Dos días de mayo (23 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Dos días de mayo
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La sopa era clara, pero estaba buena.

La carne de caballo, dura.

Pagó y regresó más arriba de la plaza de Lesseps. Al pasar por delante de un quiosco vio la portada de
La Vanguardia
. Una foto del dictador a toda página, un busto impecable de mirada distante y media sonrisa. El titular era explícito: «Franco, primer combatiente contra el comunismo». Más abajo, a la izquierda, en un pequeño recuadro, podía leerse un fragmento del discurso dado en la apertura de las Cortes del Reino apenas unos días antes, el 18 de mayo: «Conforme el tiempo transcurre y la situación de Europa se hace más difícil, destaca la trascendencia de nuestra victoria sobre el comunismo. Hay que considerar lo que sería hoy de todo Occidente si hubiéramos perdido nuestra batalla».

Siempre el comunismo, la excusa.

Nunca la República elegida democráticamente por el pueblo.

La ligera pendiente le hizo jadear un poco y, al llegar por segunda vez a la casa de Roura y la señora García, tuvo que tomarse un minuto para recuperar el aliento. La portería volvía a estar vacía, así que subió al piso de la mujer y llamó al picaporte.

El mismo resultado.

Nada.

¿Y si también había ido a recibir a Franco, adelantándose, para coger un buen sitio?

Bajó la escalera despacio, perdido, agotada su última posibilidad, y al llegar al vestíbulo se la encontró de cara.

—¿Usted? —Se sorprendió al verle.

—Perdone que vuelva a molestarla.

—No he vuelto a ver al señor Roura.

—Lo imagino, pero no es de eso de lo que quiero hablarle. Sólo es una pregunta.

No hizo ademán de invitarle a subir a su piso. Esperó. La sensación de que era una mujer atractiva y de buen ver la confirmó ahora que la veía sin rulos y sin bata. Maquillada, su edad se acercaba más a los cuarenta que a los cuarenta y cinco. En su sencillez residía el buen gusto. Zapatos, vestido, bolso, labios suavemente rojos, ojos profundos.

—¿Qué pregunta?

—Me dijo que Esteve Roura iba mucho a un cine, y que incluso había intimado con la taquillera para entrar gratis y luego verse con ella en una habitación, al lado de la sala de proyección. Un cine que estaba cerrado por reformas.

—Sí.

—¿Cuál era ese cine, señora?

32

El local parecía abandonado, como si las reformas se prolongaran más de la cuenta o, simplemente, fueran una excusa para cerrarlo. La entrada estaba tapiada, la marquesina, sin carteles de películas, convertida en una ruina. No era más que un cine de barrio, perdido, quizá olvidado, y lo bastante cerca de la casa de Roura como para que fuese su ideal. Películas y taquillera. No era listo ni nada. Como ser un goloso y hacerse novio de la dependienta de una pastelería.

Un loco capaz de urdir un plan loco, porque casi podía apostar lo que fuera a que el plan era suyo.

La cara de Franco, el yugo y las flechas y algún que otro «¡Arriba España!» silueteaban aquellas paredes selladas y repletas de carteles propagandísticos. Los signos del tiempo. Si alguien se dedicara a fotografiar paredes, con los años podría escribirse la historia de una ciudad. Sólo con ellas, como si hablasen.

Se lo quedó mirando con cierta aprensión antes de pasar a la acción.

Buscó algún hueco en la fachada y pronto desistió de encontrarlo. Habría sido demasiado fácil. Una invitación a que los niños lo tomaran como campo de juegos.

Precisamente cerca vio a un grupo jugando a las canicas sobre la tierra, porque las aceras no estaban asfaltadas.

Se acercó a ellos.

Miró sus bolas, de barro, de piedra y de cristal.

La pasión con la que jugaban.

—¿Lleva mucho cerrado el cine? —preguntó al azar.

Uno de los niños levantó la cabeza. Los otros estaban enzarzados en su jugada. El que tiraba apuntaba bien. Los otros vigilaban que no avanzara la mano más de la cuenta.

—Varios meses, sí —dijo el pequeño.

—¿Habéis visto a alguien estos días merodeándolo?

El tirador acertó de lleno en la bola del contrario. Hubo gritos, unos de apoyo y otros de rabia. Su informante dejó de mirarle para concentrarse en el juego.

Miquel esperó.

—No. —Se dirigió a él de nuevo el chico—. ¿Por qué?

—Busco a un amigo mío. Más o menos de mi estatura, delgado, nariz prominente, labios alargados, casi de oreja a oreja, cejas espesas, dientes mal puestos…

—¡Ése es Drácula! —rió otro de los niños.

Les estaba molestando. Ninguno reaccionó ante su descripción. Optó por darles la espalda y regresar al cine. Por detrás, la partida continuaba con toda su emoción.

El cine tenía una fachada, un lateral y una parte de atrás. El lado derecho estaba pegado a una casa no mucho más alta que su tejado en forma de pico. Caminó por el lateral izquierdo paso a paso, buscando cualquier detalle sospechoso, desde una huella en el polvo de la acera hasta un ladrillo mal puesto en la pared. Las ventanas estaban muy altas, a unos dos metros y medio de altura, y tenían barrotes. Cuando llegó al final dobló a la derecha y estudió la parte trasera con el mismo resultado, aunque por allí había una salida de emergencia tan sellada como la puerta principal en la fachada. La tanteó, la empujó, y se dio por vencido.

Si él no podía entrar, Roura tampoco.

¿La pista falsa con la que se encontraba siempre, en todos los casos?

Regresó a la fachada.

No quiso rendirse.

—Compruébalo todo, míralo por ti mismo, no des nunca nada por sentado —le había dicho Mateo Galvany al comienzo.

La casa pegada al cine por la derecha era vieja y discreta. Su fachada no tenía balcones, sólo ventanas. Las del lateral eran visibles únicamente en la última planta, la quinta, la que daba sobre el tejado del cine.

Bastaba con saltar desde una de ellas.

Caminó hacia la casa. De momento era ideal: no había portería, no había testigos. Subió despacio, a pie, hasta el quinto piso, porque las modernidades tipo ascensor quedaban lejos de las viviendas humildes. Al llegar a su destino se orientó. Cuatro puertas. Dos de ellas, las de la izquierda, eran las que daban sobre el tejado del local.

Dos puertas, dos posibilidades.

No supo qué hacer, si llamar a una de ellas, al albur, o preguntar primero a otros vecinos quién vivía en esos pisos.

Aplicó el oído a la puerta señalizada con el número 1 y no escuchó nada al otro lado. Hizo lo mismo con la puerta marcada con el número 2 y el resultado fue el mismo.

O vivía gente silenciosa o…

Al subir, entre la cuarta y la quinta planta, vio una ventana que daba al exterior.

Bajó a su encuentro y se le aceleró el corazón al ver que tenía roto el pestillo.

La abrió.

La pared del tejado del cine quedaba a más o menos un metro y pico de donde se encontraba. Y siguiendo por ella, sin siquiera pisar las tejas que coronaban el local, se llegaba hasta una caseta con una puerta de madera.

—Vamos allá. —Aceptó el reto.

Sentarse en el alféizar de la ventana fue sencillo. Pasar una pierna al otro lado también. Pasar la otra lo mismo. Lo complicado venía a partir de aquí. Un metro y pico era un metro y pico. Si se deslizaba, se rompería el traje o lo acabaría de arruinar. Si saltaba…

A sus sesenta y cinco años.

—Te vas a romper la crisma.

Lo máximo que podía suceder es que se cayera hacia delante, en un mal equilibrio, y chocara contra las tejas. Si eran fuertes y resistentes, ningún problema. Sólo sería un golpe. Pero si cedían y se abría el techo…

No se lo pensó más. Cualquiera que le viese desde la calle llamaría a la policía.

Saltó.

Vaciló, hacia delante, hacia atrás… Logró sujetarse con las manos apoyadas en la pared y eso le permitió mantener el equilibrio. Una vez logrado pensó en el regreso, en cómo demonios treparía aquella altura.

Entonces vio los dos huecos, a media pared. Desde arriba no se había dado cuenta de su existencia. Alguien inteligente los había hecho para poder apoyar el pie.

Sencillo.

Confirmar sus sospechas hizo que acentuara aún más sus precauciones. Se agachó, para ofrecer el menor volumen posible a los ojos de quien pudiera verle desde algún edificio próximo, y caminó por la parte superior del muro, con la mano apoyada en la pared de la casa, hasta la caseta con la puerta de madera. Lo mismo que la ventana por la que acababa de saltar, no tenía cierre. No tuvo más que empujarla. Al otro lado vio unas escaleras medio rotas, de cerámica barata. Puso un pie en el primer peldaño y sintió el crujido bajo la suela del zapato.

Las escaleritas daban a un pasillo con dos puertas a la derecha y ninguna a la izquierda. Al final del pasillo, otra escalera conducía a la parte de abajo. Un ventanuco cenital apenas desparramaba un poco de claridad a su alrededor. Se movió muy despacio, tanto por la falta de luz como por las precauciones impuestas. Unos años atrás habría empuñado su pistola, por si acaso. Ahora no tenía nada.

Ni una cobertura legal para hacer lo que hacía, jugando a los policías.

Abrió la primera puerta.

Era la de la sala de proyecciones. También ésta tenía una claraboya en el techo, con un portalón que permitía su cierre desde abajo. La vieja máquina seguía allí, y también los rollos de una película medio quemada. De hecho era el fuego lo que había determinado el cierre del cine, porque se veían restos de él por todas partes: paredes negras, maderas comidas y hollín tiznándolo todo. Se asomó por el hueco de la pared que daba a la sala y abajo, vagamente, intuyó la platea y la pantalla blanca al fondo. Lo más seguro era que el fuego se hubiese desatado allí mismo, en la sala de proyección, y que hubiera sido atajado antes de que llegase a las butacas. Pero con la máquina dañada…

Regresó al pasillo y caminó hasta la segunda puerta.

Metió la cabeza por ella.

Otra claraboya arriba, y en el suelo un colchón medio roto, restos de comida, agua, revistas de cine, colillas aplastadas, olor a tabaco y sudor…

Casi lo mismo que en la vieja fábrica donde se escondía Sunyer.

Acabó de abrir la puerta.

Esteve Roura vivía allí, o había vivido.

Si era esto último, ya no le pillaría nunca.

A fin de cuentas, la suerte estaba echada. El manco lanzador de peso era el punto final de todo. El resto…

—Has ido ya a ver el espectáculo, ¿verdad? Temprano, aun a riesgo de que te cojan, porque Sunyer irá con un brazo postizo en cabestrillo, pero tú…

Se relajó.

Por completo.

Y ésa fue su perdición.

El rumor a su espalda fue quedo, pero pudo escucharlo en medio de aquel silencio. Su reacción, en cambio, resultó tardía.

Una fracción de segundo antes de que el golpe impactara en su cabeza, reflejo claro de lo que iba a pasar, pensó que sólo le faltaría eso para acabar de convertirle en un guiñapo inservible.

Luego se hizo la oscuridad.

33

O soñaba con Quimeta o soñaba con Patro. Nunca con las dos a la vez. Por eso cuando las vio a su lado supo que no era un sueño, sino una pesadilla, y que tenía que despertar de ella cuanto antes.

—No aprenderás nunca —le decía Quimeta.

—No te puedo dejar solo. Me voy unos días y ya ves —le reprochaba Patro.

—Siempre ha sido igual —insistía Quimeta—. Si yo te contara, hija…

—Qué va a decirme a mí —asentía Patro.

Las dos confabuladas. Lo que faltaba.

Les dio la espalda. Bastante tenía con lo suyo.

Con la realidad, porque ellas no eran más que un eco lejano perdido en su mente.

Siguieron hablando tan animadas mientras se alejaban de su consciencia.

Primero entornó los ojos, con todas las señales de alarma esparcidas por su cuerpo. Lo que vio fue deprimente. La misma habitación, el mismo colchón, los mismos restos de comida y la misma colección de colillas aplastadas. Olía a tigre, es decir, sudor mezclado con tabaco.

Intentó moverse y no pudo.

La imagen de Poncio le vino a la cabeza con una intensidad brutal. También estaba sentado en una silla. También estaba atado. La diferencia era que a Poncio le habían machacado a golpes y a él no.

Todo un detalle.

Quizá no habría llegado a perder el conocimiento. Tenía la vaga sensación de haber sido cacheado y registrado, y luego arrastrado y levantado para sentarlo en la silla. O eso o su subconsciente le jugaba malas pasadas.

Algo se movió a su espalda.

Y él entró en su campo visual.

Metro setenta, más o menos, delgado, nariz prominente, labios alargados, casi de oreja a oreja, cejas espesas, dientes mal puestos…

Esteve Roura.

Se sentó delante de él, en otra silla sacada de Dios sabía dónde, y le observó con atención.

Tardó en hablar.

—¿Quién es usted?

Superó las punzadas de su cabeza y carraspeó para aclararse la voz. No quería dar sensación de miedo ni que él pensara que lo tenía gratuitamente.

—¿Quiere desatarme, por favor?

—¿Quién-es-usted? —Marcó las tres palabras con precisión revistiendo su voz de amenazas.

—Miquel Mascarell.

—He dicho quién.

—Un amigo de Mateo Galvany.

Le impactó escucharlo. Por eso se tomó su tiempo para procesar la información y adecuarla al giro de los acontecimientos.

—Nunca me habló de usted —expuso con calma.

—Fue mi superior en el cuerpo antes de la guerra. Yo era inspector. Me reencontré con él en octubre pasado, pero no había vuelto a verle desde entonces. Su hija María me mandó llamar para el entierro.

—¿Qué hace aquí?

—No lo sé. —Suspiró.

—¿Me toma por idiota?

—Llevo dos días buscando al hombre que le mató, porque se lo prometí a su hija, y ahora comprendo que no sé por qué lo he hecho.

Se lo soltó como si nada.

—Yo maté a Mateo.

—Lo sé. Y a Policarpo Fernández también.

Esteve Roura levantó ambas cejas sin ocultar su sorpresa.

—Amigo —rezongó—, no sé si está loco o es imbécil, si va de héroe o… ¿Qué edad tiene?

—Sesenta y cinco.

—¿No es un poco mayorcito para jugar a detectives?

—Qué quiere que le diga.

Su captor sonrió con desidia.

—Usted no tiene ni idea de qué va esto.

Su suerte estaba echada, así que decidió aumentar el desconcierto de Roura.

—Va de matar a Franco.

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