Dublinesca (15 page)

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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

BOOK: Dublinesca
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Enfermedad, vejez, aburrimiento, insufrible grisura. Nada que no sea sobradamente conocido sobre la faz de la tierra. El fuerte contraste entre el aire de velatorio que percibe en casa de sus padres y el burbujeante mundo mental de Nietzky le parece grandioso.

Pensar en ese joven amigo talentoso con el que se lleva veintisiete años, le hace recordar que ahora mismo éste debe de estar dirigiéndose al 27 y medio de la calle Edison en Providence. Aunque Nietzky se encuentra en el continente americano y él en Europa, los dos están viviendo en este momento situaciones paralelas casi idénticas, situaciones que tienen como punto en común su carácter de antesalas del mismo viaje a Irlanda.

Y pensar que, tras su primer encuentro con Nietzky, nada permitía prever que acabarían algún día siendo amigos. No puede quitarse de la cabeza que su encuentro de hace quince años en París tuvo ciertos paralelismos —sobre todo en lo referente a la diferencia de edad y a la antipática frase de despedida— con el encuentro que tuvo lugar en Dublín entre W. B. Yeats y James Joyce.

En aquel primer encuentro, después de haberle reprochado hasta lo más intachable de su política editorial, su futuro amigo Nietzky acabó diciéndole: «Podríamos haber coincidido en el tiempo, y hasta ser los dos los mejores de nuestra generación, yo como escritor y usted como editor. Pero no ha sido así. Usted es muy viejo ya, y se nota mucho.»

No se lo tuvo en cuenta, como tampoco, salvando todas las diferencias, le guardó rencor Yeats al jovencito Joyce cuando se conocieron en la sala de fumadores de un restaurante de O’Connell Street en Dublín, y el futuro autor de
Ulysses
, que acababa de cumplir veinte años, le leyó al poeta de treinta y siete un conjunto de excéntricas y breves descripciones y meditaciones en prosa, bellas pero inmaduras. Había abandonado la forma métrica, le dijo el joven Joyce, con el fin de obtener una forma tan fluida que pudiera responder a las oscilaciones del espíritu.

Elogió Yeats aquel esfuerzo, pero el joven Joyce, arrogante, le dijo: «Realmente no me importa si lo que hago le gusta o no. De hecho no sé por qué le estoy leyendo esto a usted.» Y luego, dejando su libro en la mesa, comenzó a detallar sus objeciones a todo lo que Yeats había hecho. ¿Por qué se había metido en política y, sobre todo, por qué había escrito acerca de ideas y por qué había condescendido a hacer generalizaciones? Todas estas cosas, le dijo, eran señales de un enfriamiento del hierro, del desvanecimiento de la inspiración. Yeats se quedó perplejo, pero luego se reanimó él solo. Pensó: «Es de la Royal University, y cree que todo ha sido resuelto por Tomás de Aquino, no debo preocuparme. Me he encontrado con muchos como él. Probablemente reseñaría bien mi libro si lo enviara a un diario.»

Pero la autorreanimación flojeó cuando al cabo de un minuto el joven Joyce habló mal de Wilde, que era amigo de Yeats. Y al poco rato —esto último desmentido por el propio Joyce que lo enmarcaba en un «cotilleo de café» y decía que, en cualquier caso, sus palabras de despedida nunca tuvieron ese aire de desprecio que se desprende de la anécdota— se puso en pie, y mientras se retiraba, dijo: «Tengo veinte años, ¿usted qué edad tiene?» Yeats le respondió quitándose un año. Con un suspiro, Joyce agregó: «Es lo que suponía. Lo he conocido demasiado tarde. Es usted demasiado viejo.»

Va hablando con sus padres al tiempo que imagina la acción paralela que puede estar desarrollándose en Providence, cerca de Nueva York: Nietzky entrando en estos momentos en la Finnegans Society of Providence y saludando a los joyceanos que le reciben como nuevo e inesperado miembro hispano de su sociedad y le preguntan si es cierto que leyó entero
Finnegans Wake
y también si es verdad que es un apasionado de esa obra. Puede imaginar a Nietzky sonriendo y lanzándose como un loco a recitar de memoria el libro entero: «
Riverrun, past Eve and Adam’s, from swerve of shore to bend of bay…
» Y también puede imaginar a los tertulianos, sobrecogidos de espanto, teniendo que interrumpirle

—¿Y qué diablos pasó en Lyon? Aún no sabemos nada de lo que pasó allí —pregunta de repente su madre.

—¡Oh, no! ¡Por favor, mamá! Desde esta mañana muy temprano, hasta ahora que estoy aquí con vosotros he estado ante mi ordenador leyendo todo tipo de cosas sobre Dublín y estudiando la entraña —breve pausa, traga saliva— de lo irlandés. Y ahora…

Se detiene en seco, de golpe. Le da vergüenza haber dicho
la entraña
, porque piensa que
la esencia
habría sido un término más adecuado, más certero. Pero da igual, piensa. Sus padres le pueden perdonar sin duda errores de este tipo. Así que no pasa nada. ¿O sí?

—¿La entraña? Qué raro eres, hijo —dice su madre, que a veces realmente parece tener capacidad para leer en su pensamiento.

—La esencia de lo irlandés —rectifica malhumorado—. Precisamente ahora, mamá, precisamente ahora que me sé empapado de conocimientos sobre Dublín y quería pasaros información sobre esa ciudad, ahora que ya sé incluso qué clase de árboles encontraré en la carretera que va del aeropuerto a mi hotel dublinés, vas tú y me preguntas por Lyon. ¿Y qué quieres que te diga de Lyon? Allí me despedí de Francia por una larga temporada. Creo que eso fue todo lo que pasó. Le dije adiós a Francia. La tenía demasiado estudiada, pateada y vista.

Tan pateada y vista como esta casa, iba a añadir Riba, pero se reprime.

—¿Francia pateada? —dice su padre.

Hoy más que nunca se percibe una atmósfera de velatorio en este salón familiar. Y aunque ya muy pronto en su adolescencia percibió el extraño estancamiento de aire y hasta la paralización de todo lo vivo que parecía haberse posesionado del salón, nunca como hoy había tenido una mayor sensación de tiempo atascado, detenido, absolutamente muerto.

En esta casa, que cada vez le parece más irlandesa, todo pasa aquí con una lentitud de plomo y, además, quizá para no modificar en nada una arraigada costumbre, no pasa nada. Parece que sólo estén velando a sus antepasados y que hoy precisamente caiga sobre el hogar, con toda su máxima gravedad, la espectral tradición familiar. De hecho, juraría que más que nunca está viendo, como tantas veces ya ha visto, los fantasmas de algunos familiares. Son seres tan borrosos como desplazados, algo cortos de vista, con un aire acechante y rencoroso hacia los vivos. Justo es reconocer que al menos son bastante educados. Y la prueba está en que, como si tuvieran el ánimo cortés de no molestar, han salido algunos discretamente del velatorio, y fuman ahora, de pie, junto a la puerta del salón, mandando el humo al pasillo. No le extrañaría a Riba que incluso hubiera algunos en este momento jugando al fútbol en el patio. Qué buenos tipos, piensa de pronto. Hoy le ha dado por verlos como si fueran fantasmas adorables. De hecho, lo son. Se ha pasado la vida acostumbrado a ellos. Le son familiares en todos los sentidos. Su infancia estuvo infestada de espectros, cargada de señales del pasado.

—¿Qué miras? —dice su madre.

Los espíritus. Eso es lo que debería responderle. Tío Javier, tía Angelines, el abuelo Jacobo, la niña Rosa María, tío David. Eso debería contestarle. Pero no quiere problemas. Calla como un muerto mientras cree escuchar voces que proceden del patio, tal vez conectado directamente con otro patio, éste en Nueva York. Se entretiene evocando para sí mismo humos de difuntos que vio anteriormente en otros lugares. Pero calla, como si él mismo fuera un aparecido más de su familia.

Trata de escuchar alguna conversación entre los fantasmas más cercanos, los del pasillo —le parece más fácil que escuchar a los que alborotan en el patio—, y cree oír algo, pero es tan impreciso que no llega a ser nada, y luego le viene a la memoria aquella famosa descripción del fantasma que se encuentra en
Ulysses
:

—¿Qué es un fantasma? —preguntó Stephen—. Un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres.

Recuerda un día en este mismo lugar a su abuelo materno, Jacobo, diciendo con un énfasis algo forzado: «¡Nada importante se hizo sin entusiasmo!»

—A ver. ¿Y qué has podido averiguar sobre Irlanda?

No le contesta a su madre de inmediato, está demasiado entretenido dando un vistazo al salón. De pronto, las voces comienzan a aflojarse y a bajar considerablemente de tono, como si fueran adormeciéndose, y al final, tras un breve proceso de casi completa desintegración, ya sólo queda el silencio y el humo indefinido del pitillo de algún fantasma rezagado. Le parece que no puede ser más oportuno el momento para contarle a su madre que esencialmente Irlanda es un país de narradores de historias, cargado de
fantasmas propios
. Quiere darle un sentido doble a la palabra fantasmas, hacerle un guiño a su madre, pero es inútil, porque ella lleva ya años no queriéndose dar por enterada del tema de los fantasmas de la familia, seguramente porque hace ya demasiados años que convive en armonía más que estable con los espectros y no quiere discutir algo tan obvio como su dulce existencia.

—Imagínate —le dice a su madre— que un político o un obispo irlandés cometen un acto terrible. Bien. A ti te interesaría saber exactamente cómo han sucedido las cosas. ¿No es así?

—Creo que sí.

—Pues para los irlandeses, eso es secundario. Lo que les importa es cómo van a explicarse. Si el político o el obispo son capaces de justificarse con gracia, o sea, con un relato humano y apasionante, pueden salir del apuro sin grandes problemas.

Vejez, enfermedad, clima gris, silencio de siglos. Aburrimiento, lluvia, visillos que aíslan del exterior. Fantasmas tan familiares de la calle Aribau. No hay que buscarle paliativos al drama de sus padres y al suyo propio, envejecer es un desastre. Lo lógico sería que todos los que ven declinar sus vidas gritaran de espanto, no se resignaran a un futuro de mandíbula colgando y babeo irremediable, y aún menos a ese brutal despedazarse que es la muerte, porque morir es rasgarse en mil pedazos que empiezan a desperdigarse vertiginosamente para siempre, sin testigos. Lo lógico sería eso, pero también es cierto que a veces se está muy bien oyendo este fantasmal y suave rumor de voces y de pasos espectrales que arrullan y que en el fondo, siendo tan rabiosamente familiares, hasta enamoran.

—¿Y qué más sabes de Irlanda?

Está a punto de decirle a su madre que ese país es lo más parecido que hay a este salón. Su padre le reprocha levemente a su mujer que agobie tanto a su hijo con preguntas sobre Irlanda. Y no tardan en enzarzarse en una discusión. «No te prepararé el café en dos días», le dice ella. Gritos seniles. Ella y él son muy distintos en carácter, distintos en todo. Se aman desde siempre, pero precisamente por eso se odian. En realidad se odian a sí mismos. Sus padres le recuerdan algo que le dijera una vez el poeta Gil de Biedma en el pub Tuset de Barcelona. Una relación íntima entre dos personas es un instrumento de tortura entre ellas, ya sean personas de distinto sexo o del mismo. Todo ser humano lleva dentro de sí una cierta cantidad de odio hacia sí mismo, y ese odio, ese no poder aguantarse a sí mismo, es algo que tiene que ser transferido a otra persona, y a quien puedes transferirlo mejor es a la persona que amas.

Si lo piensa bien, a él le ocurre otro tanto con su mujer. Hay días en los que siente que es muchas personas al mismo tiempo y su cerebro está más poblado de fantasmas que la casa de sus padres. Y no aguanta a ninguna de esas personas, cree conocerlas a todas. Se odia a sí mismo porque tiene que envejecer, porque ha envejecido mucho, porque tiene que morir: precisamente lo que con absoluta puntualidad recuerda todos los miércoles cuando visita a sus padres.

—¿En qué piensas? —le interrumpe su madre.

Vejez, muerte, y en realidad ni un solo visillo normal que pueda impedir la visión de un panorama de futuro pero también presente fúnebre. A través del espejo del salón, al adentrarse con su propia mirada en sus propios ojos, le horroriza ver, por unas décimas de segundo, luz irlandesa en el interior de sus retinas, y en ellas una multitud de insectos mínimos diferentes, falenas de especies muy variadas, muertas. Se diría que sus ojos son como aquella telaraña mental que parecía reproducir el pavoroso funcionamiento del cerebro de Spider. Se aterra, y aparta la mirada, pero sigue despavorido, miedoso, al borde del grito.

Va a la ventana en busca de una geografía más viva y, al asomarse al mundo exterior, descubre que va andando por la calle a cierta velocidad un joven que, justo cuando pasa por debajo de la ventana, levanta su mirada tuerta e iracunda y le mira de una forma muy dura, tan sólo suavizada por la cojera cómica que arrastra.

¿Quién puede ser ese iracundo cojo? Le parece que le conoce de toda la vida. Se acuerda de que lo mismo le pasaba con el joven genio que soñó durante tantos años que descubriría un día para su editorial. Creía que estaba ahí y que de hecho lo conocía de toda la vida, y luego resultaba que no había manera de dar con él, pues o no existía o no sabía cómo encontrarlo. ¿Haber dado con el genio habría justificado toda su vida? Lo ignora, pero nada le habría podido parecer más glorioso que poder anunciar al mundo que en literatura no era cierto que hubieran muerto ya todos los grandes. Habría sido formidable, porque habría podido así abandonar su pintoresca práctica de referirse a la ausencia de genios jóvenes citando siempre —antes borracho y ahora con toda la serenidad y alevosía del mundo— el primer verso de un poema de Henry Vaughan, que él sabía perfectamente que en realidad trataba de otra cuestión:

—Todos se han ido.

Cuando vuelve a mirar hacia el joven tuerto, descubre que éste ya no está, no cojea ya por ahí. Puede que el etéreo iracundo haya entrado en un portal, pero en cualquier caso lo cierto es que no está. Qué raro, piensa Riba. Está seguro de haberlo visto hace un momento, pero también es cierto que algunas personas con las que últimamente se cruza desaparecen con mucha rapidez.

Vuelve al salón y le parece que no queda allí nada de conversación, sólo un aire cada vez más profundo de velatorio y esa atmósfera plomiza de sala de espera. Entonces, no sabe cómo, se acuerda de algo que decía Vilém Vok en
El centro
: «¡Tener madre y no saber de qué hablar con ella!»

Tiene que irse, piensa, no puede estar por más tiempo en esta casa. De lo contrario acabará mudo del todo y enterrado, y días después andará por ahí compartiendo cigarrillos con los espectros.

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