…?

—Unos días, no sé.

Allí el tiempo debía de ser muy monótono, y para una niña como ella, sin escolarizar, una sucesión de horas interminables, repetidas y vacías.

—¿Ya no viene?

—No.

Por lo menos se había ganado su confianza. Con los dos duros en la mano, ella ya no tenía prisa ni hacía ademán de irse. Miquel seguía sentado, pacífico. La mirada de aquellos ojos grises le dolía cada vez más. Era como si pidieran algo a gritos.

—¿Cómo te llamas?

—Lola.

—Bonito.

—¿Para qué quería saber todo eso?

—Porque estoy buscando a ese hombre.

—¿Quiere hacerle daño?

—¡No! —Le extrañó que ella imaginara algo tan espantoso, a su edad—. Quiero verle porque éramos amigos y le estoy buscando desde que salí de la cárcel.

—¿Ha estado en la cárcel?

—Sí.

—Mi padre está ahora. —Apuntó al corazón de la ciudad con su dedo índice—. En la Modelo. Se llama Genaro, ¿le conoce? Genaro Sánchez.

—No, no le conozco, lo siento.

Lola sonrió. Ahora ya sí. Él era de los suyos. Tenía los dientes blancos y menudos, y también una deliciosa sonrisa. Un ángel al que muy pronto harían daño.

—Si me da otro duro le digo algo más.

—¿Qué es?

Extendió la mano con la palma abierta, sin dejar de sonreír.

Ya sabía latín.

—¿Cómo sé que me será útil?

—Conozco a alguien que puede saber dónde está ese hombre, el ma… man…

—Manco —la ayudó.

—Eso.

—¿Quién es esa persona?

La mano se movió en el aire. Los dedos se flexionaron hacia delante y hacia atrás.

Miquel buscó en su bolsillo. No tenía más duros en moneda, pero sí pesetas sueltas. Reunió cuatro y dos piezas de dos reales cada una. Volvió a depositarlas en aquella palma tiernamente sucia.

—La última vez que vino se fue con mi prima —dijo la niña.

—¿Adónde?

—No lo sé, pero puedo ir a buscarla.

—De acuerdo.

—¿Me esperará aquí?

—Sí.

—¡Hasta ahora!

Fue en un visto y no visto, le dio la espalda y echó a correr montaña abajo, pasando entre las barracas como una flecha hasta desaparecer de su vista.

27

Primero fueron cinco minutos.

Después diez.

A los quince empezó a pensar que Lola acababa de tomarle el pelo o que no encontraba a su prima. Era lo más cerca que había estado de Sunyer.

Visualizó la escena. Roura tirando de un precario carrito que arrastraba con una cuerda mientras Sunyer arrojaba sus piedras tratando de meterlas dentro. Y luego, el deportista manco, ya solo, haciendo lo mismo con un cuadrado trazado en el suelo, para mantenerse activo y entrenado.

Un carrito, un coche. ¿Tan sencillo?

Cerró los ojos.

Cuando volvió a abrirlos las vio a las dos, subiendo montaña arriba.

Lola era un ángel; su prima, una niña hecha mujer.

No pudo apartar los ojos de ella mientras se acercaban. Le calculó unos veinte o veintiún años, aunque también pudiera ser que se quedara en diecinueve, tan guapa o más que la gitanilla, cabello alborotado, labios sensuales, ojos rasgados, cuerpo voluptuoso, con la misma piel cobriza. Vestía una blusa con el escote en forma de barca y una falda larga hasta los tobillos. Sus pies estaban igualmente descalzos, como los de su compañera. Los únicos adornos eran unos brazaletes baratos en ambas muñecas.

Sin pretenderlo, evocó la figura de Patro al conocerla, desnuda, en aquel balcón, amenazando tirarse abajo si se le acercaba. Una figura que jamás olvidó y que ahora, diez años después, era suya.

Las dos aparecidas se detuvieron en la ladera. La parte superior daba la impresión de ser una especie de frontera. Miquel se puso en pie sacudiéndose el trasero para quitarse el polvo. La primera en hablar fue Lola.

—No quería venir, pero le he dicho que usted le dará dinero por contestar a sus preguntas, ¿verdad?

—Sí, le has dicho bien —asintió él.

La prima de la niña habló por primera vez.

—¿Cuánto me dará?

—Depende de la información.

Ella se cruzó de brazos. Estaba seria, desconfiada. Los ojos brillaban, en parte por interés y en parte por recelo. Debió calcular que no era más que un hombre mayor, inofensivo. Aun así se lo preguntó.

—¿Es policía?

—¿Parezco un policía?

—Ha estado en la cárcel, como papá —dijo Lola.

Su prima no le hizo caso.

—¿Para qué le busca?

—Ya se lo he dicho a ella. Éramos amigos y quiero reencontrarle. Alguien me dijo que venía aquí a tirar piedras porque se entrenaba de nuevo. Antes de la guerra fue campeón de lanzamiento de peso.

—¿Quién le dijo eso de que venía aquí a tirar piedras?

—Una mujer llamada Pura.

—Sí, me habló de ella —se relajó.

—¿Lo hizo?

No contestó a su interrogante.

—Enséñeme el dinero.

Miquel rebuscó por los bolsillos de la chaqueta pero no sacó la cartera, donde todavía conservaba un billete de veinticinco pesetas y dos de cinco. Podía quedarse sin nada y tener que moverse a pie o en autobús. La sola idea se le hizo angustiosa. Lo que le mostró a la joven fue la calderilla y un segundo billete de veinticinco pesetas, producto del cambio de diez duros de la comida del día anterior.

La muchacha alargó la mano para coger el billete.

Miquel la cerró.

—Si echas a correr, no podría alcanzarte —le dijo.

Sus ojos crepitaron. El dinero la atraía. Era su norte.

Pura necesidad.

—Y si usted me engaña, le advierto que tengo cinco hermanos. —Fue clara.

Le dio las veinticinco pesetas.

Seguía vaciando sus arcas a un ritmo demasiado rápido.

El dinero desapareció en el escote. Un lugar hermoso para guardar algo tan sucio. La imagen le evocó la de muchas películas, como si la vida imitara al arte continuamente.

—Yo estaba allí sentada. —La chica apuntó con el índice de su mano derecha una elevación del terreno, colgada sobre las barracas—. Se acercó a mí y nos pusimos a hablar. Era simpático. Le pregunté por qué tiraba piedras y me dijo que era un juego, pero que había sido deportista y campeón en eso, lo de tirar esa bola pesada lo más lejos posible. Llevaba un bocadillo y lo compartió conmigo. Entonces me dijo que yo era muy guapa.

—Lo eres.

—Me dijo que hacía mucho que no tocaba una piel como la mía. Yo le pregunté si estaba solo, si no tenía a nadie, y entonces me habló de esa tal Pura y de lo que hacía con ella, que si era mayor, y puta, y en cambio yo… Le dije que, si quería, podía tocarme el brazo. Lo hizo y vi cómo se acomodaba el pantalón, ahí —señaló la entrepierna de Miquel—. Comprendí que se había excitado y… bueno, no sé.

—¿Te dio pena?

—¡No! —Le miró estupefacta—. ¿Alguien va a sentir pena de mí si no puedo comer? —Con el ceño fruncido y enfadada pasaba de ángel a hermoso demonio—. Pero se había portado bien conmigo, compartiendo el bocadillo, así que le dije que si me daba dinero podíamos ir más abajo, entre los árboles, y dejaría que me tocara el cuerpo.

Miquel tragó saliva.

—¿Lo hizo?

—Me dijo que me daría más si me iba con él, que lo guardaba donde vivía.

—¿Y fuiste?

—Sí.

El vértigo le agitó. Intentó mantener la calma, no dar señales de su conmoción.

—¿Sabes la dirección?

—Me llevó a una vieja fábrica abandonada, cerca de la plaza de España. No está muy lejos de aquí.

—¿Qué fábrica?

—No lo sé, no vi el nombre ni se lo pregunté. Estaba entre la calle Cruz Cubierta y la carretera de la Bordeta, más o menos. Conozco la zona, por eso sé los nombres.

—¿Podrías acompañarme?

—¡No! —Se echó para atrás.

Lola parecía divertida. Reía. Que su prima se fuera con un hombre por dinero era algo absolutamente normal.

—Dame algún dato más.

—Tenía un muro de ladrillo rojo.

—¿Por dónde entrasteis?

—Por uno de los lados. El muro estaba medio caído por ahí. Se saltaba con facilidad, incluso él, con sólo un brazo. Nos metimos en un edificio de la derecha, unas viejas oficinas. Yo creo que estaba tal cual quedó en la guerra, porque parecía como bombardeado todo.

—¿Y él vivía en ese lugar?

—Tenía un viejo colchón y comida. Y desde luego dinero. No sé cuánto, pero…

—¿No te extrañó?

—¿Que viviera en ese lugar?

—Eso y que pudiera pagarte.

—¿Y si yo lo valgo? —Se llevó las manos a la cintura y le desafió con los ojos.

Puro fuego.

—¿Qué pasó luego? —Mantuvo la calma.

—Lo hicimos.

Lola estaba presente, pero era su prima la que lo contaba como si tal cosa. No tuvo más remedio que seguir, al margen de sus prejuicios.

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