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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

El alfabeto de Babel (4 page)

BOOK: El alfabeto de Babel
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Un inesperado ruido hizo que Catherine y Grieg se volviesen bruscamente hacia la puerta.

—Buenas noches. Perdonen… Señor Grieg —dijo el director del hotel, muy sorprendido al ver la sala de reuniones del hotel a oscuras y la gran cabeza de un dragón proyectada sobre una de las paredes—, creía que ya habían acabado; venía a cerciorarme de ello… El panel de la recepción indicaba que las luces estaban apagadas… Pensé que ya se habían ido…

—Lo siento, señor Bernat —manifestó Grieg mientras seguía analizando el enigmático plano—. Acabamos enseguida. Es cuestión de unos minutos.

El director del hotel se alejó de la sala con la impresión de que allí no se estaba realizando una reunión de trabajo convencional.

Cuando la puerta de la sala volvió a cerrarse, Catherine reclamó de nuevo la atención de Grieg.

—Es muy importante que localicemos en el plano urbanístico de Barcelona alguna de las tres cruces —exclamó Catherine, que por primera vez no se comportaba con frialdad, y que empezaba a dar muestras de un mal disimulado nerviosismo.

—En la cruz que está situada por debajo del triángulo y más próxima a la Gran Vía, sería posible conjeturar vagamente alguna localización, pero, de cualquier manera, se trataría de una hipótesis muy arriesgada y a la vez imprecisa —dijo Grieg, observando a Catherine, que continuaba sin apartar la vista del triángulo envuelto en luz.

—Arriésgate. Siempre será mejor que nada, pero hazlo rápido, por favor, antes de que nos echen de la sala.

—Creo que junto a la cruz se puede leer:
«CAT. El drac és un calaix»
—dijo Grieg, que aguzó la vista sobre la pantalla de proyección.

—¿Cómo dices? —preguntó Catherine, que no había entendido la última frase.

—Se trata de una frase escrita en catalán, quiere decir: «CAT. El dragón es un cajón».

—¿Dragón? ¿Dragón, dices? —exclamó Catherine con inequívocos gestos de alegría en su rostro—. ¡Es fantástico! Ahí está el dibujo que confirma tu hipótesis, pero ¿qué significa «CAT.»?

—Creo que «CAT», a tenor de la zona en que está marcado en el hipotético mapa de Barcelona, se refiere a la catedral. En cuanto al dragón, ya no estoy tan seguro, quizá se refiera a una gárgola o a cualquier animal fantástico encerrado en ella.

—¿Una gárgola?

—Sí. Algo así.

—¿Estás seguro de que ese punto en el mapa es la catedral? —preguntó Catherine, que se acercó también a la pantalla y señaló con el dedo índice.

—Creo que sí… —Grieg midió una distancia de dos palmos a partir de uno de los lados del triángulo y la trasladó, mediante particulares cálculos mentales, a medidas de longitud—. Podría ser la catedral. Sí, creo que sí.

—¡Está bien! —exclamó Catherine tras extraer una hoja en blanco de una de las carpetas y entregársela a Grieg—. Escribe lo primero que acuda a tu mente, acerca de lo que crees que está escrito junto a las cruces del plano.

—¿Por qué demonios tengo que hacerlo? —preguntó Grieg con la desagradable sensación de sentirse manipulado, de nuevo, por aquella mujer.

—Por una razón muy elemental, señor Gabriel Grieg —le contestó Catherine con las facciones de su rostro monstruosamente deformadas, al reflejarse en ellas parte de la cara del dragón que salía del proyector—. Sencillamente, porque te va la vida en ello.

4

Catherine guardó cuidadosamente el cuaderno de dibujo. A Grieg aún le parecía estar escuchando las últimas palabras que ella había pronunciado, de igual manera que si se hubiesen quedado rebotando en las paredes de la sala de reuniones como un eco amenazador e inquietante: «Te va la vida en ello».

Igual que un avezado jugador de póquer, optó por permanecer en silencio para poder pensar con mayor claridad. ¿Qué pretendía conseguir soltándole a bocajarro una sentencia como aquélla? Centró su atención en el triángulo reflejado en la pared y trató de interpretar las intrincadas palabras que estaban escritas junto a las cruces: «Quizá me puedan resultar de utilidad más adelante».

Rápidamente, realizó algunos apuntes y después, tras doblar meticulosamente la hoja, se la guardó en la cartera de bolsillo, en el mismo compartimento donde guardaba el dinero.

—¿Has acabado tus anotaciones? —preguntó Catherine; su alargada silueta se proyectaba en la pared—. ¿Puedo apagar ya el proyector?

—Sí —contestó fríamente Grieg.

—¡Pues vámonos! No perdamos más tiempo innecesariamente.

Catherine empezó a caminar en dirección a la puerta, pero dos implacables preguntas la detuvieron en seco.

—¿Irnos? ¿Adónde? —inquirió Grieg, acercándose a Catherine, pero sin llegar a interponerse, en ningún momento, entre ella y la puerta.

—A la catedral. ¿Adonde va a ser? Daba por supuesto que habías comprendido que tu vida está en serio peligro. —El rostro de Catherine mostró claramente su inquietud.

—Yo no pienso ir a ninguna parte —contestó Grieg, moviendo la cabeza—. Has logrado impresionarme, de eso no hay duda. Tu puesta en escena, la llamada por teléfono, la manipulación de mi querida caja de música y el entrañable cuaderno de dibujo, las misteriosas cruces sobre hipotenusas y catetos… Toda tu escenificación ha resultado verdaderamente impactante, lo reconozco, pero eso no es suficiente.

—Yo creía… —Catherine volvía a mostrar un rostro sereno y sus ojos azules habían recobrado de nuevo toda su luminosidad.

—Quiero que entiendas una cosa —interrumpió bruscamente Grieg—. El extraño asunto que te llevas entre manos es demasiado confuso. No has esgrimido ninguna razón de peso que me obligue a ir en busca de «un dragón que es un cajón» a la catedral ni a ninguna otra parte. No quiero hacerlo. Nadie me va a forzar a meterme en un asunto que ni me incumbe ni conozco, y que, por lo que atisbo, tú tampoco dominas demasiado.

—Sabía que resultaría difícil hacerte entrar en razón… —sentenció Catherine sin mirarle a la cara, como quien muestra una comedida indignación.

—Esta noche he venido aquí para asistir a una cena de trabajo, que para mis socios y para mí mismo es muy importante. Si todo va como espero, puedo conseguir un importante proyecto. —Grieg hablaba tratando de convencer a Catherine, sin demasiada confianza en lograrlo—. Quizás otro día podamos quedar para cenar… Me gustará saber cómo has conseguido la caja de música y el cuaderno. Lo siento, pero hoy no puede ser.

Gabriel Grieg se detuvo junto al interruptor de la luz, esperando que Catherine se dispusiese a salir también.

—Pareces muy seguro de tus palabras —Catherine caminaba lentamente hacia Grieg sin dejar de mirarle fijamente a los ojos—, pero estás a punto de cometer un error fatal. No sabes exactamente lo que está a punto de cernirse sobre ti en las próximas veinticuatro horas. Quizás esta noche consigas un contrato muy importante, y puede que incluso lo celebres con tus socios descorchando varias botellas de Moët & Chandon. No lo dudo en absoluto. Tu vida estará dentro de unos parámetros de normalidad hasta dentro de… —Catherine levantó levemente la manga de su jersey de cachemira y miró su reloj— veinticinco horas y cincuenta y un minutos. A partir de ese momento, tu vida valdrá lo que «ellos» quieran que valga: menos que cero.

Catherine había logrado captar plenamente la atención de Grieg, y le había provocado un intenso desasosiego.

—¿Adonde quieres ir a parar con toda esa retahíla de predicciones y amenazas?

—Tu pregunta tiene una única respuesta. Continúo avisándote de que, si no me escuchas atentamente, es muy probable que en un plazo de treinta o cuarenta horas estés muerto.

Catherine salió a la escalera y se dirigió hacia el ascensor.

Gabriel Grieg cerró la puerta de la sala de reuniones. Sus piernas notaban una sensación que hacía mucho tiempo que no experimentaban.

El vértigo.

Aquel desagradable efecto, ya olvidado, que muy a menudo era inevitable experimentar mientras practicaba el alpinismo. El silencio los envolvió como si fuese una corriente de viento helado que proviniera de una lejana cumbre alpina.

Catherine entró primero en el ascensor.

Grieg la siguió, dudando por un momento qué botón pulsar.

Tras unos segundos de indecisión, pulsó el de la terraza. El trayecto fue muy corto. Cuando las puertas se abrieron de nuevo, se dirigieron hacia la balaustrada circular situada en el extremo mismo de la terraza.

La niebla, en ese momento, podía sentirse en la piel como microscópicas gotas, e impedía ver, por su densidad, el suelo de la calle. Las luces de los automóviles, desde la Avinguda Diagonal, formaban una caótica espiral de luces rojas y blancas que giraban en torno a un gran monolito, que parecía ondularse tras un gigantesco cristal biselado.

—¿Cómo sabes que estaré muerto dentro de unas horas? —preguntó lacónicamente Grieg, intentando apartar de sus pensamientos la profunda preocupación que ella acababa de transmitirle.

—Mira, Gabriel Grieg —Catherine intentó ser lo más convincente posible—, he hecho un viaje muy largo para llegar hasta aquí. Te he aportado pruebas con juguetes, planos y cuadernos. Puedes deducir perfectamente que no ha sido una labor fácil planear nuestro encuentro. Aun así, lamentablemente, parece que no acabas de tomar plena consciencia de lo que se te viene encima.

—Y se puede saber, según tu bola de cristal, ¿qué diablos va a sucederme dentro de unas horas? —indagó Grieg con un tono más alto de lo debido.

—La persona que dibujó el plano del triángulo —Catherine se cercioró antes de continuar hablando de que la terraza estuviese vacía—, creo que tenía en su poder un «objeto trascendental».

—¿A qué te refieres? —preguntó Grieg, intrigado.

—Se denomina: la Chartham, y el cuaderno de dibujo que te he enseñado en la sala de reuniones puede contener el plano que nos conduzca hasta ella.

—¿La Chartham? ¿A qué demonios te estás refiriendo? Jamás en mi vida he oído hablar de nada semejante. Te lo aseguro.

Gabriel Grieg intentaba adelantarse a las frases de Catherine, pero le resultaba imposible. Desconocía por completo el asunto al que ella se estaba refiriendo.

—Muy pocos son los que han oído hablar de la Chartham, y son muchísimos menos los que están al corriente de su existencia.

—¿Y cuántos la han visto?

Muy lentamente, Grieg notó que empezaba a recorrerle la espalda un escalofrío, al comprobar que ella demoraba demasiado la respuesta.

—Ésa… es una pregunta inteligente —contestó Catherine mientras se acariciaba suavemente la frente—. Debo reconocer que no la esperaba. Quizá no te guste oír la respuesta.

—No creo que me cause una mayor turbación que cuando te referiste al escaso tiempo que me queda de vida.

—Mi hipótesis de trabajo es la siguiente: creo que sólo hay una persona viva que haya visto la Chartham.

Catherine se quedó mirando fijamente a Grieg, que parecía estar, debido a la perspectiva y a la intensa niebla, en lo alto de una gigantesca nube.

—Bien, ¿quién es esa persona? —preguntó Grieg mientras observaba los ojos azules de Catherine, que lo miraban profundamente.

—Esa persona eres tú: Gabriel Grieg.

5

Se produjo un intenso silencio; un silencio que sumió a Grieg entre los perdidos recuerdos de su infancia y la espesa niebla que le envolvía. La última frase de Catherine le había dejado de piedra.

Su reacción no se hizo esperar.

—Es la conjetura más descabellada que he oído en toda mi vida —indicó por fin Grieg, que movió despectivamente su mano izquierda—. Pero ¿no te das cuenta de que diciendo una cosa así pones en peligro la escasa credibilidad que tiene, en conjunto, el desquiciado asunto que me planteas?

Grieg trataba de aparentar entereza y serenidad, pero interiormente sentía un profundo estremecimiento.

—Comprendo perfectamente cómo te sientes y la angustia que te ha provocado mi visita. —Catherine trató de tranquilizarle sin conseguirlo.

—¿Qué es exactamente la Chartham? —replicó Grieg, mientras que de un modo atropellado y sin orden alguno regresaban a su mente recuerdos que creía ya olvidados.

—De momento, por difícil que te resulte, deberás obviar esa pregunta —dijo Catherine, tratando de reconducir la conversación—. Se trata de un misterio que se hunde muchos siglos en la historia, y de cuya naturaleza no debo hablar. Lo sabrás a su debido tiempo.

—Tendrás que ser mucho más persuasiva, si pretendes que te comprenda, aunque sea mínimamente —le increpó Grieg, separando levemente las manos—. ¿De verdad me estás hablando de algún misterio esotérico o de la maniobra sobrevenida de alguna Orden medieval? ¿Algo así? Porque a mí cuando me hablan de «misterios que se hunden en la noche de los tiempos…».

—No…, no. No se trata de nada de eso. —Catherine le interrumpió, intuyendo la deriva que tomarían sus palabras.

—Entonces, ¿a qué misterio que se «hunde en la historia» te estás refiriendo?

—La Chartham, aunque está íntimamente relacionada con la curia romana y el Vaticano, no tiene, en absoluto, nada que ver con, pongamos por caso: los templarios, los rosacruces, la búsqueda del Santo Grial, o con la Sábana Santa…

—Entonces, ¿de qué estamos hablando cuando mencionas…? ¿Cómo dices que se llama…?

—La Chartham —contestó Catherine, que se desplazó unos pasos hacia la balaustrada y miró hacia el nebuloso calidoscopio que formaban las luces móviles del Passeig de Gracia—, se denomina la Chartham.

—De acuerdo, la Chartham —continuó Grieg—. Verás, no creo que se trate de un tema tan importante. Por la naturaleza de mi trabajo acostumbro a relacionarme con verdaderos expertos en temas que ellos mismos denominan «para iniciados», y nunca oí que nadie la mencionase.

—No me extraña en absoluto. Ya te he dicho que se trata de un tema absolutamente secreto y que muy pocas personas en el mundo conocen —dijo Catherine, apoyando sus manos sobre la barandilla—. ¿Sabes que en el interior de los muros del Vaticano no se utiliza nunca la palabra «secreto»?

—Lo sé, la sustituyen por el eufemismo «archivo» —especificó Grieg.

—Exacto. El tema de la Chartham está archivado por el Vaticano en el rango superior, dentro de las diferentes categorías en que están clasificados los secretos. A dicho nivel de máxima seguridad, se le denomina:
Inumbro.


¿Inumbro?
—preguntó Grieg, acercándose de nuevo a Catherine—.
Inumbro,
si no recuerdo mal, es una palabra latina que significa: «envuelto en sombras».

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