Cuando el guerrero se volvió de nuevo hacia la Ciudadela, descubrió que sus compañeros lo habían dejado atrás. La figura que aguardaba en la entrada de la cúpula central lo llamó por señas. Dhamon no estaba seguro de que lo estuviera esperando a él, pero se apresuró para alcanzar a los demás y, sin darse cuenta de lo que hacía, echó a correr, de repente embargado por una intensa y alegre emoción que lo impulsaba a seguir adelante.
Los rostros de Goldmoon
Dhamon escuchó los pasos precipitados del enano y de los kenders a su espalda, y se preguntó, fugazmente, si debería frenar sus zancadas para acomodarlas a la marcha de ellos. No sabía muy bien qué le estaba pasando. Los había alcanzado y dejado atrás, y no era propio de él actuar de un modo tan descortés. Se volvió para desandar el camino y disculparse.
—Te estaba esperando.
La voz era familiar. Se giró de nuevo y vio a una mujer pequeña, de piel pálida y con arrugas. La túnica blanca ondeaba con la brisa del mar y perfilaba su cuerpo frágil.
—He emplazado a muchos guerreros que visitan el mausoleo, pero tú eres el primero que ha acudido a mi llamada.
Era la fantasmal mujer, pero su voz sonaba más suave que cuando la había escuchado a las afueras de Solace, y parecía mucho mayor que la joven mujer que había visto en la tumba de los Últimos Héroes. El rubio cabello ya no era frondoso, y tenía abundantes mechones blancos. Sus azules ojos estaban opacos y vidriosos. La fuerte luz del sol ponía de manifiesto las arrugas de su rostro, y Dhamon reparó en que los tejidos bajo la mandíbula y en los brazos estaban algo fláccidos.
Era una anciana, de unos setenta u ochenta años, calculó, aunque rezumaba un aire matronal y se movía con gracia y dignidad. Sus pasos eran lentos, pero no inseguros, como advirtió el guerrero. La envolvía una especie de halo, una sensación de poder.
—Por favor, acércate. —La voz sonó queda, poco más que un susurro.
Los ojos de Dhamon se trabaron con los de ella, pero el hombre no se movió.
—Puedo verte bien desde aquí —dijo.
—Cuéntame qué te llevó al mausoleo.
—Fui para presentar mis respetos a los caballeros. —Dhamon se encogió de hombros—. Es por lo que va la mayoría de la gente, ¿no? Pero la tumba no tiene nada que ver con el hecho de que esté ahora aquí. —Hizo una pausa y frunció los labios—. Por cierto, ¿por qué estoy aquí?
—Yo acudo al mausoleo para honrar a mis amigos —comentó ella, pasando por alto su pregunta.
—¿Quién eres?
—Goldmoon, de los
que-shus
.
Dhamon la miró intensamente mientras hacía memoria. ¿Era
ésta
la famosa Goldmoon, Heroína de la Lanza? ¿Era la mujer que había luchado en la Guerra de la Lanza y había contribuido a restablecer la magia curativa en Krynn? A juzgar por la edad, podría serlo.
—¿Cómo te fue posible llamarme? —fue la única pregunta que planteó.
—Todavía queda algo de magia en el mundo y en mí. Dirigí mi pensamiento al mausoleo de Solace. Un lugar que honra a los héroes caídos tiene que atraer a los héroes vivos, ¿no crees? Pensé que la tumba sería el mejor lugar para encontrar nuevos campeones.
—¿Tuviste que usar tu magia para aparecerte como una mujer joven? ¿Creías que necesitabas hacerlo para atraer mi atención? —inquirió Dhamon con brusquedad—. ¿Es que piensas que sólo me interesa ayudar a...?
—¡Goldmoon! —Jaspe llegó en ese momento, jadeando por la larga carrera. Miró a Dhamon—. ¡Qué piernas! Nunca se cansan.
Las del enano, regordetas, lo llevaron por delante de Dhamon. La anciana sonrió y extendió una mano que él estrechó al tiempo que miraba los azules ojos de Goldmoon semejantes a estrellas, relucientes, cálidos y sorprendentemente jóvenes.
—Siento haber estado ausente tanto tiempo —refunfuñó—. Intenté entrar en Thorbardin, pero ya sabes que han cerrado la montaña. Pensé que podría encontrar un acceso, visitar a mis parientes. Tal vez lo habría conseguido si hubiera buscado con más ahínco, pero recordé mi promesa y regresé aquí.
Jaspe la observó mientras la mujer se apartaba un mechón del espeso y sedoso cabello de su perfecto semblante. El tono rubicundo de su tez casi igualaba el del enano, y la piel de su mano tenía un tacto suave contra la palma callosa de él. El enano no estaba viendo una mujer anciana; veía a Goldmoon como una sempiterna belleza llena de vida que rebosaba esperanza y fe. Cuando la miraba no veía arrugas ni mechones canosos ni lentitud de movimientos. Su voz y sus gestos tenían fuerza, como en los tiempos de la Guerra de la Lanza.
—Está bien, Jaspe —dijo. Alargó la mano y rozó con un dedo la punta de la nariz del enano—. Y me alegra que hayas escoltado a nuestro visitante. Lo mandé llamar.
El enano la miró perplejo.
—¿Un nuevo pupilo? ¿Quieres que me marche?
—Quiero que te quedes —repuso ella.
—¿Podemos quedarnos nosotros también? —preguntó Raf, jadeante, mientras se acercaba a ellos.
—¡Raf, frena un poco! Te dije que no te metieras en donde no te llaman. ¡Podrías salir herido! —Ampolla venía detrás de él, resoplando, con los ojos prendidos en Goldmoon. Se estiró la túnica, limpió la arena de sus zapatos, y sonrió a la mujer—. Perdona por habernos presentado en tu casa sin haber sido invitados. Mis compañeros son muy testarudos, pero no tenían intención de mostrarse descorteses.
—No es necesario que te disculpes —contestó Goldmoon—. Todos sois bienvenidos aquí. —Se volvió hacia Dhamon.
»
Hay una empresa grandiosa en perspectiva, una aventura que no debería emprender una persona sola, Dhamon Fierolobo —dijo.
—¿Cómo sabes mi nombre? —Un instante después de haber pronunciado las palabras, Dhamon hubiera querido tragárselas. Si una mujer era capaz de proyectar una imagen a cientos de kilómetros y a través de las puertas de una tumba, sin duda podía descubrir la identidad de la persona a la que iba dirigida esa proyección.
—Sé muchas cosas sobre ti, Dhamon, pero ¿sabes tú algo de mí? —El hombre no respondió.
»
Décadas atrás, mis compañeros y yo buscamos la forma de detener a los ejércitos de los Dragones. Hombres y criaturas perversas llegaron en tropel de las montañas Khalkist y arrollaron todo Balifor y más allá. Fue el principio de la Guerra de la Lanza. El conflicto duró cinco años, y en ese tiempo presenciamos la caída de todas las comarcas orientales de Ansalon.
Dhamon sabía de memoria la historia de los Héroes de la Lanza. Pocos en Ansalon ignoraban las hazañas de Caramon y Tika Majere, Raistlin, Goldmoon y los demás.
—Las Dragonlances fueron la clave —continuó Goldmoon, interrumpiendo sus pensamientos—. El secreto de cómo se fabricaban se descubrió en un momento en que mucha gente había perdido la esperanza, como les ocurre ahora a muchos. Utilizamos las armas recién forjadas para rechazar al Ala Azul, uno de los ejércitos de los Dragones. Los Dragones del Bien, que anteriormente se habían mantenido ajenos al conflicto porque habían robado sus huevos, entraron en liza. La tornas cambiaron, y las fuerzas de Takhisis fueron dispersadas. Los Dragones del Mal volaron hacia zonas remotas de Ansalon y se debilitaron. Algunos de mis compañeros, que combatieron en esa guerra, han dejado este mundo: el kender Tasslehoff Burrfoot, Tanis el Semielfo, Flint Fireforge, Sturm Brightblade, mi amado Riverwind. Los pocos que quedamos... —Hizo una pausa y se acercó más.
»
Sólo podemos observar y confiar en que el futuro mejorará. El mundo es vuestro ahora, os toca a vosotros. Nosotros vencimos a los dragones una vez. Quizá se los pueda derrotar de nuevo. Los dioses se han marchado, y la amenaza de los reptiles es mayor que nunca. Y estás buscando una causa, Dhamon Fierolobo, aunque no te des cuenta. Estás buscando algo que alivie tu corazón. Parece ser que esa causa te ha encontrado. —Lo tocó en un hombro.
»
Ésta es una era en la que los hombres tienen que mirar dentro de sus corazones y encontrar la fortaleza y la fe con las que superar los obstáculos interpuestos en su camino. Ya no pueden volver los ojos hacia los dioses para la salvación del mundo; sólo pueden volverlos hacia sí mismos. Yo he mirado en tu corazón, Dhamon, y es mucho más fuerte de lo que crees.
—Pero ¿qué puedo hacer yo? —El guerrero miró a la anciana de hito en hito—. ¿Qué puede cambiar realmente un solo hombre?
—Uno solo, no —repuso Goldmoon—. Jaspe irá contigo, y después te seguirán otros. Yo continuaré emplazando a visitantes del mausoleo.
El enano frunció el entrecejo y sacudió la cabeza; se dirigió hacia Dhamon.
—Flint Fireforge era mi tío. Prometí una vez que ayudaría a Goldmoon cuando me lo pidiera. —Hizo una pausa y añadió en un susurro:— En ningún momento pensé que me lo iba a pedir.
—Podría resultar excitante —cuchicheó Raf—. Puede que incluso veamos un dragón, y yo nunca he visto uno.
—Me parece que no deberíamos meternos en esto —le contestó Ampolla sin perder la calma—. No es de nuestra incumbencia; sólo venimos de acompañantes. El asunto le concierne a Dhamon, no a nosotros.
—Bueno ¿y qué? Pues volveremos a ir de acompañantes.
—No, no iremos —se opuso Ampolla.
—Vale, pues entonces, iré yo.
—De eso nada.
Dhamon hizo caso omiso a la cháchara de los kenders.
—¿Qué quieres que haga? —le preguntó a Goldmoon.
—Tienes que viajar hacia el norte, a Palanthas. Allí se está engendrando el Mal, y hay que detenerlo. Será un largo, viaje, pero necesario. Tengo amigos cerca. El mago Palin Majere se reunirá contigo en un lugar llamado Refugio Solitario. Está en los Eriales del Septentrión, y Jaspe puede indicarte cómo llegar allí. Palin te ayudará. Tienes que entregarle esto. —Buscó entre los pliegues de su túnica y sacó un pedazo de seda ajado, de color azul y amarillo.
—¿Un trozo de tela?
Goldmoon se lo puso en la mano e hizo un gesto para que los kenders y Jaspe se marcharan. Los rezongos del enano se escucharon por encima de la animada cháchara de los kenders; Goldmoon esperó hasta que estuvieron junto a una de las grandes fuentes de la Ciudadela.
—El paño es un estandarte que estuvo atado a una Dragonlance. Palin tiene el astil o mango. Cuando hayas unido estas dos piezas, Palin te dirá dónde se encuentra la lanza. Une las partes del arma, Dhamon Fierolobo. Era una de las Dragonlances originales, y, según rumores, la más poderosa de todas. Podría ser nuestra única esperanza contra los dragones, los señores supremos.
—¿Una sola arma?
—Será sólo una, pero, también, y más importante, un símbolo. Algo que dé esperanza a las gentes de Ansalon. Algo que las una y las guíe. Quedan otras cuantas lanzas originales, pero casi todas están fueran de nuestro alcance ahora. La que unirás, será el comienzo. Quizás otros visitantes a la tumba que respondan a mi llamada puedan recuperar las otras armas.
Dhamon respiró hondo. ¿Debería ir a Palanthas y a Refugio Solitario o por el contrario dirigirse a donde quisiera? ¿La mujer le daba opción a elegir o era una orden? ¿Podía marcharse simplemente y reanudar su vida en cualquier otra parte o ya había decidido en la tumba de Solace dejar que esta mujer trazara su destino, lo ayudara a limpiar su corazón?
—Hay muchos barcos en Nuevo Puerto. Veré si alguno de ellos nos puede llevar a Palanthas —dijo por último.
—No te demores —lo urgió Goldmoon.
La expansión del Mal
—Fue idea mía venir aquí —gruñó la criatura—. Dije que deberíamos hacerlo. ¡Fui yo! ¿Me oís?
El joven goblin, un ser de aspecto vagamente humano, con menos de un metro veinte de estatura, tenía el rostro plano y una ancha nariz que lo hacía parecer como si se hubiera estrellado de cara contra un objeto duro. Su oscura boca era ancha, y bajo el fino labio superior asomaban unos colmillos amarillentos. Tenía la frente retraída, de manera que los brillantes y rojizos ojos parecían más prominentes; sus brazos peludos le colgaban casi hasta las rodillas, dándole apariencia de simio. Era un excelente espécimen de su raza.
El color del sol, que empezaba a sumergirse en el horizonte, era un poco más claro que la piel del goblin, de un vivo tono anaranjado. La criatura estrechó los ojos para protegerlos del molesto resplandor.
—¡Se me debería reconocer el mérito de la idea! ¿Me oís? —machacó, malhumorado.
Sus compañeros tenían más o menos su misma apariencia, aunque eran mayores, menos musculosos, y tenían distintos tonos de piel que iban desde un amarillo sucio a un oscuro bermellón. Todos ellos llevaban toscas botas de cuero y piezas disparejas de armaduras que habían sido unidas de manera patética. La mayoría de las armaduras habían sido robadas de las tumbas de guerreros kenders y elfos, y sólo unas pocas piezas habían sido ganadas en peleas limpias. Y, para los goblins, una pelea limpia significaba, por lo general, una emboscada cuidadosamente planeada o una trampa de agujero bien construida y plagada de afiladas estacas en el fondo.
Varios de ellos portaban burdos escudos fabricados con tablas y adornados con dibujos de puños apretados o cabezas partidas. Unos pocos llevaban impresionantes escudos metálicos que habían cogido como botín a enemigos caídos. Sus armas eran primitivas hachas de piedra, garrotes con puntas de metal clavadas, y mazas.
—No fue idea tuya —bramó el goblin más corpulento. Llevaba un escudo de metal abollado que tenía el emblema de tres rosas, dos en capullo y una completamente florecida, que indicaba que en un tiempo había pertenecido a un caballero de la Orden de la Rosa—. Nos llamaron.
El goblin grande se llamaba M'rgash, y era el jefe de los otros treinta y seis que poco a poco se abrían camino a través de lo que quedaba del bosque. En el pasado, la densa floresta había cubierto aproximadamente la mitad de Kendermore y bordeado Balifor. Pero una cordillera había emergido justo en la frontera de los dos países y había arrasado un gran número de árboles.
La totalidad de la tribu de M'rgash sumaba unos cuatrocientos individuos, y estaba guarecida en túneles profundos debajo del bosque del Paso, al sur del territorio kender. Estos treinta y seis, a los que había seleccionado para este viaje, se encontraban entre sus favoritos y más leales guerreros. Habían emprendido la marcha hacía cinco días.
Los goblins se pararon al pie de un rocoso terraplén que formaba la base de la cordillera y miraron hacia arriba. Unos pocos meses atrás esas montañas no existían.