Dublinesca (5 page)

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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

BOOK: Dublinesca
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Cree ahora Riba oír extrañas voces en la penumbra, y se pregunta si no será el genio de la infancia que un día pareció ausentarse para siempre. ¿O tal vez el fantasma del escritor genial que como editor siempre deseó descubrir? Ha arrastrado toda la vida un profundo malestar por esas ausencias. Sin embargo es mucho peor el ruido sordo de ciertas presencias, el runrún del
mal del autor
, por ejemplo, un zumbido que no cesa, una verdadera mosca cojonera.

Ese extraño zumbido es un mal natural de los editores. Algunos lo escuchan más que otros, pero ninguno se libra completamente de él. Hay casos extremos, aunque Riba nunca estuvo entre éstos. Son los de aquellos editores —los que tienen más agudizado el
mal del autor
— que preferirían publicar libros que no los hubiera escrito nadie, pues así evitarían el zumbido y verían de paso cómo la gloria de lo que han editado sería sólo para ellos.

Del mismo modo que la muerte acoge en su interior al
mal de la muerte
, es decir a su propio mal, hay editores a los que corroe su hidra más íntima, el
mal del autor
, que es un rumor de fondo, cuyo sonido recuerda al crujido de unas hojas secas.

Un día, en Amberes, Riba le habló del crujido a Hugo Claus. Le habló de su condena a convivir con el
mal del autor
y le comentó que su cerebro estaba siempre taladrado por la pena, por ese tenaz monstruo íntimo de zumbido cabrón, que parecía estar siempre recordándole que nada podía ser en la vida sin él, sin el
mal
, sin aquel ruido de fondo, sin aquel crujido tan despiadado, implacable; siempre recordándole que el
mal
, el rumor de las hojas secas, era pieza imprescindible del mecanismo diabólico de su relojería mental.

Hugo Claus, tan famoso por
La pena de Bélgica
, le compadeció en silencio y luego se limitó a comentar:

—La pena del editor.

La angustia que transmite todo atisbo de demencia le va dejando perdido en una deriva extraña por el peligroso barrio infantil que hay en los límites de su mente, allí donde sabe que en cualquier momento puede perderse para siempre. Pero en el último segundo logra escapar del peligro cambiando de pensamientos, recordando, por ejemplo, que tiene inteligencia
moral
, aunque algunas veces le parezca muy poco tener sólo eso y otras mucho. Y escapa finalmente del peligro recordando también que el mes que viene irá a Dublín. Y recordando una frase de Monica Vitti en
Il deserto rosso
, una frase que a decir verdad —ahora cae en la cuenta— es casi tan peligrosa como lo puede ser para todo el mundo el East End más delirante y más obsesivamente particular:

—Me hacen daño los cabellos.

También él podría decir ahora lo mismo. Spider seguro que lo diría. Spider, que anda tan perdido por la vida, no sabe que podría imitarle y reconstruir su personalidad adaptando los recuerdos de otras personas, podría convertirse en John Vincent Moon, un héroe de Borges, por ejemplo, o en un conglomerado de citas literarias; podría pasar a ser un enclave mental donde pudieran cobijarse y convivir varias personalidades, y lograr así, quizá sin tan siquiera demasiado esfuerzo, configurar una voz estrictamente individual, soporte ambiguo de un perfil heterónimo y nómada…

No cabe duda de que tiene cierta facilidad para, valiéndose de la imaginación y el pensamiento, irse por las ramas y complicarse la vida. Parece un discípulo de Carlo Emilio Gadda, aquel escritor italiano al que le publicó tres libros y que fue un neurótico tan admirable como descomunal: se volcaba enteramente en la página que estaba escribiendo, con todas sus obsesiones. Y todo le quedaba incompleto. En un texto breve sobre el
risotto alla milanese
se complicó tanto la vida que acabó describiendo los granos de arroz, uno por uno —incluidos cuando estaban todavía cada uno revestidos por su envoltura, el pericarpio—, y no pudo naturalmente acabar nunca el artículo.

Tiene Riba tendencia a leer la vida como un texto literario y a veces a ver el mundo como una maraña o un ovillo. Y en ese momento, como sea que Celia interrumpe la película y su reflexión sobre Gadda y el
risotto
y su digresión sobre John Vincent Moon para decir, en el tono más prosaico posible, que calentará luego en el horno las patatas gratinadas con bechamel que han quedado del almuerzo, le viene a la memoria una cita de Jules Renard, un fragmento perfecto: «Una joven de Londres dejó el otro día esta carta: “Voy a suicidarme, la comida de papá está en el horno.”»

Le parece que Celia actúa ya como si fuera budista, y también como si estuviera convencida de que todo lo que él piensa le lleva a perderse peligrosamente en los límites de su East End.

Para no perderse tanto, Riba gira levemente su vista hacia la izquierda, hacia la cocina. Las patatas gratinadas, en efecto, están ya en el horno. Pero no se le escapa que ésa es tan sólo una verdad relativa, pues en cualquier momento una loca, o el mismo Spider, podrían entrar por la puerta de imprevisto y negar esta evidencia y todas las demás, todas, incluida la sobria verdad de las patatas gratinadas.

Al término de la visión de
Spider
, se lanza como un desesperado al ordenador. Las horas que lleva de abstinencia digital han estado a punto de provocarle una crisis de nervios. Y de profundo dolor de cabellos. En contrapartida, no estar sentado frente al ordenador ha hecho que remitieran ligeramente las molestias en la rodilla de la pierna derecha, que atribuye al exceso de ácido úrico, aunque en realidad podría tratarse simplemente de artritis, la entrada ya plena en la vejez, para qué engañarse.

Se ha sentado ante la pantalla del ordenador poniendo la misma cara que Spider cuando muestra nítidamente su incomunicación con un mundo que no comprende. Primero, busca últimas noticias en
google
sobre él. Al igual que en los últimos días, no hay ninguna. Navega luego un rato por los más diversos lugares y da finalmente con un artículo que le parece curiosamente relacionado con su decisión de celebrar un funeral en Dublín. En él se habla de que se llegará más pronto de lo esperado a una digitalización de todo el saber escrito y a la desaparición de los autores literarios en aras de un único libro universal, de un flujo de palabras prácticamente infinito, lo que se alcanzará, naturalmente, dice el articulista, a través de Internet.

Le llega al alma la
desaparición de los autores literarios
. No deja siempre de conmoverle esa realidad que la Red anuncia para el futuro, cada día con más claridad. «Pero veamos —dice el articulista—: si el previsto final del libro impreso ya provoca en el lector tradicional más que extrañeza, rechazo, ¿qué decir del escritor que ve en este vértigo una especie de atentado al objetivo y la naturaleza de su trabajo? Pero, al parecer, el rumbo está definido y la suerte de la tinta y el papel está echada. No habrá alegato que logre distraer su penoso destino, ni clarividente o profeta que pueda precaver su supervivencia. El funeral ha iniciado su marcha, y de nada vale que quienes conservamos nuestra fidelidad a las hojas impresas protestemos y rabiemos en medio de la desesperanza.» Le impresiona que el articulista haya hablado de que
el funeral ha iniciado su marcha
. Luego, decide entrar en el correo electrónico y encuentra el esperado e-mail de una amiga, Dominique González-Foerster, que por fin le narra con todo detalle la
instalación
que prepara para finales de julio en la Sala de Turbinas de la Tate Modern. Desde que hace cinco años publicara un libro muy completo sobre la obra de Dominique, se han hecho buenos amigos. Le parece que dentro del declive general en el que ha entrado su vida la amistad con la artista francesa es de las pocas cosas que escapan a su desastre general.

En las
instalaciones
de Dominique le ha fascinado siempre la forma en que ella enlaza literatura y ciudades, películas y hoteles, arquitectura y abismos, geografías mentales y citas de autores. Es una gran amante del arte de las citas y muy concretamente del
procedimiento
de Godard en su primera época, cuando insertaba citas, palabras de otros —reales o inventadas— en medio de la acción de sus películas.

Últimamente, Dominique trabaja en un ambiente de gran pasión por las frases ajenas y trata de ir construyendo una cultura apocalíptica de la cita literaria, una cultura de fin de trayecto y, en definitiva, de fin de mundo. En su
instalación
para la Sala de Turbinas, Dominique quiere en parte situarse en la estela de Godard en su dinámica relación con las citas al tiempo que emplazar al visitante en un Londres de 2058 en el que llueve cruelmente, sin tregua alguna, desde hace años.

La idea —le cuenta Dominique en su correo— es que se vea que un gran diluvio ha transformado Londres, donde la caída incesante de lluvia en los últimos años ha provocado extraños efectos, mutaciones en las esculturas urbanas, que no sólo se han visto erosionadas e invadidas por la humedad, sino que han crecido de forma monumental, como si fueran plantas tropicales o gigantes sedientos. Para detener esa
tropicalización
o crecimiento orgánico, se ha decidido almacenarlas en la Sala de Turbinas, rodeadas por cientos de literas metálicas que acogen, día y noche, a
hombres que duermen
, y otros vagabundos y refugiados del diluvio.

En una pantalla gigante piensa Dominique proyectar una extraña película, más experimental que futurista, que reunirá fragmentos de
Alphaville
(Godard), de
Toute la mémoire du monde
(Resnais), de
Fahrenheit 451
(Truffaut), de
La Jetée
(Chris Marker), de
Il deserto rosso
(Antonioni): toda una estética de fin del mundo, muy acorde con la atmósfera de fin de trayecto en la que vive instalado el propio Riba de un tiempo a esta parte.

En cada litera habrá como mínimo un libro, un volumen que, con modernos tratamientos correctores, habrá sobrevivido a la humedad delirante provocada por las lluvias. Habrá ediciones inglesas de libros de autores casi todos publicados por Riba: libros de Philip K. Dick, Robert Walser, Stanislav Lem, James Joyce, Fleur Jaeggy, Jean Echenoz, Philip Larkin, Georges Perec, Marguerite Duras, W.G. Sebald…

Y, tocando una música indefinida entre las literas metálicas, habrá unos músicos que serán como un eco de la última orquesta del
Titanic
y que mezclarán instrumentos de cuerda con guitarras eléctricas. Tal vez lo que interpreten sea el desfigurado jazz del futuro, quizá un estilo híbrido que habrá de llamarse algún día
Mariembad eléctrico
.

La convivencia de la música con la lluvia, los libros, las esculturas, las citas literarias y las literas metálicas —por donde Riba, no sabe por qué, imagina que asomarán réplicas de Spider, fantasmas ambulantes por todas partes— darán posiblemente un resultado extraño, como si hubiera llegado —termina diciéndole Dominique— la hora de los espectros y marcháramos todos perdidos ya por entre los restos de un gran naufragio vital, de un fin del mundo.

Será un poco, piensa Riba, como el salón de la casa de mis padres, donde afuera no falta últimamente la lluvia y donde dentro siempre hay espectros y una atmósfera inconfundible de fin del mundo.

Se queda ensimismado ante el ordenador al recordar de pronto ese terrible día de la semana pasada en el que, tierno y ridículo a la vez, paseó al caer la tarde, bajo un ligero temporal de lluvia, con su viejo impermeable, la camisa con el cuello roto y levantado, los grotescos pantalones cortos, el pelo enormemente aplastado por el agua. Le deslumbraban los faros de los coches, pero él siguió andando por las calles del barrio, concentrado en sus pensamientos. Era consciente de lo extraño que era su aspecto bajo la lluvia —sobre todo por los pantalones cortos—, pero también de que ya aquello no tenía solución, es decir, que ya era tarde para intentar arreglar las cosas. Se había pasado horas hipnotizado frente al ordenador y, en un arrebato de lucidez, había decidido salir disparado hacia la calle para airearse como fuera. Salió tal como iba, idéntico a como andaba por casa. Siete horas seguidas había pasado encerrado en su cuarto. Era en realidad poco tiempo si se pensaba que su ración diaria de encierro solía ser aún mucho más severa. Pero aquel día se sintió especialmente sensible al encierro. Asustado de sí mismo por el aislamiento excesivo, se había lanzado a la calle con la vieja gabardina, pero había cometido el error de olvidarse del paraguas, y ya era demasiado tarde para volver atrás, para volver a subir a casa a buscarlo y de paso cambiarse los pantalones, tan cortos y ridículos debajo de la gabardina. Sin duda, dejó una imagen penosa a los vecinos, ni siquiera justificable diciendo que, como editor venido a menos, tenía un comprensible punto de locura. Durante un rato, como si le resultara indiferente la lluvia, se le vio avanzar, fantasmal, como si fuera uno de esos tipos que tanto predominaban en algunas de las más celebradas novelas que publicaba: esos desesperados de aire romántico, siempre solitarios, sonámbulos bajo la lluvia, siempre andando por carreteras perdidas.

Ha admirado siempre a los escritores que cada día emprenden un viaje hacia lo desconocido y sin embargo están todo el tiempo sentados en una habitación. Las puertas de sus cuartos están cerradas, nunca se mueven, y sin embargo el confinamiento les proporciona una absoluta libertad para ser quienes deseen ser, para ir donde les lleven sus pensamientos. A veces enlaza esta imagen de los solitarios en sus cuartos de escritura con la que ha sido la obsesión de toda su vida: la necesidad de capturar a un genio, a un joven que fuera muy superior a los otros y que viajara mejor que nadie por su cuarto. Le habría gustado descubrirlo y publicarlo, pero no lo encontró y menos parece que vaya a encontrarlo ahora. En todo caso, siempre ha sospechado que existir existe. Es sólo, piensa Riba, que permanece en la sombra: en la soledad, en la duda, en la interrogación; por eso no lo encuentro.

Celia está justo a su lado y, al observar con cierta alarma el desmesurado ensimismamiento que se ha apoderado de él, decide intervenir, devolverle —en la medida de lo posible— al mundo real.

—Volvamos, si no te importa —le dice—, a ese réquiem en Dublín. ¿Un réquiem en honor de quién has dicho?

Va a repetirle que es un réquiem por la era de la imprenta, un funeral por una de las cumbres de la galaxia Gutenberg, cuando de golpe se cruzan en su mente
Ulysses
y las pompas fúnebres a las que acude Bloom en Dublín el 16 de junio de 1904, y se acuerda del sexto capítulo del libro, de cuando a las once de la mañana Bloom se une al grupo que va al cementerio a despedir al muerto del día, a Paddy Dignam y atraviesa la ciudad hasta el Prospect Cemetery en un coche en el que van Simon Dedalus, Martin Cunningham y John Power, para los que Bloom no deja de ser un forastero. Bloom, por su parte, se une al grupo muy a su pesar, porque no ignora que ellos desconfían de él, porque saben de su masonería y judaísmo, y porque a fin de cuentas Dignam era un patriota católico que se vanagloriaba de su pasado y del de Irlanda. Y, además, era tan buen hombre que se dejó matar por el alcohol.

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