No tardaron demasiado en llegar al Foro Romano. Bordeado por numerosos templos y santuarios, albergaba el edificio del Senado y las
basilicae
, enormes mercados cubiertos que solían estar atestados de comerciantes, abogados, escribas y adivinos. Era el lugar más bullicioso de la ciudad, una zona querida por todos los ciudadanos. Allí se celebraban normalmente reuniones públicas, al igual que los juicios y algunas elecciones. Los acontecimientos que tenían lugar en el Foro solían ser recordados, motivo por el que precisamente se había elegido para el velatorio de Clodio.
Ese día, las
basilicae
estaban en silencio y prácticamente vacías. La barrera de sonido habitual formada por voces de comerciantes, abogados que discutían y verduleros compitiendo entre sí no se oía. En su lugar reinaban los gritos resonantes de los tenderos más valientes, los que se habían atrevido a abrir los puestos. Hacía semanas que poca gente honrada rondaba por allí. La mayoría de los comerciantes, legisladores y vendedores se quedaban en casa para estar a salvo. Ni siquiera se veía a los astutos arúspices. Teniendo en cuenta que la violencia constante era el único negocio en oferta, tenían pocos motivos para arriesgar sus vidas. Los nobles y la gente adinerada también brillaban por su ausencia, seguros como se sentían tras las gruesas paredes de sus casas.
No estarían a salvo demasiado tiempo, pensó Fabiola mirando a los hombres enfadados que parloteaban a su alrededor.
Aunque faltaran los ricos, el espacio abierto del Foro estaba atestado de plebeyos demacrados pese a la amenaza de una jornada conflictiva. La noticia de la muerte de Clodio se había propagado por los barrios llenos de gente más rápido que la peste. Aterrorizados por el futuro que ofrecían las bandas rivales, los ciudadanos de Roma seguían queriendo ver cómo se desarrollaba. Trágicos acontecimientos como éste eran raros. Desde que Sila
el Carnicero
marchara en la capital hacía más de treinta años, la democracia no había estado nunca tan amenazada. A pesar de sus fallos, la República funcionaba bastante bien. Pero ahora parecía un barco sin timón encallado en un mar embravecido.
Los lugares con las mejores vistas —los escalones conducentes a las
basilicae
y todos los santuarios— estaban abarrotados de personas. Los niños iban sentados a hombros de sus padres, estirando el cuello para ver. Había espectadores hasta en las estatuas. El derramamiento de sangre era inevitable y cualquiera que estuviera en medio corría peligro de muerte.
Milo permanecía ante el Senado vestido con una toga de un blanco inmaculado, reivindicando así su superioridad moral. Era un hombre apuesto y bien afeitado al que rodeaban grupos de hombres, muchos de los cuales eran gladiadores. Era imposible pasar por alto el dramatismo de la implicación. Ahí estaba el defensor de Roma, esperando repeler a quienes deseaban desmoronarla. En un intento de revestir su causa de la aprobación divina, un grupo de sacerdotes se desplegaba en posición destacada en los escalones del Senado. Cantando, quemando incienso y alzando las manos a los cielos, los hombres de blanco darían credibilidad a cualquier causa. La estratagema funcionaba, y muchos de entre la multitud empezaron a corear el nombre de Milo. Sus gladiadores respondieron golpeando las armas contra los escudos y armando un estruendo ensordecedor.
Brutus había enseñado a Fabiola los distintos tipos de luchadores que medían sus fuerzas en la arena. Ávida por saber más sobre la vida que había acabado llevando Romulus, había memorizado todos los detalles. Entonces distinguió a los
murmillones
con el característico casco de bronce y el penacho en forma de pez, el hombro derecho cubierto con malla. Junto a los samnitas de cascos con penacho y escudos alargados y ovales, había un grupo de
secutores
. Las
manicae
de tela y cuero les protegían el hombro derecho, mientras que llevaban una única greba en la pierna izquierda. Incluso había
retiarii
, pescadores armados con un tridente y una red. La hilera apelotonada de asesinos profesionales daba miedo.
Frente a ellos, al otro lado del Foro, los seguidores de Clodio formaban una muchedumbre más numerosa y desorganizada. Aunque no iban tan bien armados, Fabiola calculó que su número superaba con creces la fuerza de Milo.
Al ver a sus amigotes, el líder de la muchedumbre recién llegada se abrió camino a empujones por entre el gentío de ciudadanos que esperaban. Sus hombres no tardaron en imitarlo, haciendo uso de las hojas e incluso de los filos de las espadas contra cualquiera que se interpusiera en su camino. Resonaron los gritos, la sangre se derramó en los adoquines y los matones enseguida tuvieron vía libre para reunirse con sus compinches. Cuando se juntaron, se oyó una gran ovación. Ahora contaban por lo menos con el triple de hombres que sus enemigos.
Una extraña calma se apoderó del lugar. Ambos bandos se habían congregado allí para luchar, pero todavía faltaba por llegar el motivo: el cadáver de Clodio.
Durante el viaje, los guardas de Fabiola habían conseguido colocarse a su lado haciendo malabarismos. Eso había supuesto una pequeña consolación, pero se sentía sumamente vulnerable sin un arma. Susurrándole a Tullius al oído, Fabiola cogió el puñal que éste le pasó y se lo escondió en una de las mangas del vestido. Sólo los dioses sabían qué ocurriría antes del anochecer.
Roma quizá se viniera abajo, pero ella quería sobrevivir. Si se planteaba la necesidad, estaba perfectamente preparada para pelear. Fabiola dedicó una rápida oración a Júpiter. «Protégenos a todos —pensó—. No permitas que ni yo ni los míos suframos daño alguno.»
Los gritos de las mujeres no tardaron en oírse. Desde cierta distancia, los gritos subían y bajaban de tono debido al ulular propio del dolor. Los suspiros de anticipación fueron recorriendo la multitud, y los cuellos se estiraban para descubrir el origen de tan penetrantes aullidos. El cadáver de Clodio se acercaba. La tensión superó a uno de los hombres de Milo, que lanzó la jabalina. Ésta dibujó un arco poco pronunciado hacia los plebeyos, pero luego cayó y rebotó sin causar daños en los adoquines. La respuesta le llegó en forma de insultos y abucheos que inundaron el aire. El ambiente era cada vez más tenso, pero sorprendentemente ninguno de los matones de Clodio respondió. Su ira latente se mantenía a raya hasta que vieran el cadáver con sus propios ojos. Al igual que todo el mundo, tenían la vista fija en el punto en que la Vía Apia se internaba en el Foro. Fabiola lanzó una mirada a Tullius, quien pese a la gravedad de la situación le dedicó una sonrisa tranquilizadora. Como sabía que el duro siciliano se hacía el valiente por ella, se enterneció. Era un buen hombre: necesitaba a más como él.
El lamento fúnebre fue adquiriendo intensidad, hasta que en la lejanía se distinguió a un grupo de mujeres vestidas con trajes de luto gris que se acercaban al espacio abierto y al público apelotonado y ansioso. En el centro, había una figura delgada y empapada de sangre que se tambaleaba bajo el peso de un fardo voluminoso y envuelto con una tela.
«¡Muy lista!», pensó Fabiola. Fulvia había hecho bien en reunir a sus amigos en tan escaso tiempo. Había pocos métodos mejores para espolear la histeria colectiva que un coro de lamentos. Y la viuda de Clodio había hecho una jugada maestra al entrar en el Foro cargada con el cadáver.
Poco a poco, los gritos fueron volviéndose inteligibles.
—¡Mirad qué le han hecho a mi Clodio!
—¡Asesinado! —respondieron las mujeres con dramatismo—. ¡Lo han matado en la calle como a un perro!
—¡Lo han dejado desnudo como el día en que nació! —dijo Fulvia solemnemente.
Muchos de los ciudadanos que observaban profirieron gritos de furia.
—¿Os da miedo una pelea limpia? —Varios de los acompañantes de Fulvia escupieron hacia el lugar donde se encontraban Milo y sus hombres—: ¡Cobardes!
Un grito de rabia que iba en aumento respondió a la acusación. Muchos seguidores de Clodio empezaron a tamborilear los escudos con la empuñadura de las espadas. Otros, inquietos, daban zapatazos en los adoquines. Al otro lado del Foro, los gladiadores hacían lo mismo. Pronto resultó difícil entender ni una palabra de lo que se decía en medio de aquel ruido ensordecedor.
Mientras ambos bandos seguían desafiándose, Fabiola notó un regusto amargo en la garganta. Puede que Romulus hubiera experimentado algo parecido antes de Carrhae. Antes de morir. Las punzadas de un dolor familiar fueron seguidas de una sobrecogedora sensación de acomodo. «Tal vez esté muerto —pensó Fabiola—. Tal vez Júpiter me haya traído aquí para morir: para reunirme con Romulus y con nuestra madre.» Por unos segundos, le sorprendió que semejante idea la satisficiera. La familia lo había significado todo para Fabiola, pero hacía tiempo que la había perdido. Aparte de Brutus y Docilosa, estaba sola en el mundo. Ninguno de ellos era pariente suyo y, de momento, la venganza como objetivo en la vida sólo la motivaba a ella. «Muy bien. Júpiter
Optimus Maximus
, haz lo que quieras.»
Los rostros de los ciudadanos aterrorizados que la rodeaban hicieron que le remordiera la conciencia. No eran como ella, que tenía pocas razones por las que vivir. Probablemente la mayoría tuviera familia y no hubiera cometido ningún delito. Sin embargo, también estaban a punto de morir. Y, si no se restablecía pronto el orden, la situación podía empeorar. Fabiola se sentía impotente e insignificante. «¿Qué puedo hacer?» Sólo podía pedir una cosa. «¡Júpiter, protege a tu pueblo y a tu ciudad!»
—¡Vamos a por esos cabrones! —gritó un hombre corpulento de la primera hilera.
Todos gritaron de entusiasmo. La muchedumbre se tambaleó hacia delante aullando enfurecida.
—¡Un momento! —gritó el líder barbudo—. Todavía no hemos visto el cadáver de Clodio.
Era lo que tocaba decir. La multitud retomó la posición anterior.
Por fin Fulvia alcanzó el centro del Foro. Era una mujer atractiva de poco más de treinta años y se había pintado el rostro con ceniza y hollín. Las lágrimas le surcaban las mejillas ennegrecidas, que se mezclaban con manchas de sangre. Pero estaba en plenas facultades. Ordenó a sus amigos que se dispersaran y descargó con reverencia el fardo en el suelo. Retiró la sábana ensangrentada y mostró el cuerpo mutilado de su esposo a los ciudadanos allí reunidos. Su acción fue recibida con gritos entrecortados de indignación. Fabiola no pudo evitar hacer una mueca de dolor ante la cantidad de heridas que tenía Clodio. El joven mensajero no había exagerado. El noble renegado había sido atravesado numerosas veces, y cada puñalada habría bastado para matarlo. Como estaba lleno de cortes y rajas, sus facciones resultaban casi irreconocibles. Tenía una pierna prácticamente separada del cuerpo, y del hombro izquierdo todavía le sobresalía el extremo doblado de una jabalina. Clodio Pulcro no había tenido una buena muerte.
Los hombres de Milo soltaron risas y carcajadas burlonas al contemplar su obra.
Fulvia se levantó con el vestido gris empapado de sangre. Aquél era su momento.
Fabiola esperó.
Toda Roma esperó.
Alzando los brazos con espectacularidad, Fulvia se golpeó los pechos con los puños y la saliva salió despedida de sus labios cuando empezó a hablar.
—¡Pido a Orcus, dios del averno! —Señaló a Milo con un dedo tembloroso—. ¡Que marque a este hombre!
Milo se amedrentó visiblemente. La superstición gobernaba el corazón y la cabeza de la mayoría y existían pocas personas que no se sentirían intimidadas por semejante maldición pública. Pero él era un hombre valiente. El noble se puso recto y se preparó para las siguientes palabras de Fulvia.
—¡Llévatelo al infierno! —dijo solemnemente—. Y que allí Cerbero lo despedace lentamente. Y se alimente de él para toda la eternidad.
Esta vez Milo consiguió no reaccionar, sin respuesta. Sus gladiadores guardaron silencio; ni siquiera sus dóciles sacerdotes se atrevieron a responder.
En medio de la muchedumbre, los hombres hicieron la señal contra el mal.
Fulvia permitió que sus palabras calaran durante diez segundos. Luego, llevó el cadáver de Clodio a las escaleras del templo de Juno, se arrodilló y se abalanzó sobre él. Sus acompañantes se apresuraron a hacer lo mismo que la desconsolada viuda. Fulvia empezó a sollozar con frenesí cuando por fin se dejó dominar por el dolor.
Fabiola no tenía más remedio que admirar la teatralidad del momento. La última parte, la más dramática, se había reservado para cuando Fulvia estuviera a salvo. Suponía lo que iba a suceder a continuación.
Se oyeron más lamentos cuando el grupo de mujeres se arremolinaron alrededor de Fulvia para tocar las heridas del noble muerto y después alzaron las yemas de los dedos ensangrentados a la vista de todos.
Para los hombres de Clodio, aquélla fue la gota que colmó el vaso. Había que vengarse. Un incoherente aullido lleno de odio brotó de sus gargantas, y entonces se abalanzaron hacia sus enemigos. Arrastraron con ellos a Fabiola, sus guardas y los cautivos que gritaban. No habría líneas de batalla bien delimitadas, sólo una
mêlée
caótica de matones y civiles.
Los sacerdotes, aterrorizados, llamaron a conservar la calma. Se dieron cuenta demasiado tarde de que lo que se había desatado era incontrolable. Aquella furia vasta e incipiente amenazaba a la misma Roma, y ellos la habían alentado.
—¡Señora! —gritó Tullius—. Debemos escapar.
Fabiola asintió con determinación.
—Usad las armas sólo si es estrictamente necesario —ordenó a sus hombres. No quería cargar con sangre inocente en su conciencia.
Apenas acababan de aceptar sus órdenes, cuando los dos bandos se toparon de forma clamorosa. Los gladiadores de Milo, que eran luchadores profesionales, gozaban de una ventaja instantánea sobre la muchedumbre plebeya. Formaron un muro compacto de escudos y soportaron con facilidad la primera carga de berridos. Se ensañaron lanzando estocadas con los
gladii
; clavaron lanzas y tridentes en los rostros y cuellos desprotegidos; las jabalinas zumbaron por el aire; la sangre se derramó en los adoquines. Fabiola observaba la escena horrorizada y sobrecogida. Aquello era mucho peor que todo lo que había visto en la arena. En un primer momento, docenas de hombres cayeron al suelo heridos o muertos. De todos modos, como era de esperar, el peso de los números empezó a contar. Rabiosos y llenos de dolor, los matones de Clodio se abalanzaron sobre sus enemigos como posesos. El primero en caer fue un samnita, cuando dos fornidos plebeyos le arrebataron el escudo en volandas: mientras le clavaba la lanza a un hombre en la garganta, lo atravesaron a él con otra. Se desplomó escupiendo sangre por la boca y dejó un hueco en la línea de defensa. Quienes estaban cerca enseguida centraron el ataque en ese punto. A continuación mataron a un
murmillo
y luego a un
retiarius
. La muchedumbre avanzaba y obligaba a los seguidores de Milo a retroceder hacia los escalones del Senado. Los gladiadores no eran legionarios romanos acostumbrados a la disciplina, habituados a soportar contratiempos apabullantes. Se hicieron más huecos que se fueron ampliando rápidamente, separando más las hileras. Los luchadores empezaron a girar la cabeza para ver si encontraban una salida. Les habían prometido un buen sueldo por participar en trifulcas callejeras, no por morir en una batalla a gran escala.