La lucha no había terminado, ni mucho menos, pero Fabiola notó que las tornas habían cambiado. Afortunadamente, todavía estaban lejos del derramamiento de sangre. Los matones que los habían conducido al Foro habían desaparecido en la
mêlée
. Había llegado el momento de huir, si es que podían. Fabiola movió la cabeza hacia Tullius, que estuvo encantado de obedecer. Vociferó una orden a los demás. Formando un contorno de diamante protector alrededor de Fabiola, los nueve guardaespaldas sacaron las espadas, se volvieron como si fueran uno solo y empezaron a abrir una vía de paso para alejarse de la multitud. Por suerte, muchas otras personas intentaban huir. Dado que sus captores se habían despistado, todos los prisioneros tenían la oportunidad de liberarse y empujaban y apartaban a los demás con brutalidad, sin importarles los más débiles, que eran sencilla y llanamente pisoteados. Cuando Fabiola se inclinó para ayudar a una anciana que había caído de rodillas, Tullius la apartó de mala manera.
—¡Dejadla!
Fabiola, asombrada del trato recibido, cayó en la cuenta de que el siciliano estaba realmente preocupado por su seguridad. Volvió la vista angustiada, pero el rostro ajado y aterrorizado ya había quedado engullido por los empujones de las masas. Otra víctima inocente. Pero no había tiempo para lamentarse o pararse a pensar en el objetivo de los dioses ese día. Empeñados en su supervivencia y en la de su señora, los guardas de Fabiola seguían adelante sin miramientos.
—¡Dirigíos allí! —gritó Tullius, señalando el templo de Castor, el edificio más cercano.
Los guardaespaldas agacharon la cabeza y enseguida cogieron impulso.
Fabiola contuvo la respiración mientras se abrían camino por entre la vorágine. De vez en cuando, Tullius y los demás tenían que golpear a alguien en la cabeza con la empuñadura de la espada, pero la mayoría de los miembros de las bandas cercanas estaban más interesados en atacar a los gladiadores que en detener a unas cuantas personas que se alejaban del fragor de la batalla.
Cuando por fin alcanzaron las escaleras de piedra tallada, rodearon la base y tomaron un callejón. Fabiola lanzó otra mirada al Foro. Los dos bandos seguían peleando acaloradamente y ninguno de los dos estaba dispuesto a dar o pedir tregua. Los gladiadores de Milo se habían dispersado y ahora formaban pequeños grupos, donde luchaban por resistir el ataque de un número muy superior de plebeyos. Sin embargo, todo éxito costaba caro a los matones: cada
murmillo o secutor
que moría se llevaba con él a tres o cuatro hombres. Ahora los muertos estaban desparramados por todas partes, pisoteados, amontonados unos encima de otros, postrados a la entrada de los templos. Aquello se estaba convirtiendo en una masacre.
Al final Roma estaba cayendo en la anarquía, y no había nadie para evitarlo.
—¡Rápido! —La única preocupación de Tullius era poner a salvo a su señora.
Entretenerse era una locura, pero Fabiola no era capaz de apartar la mirada de la escena. Observó a seis plebeyos que emergían a cierta distancia de la confusión, con el cadáver de Clodio a cuestas. Liderados por Fulvia y el líder barbudo con el que se habían encontrado antes, el grupo se dirigía con determinación a la entrada del Senado. Tras ellos iban un par de hombres que portaban antorchas encendidas. Fabiola soltó un grito ahogado. La pira fúnebre de Clodio iba a encenderse en el interior de la estructura más importante de la República: el Senado.
Tullius se movía arriba y abajo descontento; sin embargo, Fabiola seguía en el mismo sitio. Y su suposición había sido correcta. Al cabo de unos instantes, empezaron a salir volutas de humo del interior de la cámara sagrada. En la historia de la ciudad, jamás se había producido tan dramático acontecimiento. Los quinientos años de democracia estaban a punto de ser consumidos por las llamas.
Incluso Tullius se detuvo al advertir lo que estaban presenciando. La política afectaba poco a los esclavos, pero ciertas cosas de la República eran permanentes, o lo parecían; una de ellas, el edificio que albergaba la sede del gobierno. Ver el Senado en llamas resultaba extraordinario. Si podía ser destruido, lo mismo podía ocurrir con cualquier otro edificio de Roma.
Al final el siciliano entró en razón.
—No podemos quedarnos, señora. —Determinó en tono firme.
Fabiola suspiró al darse cuenta de que tenía razón y siguió a Tullius sin rechistar. Hasta el momento Júpiter les había perdonado la vida, pero no debían tentar a la suerte. Había llegado el momento de marcharse, antes de que la situación empeorara. Ahora sólo la fuerza militar podía restablecer la paz. Los senadores no tendrían más remedio que pedirle a Pompeyo, el nuevo cónsul, que interviniera, lo cual inclinaría la balanza del poder en detrimento de César. Estos disturbios también debilitarían la posición de Brutus. Y, por consiguiente, también la de ella. ¿Y qué ocurriría en la Galia? Si la rebelión de Vercingétorix tenía éxito, el intento de César de convertirse en el líder de la República fracasaría estrepitosamente. Un general derrotado nunca gozaría de la caprichosa aprobación pública. Fabiola se preparó para lo peor. Júpiter le había mostrado su favor permitiéndole escapar del caos. Hacía un rato había estado dispuesta a morir; ya no. Independientemente de lo que sucediera, aquello no supondría el fin de su ascenso al poder.
Fabiola ni siquiera vio llegar la flecha. Lo que le llamó la atención fue el grito ahogado de dolor. Alzó la vista y vio a Tullius tambaleándose hacia delante, con expresión ligeramente sorprendida. El asta de madera emplumada le sobresalía del pecho y tenía el extremo de hierro bien clavado en los pulmones. El siciliano, herido de muerte, cayó de bruces en el barro que llegaba hasta los tobillos.
Al cabo de un segundo lo siguió otro guarda. Y después, un tercero.
Fabiola se agachó y escupió una amarga maldición. «¿Cómo he podido ser tan estúpida? —pensó—. Júpiter no pierde el tiempo con gente como yo.»
El camino que tenía por delante estaba bloqueado con pilas de escombros, troncos y cerámica rota. Ansioso por alejarse del Foro, Tullius no se había dado cuenta. Fabiola tampoco había prestado atención. Cualquier otro día, habría pensado que la basura que llegaba hasta la cintura sólo indicaba que se trataba de una calle especialmente pobre, un lugar cuyos habitantes no se preocupaban por la salubridad o la higiene. Hoy no.
Aquello era una emboscada.
Un cuarto proyectil silbó por el aire, y alcanzó en el cuello al guarda que estaba más cercano a ella.
No podían seguir adelante. Ni retroceder. En el Foro les esperaba una muerte segura. Fabiola buscó al arquero con la mirada.
Uno de los cinco seguidores que le quedaban señaló justo antes de gritar, agarrándose la flecha que le sobresalía del ojo izquierdo. Cayó de rodillas y tiró del asta con desesperación; Fabiola oyó como el metal raspaba el hueso mientras las lengüetas salían de la cuenca del ojo. La cara se le llenó de sangre y de un fluido acuoso, pero el valiente guarda se puso en pie tambaleándose, sollozando de dolor. Medio ciego, le sería de poca utilidad en la pelea inminente.
Diez rufianes salieron de una callejuela. Vestían túnicas andrajosas marrón pálido e iban cargados con un buen surtido de armas: lanzas, porras, puñales, espadas oxidadas. Había un arquero, un tipo de aspecto malvado que sonrió al encajar otra flecha en la cuerda. Sus compinches tenían un aspecto igual de indeseable.
—¡Mirad qué tenemos aquí, chicos! —exclamó un lancero con mirada lasciva.
—¡Una dama noble! —respondió otro—. Siempre he querido probar una.
El arquero se humedeció los labios:
—Vamos a ver qué hay debajo de este vestido tan bonito.
Los hombres se le acercaron con expresión lujuriosa. Aquello no iba a limitarse a un robo. Fabiola vio violación y muerte en sus ojos oscuros. Pero, en vez de sentir miedo, la ira bulló en su interior. Eran lo peor de lo peor, la escoria que esperaba aprovecharse de los débiles y desarmados que huían de la batalla.
—¿Señora? —preguntaron sus guardas al unísono. Sin Tullius no sabían qué hacer.
Fabiola tragó saliva. Ninguno llevaba escudo, lo cual los dejaba indefensos contra los proyectiles. Si no reaccionaban rápido, todos serían víctimas del arquero. Sólo había una manera de superar a sus agresores, que probablemente fueran unos cobardes. Fabiola enseñó los dientes mientras sacaba el puñal que Tullius le había dado.
—Correr directo hacia ellos —susurró—. O eso o nos vamos al infierno. —Si aquél era el final que Júpiter había elegido para ella, al menos moriría a lo grande.
En vista de su determinación, los guardas se armaron de valor. Cuatro alzaron las espadas y el hombre tuerto desenvainó una navaja. Dada su capacidad reducida para calcular la profundidad de campo, le resultaría más fácil luchar con un arma corta. En un abrir y cerrar de ojos, los cinco estuvieron alineados a su lado. Independientemente de que fueran esclavos, era mejor morir luchando que dejarse matar.
Fabiola profirió un desafiante grito de rabia. Alzó el arma y cargó hacia delante. Todo se desmoronaba. Los dioses le habían respondido: sin duda, estaba sola en el mundo. Si la muerte se la llevaba, sería un alivio.
Sus hombres respondieron con un rugido y la siguieron bien de cerca.
La batalla fue breve, pero encarnizada.
Movida por la corazonada de que no la matarían de inmediato, Fabiola fue directa al arquero, que apuntaba a alguien por encima de su hombro izquierdo. Notó una ráfaga de aire cuando la flecha le pasó rozando la mejilla y oyó un grito ahogado detrás de ella al impactar. Entonces fue a por él. Sólo tendría una oportunidad: su estocada tenía que dejarlo inútil o matarlo, al instante. Sin dar tiempo al matón ni para respirar, Fabiola le había clavado el puñal en el punto en que el cuello se une al cuerpo. Ahí era donde había visto que Corbulo degollaba a los cerdos cuando los sacrificaban. El hombre dejó escapar un grito agudo y soltó el arco. Fabiola no vaciló. Extrajo la hoja y le dio otra puñalada, en el pecho. El arquero cayó hacia atrás con las heridas sangrantes y desapareció. Moriría en cuestión de minutos.
Fabiola se miró la mano con la que sujetaba el arma, la derecha. La tenía totalmente roja y pegajosa por la sangre. Era repugnante. Resultaba difícil saber qué era peor: eso o tener que copular con senadores gordos y viejos.
—¡Zorra!
Se agachó por instinto y esquivó una espada que se balanceaba rápidamente hacia ella. Delante de ella había un hombre escuálido y sin afeitar que empuñaba un
gladius
oxidado. Aunque Fabiola no había aprendido a usar armas, había visto como Juba enseñaba a Romulus las veces suficientes y como se entrenaban los dos porteros del Lupanar. Aquel imbécil no tenía ni idea de luchar, pensó, con esperanzas renovadas. Pero lo cierto es que ella tampoco había recibido adiestramiento alguno.
El hombre la embistió otra vez y Fabiola lo esquivó con facilidad.
—Estás más acostumbrado a acuchillar a la gente por la espalda, ¿verdad? —dijo Fabiola con desprecio, mientras se planteaba qué hacer a continuación.
Para tener alguna opción con el puñal, tendría que situarse peligrosamente cerca de su espada. El matón enseguida notó el atisbo de indecisión.
—Voy a disfrutar follándote cuando esto acabe —dijo jadeante, intentando arrebatarle el puñal.
Ya lo tenía. Fabiola se bajó el cuerpo del vestido y le enseñó unos pechos generosos. La supervivencia era mucho más importante que el pudor.
El hombre bajó la guardia con ojos desorbitados.
—¿Te gusta lo que ves? —preguntó ella con dulzura, ahuecando la mano bajo uno de los pechos de forma incitante.
El plebeyo no sabía qué responder. Las únicas mujeres que podía permitirse eran las putas rastreras que vivían junto a las tumbas de la Vía Apia: desdentadas, enfermas y medio borrachas la mayor parte del tiempo. En comparación, Fabiola era como una diosa. Se humedeció los labios y dio un paso adelante.
La sonrisa de Fabiola se convirtió en un gruñido de loba cuando lo tuvo suficientemente cerca. En su mente, aquel hombre podía haber sido Gemellus o cientos de otros que habían usado su cuerpo. Con un movimiento hacia atrás, Fabiola le cortó el cuello e introdujo la hoja tan adentro que rechinó contra el cartílago de la laringe. Mientras él se caía, ahogándose en su propia sangre, Fabiola le arrebató el
gladius
. «Dos armas serán mejor que una», pensó.
Cuando Fabiola se subió el vestido y miró a su alrededor, casi todos sus hombres habían sido abatidos, pero habían matado al doble de agresores. Curiosamente, el guarda al que habían sacado un ojo seguía luchando. El corazón se le llenó de orgullo al ver su lealtad y coraje. Gritando con una mezcla de dolor y furia, había neutralizado a dos rufianes: a uno lo había dejado con los intestinos desparramados por el suelo y al otro le había clavado el puñal en el muslo.
Aquello dejaba a Fabiola y al esclavo herido contra dos de los canallas, que ahora ya no parecían tan seguros de sí mismos. La situación había mejorado y Fabiola se animó ligeramente. «Júpiter sigue vigilándonos. ¡No nos dejes ahora!», suplicó. Pero las esperanzas de Fabiola se esfumaron cuando cuatro hombres más salieron de la callejuela. Atraídos por el sonido de la lucha, gritaron enfadados al ver a sus compinches muertos o heridos. La consternación enseguida dio paso a la lujuria cuando descubrieron que sólo se enfrentaban a dos enemigos, uno de los cuales era una hermosa joven.
—¿Señora?
Fabiola se volvió para mirar al guarda herido. Tenía la mejilla izquierda cubierta de arroyuelos de sangre coagulada. Le llegaban hasta la boca abierta e incluso le habían manchado los dientes de rojo. Pero el ojo sano le ardía de ira en el lado derecho y limpio de la cara. El efecto resultaba aterrador, y debía de otorgarle ventaja sobre los matones.
—¿Qué quieres?
—Cuando me muera… —Hizo una pausa. Parecía realmente angustiado—. No quiero que me echen a la colina Esquilma, señora.
Fabiola se compadeció de él. El esclavo no temía morir con ella. Sin embargo, como muchos de su clase, temía la indignidad de ser arrojado a la fosa abierta de la ciudad junto con la basura y los cadáveres de animales y criminales. Al igual que su hermano Romulus, tenía orgullo además de coraje. Le entristeció pensar que ni siquiera sabía cómo se llamaba aquel hombre.
—Si yo sobrevivo y tú no —declaró Fabiola—, juro por todos los dioses que tendrás tumba propia con un monumento encima.