Authors: Alberto Olmos
Me revolví en el sillón.
–Santiago –Fátima–, te has puesto rojo.
–¿Qué hora es?
–Las tres y media.
–Gracias. Me llamo Santiago.
–Yo soy Jimena.
–Encantado.
Le di dos besos a Jimena y sopesé la posibilidad de irme. Incluso a mi casa. Las charlas que llegaban a mis oídos incluían cada vez con mayor frecuencia la palabra «Daniel», empotrada en discusiones sociales agotadoramente apasionadas. Sin embargo, charlé un poco con Jimena. Le hice unas quince preguntas. Las primeras, de filiación; las últimas, perversas: recordé de pronto una Jimena entre los remitentes del correo electrónico de Daniel, y dirigí mis preguntas a cuestiones sensibles que había leído sobre ella en sus mensajes privados. Los recordaba perfectamente, dado que Jimena no era precisamente una virgen vestal.
–Y con Daniel, ¿tú qué relación tenías? Nunca me habló de ti.
Habían follado dos veces; una cuando él salía con una tal Marisa y otra cuando ella salía con no recuerdo quién.
Me mintió magníficamente.
–Ya veo, ya.
Al lado, Fátima y Eduardo hablaban de edificios ocupados y actividades de fin de semana. Atendí lo bastante para enterarme de que el Ayuntamiento de la ciudad había legado un inmueble entero a asociaciones y colectivos de toda laya, mientras ponía en marcha o no la ubicación allí de un centro municipal dedicado en exclusiva a la gestión de proyectos audiovisuales. Al parecer, el alcalde no tenía efectivo en ese momento para comprar los dvds, y se lo había dejado a los niñatos mientras encontraba financiación.
Y los niñatos no lo veían claro, oía yo. Al parecer la reclamación de espacios públicos para actividades sociales sólo tenía sentido si esos espacios no eran concedidos y eran tomados por la fuerza. Eso era lo que molaba. Si el espacio era concedido por el Ayuntamiento no tenía tanta gracia y había que desconfiar de la iniciativa. Fátima se mostraba menos escéptica: opinaba que lo importante era el contenido que se desarrollaba en un espacio público, y no si ese espacio público contaba con el plácet del poder. Eduardo y los demás conversadores consideraban adulterados sus principios básicos al aceptar llevar a cabo eventos independientes y autogestionados bajo la supervisión, así fuera muy laxa, del munícipe de turno.
En el inmueble prestado se daban clases de swing, de yoga, de guitarra, de canto, de danza, de varios idiomas, de acupuntura y de mil cosas más. También había conciertos, dos bares y un huerto.
Iban muchos ancianos y muchas familias completas, con sus niños pequeños y recién amamantados.
–¡Es horrible! –apuntaba uno ante este último hecho asistencial.
–Sí; una mierda. –Otro.
Rodrigo se acercó con un gurruño de plástico sobre su palma abierta.
–No me coméis nada…
Se mojó la punta del dedo con la lengua y lo metió en la diminuta bolsa y se lo introdujo a alguien en la boca. Repitió la eucaristía varias veces.
–Deja, cojo yo –interfirió Fátima.
–Mírala, la escrupulosa. –Rodrigo.
Fátima sacó su dedo índice de la bolsita, pero no lo chupó. Rodrigo le dio la espalda y se encaminó hacia su novia, que acababa de salir del baño.
Disimuladamente Fátima bajó la mano y se limpió el dedo en la parte trasera de sus vaqueros.
–¿Qué hora es?
No entendí la respuesta y no sabía a quién le había hecho la pregunta. Me chupé el dedo y bebí de un vaso.
De uno cualquiera.
–¿Qué hora es?
–Qué pesado eres, Santi.
–¿Quieres?
–Sí, dame.
Eduardo se acuclilló a mi lado; me puso una mano en la rodilla. Dejé de mirar las vigas y lo miré a él.
–Te voy a enseñar una cosa. Como te veo tan contento, espero que no te moleste mucho. Fue sin mala intención.
¿Estaba contento? No sé; yo creo que no estaba. No me sentía el cuerpo, después de haber sido un cuerpo que se defiende y huye.
Le dije que adelante; lo que fuera.
–A ver.
Eduardo acercó la mesita lacada que había en el centro del salón. Lo hizo sin levantarse, tirando de una de sus esquinas, muy despacio para que no se volcaran los vasos de plástico.
Vi la mesa reptar hacia mí como una enorme cucaracha puntiaguda.
–Joder…
–Tranquilo, tranquilo.
Eduardo me apretó fuertemente el muslo. Después me soltó y puso ambas manos sobre la mesa. Achiqué los ojos y entendí que estaba escribiendo sobre la cucaracha. Veía el capuchón azul del bolígrafo, titilando sobre su mano, y la cuadrícula, también azul, sobre la que garabateaba. Nada más.
Acabó pronto. Vi la cuadrícula azulada aproximarse a mí, como una red que alguien lanza desde muy lejos.
–Lee, por favor.
Tomé el papel con la mano. Y, para mi desgracia, leí.
«Te mataré.»
Fue inmediato. De llevar varias horas sedimentado en el sillón, salvo algunas visitas de imperativo biológico al cuarto de baño, pasé a estar en todos los puntos de la casa al mismo tiempo; en el salón, en el aseo, en el dormitorio; sobre los muebles, sobre la barra americana, sobre los fogones; dentro de la bañera y debajo de la cama; dentro del armario y detrás del váter. Hasta traté de alcanzar los bordes del tragaluz y escapar por los tejados.
Literalmente, corría dentro de un dedal.
Sin soltar el papel. Sin soltar su mensaje, que me perseguía a un brazo de distancia, mi propio brazo traicionero.
«Te mataré.»
Quién.
Eduardo y Fátima, también Rodrigo, quizá Ana, algún otro pudiera ser, trataban de agarrarme, de sujetarme con todas sus fuerzas para que dejara de huir de una cuadrícula, una cucaracha, una lectura. Me estaba haciendo daño contra todas las cosas de la casa. Me estaban haciendo daño con sus manos en mis manos, con sus palabras.
–¡Santiago! ¿Qué pasa? ¡Cálmate!
Oía yo.
–Rodrigo, le has dado mucho. Eres un gilipollas.
Oía.
–Mójale la cabeza… Voy a por agua… Mójale.
«Te mataré.»
Me caí al suelo. Fue maravilloso. La caída duró tanto que aun tocando el suelo con ambas manos sentía que quedaba poco para estrellarme contra un suelo desconocido, otro suelo, más profundo, terminal.
Me mojaron la frente, me humedecieron las muñecas. Hablaban todo el tiempo, se daban instrucciones y consignas; alguno incluso reía ante el final de un torbellino de Tasmania que no había comportado daños mayores. Yo alcé las manos, las alejé de mí; todo lo que pude. En una llevaba aún la hoja de papel. La miraba bambolearse, y sonreía.
Tenía las manos calientes y picajosas, no paraba de mecerlas por encima de mi cuerpo.
Traté de leer lo que ponía en la hoja. No pude.
Después la vi caer.
Mi inconsciencia duró poco, no fue ni inconsciencia. Fue una breve visita al delirio.
El delirio eran todas las manos que, ni zurdas ni diestras, buscaban ser mi mano.
En algún momento, todo era una gran mano. Luego nada era mano mía, sino piel caliente y disolución.
Me habían puesto en el sofá, con los pies colgando; y continuaron con la fiesta, porque las fiestas son más divertidas cuando alguien queda atrás: la derrota es decorativa.
Me puse en pie, finalmente. Resoplé, atendí a las cariñosas palabras de Ana y me dejé llevar hacia el cuarto de baño. Mi mano no se separaba de mi vientre.
Vomité.
Tiré de la cadena y me quedé un buen rato viendo mi estómago caer por un agujero.
Después me limpié la cara, me refresqué la cabeza y me atusé el cabello con coquetería de repuesto: me daba cierta vergüenza mi reaparición.
–¿Qué tal estás?
Dije que bien, me puse una copa. No quedaba whisky pero quedaban personas más interesantes. Me arrimé a una.
«No queda whisky», dije.
Ella no dijo nada. Me volví a sentar en el sofá. Miré a la chica que me había ignorado y entendí que mi pasado reciente resultaba poco atractivo.
Hice recuento. Estaban Rodrigo y Ana, juntos por una vez; Fátima y Eduardo, también juntos
;
la chica a la que no le importaba que no hubiera whisky; y dos tipos más, uno muy alto y otro muy bajo, ambos con rastas de idéntica longitud.
Había más vasos vacíos que posibilidad de cogerlos entre todos; ceniceros abarrotados, botellas sin tapón y varios tapones situados casi exactamente en el perímetro de una mancha en el parquet. Supuse que la mancha la había hecho yo.
Finalmente, sobre la mesita negra, entre cercos de botellas retiradas y uno que otro libro, había una nota, una hoja arrancada de un bloc, bastante arrugada, de cuadrícula azul y con una sola palabra escrita en ella.
Me incorporé para coger la nota.
Eduardo, casi estrepitosamente, avistó mi escorzo, y dio pasos firmes hacia donde yo estaba. También estiraba la mano.
La cogí yo antes. Él apenas pudo dar voz a la primera sílaba de mi nombre.
Leí.
«Jacarandá.»
Finalmente había conseguido leer bien.
Me eché hacia atrás, apoyé la nuca en la parte alta del sofá, casi haciéndome daño, y repasé la caligrafía de aquella palabra, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, conduciendo mi mirada minuciosamente por el surco dejado por el bolígrafo, por la memoria.
Me llevé una mano a la boca.
Miré a Eduardo a los ojos.
–¿Tú sabes…? –musité. Y la vista se me fue al techo, a las vigas inclinadas; me quedé mirando un clavo que sobresalía de uno de los costados de la madera, herrumbroso.
No sabía por dónde empezar a hundirme.
–¿Qué pasa?
Fátima. Acababa de ver la escena; de entenderla. Se acercó. Su cercanía me dio escalofríos.
–Santiago –dijo–. Santiago.
Cerré los ojos. También lo sabía.
–No… No llores. Fue… Eduardo creyó que…
–Tú sabes… –volví a decir–. Tú sabes… – Y, de pronto, me envalentoné–. Tú sabes lo que he pasado yo por esta puta palabra. ¿Lo sabes?
No contestó. Eduardo creyó adecuado aproximarse, encajar él los reproches. Miré de nuevo la nota.
–«Jacarandá» –leí–: qué, hijo, de, puta, eres, Eduardo.
Carraspeó un poco.
–Se me fue de las manos, Santiago. Lo siento mucho. Creí que debías saber, que debías conocer lo que hacía Daniel, cómo era, cómo era realmente.
–Cómo era realmente… –repetí.
–Fue un pronto, en aquel momento, con su muerte, con tu frase, esa jodida frase, Santiago, «la solidaridad ha fracasado»… Le hiciste tanto daño. Quería que lo vieras…
Sonó la puerta de la calle. Los dos chicos con rastas ya no estaban. Ni la chica. Ana y Rodrigo parapetaron su desconcierto detrás de la barra americana. Nuestras palabras repicaban por toda la casa.
–Tenía que haberla cambiado. –Fátima–. Haberte dejado mirar sus mails sólo una semana, o dos; pero no parecía que verlos te… te hiciera efecto… No sé. Tenías que haberla cambiado, Eduardo.
–Me la dejó a mí –dije, en voz bajísima–, me la dejó a mí… No a ellos, a mí…
Eduardo se acuclilló a mi lado.
–Santiago. Lo siento mucho –dijo–. Yo había hablado con Daniel sobre este asunto; me dijo que tú se lo comentaste. Y ese mismo día, mucho antes de morir, me dio su clave; me la dijo tranquilamente. Tenía la seguridad de que no entraría nunca a husmear en sus cosas. Y no lo hice. Sólo cuando murió entré. No había nada para mí allí. Vi mi mail de despedida, sin abrir. Vi el tuyo, Fátima, y no lo abrí. Había tantos mails para decirle adiós… Era emocionante… Pero su intimidad no me valía de nada una vez que él había muerto. No miré ni un solo mail. Estaba destrozado, joder. Sólo pensaba en lo terrible que para todos nosotros estaba siendo su muerte, y necesitaba pensar que todo su esfuerzo y su fe no se habían evaporado en un instante… Santiago, quise que vieras lo que estaba haciendo, lo que estábamos haciendo; lo que Daniel era y lo que había hecho para evitar que la solidaridad
fracasara
. –Volvió a ponerme la mano sobre el muslo, a apretarlo–. A lo mejor te puse en una situación… emocionalmente compleja. No sé. Te pido perdón con toda mi alma. Pensé que era el mejor uso que podía dar en ese momento a la clave de Daniel.
–¿Emocionalmente compleja? –Me puse en pie–. ¿Emocionalmente compleja? –Dejé que mi voz tomara carrerilla–: ¡
CASI ME MATAS, JODER
!
Eduardo y Fátima se alejaron un poco de mí.
–Santiago –dijo Rodrigo–, no sé de qué va esto pero deberías calmarte…
–Por favor, vamos a hablar bajito… Son casi las cuatro… –Ana.
–Sí, vamos a hablar bajito –dije–, bajito, bajito. Anda ya. Me largo. No quiero volver a veros en mi puta vida.
Me dirigí hacia la puerta. Oí a Ana preguntarle a Fátima, bajito, qué había pasado.
–Cuéntaselo –dije–. Cuéntaselo. Que yo lo oiga.
Ya había abierto la puerta, y sujetaba el picaporte con una mano. Como Fátima no hablaba, la cerré.
–A ver –dijo al fin–. ¿Nos sentamos todos, para empezar?
Rodrigo y Ana acudieron obedientes a ocupar el sofá. Eduardo se sentó en el sillón y Fátima lo hizo en una silla. Quedaba un hueco entre Rodrigo y Ana. No me moví.
–Bueno… Eduardo me lo contó hace algunos meses, junto a otras cosas que no sabía. –Me miró directamente–. A ver si te crees que enterarme de lo de Daniel tan tarde me sentó a mí bien, ¿sabes?
–Ejército enemigo –dije.
–Sí. –Fátima.
–¿Qué… qué… qué es eso? –intervino Rodrigo–. ¿Ejército enemigo? ¿A nosotros nadie nos cuenta nada o qué?
–Es igual. Lo que iba a contaros es más sencillo. Eduardo tenía la clave del mail de mi hermano, y creyó adecuado dársela a Santiago, para que, bueno, entendiera quizá lo que hacemos, cómo pensamos, y que no somos unos niños de papá tratando de cambiar el mundo por puro ocio, como cree que somos.
–
Sois
unos niñatos; sois…
Invervino Rodrigo, de nuevo.
–¿Y cómo se la diste, Eduardo?
–Quería que pensara que Daniel se la había dejado. –Suspiró–. Así que la escribí y la metí en un sobre y uno de los días que fui a ayudar a la familia con el traslado de las cosas de Daniel dejé el sobre en un cajón. Ponía «Para Santiago».
–Joder. –Ana.
–Sí –Eduardo bajó la cabeza–, es algo maquiavélico.
Todos callamos un instante.
–Entonces –prosiguió Ana–, ¿has podido ver mis mails a Daniel? ¿Y los de Rodrigo? ¿Y los de todo el mundo?