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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El alienista (44 page)

BOOK: El alienista
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— Debe de haberse encaramado sobre la pared divisoria– replicó Stevie, volviendo a sus cartas.

De este modo tan inocuo se anuncian los desastres.

Pasó otro cuarto de hora antes de que una serie de gritos de alarma, que reconocí eran de Lucius, empezaran a oírse al otro lado de Cornelia Street. Y cuando miré hacia allí, la intensidad y el temor que vi en el rostro del sargento detective bastaron para que inmediatamente cogiera del cuello a Stevie y me dirigiera hacia la escalera. Incluso para mi cansado y aburrido cerebro estaba claro que por primera vez habíamos contactado con el asesino.

26

Una vez en la acera, Stevie y yo enviamos al contingente de golfillos que allí esperaban en busca de Kreizler, Roosevelt, Sara y Marcus, y cruzamos corriendo Cornelia Street en dirección al Black and Tan. Al ir a entrar por la puerta del edificio nos encontramos con Frank Stephenson, que salía de su ignominioso burdel alertado por los gritos de Lucius pidiendo auxilio. Como la mayoría de los de su profesión, Stephenson recurría a menudo a los matones, algunos de los cuales estaban de pie a su lado sobre los peldaños, bloqueando la entrada. Sin embargo, yo no estaba de humor para empezar con ellos el habitual juego de amenaza y contraamenaza: le dije simplemente que estábamos en una misión policial, que había un agente de la policía en la azotea y que el presidente de la Junta de Comisarios de la Policía no tardaría en llegar. Esta letanía fue suficiente para conseguir que Stephenson y sus muchachos nos dejaran pasar, y en cuestión de segundos Stevie y yo llegamos a la azotea del edificio. Encontramos a Lucius agachado sobre Cyrus, quien había sufrido un fuerte golpe. Un pequeño charco de sangre brillaba sobre el embreado, bajo la cabeza de Cyrus, al tiempo que sus ojos medio abiertos aparecían espantosamente en blanco en sus cuencas y de su boca salían ansiosos jadeos. Lucius, precavido como siempre, había traído consigo algunas vendas y ahora las envolvía cuidadosamente en torno a la parte superior de la cabeza de Cyrus, en un esfuerzo por estabilizar lo que como mínimo era una conmoción cerebral.

— Ha sido culpa mía— exclamó Lucius, incluso antes de que Stevie o yo le hiciéramos ninguna pregunta. A pesar de la fuerte concentración en lo que estaba haciendo, había profundos remordimientos en su voz—. Tenía dificultades en seguir despierto y he bajado a tomar un café. Ya no me acordaba de que era domingo, así que he tardado más de lo que pensaba en encontrar un sitio abierto. Pero no habré estado fuera más de quince minutos.

— ¿Quince minutos?— exclamé, corriendo hacia la parte trasera de la azotea—. ¿Y esto ha sido tiempo suficiente?— Atisbé al interior del callejón de la parte de atrás y no vi señal alguna de actividad.

— No lo sé— contestó Lucius—. Habrá que ver qué opina Marcus.

Este y Sara llegaron a los pocos minutos, seguidos de cerca por Kreizler y Theodore. Marcus se detuvo un momento para comprobar el estado de Cyrus, e inmediatamente sacó una lupa y una pequeña linterna y se dispuso a inspeccionar distintas partes de la azotea. Después de explicar que quince minutos eran tiempo suficiente para que un hábil escalador subiera y bajara por la pared del edificio, Marcus siguió hurgando por allí hasta que encontró algunas fibras que podían ser– o no— una prueba de la presencia de nuestro asesino. La única forma de estar seguros era averiguar si alguno de los empleados de Frank Stephenson había desaparecido. Respaldado por Theodore, Marcus se dirigió abajo, mientras los demás nos quedábamos en torno a Lucius y a Kreizler, que estaban atendiendo la cabeza de Cyrus. Kreizler envió a Stevie a ordenar a los golfillos que fueran en busca de una ambulancia a St. Vincent, el hospital más cercano, aunque no estaba seguro de si sería conveniente mover a un hombre en el estado de Cyrus. Sin embargo después de hacerle volver en sí con sales de amoníaco, Kreizler comprobó que Cyrus aún notaba sensibilidad en las piernas y que podía moverlas, lo cual le dio cierta seguridad de que el ajetreado viaje al hospital subiendo por la Séptima Avenida, aunque incómodo, no provocaría mayores lesiones. Era evidente la preocupación de Kreizler por Cyrus; aun así, antes de permitirle volver a la semiinconsciencia le deslizó más amoníaco por debajo de la nariz y se apresuró a preguntarle si había conseguido ver a la persona que le había golpeado. Cyrus se limitó a sacudir la cabeza y a gemir lastimosamente, ante lo cual Lucius le dijo a Kreizler que era inútil que siguiera presionándole. La herida en el cráneo indicaba que le habían golpeado por detrás, de modo que lo más probable era que en ningún momento se hubiese dado cuenta de lo que ocurría.

Pasó otra media hora antes de que llegara la ambulancia del St. Vincent, tiempo más que suficiente para que nos enteráramos de que, efectivamente, un chico de catorce años había desaparecido de su cuarto en el Black and Tan. Los detalles eran de los que a estas alturas ya nos resultaban familiarmente sombríos: el muchacho desaparecido era un inmigrante recién llegado de Alemania llamado Ernst Lohmann, a quien nadie había visto abandonar el local, y que estaba trabajando en una habitación que disponía de una ventana que daba al callejón de atrás. Según Stephenson, el muchacho había pedido aquella habitación especialmente para ese día, así que con toda probabilidad el asesino había planeado por adelantado la huida junto con su incauta víctima, aunque era imposible asegurar si con horas o días de anticipación. Antes de bajar le dije a Marcus que el Black and Tan no era particularmente conocido por facilitar jóvenes que se vistieran de mujer, y él preguntó a Stephenson al respecto. Efectivamente, el único muchacho de la casa que reunía tales requisitos era Ernst Lohmann.

Al final aparecieron en la azotea dos auxiliares de ambulancia uniformados y con una camilla, procedentes del St. Vincent. Mientras se llevaban a Cyrus abajo, y luego lo cargaban en la solemne ambulancia negra tirada por un caballo igualmente negro con los ojos inyectados en sangre, comprendí que a partir de aquellos momentos empezaba una terrible espera mortal: no por Cyrus, que aunque estaba gravemente herido era casi seguro que se recuperaría por completo, sino por el joven Ernst Lohmann. Después de que partiera la ambulancia hacia el hospital, con Kreizler y Sara acompañando a Cyrus, Roosevelt se volvió a mirarme y vi que había llegado a la misma conclusión.

— No me importa lo que Kreizler diga, John— dijo Roosevelt, tensando la mandíbula y apretando los puños—. Esto es ahora una carrera contra el tiempo y la barbarie, y pienso utilizar las fuerzas que están a mi mando.— Fui en pos de él mientras corría hacia la Sexta Avenida en busca de un cabriolé—. La comisaría del Distrito Nueve es la más próxima. Desde allí tomaré todas las disposiciones.— Al divisar un carruaje vacío, se fue a por él—. Ya conocemos sus pautas, así que se dirigirá a los muelles. Haré que unos destacamentos lo registren palmo a palmo.

— Espera un momento, Roosevelt.— Logré cogerle del brazo y detenerle cuando se disponía a subir al carruaje—. Comprendo tu estado de ánimo pero, por el amor de Dios, no reveles ninguno de los detalles a tus hombres.

— ¿Que no revele…? ¡Dios mío, John!— Sus dientes empezaron a castañetear y sus ojos oscilaron con rabia tras sus gafas—. ¿No te das cuenta de lo que está pasando? ¿No te das cuenta de que en este mismo momento…?

— Lo sé, Roosevelt. Pero no servirá de nada poner en antecedentes a toda la policía. Di sólo que ha habido un secuestro, y que tienes motivos para sospechar que los criminales pretenden abandonar la ciudad en bote o por algún puente. Es la mejor forma de enfocarlo, créeme.

Theodore aspiró con fuerza una enorme bocanada de aire en su amplio pecho y asintió.

— Puede que tengas razón.— Estrelló el puño contra la palma de la otra mano—. ¡Maldito sea este condenado impedimento! Pero haré como tú dices, John… si es que te apartas a un lado y me dejas seguir.

Con un seco chasquido del látigo, el cochero de Roosevelt inició una rápida carrera por la Sexta Avenida, y yo regresé al Black and Tan. Delante ya se había concentrado un pequeño grupo de gente malhumorada, a quien Frank Stephenson explicaba los pormenores de la noche. Técnicamente hablando, el Black and Tan estaba en territorio de los Hudson Dusters, y Stephenson no debía lealtad a Paul Kelly; pero ambos se conocían, y la labor de agitación que llevaba a cabo Stephenson con aquella gente me hizo sospechar que Kelly había previsto la posibilidad de que pudieran secuestrar o matar a alguno de los chicos de Stephenson, y había pagado generosamente a éste para que lo convirtiera en un escándalo. Stephenson hacía hincapié en el hecho de que la policía había estado en el escenario de los hechos y no había tomado ningún tipo de precauciones ni se había tomado interés. La víctima era demasiado pobre, les decía, y tan sólo un extranjero para merecer la atención de la policía; si la gente de los barrios como el suyo quería evitar aquel tipo de atropellos, no le quedaba otro remedio que tomar las riendas del asunto. Como es lógico, Marcus ya se había identificado como oficial de la policía ante Stephenson, y al ver que la irritación de la gente iba en aumento, y que cada vez eran más las miradas amenazadoras que nos lanzaban, los Isaacson, Stevie y yo decidimos retirarnos a nuestro cuartel general, donde el resto de la noche trataríamos de estar al corriente de los acontecimientos a través del teléfono.

Esto resultó bastante más difícil de lo que pensábamos. No había nadie de nosotros a quien pudiéramos telefonear— Theodore nunca aceptaría una llamada nuestra mientras se encontrara en compañía de algún agente de la policía—, y no era probable que alguien se pusiera en contacto con nuestro cuartel general. A eso de las cuatro recibimos noticias de Kreizler, quien dijo que él y Sara habían dejado a Cyrus cómodamente instalado en una habitación privada del St. Vincent y que pronto regresarían al 808 de Broadway. Pero, aparte de esto, sólo hubo un profundo silencio. Aunque mucho más aliviado después de la llamada de Kreizler, Lucius seguía sintiéndose culpable de lo ocurrido y paseaba frenéticamente de un lado al otro. En realidad, creo que de no haber sido por Marcus nos hubiéramos vuelto locos poco a poco, sentados allí sin nada que hacer. Pero el más alto de los Isaacson decidió que si no podíamos prestar nuestros cuerpos para la búsqueda, al menos podíamos utilizar nuestras mentes y, señalando el gran plano de Manhattan, sugirió que tratáramos de descubrir adónde iría esta vez el asesino para llevar a cabo su depravado ritual.

De todos modos, aunque no nos hubiese turbado la idea de que los acontecimientos seguían su curso sin que nosotros pudiéramos incidir en ellos, dudo que hubiésemos llegado más lejos en ese empeño. Es cierto que disponíamos de un par de sólidos puntos para empezar: primero, la suposición de que el profundo odio del asesino hacia los inmigrantes había terminado con el abandono de unos cadáveres en Castle Garden y en el transbordador de Ellis Island; segundo, la creencia de que su convicción en la fuerza purificadora del agua le había llevado a seleccionar dos puentes y un depósito de distribución de agua para perpetrar los otros asesinatos. Pero ¿cómo podíamos deducir de estos elementos datos suficientes para determinar qué sitio iba a elegir la próxima vez? Una posibilidad era que recurriera a otro puente, y si dábamos por sentado que se repetiría este hecho, nos quedaba el High Bridge sobre el East River, en el extremo norte de Manhattan (un acueducto que traía el agua del lago Croton a la ciudad), o el cercano puente de Washington, que había sido inaugurado unos años atrás. Pero Marcus había llegado a la conclusión de que el asesino probablemente sabía que sus perseguidores le estaban ganando terreno. Basándonos en el tiempo utilizado para su ataque contra Cyrus, por ejemplo, parecía casi seguro que era él quien nos había estado vigilando desde las primeras horas de la noche, y no al revés. Un hombre que prestaba tanta atención a las actividades de sus enemigos sin duda supondría que confiábamos en su regreso a alguno de sus lugares favoritos e iría a cualquier otra parte. En opinión de Marcus, lo que nos facilitaría la mejor ocasión para averiguar el sitio más probable para el siguiente asesinato era el odio del asesino hacia los emigrantes. Y, siguiendo esta línea de razonamiento, el sargento detective argumentó que el hombre se dirigiría a algún lugar de los muelles donde tenían su sede las compañías navieras que hacinaban en las bodegas de sus buques a montones de aquellos desesperados extranjeros y los traían a América.

Cuando por fin dimos con una respuesta a este mortal acertijo, resultó tan obvia que nos sentimos totalmente avergonzados. A eso de las cuatro y media, justo cuando Kreizler entraba en nuestro cuartel general, Sara telefoneó desde Mulberry Street, adonde había ido para averiguar qué era lo que estaba pasando.

— Han recibido un aviso desde Bedloe’s Island— dijo tan pronto como me puse al auricular—. Uno de los vigilantes nocturnos en la estatua de la Libertad… ha encontrado un cadáver.— El corazón me dio un vuelco, y me sentí incapaz de decir nada—. ¡Eh, John! ¿Sigues ahí?

— Sí, Sara, sigo aquí.

— Entonces presta atención, que no puedo hablar mucho rato. Ya hay un grupo de oficiales preparándose para ir allá. El comisario irá con ellos, pero me ha dicho que no deben vernos a nosotros, que hará todo lo posible para que ningún forense examine el cadáver antes de que lo trasladen al depósito, y que procurará que nos dejen pasar para que lo examinemos allí.

— Pero ¿y el escenario del crimen, Sara?

— John, no seas estúpido, por favor. No podemos hacer nada. Ya tuvimos nuestra oportunidad esta noche, y la dejamos escapar… Ahora debemos intentar averiguar lo que podamos, cuando podamos, en el depósito de cadáveres. Mientras tanto…— De pronto oí gritos de fondo en el otro extremo de la línea: una de las voces era de Theodore, otra pertenecía sin duda a Link Steffens, y a las otras no pude identificarlas—. Tengo que colgar, John. Iré tan pronto como sepa algo de la isla.– Y con un chasquido desapareció.

Informé de los detalles a los otros. Necesitamos varios minutos para digerir que no habíamos sido capaces de evitar otro asesinato a pesar de varias semanas de investigación y de varios días de preparativos. Como es lógico, Lucius fue quien peor se lo tomó pues ahora no sólo se consideraba responsable de que a un amigo le hubiesen roto la cabeza, sino de la muerte de un muchacho. Marcus y yo intentamos mostrarnos comprensivos, pero no conseguimos consolarlo. Kreizler, por otra parte, adoptó una actitud realista, y le dijo a Lucius que dado que el asesino había estado observando nuestros esfuerzos, sin duda al final habría hallado un modo de realizar con éxito su ataque, ya fuera aquella noche o cualquier otra. Bastante fortuna era, dijo, que la conmoción de Cyrus hubiese sido nuestro mayor percance: Lucius también podía haber sido atacado en aquella azotea y sufrir algo más que un simple golpe en la cabeza. No había tiempo para autoinculpaciones, concluyó Kreizler: era fundamental que la perspicaz mente de Lucius, junto con su experiencia, no se vieran afectadas por un sentimiento de culpa. Este breve discurso pareció significar muchísimo para Lucius, tanto por el autor como por el contenido, y pronto se halló lo bastante recuperado como para unirse a nuestros esfuerzos a fin de resumir lo que habíamos aprendido esta noche, si es que habíamos aprendido algo.

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