Malys estaba tumbada sobre su vientre en el cubil de la meseta, al sur de Flotsam, dejando que el sol de última hora de la tarde le caldeara las escamas. Cerró los ojos y soltó un gruñido suave, satisfecho. Le encantaba el calor. Khellendros estaba sentado delante de ella.
—Hay humanos que aspiran a la grandeza —empezó—. Por lo menos, algunos.
—Eres blando al pensar así —siseó la hembra.
—Soy inteligente al admitirlo —replicó Khellendros—. Los humanos y sus aliados han sido responsables de ahuyentar dragones de la faz de Krynn con anterioridad. No se los debería tomar a la ligera.
Malys arqueó el escamoso entrecejo, abrió un ojo y en silencio lo instó a continuar.
—Este mundo ha sido testigo de tres guerras de dragones, cuatro si esta última puede llamarse así —explicó el Azul—. Todas fueron gloriosas, y devastadoras, para nuestra especie. En la primera, hace casi cuatro mil años, los elfos intentaron expulsarnos de la que ellos consideraban su tierra. Era nuestra, y habríamos vencido, ya que los elfos no eran lo bastante numerosos para hacernos frente. Pero los dioses de la magia los ayudaron, entregándoles varias piedras encantadas que capturaron los espíritus de los dragones y absorbieron su fuerza; entonces los elfos enterraron las piedras en las entrañas de las montañas más altas. Los dragones se debilitaron y fueron expulsados del mundo.
—Pero regresaron —ronroneó Malys.
—La segunda guerra tuvo lugar menos de un milenio después. Las piedras estaban enterradas en las montañas Khalkist, donde un clan de enanos tenía una mina en explotación. Los enanos no son partidarios de la magia, así que cuando el nuevo túnel desembocó en la cámara donde se guardaban las piedras y percibieron su magia poderosa, se libraron de ellas arrojándolas a la superficie. Pensaban que así estaban a salvo y protegían su mina.
—¿Hicieron que los dragones volvieran al mundo? —preguntó Malys, en cuya voz era patente la incredulidad. La hembra miraba fijamente al Azul ahora, sin pestañear.
—Sí —asintió Khellendros—. Los confiados enanos liberaron a los dragones, que reunieron ingentes ejércitos de seres semejantes a lagartos llamados bakalis e invadieron los bosques de Silvanesti para vengarse de los elfos. Los árboles más vetustos fueron derribados, y las bajas entre los elfos fueron impresionantes. Los dragones se proponían exterminar la raza, condenarlos a la extinción. Y podrían haber tenido éxito. Deberían haberlo tenido. Pero, de nuevo, la fatalidad no quiso que fuera así.
—¿Qué ocurrió? ¿Estabas tú allí?
—No. Todavía no había nacido. Y sospecho que ninguno de los dragones presentes en Krynn ahora estaba vivo entonces, a excepción de nuestra señora, Takhisis —respondió el Azul—. Pero todos los dragones, todos los de Ansalon, sabemos lo que ocurrió y compartimos una historia común. Te lo estoy contando para que así comprendas mejor tu nuevo linaje.
—Prosigue —urgió la hembra.
—Tres hechiceros y un vástago, una de las criaturas más magníficas de este mundo, invocaron fuerzas poderosas y exigieron que la propia tierra se tragara a los dragones para toda la eternidad. Los dragones no fueron engullidos, pero sí derrotados y expulsados. Y los engreídos elfos siguieron viviendo y de nuevo se apoderaron de nuestra tierra.
—Pero los dragones, obviamente, recuperaron de nuevo el poder —adujo Malys.
—Sí. Takhisis no habría permitido que fuera de otro modo. Convocó a los seres lagarto y, con su ayuda, introdujo huevos de dragón en las entrañas de las minas de Thoradin. Cuando los huevos eclosionaron, los jóvenes dragones devoraron a sus cuidadores y se hicieron más fuertes. Permanecieron ocultos en las minas durante un tiempo, hasta que fueron lo bastante grandes para lanzar su ataque en nombre de la Reina Oscura. Esa época se llamó la Tercera Guerra de los Dragones, la contienda más sangrienta y costosa de todas. Los humanos estuvieron a punto de perecer como raza. Oleada tras oleada de dragones cayeron sobre ellos escupiendo fuego, rayos, ácido, veneno y hielo. La victoria tendría que haber sido nuestra. Pero los Dragones del Bien, los entrometidos Dorados y Plateados, intervinieron. Los humanos fabricaron lanzas encantadas y, a lomos de sus dragones aliados, volaron contra nosotros. Al final, Takhisis cayó derrotada. Aceptó marcharse de Krynn, llevándose a sus criaturas con ella.
—Y eso ocurrió...
—Hace más de dos mil quinientos años, unas cinco décadas después de que terminara la llamada Segunda Guerra de los Dragones, aunque en realidad era una continuación de ella. Esto se debe a un error de un historiador, que fechó la última parte de la contienda mil quinientos años después de que ocurriera realmente.
—Es mucho tiempo —reflexionó Malys.
—Pero no en lo que concierne a la historia. O a los dragones.
La hembra Roja gruñó y agitó la cola. Era evidente que no le gustaba que la corrigieran.
—Y los dragones... —instó al Azul a continuar su relato.
—Reaparecieron de nuevo aproximadamente en el año 141 después del Cataclismo, cuando Takhisis descubrió una puerta y regresó al mundo para dirigirnos. Yo estaba allí. —Khellendros hizo una pausa, preguntándose si Malys sería capaz de comprender que él era un dragón mucho más grande y poderoso de lo que correspondía a su edad, pero llegó a la conclusión de que la hembra Roja no estaba enterada de la existencia de los Portales y de cómo discurría el tiempo entre ellos. Por otra parte, no debía de saber mucho respecto a la edad y el tamaño de los dragones de Ansalon.
—¿Y qué ocurrió? —preguntó Malys.
—Con el paso de los años, hicimos un pacto con los ogros y con los humanos perversos, unos seres que no tenían escrúpulos en matar a sus propios congéneres. Los ejércitos de la Reina Oscura crecieron, nacieron los draconianos, y finalmente tuvimos bajo nuestro control la mayor parte de Ansalon. —Khellendros se quedó mirando fijamente un punto de la meseta, absorto en aquellos días pasados—. Esa época se llamó la Guerra de la Lanza, y no tuvo parangón con ninguna otra. Los Señores de los Dragones, humanos escogidos de mentalidad militar, nos dirigieron de una batalla grandiosa a otra. Encaramados a nuestra espalda, nos ayudaron a alcanzar la victoria sobre sus semejantes.
—¿Estuviste asociado con un
humano? —
Malys escupió literalmente la última palabra, como si fuera un pedazo de carne podrida.
—Una humana, Kitiara. —Khellendros pronunció el nombre en voz queda, casi con reverencia.
—¿Y dónde está ahora esa Kitea... Kitiara?
—Los cuerpos de los humanos son frágiles.
—¿Qué decía yo? —siseó Malys.
—Pero sus mentes son extraordinarias —continuó Khellendros—. Cuando la batalla estaba en todo su apogeo, otro humano, un hechicero, se sacrificó para clausurar el Portal al Abismo... con la Reina de la Oscuridad dentro. Los hombres reconstruyeron su mundo, y nosotros, los dragones, nos quedamos relegados a un segundo plano, maquinando.
—Pero ya no estamos en segundo plano, y ahora los hombres no disponen de la magia —gruñó Malys—. Se han quedado sin sus dioses, sin su poder. No son más que ganado. Y yo tengo planes para ellos.
Ahora le llegó a Khellendros el turno de escuchar. El gran Azul miró a la hembra a los ojos y vio en ellos un fugaz brillo divertido.
—Algunos serán guardados en corrales —empezó Malys—, igual que guardan ellos sus rebaños. Humanos, elfos, enanos, todos ellos. —Malys observó atentamente a Khellendros, calibrando si la idea horrorizaba al gran Azul, pero la expresión del macho se mantuvo impasible, cosa que complació a la hembra Roja—. Los más despabilados y más fáciles de dominar serán utilizados como espías. Quiero saber qué se cuece en sus ciudades, y los confidentes leales a mí que formaré me lo contarán.
El Azul levantó una garra con gesto aburrido y se rascó la mandíbula.
—Te prevengo que los humanos son listos. No encontrarás muchos que deseen cooperar contigo.
—Pero serán suficientes. Y los que se atrevan a desafiarme, serán destruidos. —Malys se incorporó hasta que sus ojos estuvieron a la misma altura que los de Khellendros—. De todas formas, cientos, miles de ellos han de ser sacrificados. Hay que frenar y reducir su crecimiento demográfico para poder tenerlos controlados. Esta vez, los humanos no podrán echarnos de Krynn porque no les daremos ocasión de hacerlo.
Khellendros la observó en silencio. Estaba impresionado por el ansia de poder de la hembra, y algo más que un poco preocupado. Malys demostraba una gran decisión, y si había llegado a plantearse los pasos que seguiría para dominar a las personas, ¿qué se propondría después?
—Me necesitas —siseó ella, interrumpiendo sus pensamientos—. Me necesitas como aliada.
—No querría tenerte como enemiga, desde luego.
—Y yo te necesito a ti —continuó Malys—. Eres poderoso, más grande que los otros dragones señores supremos. Juntos, tú y yo podemos dirigir la conquista de Krynn —dijo con voz aterciopelada—. Y, cuando llegue el momento, tú y yo procrearemos la nueva raza de dragones que caminará sobre la faz de Krynn.
* * *
Khellendros accedió al plan de Malys. Mientras volaba hacia su desértico hogar, recordó las palabras exactas de su respuesta: «No hay nadie más en Krynn con quien me aliaría. Es un honor para mí, Malystryx, que hayas elegido incluirme en tus planes.»
Sellado el pacto, la dejó para regresar a los Eriales del Septentrión. Khellendros no le había mentido. No había nadie en Krynn a quien considerara como posible compañero. La esencia de Kitiara estaba en El Gríseo, así que Malys sería su aliada por ahora. Era más seguro estar de su parte que contra ella. Era codiciosa, ambiciosa, intrigante, poderosa... Poseía los rasgos que él admiraba. Pero no era Kitiara, y jamás podría ocupar su lugar.
—Utilizaré a los humanos como ganado, Malys —susurró mientras su curso lo llevaba sobre las montañas más altas de Neraka—. Pero no del modo de imaginas.
El Azul pasaba casi todo el tiempo atrincherado en su guarida situada debajo del vasto desierto de los Eriales del Septentrión. Había ampliado la caverna, utilizando las técnicas de Malys para moldear su territorio, y ahora ésta constaba de varias cámaras subterráneas; en algunas de ellas tenía encerrados a humanos, unos bárbaros que había atrapado en los pueblos repartidos a lo largo de los rompientes del Tiburón.
Lo miraron con ojos de temor. Sabían que era mejor no decirle nada, no preguntar qué iba a ocurrirles, no osar desafiarlo. «Los humanos son más inteligentes de lo que crees, querida Malys», pensó Khellendros.
El Azul estuvo trabajando con sus cautivos, separándolos, jugando con su miedo y sus debilidades. Tenía que corromperlos, hacer que se volvieran los unos contra los otros o volverlos locos. En los años dedicados a la creación de dracs, Khellendros había descubierto que sólo los humanos perversos o los que casi habían quedado reducidos a meros autómatas sin cerebro resultaban adecuados para prole. Los humanos voluntariosos y con buenos sentimientos solían morir en el proceso o terminaban convertidos en cáscaras azules vacías que carecían de comprensión para seguir incluso la orden más sencilla.
«Pero encontraré el modo de superar ese obstáculo —pensó—. Hallaré la forma de transformar a cualquier humano, sea cual sea su condición.»
Al cabo de un mes tenía una docena de candidatos apropiados para el proceso, así como un colérico sivak cautivo que nutriría la transformación. Pero no conseguía que manaran sus lágrimas, y necesitaba una —una parte de sí mismo— para completar la mutación de cada uno de sus vástagos.
El dragón paseó impaciente por su extenso cubil subterráneo. Se concentró en Kitiara, pensó en la muerte de su cuerpo, en cómo le había fallado él cuando lo necesitaba. Lo abrumó una gran sensación de tristeza, pero en lo más recóndito de su mente alentaba todavía la esperanza de hacerla regresar y darle el cuerpo de uno de sus dracs. Y ese atisbo de esperanza le impedía producir la lágrima vital.
Las maldiciones de Khellendros retumbaron como truenos en la caverna, haciendo que las paredes temblaran y se agrietaran. El ominoso retumbo de su estómago empezó a sonar, y sólo los respingos de sus prisioneros humanos impidieron que soltara un rayo.
Sus enormes zarpas resonaron sobre el suelo de piedra y lo llevaron al exterior, al desierto. Era de noche, y las estrellas titilaban como si se burlaran de él. La arena estaba fría bajo sus pies, indicando que era tarde, que el suelo había tenido muchas horas para librarse del calor diurno. Khellendros no había tenido conciencia del paso del tiempo, y aulló de frustración. Lanzó un rayo hacia el cielo y rugió en actitud desafiante.
—¡No! —gritó—. ¡No me daré por vencido! —Escupió otro rayo, esta vez hacia el horizonte, y calcinó un rodal de chaparros. Hincó las garras en la arena y empezó a escarbar y arañar para desahogar su cólera. Los granos volaron a su alrededor, como sacudidos por un violento ventarrón. De repente, interrumpió su arrebato y miró fijamente el agujero que había hecho.
»
La arena —musitó—. La bendita arena.
Khellendros abrió los ojos de par en par y metió la cabeza en el hoyo. Los ásperos granos de arena se introdujeron por debajo de los párpados, irritantes, haciendo brotar las lágrimas. Metió la cabeza aún más, restregando los ojos y los ollares contra el suelo del desierto hasta que la sensación se volvió insoportable y empezó a faltarle la respiración. Entonces, finalmente, se apartó, alzó la cabeza hacia el cielo, y regresó al cubil. La arena le escocía en los ojos y le provocaba las lágrimas que tan desesperadamente necesitaba para completar a sus dracs.
Se dirigió presuroso a la cámara subterránea y empezó a pronunciar las palabras del encantamiento que había aprendido en los Portales de Krynn a otros planos. Sus lágrimas cayeron sobre el rocoso suelo, relucientes.
* * *
Los doce dracs azules que estaban de pie ante Khellendros eran sus primeros experimentos con éxito. Corrompidos antes incluso de la metamorfosis, sus ojos centelleaban con un brillo maligno en la oscura cámara bajo la superficie del desierto. Unos diminutos rayos crepitaban entre sus garras, negras como el azabache, y sus alas de color zafiro batían suavemente. Las escamas de los dracs eran pequeñas, y semejaban los aros de una cota de malla azul oscuro que hubiera sido engrasada y bien cuidada. Tenían el cuerpo similar al de un hombre, con torso amplio, piernas largas y brazos musculosos. Pero la cabeza era más parecida a la de un reptil, y todos tenían una cresta que arrancaba del entrecejo y llegaba hasta la punta de la regordeta cola. Sus pies eran palmeados y estaban equipados con garras, igual que los de Khellendros, pero en miniatura. Sus ollares aleteaban al olisquear, alertas, su entorno.