Authors: Alberto Olmos
El vello de su sobaco izquierdo formaba simetrías con el de su brazo alzado cuando se llevaba la botella a la boca. Su camiseta sin mangas mostraba el dibujo de un simio borracho.
–Sí, bastante –contesté–. No está mal. ¿El piso es tuyo?
–Claro, tío. –Asintió además con la cabeza–. Mío, mío. Ya lo he pagado. ¿Cuándo quieres entrar? Me corre prisa. Antes del verano, fijo.
–Bueno, tengo que mirar otras opciones.
–¿De qué curras?
–En una oficina. Hago cuentas y así. Poca cosa.
–Ah. Dinero no te falta, ¿no?
–No; no me sobra, tampoco. ¿Y tú, qué haces?
–Bah, la noche, tío. Camarero. Este verano me voy de temporada. Un pastón en la playa que me saco. No me verás el pelo, ¿sabes? Eso es una ventaja y no internet, piénsalo.
–Sí, el piso para mí solo. Muy bien. Lo tendré en cuenta.
Di un trago largo a mi cerveza.
–¿No usas internet? –pregunté–. Todos lo usamos tanto…
–No. A veces. Muy poco. No me hace falta. –Se tocó el piercing de la barbilla con la boca de la botella–. Ningún amigo mío lo usa, qué es eso de que todos lo usan.
–Ya, ya. No sé. Da esa impresión… viendo la tele… Es igual. –Bebí–. Bueno, ¿me das tu mail o un teléfono? Así me lo pienso.
–Venía en el anuncio. ¿No lo cogiste?
–No, se me pasó. Luego lo miro en casa entonces. Yo sí tengo internet.
Me reí absurdamente.
–Era un anuncio en el Rubí.
Ahora era yo el que tenía la boca de la botella pegada a la barbilla. Dejé la botella sobre la mesa. Sonreí.
–Ah, es verdad. Miro tantos que se me va la olla. Las Naves, sí.
–¿Conoces el Rubí? El bar. Quiero gente del barrio. ¿Tú dónde vives?
Me puse en pie.
–Al otro lado del río. Pero tomé un café ahí un día, sí, y lo vi. Tu anuncio, quiero decir.
Manuel se acercó un poco. Dejó también su botella sobre la mesa. Estaba ya vacía.
–Dame tu teléfono –dijo.
–Claro.
–Mejor tú que un chino, joder. Te hago una perdida. Dime tu móvil.
Se lo dije. Me llamó. Dejé sonar el móvil.
–Ya –dije.
Estábamos a un metro de distancia. Él siguió llamándome, con su teléfono pegado a la oreja.
–Ya –repetí.
Me miraba sin pestañear.
–Ya –dije de nuevo.
Le acabé colgando.
–Ahí lo tienes –dijo. Y arrojó el móvil sobre el sofá de dos plazas. Rebotó y cayó al suelo.
–Vaya –murmuré.
–Bah, el móvil –gruñó.
Me dirigí hacia la puerta.
–Bueno, muchas gracias por recibirme sin avisarte.
–No hay de qué. Llámame cuanto antes, ¿eh?, que la cosa va que vuela.
–Sí, sí. Te llamaré –dije.
12 am, arriba. Paseo por el barrio hasta la calle Las Naves, número 78. Vi a un tipo llamado Manuel. Casi le alquilo una habitación. Sopesé si sería un asesino, el asesino de Daniel. Estupidez. Rechacé ir a una fiesta.
El sábado me levanté con una particular sensación de arrepentimiento. Me llevó toda la mañana darme cuenta de que aquello que oprimía mi pecho era eso, arrepentimiento, y no la sucia desolación del despertar. Pero arrepentimiento de qué.
Me preparé el desayuno, vi la tele, miré por la ventana, puse música y hojeé algunos libros. Durante todo este trajín anodino, sentí el subrayado de la vida, una extraña novedad en cada cosa que hacía, como si fuera fascinante estar ahí tomando café o mirando pasar los coches por la calle. Como si tuviera, incluso, que dar las gracias por poder cambiar de canal mi televisor.
Y arrepentirme.
No era un arrepentimiento culposo (culpa de qué, pensaba, ¿de no ir a trabajar en toda la semana?, ¿de fingir enfermedades?), era alivio, era aviso, era una lección.
El cuerpo es más listo que el cerebro. La inteligencia no es la escritura de ideas que adjudicamos a ese órgano orgulloso, sino la capacidad que tiene ese órgano para leer nuestro cuerpo, para atenderlo y hacerle caso.
Aquella mañana, mi cuerpo proponía una lectura importante. Hiciera lo que hiciera, no dejaba de sentir que algo había hecho mella en la inteligencia de mis entrañas. «Date cuenta»: eso decía mi carne. «Date cuenta»: eso, mis huesos. «Date cuenta, Santiago.»
Me di cuenta. El arrepentimiento que encogía mi cuerpo era el propio de quien ha cometido una temeridad, y sale ileso. Mi temeridad fue entrar en aquella casa: me di cuenta.
Me di cuenta y dejé a mi cerebro hacer su trabajo.
Se llamaba Manuel, era un macarra, tenía un piso de mierda en mi mierda de barrio, con el grifo de la bañera idéntico al de la bañera de mi piso de mierda. Ese piso, hace años, era de un anciano llamado Pablo López Fontana. Estaba en venta. El mail de contacto de esa opción de compra fue el que utilizó alguien para enviar un mensaje a Daniel, un mensaje que sólo decía: «Te llamaré». El mensaje fue enviado hacía un año, sólo un día antes de que Daniel fuera acuchillado.
La primera hipótesis seguía tambaleándose al filo del ridículo. Era: que el remitente de aquel mensaje era el asesino de Daniel. «Te llamaré.» Lo llamaron; lo mataron. Fue Pablo López Fontana. Dónde estaba Pablo López Fontana. En aquella casa, no. Podía estar en otra, vendiendo armas a niños ricos con ínfulas de Che o enviando mensajes a esos mismos niños ricos con ganas de aprender de sus mayores. Pablo López Fontana, activista emérito. Muchas cosas que enseñar.
Si detrás de ese mail no había un asesino (y mis principales argumentos a favor de esta ausencia de misterio eran que, en la vida real, al contrario que en las películas, detrás de las cosas no hay misterio, sino publicidad), entonces Manuel y aquel piso horroroso en alquiler podían dejar de preocuparme. Pero a mi cuerpo, al diapasón del estómago, aquel piso le preocupaba. Le preocupaba mucho.
La segunda hipótesis participaba ya clínicamente de la paranoia. Era: que Manuel había matado a Daniel.
Sin más.
Pensar esto convertía mi cuerpo en un timbre. Sonaban todas las alarmas: la del detector de metales, la del mazo de feria, las del parque de bomberos.
El cuerpo lo sabía. Estaba histérico porque yo también lo supiera. Pero yo, al contrario que el animal sumarísimo, necesito un proceso.
Pongamos que Pablo López Fontana no existe. Que es un nombre que Manuel se inventó para vender su piso. El vínculo entre ese piso y la dirección de correo electrónico queda explicada. Manuel mató a Daniel.
Sin embargo, el piso se vendía hace diez años. Manuel tendría entonces apenas veinte: parecía poco probable que ya poseyera un piso. Podía ser heredado, como el mío. Podía haberlo recibido de sus padres muertos en un accidente de tráfico, o de un hermano, o de un tío próspero y generoso. Pero uno no decide vender un piso con veinte años, y si lo decide no cambia de idea y, diez años después, alquila una habitación. En realidad todo era posible. Siempre hay alguien que hace algo que uno no entiende, que uno cree alejado del sentido común. Contraataque: pero yo necesito el sentido común.
Nuevo intento. Pongamos que Manuel es un joven macarra que deja la escuela a los quince años, porque prefiere, como casi todos en este barrio, ganar pasta cuanto antes y comprarse una moto y ropa de marca y MDMA en lugar de formarse para un supuesto futuro mejor que el de sus padres. Trabaja de camarero, trabaja de reponedor, trabaja en decenas de puestos deplorables en decenas de fábricas y almacenes y talleres. Se compra su moto y su ropa, se pone montoncitos de éxtasis en la punta de la lengua, se tira a unas cuantas tías. Y finalmente decide comprarse un piso.
Se lo compra a Pablo López Fontana. Lo paga en diez años, porque, aunque no ha estudiado, de dinero sí que sabe. Trabajó y ahorró: tú sabes. Ahora tenemos a Manuel en el piso, pero no al otro lado de la dirección de correo electrónico.
Vacío.
Comí masticando lechuga, tomates e hipótesis. Volví a considerar la posibilidad de enviar un mail a aquella dirección absurda, tanto desde mi propia dirección como desde la dirección de Daniel. La de mi amigo muerto era la más segura, pero, nuevamente, eso significaba dar el paso público que me había negado a dar durante todo mi reinado de palabras, con la salvedad de aquella enorme metedura de pata llamada Cristina Valbuena.
Forcé mi imaginación. Hice crucigramas con la realidad. Escribí para mi cuerpo.
Y llegué a lo siguiente: Manuel compra el piso a Pablo López Fontana. Él es joven, descarado, despierto. Pablo es un anciano que busca un cómodo retiro en alguna residencia asequible. Quedan para ver la casa. Pablo lo lleva por las habitaciones, abre algunos grifos medievales, golpea los muebles con sus nudillos translúcidos: todo está en orden. Se sientan y se relajan. Hablan de internet, comparan experiencias tecnológicas y encuentran un insólito vínculo: ninguno de los dos enloquece por una arroba. Se ríen, se entienden, quizá hasta se reconocen en sus orígenes, su modo de afrontar la vida y de elegir asentamientos en barrios miserables. Don Pablo gasta una broma, pongamos. Dice: «Con la casa te doy mi mail». O dice: «Con la casa te regalo mi internet». No sabe decir «mi cuenta de correo electrónico», ni «mi usuario», ni mucho menos «mi login». «Mi internet.» De tan genérico, Manuel lo entiende. Y acepta. El otro le escribe la clave en un papel; quizá hasta le da el papel donde ya tiene escrita la clave y esa dirección tan absurda, fruto de alguna clase avanzada de formación digital para vejestorios. «Toma –dice–, a mí no me hace falta para nada. El internet.»
También podía ser que Manuel no fuera tan ajeno al ciberespacio; también podía ser que le sonsacara la clave, que el otro la soltara sin darse cuenta, incluso que se la diera para que el propio Manuel retirara el anuncio de la web. «Me llaman todo el día –comentaría don Pablo–, le diré a mi nieto que me quite el anuncio cuanto antes, que si no no me dejan en paz; a ver si lo veo pronto.» «Yo se lo quito», se ofrecería Manuel. «¿Sí?» «Sí, deme la clave y se lo quito.» «¿La clave?» «Sí, la clave.»
Y el anciano legaría al joven su cuenta de correo, un reino virgen, como Daniel me legó a mí su propio reino, roturado de palabras.
Mi cuerpo volvió a timbrar. Dos impostores cara a cara, dos palabras secretas en manos impropias dando problemas que nadie esperaba.
Este Manuel era el asesino. No, vayamos por pasos. Este Manuel era el dueño de la cuenta de correo de la que salió el último mail que recibió Daniel. «Te llamaré.» Lo era por casualidad, por sagacidad o por generosidad; pero lo era. ¿Para qué iba a llamar Manuel a Daniel? Necesitaba que la respuesta fuera: para venderle un arma. Cada vez que pensaba esas palabras pacificaba mi parte del universo, mi rincón de la justicia. No me asustaba vivir a dos o tres calles de un posible criminal, ni aunque fuera el responsable de la muerte de mi amigo; y no porque él no pudiera establecer la relación entre su víctima y ese Santiago que había echado un vistazo a su habitación en alquiler, sino porque merecía la pena saber la verdad, quién mató a Kennedy, quién a Daniel, quién.
Porque la verdad es el respeto que debemos a los muertos.
Sin embargo, no podía ir mucho más allá, presentar denuncia, investigar a Manuel, provocar una prueba, seguir una pista, hacerle cometer un fallo. La espiral de delirio detectivesco, de deducción gratuita, me llevó a un nuevo escenario: el otro.
Manuel sabía que era el asesino. Manuel sabía que había enviado ese mail desde esa dirección casi incógnita. Manuel sabía que yo había llegado a su casa a través de internet. Bastaba que dejara la cerveza a medias, que se tocara con la boca de cristal su piercing blanco, cerebral, que su mirada encontrara un grumo epifánico en la pared amarillenta, para que su cuerpo, asimismo, le diera un toquecito; le dijera: «Algo no encaja».
«Algo no encaja, Manuel.»
No necesitaba conocer a su vez mi propio proceso, la sucesión real de acciones que me habían llevado a su piso. Si yo era amigo de Daniel, si tenía acceso a su cuenta de correo por este motivo o aquel motivo o no tenía acceso a su cuenta de correo pero conocía ese mail, «Te llamaré». Me lo podían haber reenviado. Lo podía haber visto en alguna ocasión. Podía estar al tanto de la anhelada compra de una pistola por parte de Daniel. Daba igual. Manuel encontraría alguna explicación que diera sentido al clamor de su cuerpo, una tesis más o menos ajustada a la realidad, un planteamiento a partir del cual dar los pasos adecuados para calmar la duda.
Y entonces lo decidí, aterradoramente. Si Manuel me llamaba por teléfono, era el asesino de Daniel.
11 am, arriba. Me hace gracia escribir en este diario lo siguiente: estoy esperando la llamada de un asesino. Son las 4.34 pm.
¿Qué haría entonces?
Fui al dormitorio, después de decidir un destino, de proponer un futurible criminal, y agarré el móvil, y me asomé a la ventana. Miré mi calle, la plazuela, las fachadas de enfrente. En la plazuela las familias gitanas ya habían instalado sus residencias de verano, mesas plegables, sillas de enea, cámaras de hielo anaranjadas y niños sucios. Alcé el móvil y busqué el número de Manuel. Aún no lo había archivado. Escribí su nombre con rapidez; luego me detuve. Había varios Manuel en mi agenda, tenía que añadir algo más. Dirigí mi mirada hacia la calle Las Naves, sobre tejados y azoteas y antenas de televisión mal clavadas. Quizá por eso, sólo se me ocurrió una palabra que arrimar a «Manuel»: «barrio».
Apreté Ok y comprobé los datos. Leí «Mantel» en «Manuel». ¡
Mantel
! Achiqué los ojos y seguí viendo «Mantel». Sólo duró unos segundos, pero en ellos cupo toda la locura que corresponde a una vida: palabras mal leídas, palabras mal escritas, amigos perdidos; diarios amontonados dentro de un cajón como expedientes de esa stassi que soy de mí; facturas, pólizas, seguros, contratos, despidos, impresos de solicitud: todos con mi nombre para que no se me olvide mi nombre, el árbol del que cuelgan mis muertos sucesivos; sms como miguitas de pan que voy dejando para volver a mí en un futuro de soledad y refunfuño; cartas manuscritas; mails, sobre todo mails, miles de mails, con asuntos insípidos o graves o publicitarios o informativos, para Santiago, para Santiago, para Santiago; y para Daniel, miles de mails asimismo, muchos más, todos míos en virtud de una palabra precisa y funeral que sólo yo conozco, que sólo yo sé ahora poner en su cajita mágica para que me dé otra vida durante un rato, una vida detenida en el gesto de echar mano a una pistola, una vida digital para mis dedos morbosos.