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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, #Policíaco

Dos días de mayo (21 page)

BOOK: Dos días de mayo
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—No sé leer ni escribir, señor.

—No te rindas.

—Habla igual que un padre.

—Tuve un hijo, pero murió en la guerra.

—Mi padre también.

Miquel levantó una mano. La movió despacio. Carmelita se quedó quieta. Cuando llegó hasta su mejilla se la acarició.

Era muy suave.

—No te vendas barato.

Ella no le respondió.

La caricia terminó, la mano regresó a su lugar. Miquel dio media vuelta alejándose de su lado.

Esta vez no volvió la cabeza.

29

Habían pasado las dos horas de plazo dadas por Terencio Fernández. De hecho, el tiempo se había extinguido hacía cinco minutos. Buscó con urgencia un teléfono público y tuvo que llegar hasta Cruz Cubierta para dar con uno. Ocho minutos. Se abalanzó sobre el mostrador y pidió una ficha. También un café, lo que fuera. Una mujer le lanzó una mirada de desconfianza. El hombre del mostrador le puso la ficha sobre la madera. Cuando la insertó en la ranura, la manecilla del reloj sobrepasada ya en diez minutos la hora fijada.

Marcó el número sujetando el papel con la mano izquierda y esperó.

Le faltaban dos piezas para encajarlo todo.

Sólo dos.

Qué quería Mateo de Policarpo, aunque lo imaginaba, y saber dónde se escondía Roura, en caso de que aún no lo hubiesen detenido, antes de que desapareciera para siempre.

Sobre todo si Barcelona era un caos.

—Le dije dos horas —escuchó la voz átona de Terencio.

—Lo siento. No encontraba un teléfono.

—Cinco minutos más y no le espero.

—¿Qué quiere decir?

—Pásese por aquí, inspector.

—¿Ahora?

—Ahora.

—De acuerdo. —El olor a comida hizo que su estómago rugiera.

—¿Tardará mucho?

—Estoy cerca de la plaza de España. Lo que tarde el taxi.

—Pues dígale al taxista que pise a fondo o llegará tarde.

—Terencio…

—Es una deferencia, inspector. Sólo eso. Mi gratitud por haber venido a verme y por contarme lo que me ha contado. Creo que se lo debo.

No pudo decir nada más porque colgó el auricular.

Se bebió el café de dos sorbos. No era malo: era peor. Ni siquiera llegaba a ser achicoria. Encima le quemó la lengua. Pagó la consumición y la ficha y volvió a correr, abandonando el bar y la mirada recelosa de la mujer y el camarero.

«Dígale al taxista que pise a fondo o llegará tarde».

No hacía falta ser muy listo para saber qué iba a encontrarse.

Tardó tres minutos más en localizar su enésimo taxi desde que la mañana anterior había ido con Pere al Hospital Clínico atendiendo a la llamada de María. El taxista le recibió con una sonrisa. Una vez dentro vio las dos banderitas españolas insertadas en el contador. Y no sólo eso. En el salpicadero destacaba una insignia con el yugo y las flechas.

—¿Adónde le llevo, jefe?

Le dio las señas, en Hospitalet, y el hombre arrancó despacio.

—Tengo prisa —le advirtió.

—Vaya, pues hoy no está el día para correr, que hay mucho guardia —le dijo con acento gallego—. Haré lo que pueda. ¿Una urgencia?

—Sí.

—Espero que no sea nada. Hoy no. —Volvió a mostrarse alegremente jovial—. ¿Irá por la tarde?

—¿Adónde?

—¿Adónde va a ser? ¡A recibir al Caudillo, por supuesto!

—Tengo que trabajar.

—¡Pero qué dice, si todas las empresas van a dar fiesta para que la gente vaya, aunque él llegue a última hora de la tarde! —Volvió la cabeza para mirarle—. Oiga, que si quiere puede denunciarles, ¿eh? ¡Hoy no se trabaja! ¡Hay que rendir honores al Generalísimo, y recibirle como se merece! ¡Todos!

—¿Usted cerrará el taxi?

—¡A las cinco de la tarde, como Dios manda! Que de todas formas tampoco habrá gente que llevar hasta que acabe el jolgorio, y menos se podrá circular por donde pase.

Congeló los ojos en las banderitas españolas, en el yugo y las flechas, en el cogote del taxista, un hombre joven, como de treinta años.

—A mí me gustaría ir al puerto, para verle bajar del barco —continuó sin perder su locuacidad—. Todo estará engalanado, banderitas, música, sirenas sonando por todas partes, la gente feliz…

Miquel tardó dos segundos en responder.

Lo hizo sin apenas voz.

—Sí, creo que yo iré a Colón —dijo.

—¿Qué?

—Nada, tenga cuidado.

—Tranquilo. Ni un accidente en cuatro años, y eso que al comienzo iba un poco perdido. Entre eso y la gente empeñada en hablar catalán… ¿Doblo por aquí?

—Por donde quiera.

—Yo le puse Francisco a mi hijo por él. ¿Qué le parece? ¡Y Francisco!, ¿eh? ¡Nada de Paco! Fran-cis-co, con todas las de la ley.

Cerró los ojos. Hubiera bajado para coger otro de no ser por la advertencia de Terencio. «Dígale al taxista que pise a fondo o llegará tarde». No sólo era hablador. Era una plaga.

—Por favor, vaya un poco más rápido.

—Nada, tranquilo. —Le dio un poco más de gas.

Ni siquiera mucho.

—¿Le gusta el fútbol?

Miquel estuvo a punto de gritar. Si le decía que era inspector de taxis tampoco lo haría callar, podía estar seguro. A lo peor le venía con más cuentos.

—No, no me gusta.

—¿Y eso? —Volvió a mirarle con cara de no creérselo.

—Ya ve.

—¡Yo soy del Español, que para eso se llama así: Español! ¡No sé cómo esos catalanistas acaban ganando ligas!

Ya no pudo más.

—Señor.

—Diga, diga.

—¿Podría dejar de hablar el resto del camino? Me duele la cabeza.

El taxista abrió los ojos. Su cara expresó sorpresa. Daba la impresión de estar convencido de que su cháchara acompañaba el buen viaje de sus pasajeros.

—Sólo quería hacer más ameno el trayecto —se excusó.

—Pues mejor lo hace en casa.

—¡En casa no puedo hablar, que está la parienta y no me deja! —Soltó una carcajada antes de agregar—: Sí que tiene usted mala cara, sí.

Se encontró con sus ojos.

Ya no hubo más. Tampoco quedaba mucho trayecto. El taxista le dejó en la misma esquina que el primero. La muchedumbre había desaparecido de la calle, pero aún quedaban algunos grupos pequeños esparcidos aquí y allá. El mayor, frente al pasadizo de entrada al patio que comunicaba las tres casas de los hermanos Fernández. Le dio diez pesetas y esperó el cambio. No hubo propina. Tampoco se despidió.

Al hombre no le importó.

Si hablaba con cualquiera, sin cortarse, amparado en la «libertad» de pensamiento único de la nueva España, dando por sentado que todos pensaban como él, como mucho creería que era un pasajero raro.

—¡Que tenga un buen día! ¡Viva España!

Lo vio alejarse con rabia.

Apretó los puños.

Ya no tuvo tiempo de pensar en su incomodidad.

Caminó lo más aprisa que pudo en dirección a las casas. Algunos ojos siguieron su estela y poco más. Atravesó el grupo más numeroso, el que se aglomeraba en la parte final, y ya no hizo nada, ni habló. En la misma entrada le esperaba un hombre, trajeado, serio. Todos acababan de regresar del entierro de Policarpo. Al verle, el hombre le hizo una seña y le precedió con paso rápido. Miquel ya jadeaba. Por mínima que fuese la distancia, se cansaba. En la puerta de la casa de Terencio, custodiándola, había otros dos sicarios no menos elegantes, traje oscuro, la franja negra en la bocamanga. Se apartaron para que los aparecidos entraran. Esta vez no se dirigieron a la pequeña habitación de dos horas antes, sino que atravesaron la vivienda y salieron por la parte de atrás, cruzando un jardincito. Su destino fue un cobertizo pegado a un terreno labrado y con algunos árboles. También en su puerta esperaban dos energúmenos más, fornidos, cuadrados, como extraídos de una película de James Cagney.

La puerta se abrió y entraron.

Al primero que vio fue a Terencio.

Después al hombre en mangas de camisa, cara de bestia y los puños como mazas.

Por último, al hombre de la cicatriz en la barbilla, o lo que quedaba de él, porque sangraba de arriba abajo, medio destrozado, sin apenas rostro, atado a una silla.

30

Miquel sintió cómo se le doblaban las piernas.

—Inspector —dijo lacónico Terencio Fernández.

El energúmeno se apartó. Parecía cansado. La sangre le había salpicado la camisa, así que más que blanca era una especie de superficie moteada con decenas de puntos rojos. Los puños goteaban la misma sangre que le caía al apaleado, sobre todo de la barbilla, manchando sus rodillas y el suelo. Iba descalzo. Nadaba ya sobre un enorme charco cárdeno que la escasa luz convertía en algo fantasmagórico.

—Éste es Poncio —dijo el que era ya el único jefe del clan de los Fernández—. Poncio Martínez Garrido. —Hizo una pausa, miró al herido y agregó—: Saluda al inspector, Poncio.

El hombre levantó la cabeza. Un ojo cerrado por completo, el otro a medias, la nariz rota y desviada hacia un lado, con parte del hueso asomando por una brecha, la boca hinchada, los labios convertidos en bulbos.

—Saluda, Poncio —insistió con tenebrosa calma Terencio.

—Bue… nas…

—Bien, buen chico. —Se cruzó de brazos y dejó transcurrir otros pocos segundos, sin prisas—. Ahora cuéntale al señor inspector lo que me has dicho a mí.

Miquel levantó una mano.

—No es necesario…

No pudo continuar. A Terencio Fernández le bastó con volver la cabeza y mirarle fijamente. No eran amigos. Posiblemente ni siquiera aliados. En otro tiempo Miquel fue a por todos ellos, y sólo por ser más listos y estar mejor preparados se libraron. Habían pasado muchos años, pero ellos seguían siendo lo que siempre fueron y serían: delincuentes. Y él, pese a todo, estaba del otro lado, el de una legalidad que había cambiado pero seguía separando a los buenos de los malos, aunque eso también fuera un eufemismo.

El rostro del gángster era una máscara.

Después de todo, su hermano estaba muerto.

Y tenían sus malditos códigos.

—Adelante, Poncio. —Volvió a dirigirse al herido—. ¿O quieres que Antonio te ayude?

Poncio se agitó. Con su único ojo medio sano buscó a su torturador. Le localizó a un lado y se estremeció. A su alrededor todo olía mal. Probablemente se había orinado, quizá incluso defecado. La cabeza era una especie de articulación que se movía a saltos breves y espasmódicos, como si le costara mantenerla erguida. Abrió y cerró la boca un par de veces antes de poder hablar. Tuvo que tragar algo, y también escupir una mezcla de babas, sangre y algo parecido a un diente.

—El señor… Galvany vino… a ver al señor… Policarpo —empezó a decir.

—Si tardas tanto nos darán las uvas —le interrumpió con sequedad Terencio—. Aligera.

Casi era imposible que pudiera hablar bien y de corrido.

Lo intentó.

—El señor Galvany… vino a ver al señor… Policarpo para pedirle… un favor. Quería algo de… de él y… y el señor le dijo que lo tendría en un par… de días, que le avisaría y que… sería un poco caro. Pero el… el señor Galvany le contestó que el di… dinero no importaba, que lo tenía. El señor Po… Policarpo sonrió y le dijo que si de… de pronto se había hecho rico y él respondió que no, que tenía un par de socios que… podían… —Volvió a escupir sangre y su lengua hinchada rozó los labios como para ver si seguían allí.

—¿No te olvidas nada, Poncio?

El herido pareció fruncir el ceño. El resultado fue una mueca asustada y grotesca.

—¿Qué? —tembló.

—¿Qué quería el inspector Galvany de mi hermano?

Miquel tensó todos sus músculos sin darse cuenta.

La respuesta final.

—Dos… granadas de mano y… una pistola.

Miquel cerró los ojos.

Supo que Terencio Fernández se dirigía a él cuando escuchó:

—¿Bien?

Volvió a abrir los ojos.

—Sí. —Suspiró.

—Sigue. —Terencio apremió a su hombre.

—A los dos días el señor… P-p-policarpo me mandó a casa del señor Galvany. No estaba y le… le dejé a su hija el recado de… de que viniera a verle. El… señor Galvany lo hizo… esa misma… tarde. Pagó y se llevó t-t-todo lo pedido.

—¿A qué hora se marchó? —preguntó por primera vez Miquel.

—A… las seis o las siete.

Mateo había llegado a su casa muy tarde en la noche. Eso sólo podía significar una cosa: que llevó directamente la mercancía a Roura o a Sunyer.

O a los dos.

Su trabajo era ése: conseguir las granadas y el arma.

Terencio esperaba por si tenía más preguntas.

Una más.

—¿Le preguntó el señor Policarpo para qué quería esas dos granadas de mano?

—No. En… los negocios no hay… preguntas.

—Pero tú te diste cuenta de que eso era un caramelo, ¿verdad? —resonó la voz de Terencio con todo su poso de odio.

—¿Un… caramelo? —vaciló Poncio.

—Algo bueno para ti. —El gángster se puso casi delante de su hombre—. Una pistola… bien, pero dos granadas de mano… —Hizo tres ruidos con la lengua—. Ahí había algo gordo, ¿no es cierto?

No hubo respuesta.

—¡Contesta! —le gritó Antonio.

—Sí —se apresuró a hacerlo.

—Nada menos que dos bombas —suspiró su jefe.

Miquel contó hasta diez. El silencio se hizo amargo. La respiración del herido sonaba igual que un viento atravesando un desfiladero lleno de aristadas rocas.

—Dile al inspector Mascarell desde cuándo eres confidente de la policía.

La cabeza se Poncio se desplomó sobre el pecho.

—¡Díselo!

Más que un grito, esta vez fue un trueno. La calma se trastocó en ira. Le habría golpeado él mismo de no ser porque Poncio ya no era más que una masa con apariencia humana recubierta de sangre. Terencio se contenía minuto a minuto para no acabar con todo aquello.

—Dos… años —exhaló Poncio.

—Dos años —repitió Terencio—. Justo los dos años en los que las cosas han empezado a ir mal, como si nos tuvieran controlados, ya ves.

Le hizo una seña a Antonio.

El gorila llegó hasta Poncio. Su puño derecho fue rápido. Le cruzó la cara con un golpe seco y mientras se escuchaba el crujido del pómulo una lluvia de sangre se esparció por el otro lado.

Miquel apretó las mandíbulas.

Nada más.

Sabía que no era su terreno, que no era nadie, que allí sólo era un invitado.

Cortesía y deferencia de Terencio Fernández.

—Mi hermano confiaba en ti, maldita sea. —La voz retornó a la cadencia, la falsa serenidad—. Dos años. Dos. ¿Por qué?

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