Ejército enemigo (22 page)

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Authors: Alberto Olmos

BOOK: Ejército enemigo
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De que la ONG es deleznable, no me cabe duda. Pero que la acción consista en quemar su sede ya me parece algo excesivo, aparte de peligroso para nuestra integridad física y la de otras personas, viandantes o trabajadores. (I)

A mí no me parece mal la acción que propones, pero quizá estamos algo verdes como para ponernos a manejar… qué, ¿cócteles molotov? Podíamos dejar la idea en stand by y llevar a cabo alguna de esas otras ideas más sencillas. (alfa)

Las ideas que habéis propuesto son ingeniosas, sí, pero, para ser honesto, me parecen chorradas. No hacemos nada realmente útil, agresivo, con ellas. Están a un paso de la gamberrada. Estoy de acuerdo en acometerlas todas, pero creo que algo más serio y más severo, precisamente ahora que hemos iniciado este movimiento, es lo que nos hace falta para entender el sentido último de nuestra iniciativa. Y no es tan difícil hacer cócteles molotov, (alfa), está todo en internet, como sabéis. (1)

Yo estoy de acuerdo con (1). Lo haría de inmediato. (a)

¿Votamos? (1)

Votemos. (a)

Creo que no hace falta. Paz y terror. (I)

Un domingo por la noche. Días 3, 10, 17 del mes que viene. No habrá nadie. Seguro. Lo he confirmado y lo confirmaré todos los días hasta el domingo que hayamos elegido. La calle es poco transitada en festivo. Hay un banco cerca, iremos con ropa no reconocible, oscura, y deberíamos cubrirnos la cabeza cuando estemos justo delante de la fachada. Todo esto porque supongo que la sede del banco dispone de cámaras de vigilancia. (1)

Estuve anoche en la zona. Muy tranquila, sin duda. De hecho, no vi a nadie, y me pasé mi buena media hora rondando. Creo que harían falta tres personas. Dos para lanzar los cócteles y uno que vigile la esquina más peligrosa. Os adjunto un mapa. Es la que da a la calle Laocoonte. Hay un bar allí, aunque cierra a las tres es posible que el dueño y algunos amigos sigan dentro hasta una hora indeterminada. Podrían vernos. (Tampoco creo que, en ese caso, fueran a detenernos o a prestarnos siquiera atención, la verdad.) Propongo que uno pasee la calle hacia las cuatro de la mañana, pase por delante de la sede de La Esperanza, se detenga en la esquina con Laocoonte, haga un ring con el móvil cuando todo esté en calma. En ese momento, los otros dos bajan rápidamente, encienden las mechas y estrellan las botellas contra la fachada. Luego cada uno sale corriendo en una dirección. (alfa)

Yo voy, es mi idea. Antes de seguir, ¿quién es el tercero? (1)

Tiene que ser (a). (I)

Ok. (a)

Lo mejor será reunirnos los tres en mi casa. Preparar la acción sobre una mesa. Tomar confianza. (1)

Me parece bien. No dejéis de informarme por esta vía, por favor. (I)

Claro. (1)

Plan completado y repasado. Materiales casi dispuestos. Día elegido: el 10. (a)

Mañana quemamos La Esperanza. (1)

Asunto: Zacarías Munt y el discurso irrelevante

Entre los extractos literarios y filosóficos que hemos compartido en este espacio está la conocida cita de Zacarías Munt que dice: «Saber la verdad no nos impide actuar como si no la supiéramos. Saber la verdad es inútil, lo único útil es
otra realidad
».

Todos hemos leído
Relato vivido
y comprendemos ahora más que nunca la hondura y el pesimismo de estas afirmaciones. Seguramente, de seguir vivo Zacarías Munt, su propio apotegma le resultaría ya intolerablemente cierto.

Si algo ha aumentado desde su muerte en 1976 han sido los trabajos intelectuales de denuncia, tanto en forma de ensayo como de películas o arte urbano. También el periodismo ha puesto su granito de arena en procesos de desvelamiento de la verdad. Acciones de terrorismo de Estado, casos de corrupción, comportamientos contradictorios en la clase dirigente, prácticas deshonestas en la gestión empresarial y manipulaciones mediáticas destinadas a manipular nuestras formas de consumo y nuestras opiniones llevan décadas siendo destapadas, comentadas, sabidas.

Todos conocemos las acciones que llevó a cabo la CIA en Centroamérica durante la década de los 80; todos hemos leído
No logo
, de Naomi Klein, o
Desinformación
, de Pascual Serrano. También hemos visto los documentales de Michael Moore y hemos buscado en Londres los grafitis de Banksy.

¿Ha cambiado en algo el sistema porque sus integrantes conozcamos la verdad de su funcionamiento?

En absoluto. El sistema sigue indemne.

Esto nos hace volver la cara con pavor hacia aquella idea de Munt expresada hace más de cincuenta años. El conocimiento de la verdad, en efecto, se nos revela inútil. Carece de sentido el concepto «concienciación». Todos llevamos veinte años concienciándonos… para nada.

Lo único que tendría sentido es otra realidad dentro de la que concienciarse. No cambiar el mundo, sino descambiarlo.

El discurso de la solidaridad y de las buenas intenciones aparece en todos y cada uno de los agentes sociales. Es el gran simulacro que nos ha tocado vivir, la simulación de nuestros días. Porque basta señalar un sector industrial e investigarlo a fondo para encontrar adulteraciones interesadas. Nada está exento de corrupción. Desde la construcción hasta las oposiciones, desde los taxis que circulan por la ciudad hasta la lista de discos más vendidos, todos los premios, todos los reconocimientos, cada pequeño comercio y cada gran corporación se medra por familia, se adjudica por interés, se amaña, se silencia, se roba.

Sin embargo, el discurso mediático sólo adjudica puntualmente estos comportamientos inmorales a individuos rápidamente satanizados, mientras que, en la página de al lado y en el programa siguiente, maquilla constantemente el mecanismo real hasta generar el cuento de hadas dentro del que todos simulamos vivir.

Historias de éxito merecido, triunfo largamente buscado, justicia para con el esfuerzo y el talento. Eso vemos a diario, en los medios de comunicación más prestigiosos del mundo, a veces incluso con la firma de intelectuales reputados que ponen su supuesto conocimiento cimero al servicio de relatos infantiles.

No podemos más que adjetivar como escalofriante la esquizofrenia a la que esto nos ha llevado. Por expresarlo de manera directa: uno se gasta mil euros en una comida y luego sale por televisión pidiendo dinero para los afectados por un huracán o un tsunami. Uno consigue un premio literario multimillonario mediante contactos y apaños y luego escribe una columna afeando el proceder de un diputado que adjudicó a dedo una contrata. Uno pega diariamente a su mujer y luego firma un manifiesto contra la violencia doméstica. Uno es racista y luego firma un manifiesto contra el racismo. Uno consume desproporcionadamente y luego presta su imagen en una campaña para que los ciudadanos cerremos antes el grifo cuando nos cepillamos los dientes.

No es hipocresía: hasta en su intimidad los sujetos puestos como ejemplo piensan así.

Es esquizofrenia. Desdoblamiento. Un pie en el barro y el otro en el cuento de hadas. El ciudadano se ignora a sí mismo.

En nuestra sociedad acomodada los pequeños elementos alcanzan rango histórico, lo insignificante se vuelve dogma. Cuestiones ridículas como la de procurar cerrar el grifo un poco antes de lo habitual o eliminar las bolsas de plástico de los supermercados o disponer de carril bici en la ciudad concentran energías y pasiones que ya no ponemos en atenuar las diferencias sociales de cariz económico, educativo o laboral. Incluso el voto recibe una atención desmedida cuando los ciudadanos hace tiempo que dejaron de percibir la democracia como un sistema político que nos permite votar y lo ven en realidad como un sistema en el que se puede consumir copiosamente. Cuando pensamos en Cuba no imaginamos un país que no vota, o que no tiene distintas opciones de voto, sino un país que no compra, que no tiene distintas marcas de atún para comprar.

Todas estas ideas y apreciaciones pueden localizarse en numerosos libros, algunos de los cuales han sido bestsellers. El discurso crítico del discurso feérico juega en su mismo campo, y por eso no puede impugnar el juego: en realidad lo alienta. Zacarías Munt llevaba razón y, por mucho que se difundan argumentos críticos contra la realidad, sólo se conseguirá interpretarla de una manera nueva, pero no cambiarla.

Dado que el éxito de estos discursos «críticos» viene apuntalado por su acertada formulación (retórica y persuasión), su acogida minoritaria se va extendiendo hasta alcanzar a una mayoría social, lo que supone una integración del discurso «crítico» dentro del discurso feérico, y una conclusión a efectos prácticos: el discurso crítico es en el fondo admirativo.

Pensemos que a Naomi Klein le gusta el mundo en el que vive. Pensemos que la crítica es hagiografía. Pensemos que el discurso es irrelevante.

Actuemos a partir de ahí. (I)

¿Cómo fue? (I)

Ahora te contamos. Estamos leyendo tu último sermón. ¡Eres un coñazo, (I)! (1)

A mí me ha gustado mucho. ¿Cuándo reeditan a Zacarías Munt? (a)

Centrémonos, como decís siempre. La acción fue bien. No vi a nadie en ningún momento, mis compañeros hicieron lo más difícil con bastante valentía y, lo diré, cojones. Las llamas impresionaban lo suyo, la verdad. Eché a correr en cuanto las vi. Reconozco que me temblaba todo el cuerpo. Ahora entiendo qué significa la palabra «adrenalina». Fue brutal. (alfa)

Tiramos tres cócteles. No fue difícil. Sigo algo nervioso por lo de la cámara en ese banco, y por si alguien nos ha visto; o por si la puta policía nos descubre quién sabe cómo. Uno ve las películas y cree que sabe cómo se investiga un delito, pero en realidad no tenemos ni idea. ¿Buscarán las huellas de nuestras zapatillas por el suelo? No sé. Estoy algo nervioso con eso. (a)

No te preocupes, (a). No nos van a coger. Estoy muy orgulloso de nosotros, de haber hecho algo así. Personalmente me puedo morir a gusto. (1)

¿Qué tal tu mano? (a)

¿Qué te pasó en la mano? (I)

Me la he roto. No fue al tirar los cócteles sino al huir. Me metí a toda velocidad por una calle cualquiera y me golpeé con el poste de una señal en la mano derecha. No me detuve, seguí corriendo y sólo al llegar a casa y relajarme me di cuenta de que me había partido una falange. Duele bastante. Para paranoicos diré que fui a urgencias y alegué un accidente doméstico, que me atendieron a kilómetros de la sede de La Esperanza y que hasta me cambié de ropa antes de ir. En la sala de espera había por lo menos otras diez personas que parecían venir de cometer atentados terroristas. ¡Todo bien! (1)

Y, por cierto, ya envié la nota. Os la adjunto. (1)

En prensa ya salió el «incendio», seguramente no han tenido tiempo de saber lo de la nota y por eso no la sacan. (alfa)

No creo que la saquen en ningún caso. La ONG no querrá ponerse en evidencia y dar pistas sobre su gestión corrupta. Eso de «sois delincuentes sois malversadores» daría que pensar. No creo ni que se lo digan a la policía. (I)

¿Qué hacemos ahora? (alfa)

Yo me concentraría en lo de revelar los datos de los cien famosos. (I)

Yo seguiría con acciones de este tipo. De hecho, creo que necesitamos una pistola. (1)

Reunámonos todos donde la otra vez. Mañana a las nueve de la noche. Tenemos que discutir en qué queremos convertirnos. ¿Una pistola? Creo que ése no es el camino. (I)

Ok. Hablo de una pistola como herramienta disuasoria. No es tan grave. Además creo que sé dónde podría conseguirla. (1)

* * *

Asunto: (sin asunto)

De: [email protected]

A: [email protected]

Te llamaré.

7

Tu culpa es algo que desconoces.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Mucho trabajo, apenas hice nada. Suena muy alto el televisor mientras escribo esto.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Escribir este cuaderno es seguir vivo. Desaparecería.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Se estropeó el aire acondicionado. Casa. Cena.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Casa. ChatChinko. Me dio asco.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Por fin es viernes. Tu culpa es algo que desconoces.

Mis conclusiones fueron las siguientes. Daniel discutió conmigo y se llevó a casa mi frase: «La solidaridad ha fracasado». Le dio vueltas, la puso firme, le dirigió algunos golpes y vio que apenas se tambaleaba. Creyó en ella.

Después decidió extender el evangelio del escepticismo. Habló con varios amigos y discutió sobre el sentido último de «cambiar el mundo», «concienciarse», «solidaridad» y «movimientos sociales». Convinieron en que todo aquello era una soplapollez y en que más les valdría dejar de engañarse.

Pero alguien, quizá el propio Daniel, dijo algo, sin pensarlo mucho. Tal vez dijo: «Sin toda esa gentuza las cosas podrían funcionar». O: «Habría que darles su merecido a todos esos especuladores de la solidaridad». O: «Les partiría la boca a todos».

Ahí prendió la mecha terrorista, el anhelo de acción útil, las ganas, nuevamente, de cambiar el mundo.

De depurarlo.

Eran cuatro. Se reunieron y acordaron actuar juntos en el sabotaje, destrucción, estorbo o denuncia de falsedades solidarias. Establecieron un sistema de comunicación obsesivamente seguro, mediante mails anónimos en los que utilizaban alias mínimos.

1 era Daniel; I era Eduardo: no me cabía ninguna duda sobre ello. Ignoraba quiénes podían ser a y alfa. En todo caso, estaba claro que el tiralíneas intelectual lo portaba Eduardo, y que Daniel ponía la tinta fresca de su odio.

Y el odio nunca sigue líneas rectas.

Daniel quiso abundar en estropicios como el causado en la ONG, quemar cosas todos los días, quién sabe si secuestrar y hasta matar gente. ¿Para qué quería Daniel una pistola, si no? Eso preguntó Eduardo: «¿Para qué quieres una pistola, Daniel?».

Eduardo vio venir el desmán y las grandes equivocaciones, y convocó una nueva reunión. Nadie volvió a enviar un mensaje a la carpeta LSHF. ¿Se disolvieron?

No. Mataron a Daniel.

Comprobé que su muerte se había producido sólo cuatro días después de esa reunión.

«Te llamaré.»

Hablaran de lo que hablaran en la reunión, Daniel siguió empeñado en conseguir un arma. La mudez asamblearia daba a entender que cada cual estaba en su casa rumiando decisiones, pasos al frente o retiradas a tiempo. El último mensaje archivado en la carpeta LSHF no pertenecía a ningún miembro del grupo. No era el mail de Eduardo y, si fuera el de alguno de los otros, ¿por qué iban a utilizar su mail real cuando sabían que no estaba permitido y cuando ni siquiera eran precisamente ellos los egos innegables del cuarteto? ¿Y por qué iba a archivarlo Daniel en esa carpeta si no tuviera algo que ver con el resto?

Aquél era el mail de alguien que le iba a facilitar a Daniel una pistola. Alguien con el que habría contactado por móvil, o cara a cara, y con el que sólo había alcanzado plazos difusos, que empezarían a concretarse a partir de una llamada, una llamada que haría el otro.

La hizo la noche en que murió Daniel. Le convocó en aquel solar para hacer la transacción; probablemente fue el otro el que le llevó en su coche. Por algún motivo, acabó matándolo con una piedra, después de disputar filo en mano.

Mis conclusiones fueron las siguientes: mataron a Daniel porque yo le dije que la solidaridad había fracasado.

9 am. Arriba. Abajo. No fui a trabajar. Desconecté el móvil. Lo único que he hecho en todo el día es escribir estas palabras.

El grupo había seguido activo después de su muerte: eso pensé también. La «acción» de desvelar las cuentas corrientes de cien famosos solidarios se había producido mucho tiempo después de que lo mataran. A lo mejor fue sólo la nostalgia por el caído, un homenaje privado, el último coletazo de una iniciativa delirante. O a lo mejor era el principio de la segunda etapa de aquella guerrilla mermada. No lo sabía. En el crucigrama de mis deducciones sólo encajaban las peores palabras. Sentimiento desolador de responsabilidad, cinco letras.

Me destrozaba haber dicho aquella frase.

Culpa.

El poder de la palabra constituía mi modo de subsistencia, a la basura publicista como yo nos pagaban por encontrar la combinación de vocablos que hacía que la gente perdiera el juicio, y comprara, y viajara, y soltara la pasta. A mi amigo lo había matado con una sola frase, un eslogan letal.

Durante unos días fui incapaz de entender por qué la policía no venía a detenerme, qué hacían los amigos de Daniel que no me señalaban con el dedo, qué hacía yo mismo que no me tiraba por la ventana. Dónde estaba mi pena. Merecía la condenación. Todo el día me dedicaba a reírme de la solidaridad y de las buenas intenciones, me encantaba saber que esas personas que se creen mejores que yo porque tienen el armario lleno de pancartas eran unos gilipollas, que nada iba a cambiar y que estábamos todos en el mismo barco capitalista e hijo de la gran puta. Me encantaba no hacer nada y comprobar a diario que, en definitiva, nadie hace nada. Me encantó decir que la solidaridad había fracasado y que esa frase sonara a verdad.

Porque era verdad.

Pero había llegado demasiado lejos y alguien tenía que devolverme los golpes.

Todo el cuidado que había puesto en no ser descubierto como asaltador de cuentas de correo ajenas y, finalmente, poseedor de la cuenta de Daniel, se dirigió de pronto hacia la conexión entre su muerte y mis palabras. ¿Quién podía saberlo? A la culpa íntima se unía la vergüenza pública de que alguien me hiciera tan responsable de esa muerte como yo me lo hacía. Pero habían pasado muchos meses y no era previsible una venganza, no tan gélida, ni una reconvención, no tan tarde, ni una bofetada.

Fátima podía dármela, era su hermano. Conocía la frase, pero no la célula de pirados antisolidarios a que había dado origen. Eso se deducía de los mails de Daniel. El único que estaba al tanto de ambos extremos de la cuerda con que ahorcar mi inocencia era Eduardo. Había dicho aquello de «Tu culpa es algo que desconoces», pero no había dado mayores muestras de agresividad aparte de esta afirmación perfectamente atinada para cualquier persona que, como yo, no participara de sus ideales y proclamas. Todos éramos culpables a los ojos del dios activista.

Pero yo era mucho más culpable. Seguramente me sentía más culpable que la persona que lo había matado.

«Te llamaré.»

Te mataré.

Hice esfuerzos por leer estas dos palabras homicidas en esas dos palabras promisorias. Quería exacerbar mi intuición de que detrás de ese mensaje había un hombre con un cuchillo y una piedra en su memoria de matar. Mis deslices lectores, tan frecuentes durante los últimos meses (y que parecían ir derivando poco a poco hacia las mismas palabras que yo escribía), no se dieron cita en esa ocasión, por mucho que entrecerrara los ojos. No podía imponer un «Te mataré» en aquel «Te llamaré», no podía encausar una tilde ni tantear la estrafalaria hipótesis de que el remitente hubiera querido escribir una amenaza en lugar de un anuncio, de que el asesino también sufriera de perversión con las palabras.

Aquél era un mensaje anodino hallado en un contexto sospechoso. Todos hemos visto tantas películas que nos hace falta muy poco para escribir un guión desquiciado, y ponernos de protagonista. En ningún momento pensé en la responsabilidad cívica de tener en mis manos la clave de un asesinato, el del ciudadano Daniel Mansilla, ni en la obligación de acudir a la policía para que hiciera su trabajo. En lo que pensé fue en la nueva oportunidad que me deparaba la posición de testaferro verbal de mi amigo para iniciar algún tipo de pesquisa privada, vagamente entretenida, vagamente justiciera, como aquella otra por la que conocí a Eduardo y a Rodrigo, y que tan chapucera y vana resultó.

Había dejado de lado mi vida y quizá no tenía nada mejor que hacer que inventarme un culpable. Otro.

9 am. Arriba. Abajo. Llamadas de mi jefe. No lo cogí.

La búsqueda [email protected] no obtuvo ningún resultado. Sugerencias: «Compruebe que todas las palabras están escritas correctamente». «Intente usar otras palabras.» «Intente usar palabras más generales.»

«Asesino de Daniel» era bastante general, y sólo me habría hecho falta que hubiera llegado ya el día en el que los buscadores de internet tuvieran todas las respuestas, incluso aquellas que nadie deseaba que aparecieran en la red. El camino hacia esa circunstancia ya estaba abierto. Miles de páginas tonteaban con los secretos de la gente, con el anhelo íntimo de hacer público lo que sabemos que no podemos contar. Había un blog donde internautas anónimos posteaban sus secretos, por ejemplo. Casi todos hacían referencia a infidelidades, hijos con terceras personas o deseos de ver muerto a alguien. Otros sites hurgaban en las frustraciones individuales, invitando a los visitantes de la web a gritar a los cuatro vientos lo que, vergonzosamente, les amargaba la vida. «Llevo dos años sin follar», decía uno, y otro, y otro más.

Probé en varios buscadores; probé a quitar la arroba y la dirección del webmail y a buscar sólo el nick elegido, y luego todas sus posibles variantes despedazadas. El nickname en solitario no aparecía, pero su despiece sistemático elevaba el número de páginas en las que husmear a cientos de miles, en varios países, de todo tipo de sectores industriales y pazos del ocio, música, jardinería, relaciones personales, actores de Rumanía y polígonos industriales de las afueras de Murcia, entre otras.

Era demencial.

Y era apetitosamente sospechoso que alguien tuviera una cuenta de correo que no aparecía en toda la red. Pensé: si yo vendiera armas en mi país, ilegalmente, no utilizaría mi cuenta de correo habitual, sino una abierta ex profeso para contactar con el posible comprador y, por supuesto, no utilizaría esa cuenta para ninguna otra cosa, y hasta es posible que abriera una cuenta distinta por cada comprador, y que las fuera cerrando.

Me pregunté si un vendedor de armas, o un macarra que de vez en cuando pone en contacto a alguien que quiere comprarlas con alguien que puede venderlas, o un militar retirado que, quién sabe, tiene ahí en la cómoda cuatro o cinco pistolas que usufructuar, se tomaría tantísimas molestias para llevar a cabo la venta.

Me pregunté si partir de la hipótesis de que estaba buscando a un «vendedor de armas» me llevaría a dar con él. Decidí cambiar de estrategia.

Pensé en el nickname elegido. No era una palabra de mi idioma, ni de ningún otro; no hacía referencia al nombre de ningún grupo musical, ni de ninguna canción, ni de ninguna película o personaje animado de la infancia. Tampoco parecía guardar dentro de su compleja sucesión de consonantes y vocales un misterio referencial, el propio nombre con las letras combinadas caprichosamente, las siglas de una larga frase fácilmente memorizable por el que ha abierto la cuenta, y asimismo fácilmente convertible en ese áspero nickname. Sólo una inteligencia sería capaz de escribir una palabra que no apareciera en internet: la inteligencia del azar.

Y en internet la inteligencia del azar va de la mano de la bisoñez: la del propio internet y la del usuario.

De modo que (en esta línea hipotética a la que decidí agarrarme) concluí que el responsable de aquella dirección de correo electrónico la había abierto cuando nada sabía de correos electrónicos ni de su futura utilidad, y que muy probablemente habría acabado abriéndose otra más civilizada, y sobre todo pertinente con la memoria de sus amistades y los criterios de selección de personal de las empresas.

Ya casi no se veían correos electrónicos irrisorios o enrevesados, salvo los de algunos aspirantes laborales que echaban a perder su currículum con un mail subnormal o los de algunos destinatarios de mi trabajo publicitario que incluíamos sólo porque el cliente había contratado siete mil contactos y nos faltaban varios cientos. Siempre rellenábamos la tarea con la lista comodín de mails que alguien había comprado hacía una década, lista que nunca se quejaba ni amenazaba con demandas de spam porque de esos quinientos o seiscientos correos electrónicos probablemente ninguno seguía activo.

El mail del mensaje «Te llamaré» era de ésos: sentí un pálpito. Imaginé la película con escenas donde Daniel conoce a alguien que conoce a alguien, con quien queda, o coincide, con quien habla de lo divino y lo humano y pide otra ronda, momento en el que surge (quizá por el televisor del bar emitían una película de gángsters, quizá en la página del periódico salía una foto de una pareja de terroristas del Daguestán, pistola en mano ambos) el tema de las armas, esas armas que muchos dicen tener en casa heredadas de un abuelo que luchó en alguna guerra o encontradas en los lugares más polvorientos. Daniel entonces se ve con un arma en la mano poniendo de rodillas a todos los políticos corruptos del país, asustando a los mezquinos dirigentes de una ONG creada sólo para aprovechar el boyante negocio de la solidaridad, haciendo llorar a cuatro o cinco actores millonarios que apadrinaban bolígrafos de punta fina para salvar la selva amazónica. Y le mola.

Y decide que quiere un arma. Y consigue hablar con alguien que se la puede conseguir, el mismo de la charla en el bar u otro. Habla con él y acuerdan una posible transacción, un posible precio, «pero no es tan fácil conseguir un arma en este país y tendré que hacer algunas llamadas, ver si por ese dinero te pillo alguna, ¿quieres balas?, dame tu mail y tu teléfono y en una semana o dos…».

La última llamada que recibió Daniel con vida fue hecha desde una cabina pública. Todo un distrito era sospechoso. El último mail, sin embargo, sólo podía haber sido enviado por una persona.

Me la jugué a una sola carta. Pensé que si, por casualidad, daba con el sujeto que estaba detrás de ese mail y si, por investigaciones aficionadas posteriores, sospechaba que podía ser realmente el responsable de la muerte de Daniel, acudiría a la policía, desvelaría mi propia condición de delincuente, me expondría a la suspicacia de todo el entorno de Daniel, que sabría enseguida que yo llevaba meses riéndome de sus patéticas vidas privadas.

Diría que Daniel me dejó su clave como herencia. Me la dejó a mí. Y que eso quizá debería hacerles pensar un poco.

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