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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El alienista (46 page)

BOOK: El alienista
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En este punto de nuestra conversación, Marcus anunció que estaba listo para llevar a cabo su experimento, ante lo cual Kreizler se alejó unos pasos de la mesa de operaciones para permitir que instalaran cerca del cadáver algunas piezas del equipo que Marcus había traído consigo. Después de pedir que apagáramos la bombilla eléctrica que colgaba del techo, Marcus le dijo a su hermano que levantara lentamente de su cuenca el ojo que le quedaba a Ernst Lohmann. Cuando Lucius lo hubo hecho, Marcus cogió una pequeña lámpara incandescente y la situó detrás del ojo, sobre el cual enfocó la cámara. Después de exponer dos placas sobre esta imagen, activó dos pequeños cables, cuyos extremos se hallaban al descubierto. Conectó estos cables a los nervios del ojo, activó estos últimos y sacó varias placas más. Como paso final, apagó la lámpara incandescente y sacó dos fotografías del ojo sin iluminar pero todavía activado eléctricamente. Todo aquello me pareció bastante extraño (más tarde averiguaría que el novelista francés Julio Verne había descrito este procedimiento en una de sus extravagantes novelas) pero Marcus estaba absolutamente esperanzado, y cuando volvimos a encender la lámpara del techo comunicó su determinación de regresar inmediatamente al cuarto oscuro.

Habíamos guardado ya todo el equipo de Marcus y nos disponíamos a salir cuando vi a Kreizler observando el rostro de Lohmann, con mucha menos indiferencia que la que había demostrado cuando examinaba el cuerpo. Sin mirar el mutilado cuerpo, me acerqué a Laszlo y apoyé una mano en su hombro.

— El reflejo de una imagen— murmuró Kreizler. Al principio pensé que se refería a alguna parte del procedimiento de Marcus, pero entonces me acordé de la conversación que habíamos mantenido semanas atrás, cuando me comentó que el estado del cuerpo de las víctimas era en realidad un reflejo de la devastación psíquica que perpetuamente corroía a nuestro asesino.

Roosevelt se acercó a mi lado, los ojos fijos también en el cadáver.

— La visión es todavía peor en este lugar— murmuró en voz baja—. Más clínica. Totalmente deshumanizada…

— ¿Pero por qué esto?— preguntó Kreizler, a nadie en especial—. ¿Por qué exactamente esto?— Señaló con una mano el cadáver, y comprendí que se refería a las mutilaciones.

— Sólo el diablo lo sabe— contestó Theodore—. Nunca he visto nada parecido, a excepción del ataque de un piel roja.

Laszlo y yo nos quedamos paralizados, y luego nos volvimos silenciosamente hacia él. Nuestras miradas debieron ser bastante intensas pues Theodore se puso inmediatamente a la defensiva.

— ¿Se puede saber qué os pasa ahora?— inquirió, ligeramente irritado.

— Roosevelt— inquirió por fin Laszlo, avanzando un paso—, ¿te importaría repetir lo que acabas de decir?

— Se me ha acusado de muchas cosas cuando hablo, pero nunca de murmurar. Creo que he hablado con bastante claridad.

— Sí, sí, así es.— Los Isaacson y Sara se habían acercado, intuyendo algo importante en la excitación que había aparecido en los rasgos antes abatidos de Laszlo—. ¿Pero qué has querido decir exactamente?

— Tan sólo estaba pensando— explicó Roosevelt, todavía un poco a la defensiva— en los únicos actos de violencia como éstos con que me he topado en la vida… Fue cuando tenía el rancho en los Badlands de Dakota. Vi varios cuerpos de hombres blancos a los que habían matado los indios como advertencia para los otros colonos. Los cadáveres estaban horriblemente mutilados, de forma muy parecida a éste, imagino que en un intento por aterrorizarnos a los demás.

— Sí— dijo Laszlo, tanto para sí como para Theodore—. Supongo que eso es lo que uno podría pensar. Pero ¿sería ése realmente el propósito?— Kreizler empezó a pasear en torno a la mesa de operaciones, frotándose lentamente el brazo izquierdo y asintiendo—. Un modelo, él necesita un modelo… Es demasiado consecuente, demasiado meditado excesivamente… estructurado. Está copiándolo de algo…— Después de consultar la hora en su reloj de plata, Laszlo se volvió hacia Theodore— Oye, Roosevelt, ¿sabes por casualidad a qué hora abre las puertas el Museo de Historia Natural?

— Por fuerza tengo que saberlo— contestó Theodore con orgullo— pues mi padre fue uno de los fundadores, y yo mismo estoy comprometido en…

— ¿A qué hora, Roosevelt?

— A las nueve.

Kreizler asintió.

— Perfecto. Moore, tú vendrás conmigo. En cuanto a los demás… Marcus, vaya a su cuarto oscuro y compruebe si su experimento ha dado algún resultado… Sara, tú y Lucius regresad al cuartel general en Broadway y poneos en contacto con el Ministerio de la Guerra en Washington. Averiguad si conservan los informes de los soldados que han desechado por enfermedad mental. Decidles que sólo estamos interesados en soldados que hayan servido en el Ejército del Oeste. Si no podéis poneros en contacto por teléfono, enviad un telegrama.

— Conozco a algunas personas en el ministerio— intervino Roosevelt—. Si puede seros de alguna ayuda…

— Por supuesto que sí— replicó Laszlo—. Sara, anota los nombres. ¡Vamos, vamos, moveos!

Mientras Sara y los Isaacson se marchaban, llevándose consigo el equipo de Marcus, Kreizler regresó adonde estábamos Roosevelt y yo.

— ¿Te has dado cuenta de lo que estamos buscando, Moore?

— Sí— dije—. Pero ¿por qué en el museo exactamente?

— Por un amigo mío. Franz Boas. Él podrá decirnos si unas mutilaciones como éstas tienen algún significado cultural entre las tribus indias. Y si éste fuera el caso, Roosevelt, las encarecidas felicitaciones serían para ti.— Kreizler volvió a colocar la sucia sábana encima del cadáver de Ernst Lohmann—. Por desgracia dejé que Stevie se llevara la calesa a casa, lo cual significa que tendremos que coger un carruaje. ¿Podemos dejarte en algún sitio, Roosevelt?

— No— contestó éste—. Prefiero quedarme y borrar vuestras huellas… Habrá un montón de preguntas, teniendo en cuenta esta multitud. Pero os deseo una buena caza, caballeros.

Durante el tiempo que habíamos estado examinando los restos de Lohmann, había crecido la cantidad de gente irritada ante el depósito de cadáveres. Al parecer Sara y los Isaacson habían conseguido pasar sin incidentes entre la multitud pues no vimos rastro de ellos. Tan sólo habíamos logrado cruzar la mitad del trayecto hasta la entrada principal del hospital, con la multitud observándonos desconfiada a cada paso que dábamos, cuando un tipo fornido, de cabeza cuadrada y empuñando el viejo mango de un hacha, nos interceptó el paso. El hombre dirigió una fría mirada de reconocimiento a Kreizler, y al volverme vi que éste también parecía conocerle.

— ¡Ah!— exclamó el hombre, desde lo más profundo de su enorme vientre—. ¡De modo que han mandado a buscar al famoso Herr doctor Kreizler!— Su acento era marcadamente alemán.

— Herr Poner— le contestó Laszlo, en un tono firme pero cauteloso que indicaba que el hombre podía saber muy bien cómo utilizar el mango del hacha que empuñaba—. Mi colega y yo tenemos asuntos urgentes en otro sitio. ¿Tendría la bondad de apartarse?

— ¿Y qué hay del muchacho Lohmann, Herr doctor?— Hopner no se movió—. ¿Tiene usted algo que ver con este asunto?— Algunos de los que aguardaban por allí cerca repitieron entre murmullos la pregunta, como un eco.

— No tengo idea de qué me está hablando, Hopner— contestó Kreizler, fríamente—. Apártese, por favor.

— ¿Ni idea, eh?— Hopner empezó a golpear el palo de madera contra la palma de la otra mano—. Lo dudo mucho. ¿Conocéis al buen doctor, meine Freunden?— preguntó, dirigiéndose a la gente que le rodeaba—. Es el famoso alienista que destruye las familias… ¡El que se lleva a los niños de sus hogares!— Por todos lados se oyó una exclamación de sorpresa—. ¡Exijo saber qué papel desempeña en este asunto, Herr doctor! ¿Ha robado al muchacho Lohmann a sus padres, como a mí me robó a mi hija?

— Ya se lo he dicho— exclamó Laszlo, haciendo rechinar los dientes—. No sé nada de ningún chico llamado Lohmann. Y por lo que se refiere a su hija, Herr Hopner, fue ella misma quien me pidió que la sacara de casa, porque usted no dejaba de pegarle con un palo… Imagino que un palo no muy distinto del que ahora lleva.

La multitud contuvo de golpe la respiración, y los ojos de Hopner se abrieron desmesuradamente.

— ¡Lo que un hombre hace con su familia en su casa es algo que sólo a él le interesa!— protestó.

— Su hija opinaba todo lo contrario— dijo Kreizler—. Y ahora, por última vez… raus mit du!

Fue una orden para que se apartara, como la que hubiera podido darse a un sirviente o a cualquier subalterno. Pareció como si a Hopner le hubiesen escupido. Levantó el mango del hacha en un intento de abalanzarse contra Kreizler, pero de pronto se detuvo cuando un terrible alboroto se elevó de algún lugar a nuestras espaldas. Al volverme hacia la multitud pude ver la cabeza de un caballo y el techo de un carruaje avanzando hacia nosotros. Y distinguí también una cara que me era conocida: la de Cómetelos Jack McManus. Iba colgado del estribo del carruaje, haciendo girar el gigantesco brazo derecho que durante una década le había convertido en una formidable figura de los cuadriláteros antes de que abandonara la lucha libre para trabajar como matón… para Paul Kelly.

La elegante berlina de Kelly, con sus brillantes lámparas de bronce a cada lado, se abrió paso hacia donde estábamos. El pequeño y nervudo hombre que iba en el asiento del cochero hizo restallar el látigo como advertencia general, y la gente, consciente de quién iba dentro del vehículo, se apartó sin protestar. Jack McManus saltó al suelo en cuanto se detuvieron las ruedas, miró amenazadoramente a la multitud y se enderezó el gorro de minero. Finalmente abrió la portezuela de la berlina.

— ¡Les sugiero que suban, caballeros!— dijo una voz burlona desde el interior del carruaje, y el atractivo rostro de Kelly apareció en el hueco de la puerta—. Ya saben lo que es capaz de hacer una multitud enardecida.

28

— ¡Ah! ¿Los ven?— Kelly estaba realmente satisfecho mientras se volvía a mirar la multitud durante nuestra agitada huida del Bellevue—. ¡Por una vez estos cerdos han dejado de hincarse de rodillas! ¿Acaso no compensa esto unas cuantas noches de insomnio en el distrito de las mansiones, Moore?— Yo iba sentado al lado de Kreizler, frente a Kelly, en el asiento delantero de la berlina, y cuando el gángster se volvió hacia nosotros, dio un golpe en el suelo con su bastón de puño dorado y volvió a reír—. Esto no durará mucho, por supuesto… Antes de que al chico Lohmann lo hayan enterrado, éstos ya habrán vuelto a meter a sus hijos en fábricas para que los exploten por un dólar a la semana. Hará falta más de un prostituto muerto para que ellos sigan adelante… Pero de momento ésta es una visión espléndida.— Kelly tendió a Kreizler la mano derecha, cuyos dedos estaban abarrotados de sortijas—. ¿Cómo está usted, doctor? Es un auténtico honor.

Laszlo aceptó la mano con mucha cautela.

— Señor Kelly. Por lo que veo, al menos hay alguien a quien esta situación le parece divertida.

— Así es, doctor, así es. ¡Por eso la he organizado!— Ni Kreizler ni yo hicimos ningún comentario ante aquel reconocimiento—. Oh, vamos, caballeros, ¿de veras creen que gente como ésta protestaría por sí sola, sin algo de estímulo? Además, un poco de dinero en los sitios adecuados tampoco hace daño. Y debo añadir que nunca hubiese creído que iba a encontrarme con el eminente doctor Kreizler en una situación como ésta.— Su sorpresa era claramente falsa—. ¿Puedo dejarlos en algún sitio, caballeros?

Me volví hacia Kreizler.

— Eso nos ahorrará tener que buscar carruaje— dije, ante lo que mi amigo asintió; luego me volví hacia Kelly——. Al Museo de Historia Natural. En la Setenta y siete con…

— Ya sé dónde es, Moore.— Kelly golpeó con el bastón en el techo de la berlina y ordenó con tono autoritario—: Jack, dile a Harry que nos lleve a la Setenta y siete con Central Park Oeste. ¡Y rápido!— Pero enseguida recuperó su encanto canalla—. También estoy algo sorprendido de verle a usted aquí, Moore. Pensaba que después de su encontronazo con Biff habría perdido interés en estos asesinatos.

— Haría falta algo más que Ellison para obligarme a perder ese interés— declaré, confiando en que mi voz sonara más desafiante de lo que yo me sentía.

— Oh, puedo darle más, si quiere— replicó Kelly, volviendo su cabeza hacia Jack McManus. El pinchazo de aprensión que sentí en el estómago debió de reflejarse en mi rostro, porque Kelly se echó a reír a carcajadas—. Tranquilícese. Le dije que no le haría daño mientras mantuviera mi nombre fuera de esto, y usted ha cumplido. Me hubiera gustado que Stephens tuviera su mismo sentido común… Y ahora que lo pienso, Moore, no ha escrito gran cosa últimamente, ¿verdad?– Kelly sonrió con sorna.

— Tengo que recopilar los hechos antes de publicarlos.

— Por supuesto. Y su amigo el doctor ha salido a estirar las piernas, ¿no es así?

Laszlo se removió inquieto en el asiento, pero intervino con voz tranquila:

— Señor Kelly, dado que nos ha ofrecido su carruaje en un momento tan oportuno, ¿le importaría que le hiciese una pregunta?

— Adelante, doctor. Quizá le resulte difícil creerlo, pero siento un profundo respeto por usted. Incluso leí una monografía que escribió hace tiempo.— Kelly soltó una carcajada—. Una buena parte de la monografía, en todo caso.

— Se lo agradezco— contestó Kreizler—. Pero dígame una cosa. Aunque sé muy poco sobre estos asesinatos de que usted habla, siento curiosidad por conocer sus motivos para soliviantar, y tal vez poner en peligro, a gente que no tiene nada que ver con el asunto.

— ¿Cree que pongo en peligro a esa gente, doctor?

— Sin duda se habrá dado cuenta de que un comportamiento como el suyo tan sólo puede conducir a disturbios y violencia. Buena parte de esa gente inocente corre el peligro de sufrir alguna herida, e incluso de que la encarcelen.

— Es cierto, Kelly— confirmé—. En una ciudad como Nueva York lo que usted ha puesto en marcha puede írsele de las manos con sorprendente facilidad.

Kelly pensó en ello unos instantes, aunque sin perder la sonrisa.

— Deje que le pregunte una cosa, Moore… Las carreras de caballos se celebran cada día, pero el espectador medio sólo se interesa por las que apuesta. ¿Por qué razón?

— ¿Que por qué razón?— inquirí, algo confuso—. Bueno, porque si no arriesga dinero en ello…

— Exactamente—— me interrumpió Kelly, riendo solícito——. Ustedes, caballeros, hablan de esta ciudad, de los disturbios y de todo esto… Pero ¿qué arriesgo yo con ello? ¿Qué me importa a mí si Nueva York arde hasta los cimientos? Cuando todo haya terminado, el que quede en pie querrá una copa y alguien con quien pasar una hora a solas… Y yo estaré aquí para proporcionarle la copa y compañía.

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