Khellendros se sentó recostado contra la pared del fondo de su cubil, y los estudió intensamente. Se sentía orgulloso de ellos como lo estaría cualquier padre de sus pequeños hijos. Pero estos hijos no eran tiernos y cariñosos; eran guerreros, y harían la voluntad del Azul sin discutir ni replicar. Uno de ellos sería elegido como receptáculo del espíritu de Kitiara; quizás el que sobresaliera en la lucha.
—Pronto habrá más como vosotros —les dijo con entusiasmo a sus atentos pupilos—. Muchos más. Constituiréis una fuerza impresionante, causaréis estragos en el desierto y, a continuación, haréis lo mismo en las dulces campiñas de Palanthas. Juntos, robaremos los preciados objetos mágicos de los humanos: pergaminos, armas, cualquier cosa en la que lata la energía de un encantamiento. De algún modo, lograremos encontrar suficiente magia para abrir el Portal, y nadie nos detendrá. Vuestra sola presencia despertará tal terror en cualquier criatura viva que...
Como si fueran un solo ser, los ojos de los dracs se volvieron a un tiempo a la derecha, hacia la entrada del cubil. Khellendros gruñó y pasó presuroso ante ellos, curioso por ver quién o qué se habría aventurado en su caverna, y confiando en que no fuera Malystryx. No tenía la menor intención de compartir la noticia de su creación con ella, y consideraba vital que la hembra Roja no se enterara de sus planes de abrir el Portal y devolverle la vida a Kitiara.
—¿Hola? —llamó una vocecilla.
Khellendros comprendió que no se trataba de Malys. Entonces ¿quién? Escudriñó la oscuridad, pero a pesar de su vista penetrante sólo distinguió sombras y un atisbo de luz.
—¿Puedo acercarme?
Una de las sombras se separó de la pared o, más bien, un pedazo de pared se desprendió. El pequeño trozo de piedra se adelantó al tiempo que cambiaba de forma conforme se acercaba a Khellendros.
—¿Te acuerdas de mí? —preguntó el fragmento de roca que seguía transformándose—. Sé que han pasado casi treinta años desde que nos conocimos, pero me gustaría pensar que no soy tan fácil de olvidar.
—Fisura —gruñó el Azul. Era el huldre, el que había conocido en el Portal del círculo de piedras, el que le había explicado que no podía regresar a El Gríseo. Khellendros retumbó, disponiéndose a hacer añicos con un rayo a la criatura que había sido tan arrogante como para entrar en su cubil.
—¡Espera! —gritó Fisura, adivinando la intención del dragón—. He venido para ayudarte.
El retumbo se frenó en la garganta de Khellendros, la descarga de energía contenida, lista para salir disparada.
—Estaba escuchando. Es una mala costumbre que tengo —balbució el huldre—. Oí que todavía no tienes acceso a los Portales, a pesar del tiempo transcurrido. Bueno, supongo que para ti no es mucho, en realidad.
—¡Insolente criatura! —espetó el dragón.
—Sí, puede que lo sea —continuó Fisura—. Pero también sigo queriendo tener acceso a los Portales. Es una buena idea eso de reunir magia suficiente para abrir uno a la fuerza, pero no funcionará una clase cualquiera de magia. Se me ha ocurrido algo...
El retumbo cesó por completo, y Khellendros se apartó a un lado para dejar que el huldre entrara en su guarida.
La llamada
El mausoleo se encontraba en un campo cercano a Solace. Había sido erigido hacía unas cuantas décadas por las gentes de Ansalon. Era un edificio austero, de diseño sencillo, aunque impresionante y elegante a la par, y estaba construido con fina obsidiana negra y mármol blanco que habían sido traídos por los artesanos enanos del reino de Thorbardin.
Dentro yacían los cuerpos de los Caballeros de Solamnia y de los Caballeros de Takhisis que habían combatido y caído en el Abismo. Sus nombres aparecían cincelados en las losas que constituían las paredes exteriores del mausoleo, y también estaban los nombres de aquellos caballeros cuyos cadáveres no pudieron ser recuperados. Asimismo, Tanis el Semielfo descansaba aquí.
El mausoleo tenía dos puertas primorosamente trabajadas. Una era de oro y estaba adornada con la imagen de una rosa; la otra era de plata y tenía labrado un lirio en el centro. Por encima de las puertas cerradas, se había cincelado con esmero el nombre de Tasslehoff Burrfoot. Sin embargo, el cuerpo del kender no reposaba en su interior; había desaparecido en el Abismo después de que Tas hiciera un arañazo a Caos consiguiendo así la necesaria gota de sangre para salvar Krynn. Una jupak, la posesión favorita del kender, aparecía esculpida debajo de su nombre.
Alrededor de la tumba crecían árboles que habían sido traídos por los elfos de los bosques de Silvanesti y de Qualinesti. Sólo eran retoños cuando había empezado la construcción del mausoleo, pero ahora estaban altos y podían aguantar los bruscos cambios del inestable tiempo y dar sombra a los muchos visitantes que acudían a ver la tumba.
Sobre los peldaños inferiores del mausoleo, un ramo de flores había empezado a marchitarse con la calurosa atmósfera que no aliviaba el menor soplo de aire. Siempre había flores en la tumba porque siempre había peregrinos que las traían. Dichos peregrinos eran elfos, enanos, kenders, gnomos, humanos y, muy de vez en cuando, algún centauro. Y, aunque eran respetuosos, los visitantes rara vez se mostraban entristecidos. El mausoleo no era un lugar de tristeza y dolor, sino de meditación e introspección. Honraba a la vida. En ocasiones también servía de punto de reunión de familias, en especial cuando se trataba de familias kenders.
Dos kenders se encontraban ahora al pie del mausoleo. No eran parientes; de hecho, acababan de conocerse, pero enseguida se habían hecho amigos, como suele ocurrir entre miembros de esta raza.
—¿Ves esta cuchara? —se jactó el más bajo—. Es exactamente igual a la que tenía Tasslehoff, la que utilizó para alejar a los muertos vivientes. Es una cuchara mágica, de rechazo de espectros.
—Es muy bonita, y bastante valiosa, me parece —contestó la kender, que era más alta. Estaba intentando leer los nombres de las losas al mismo tiempo que trataba de prestar cierta atención a su joven compañero—. Ojalá tuviera una igual.
—¡Pues ya la tienes! —exclamó él mientras le tendía la cuchara—. Considéralo como un regalo de cumpleaños anticipado. O retrasado. ¡Feliz cumpleaños, Ampolla!
—Gracias. —Ampolla sonrió y alargó una mano enfundada en un guante. Sus dedos se cerraron lentamente sobre el mango, y la kender hizo un gesto de dolor. Le hacía daño utilizar mucho las manos, el resultado de un desgraciado accidente de su juventud sobre el que prefería no pensar. Metió la cuchara en uno de sus muchos saquillos y reanudó la lectura de los nombres de los respetados muertos.
—Por cierto, ¿cuántos años tienes? —preguntó el kender mientras admiraba una margarita como si fuera la flor más exótica del mundo.
—De sobra.
—¿Más que yo?
—Muchos más.
—Es lo que me parecía. Casi tienes tantas canas como pelo rubio.
—Gracias.
—De nada.
El cabello del kender era pelirrojo y formaba una maraña desgreñada en la coronilla a modo de un pobre remedo de copete. Ampolla suponía que la mata despeinada era la razón de parte de su nombre: Raf Testagreñas. Por su parte, el copete de la kender estaba limpio y peinado, cada pelo en su sitio. Le costaba un buen rato arreglárselo, y utilizaba métodos modernos para hacerlo. ¿Para qué obligar a trabajar a sus doloridos dedos cuando podía hacerlo un invento gnomo? Las ropas de Ampolla también contrastaban con las de su recién conocido compañero. La camisola naranja de él chocaba de lleno con sus polainas de un color verde chillón, remendadas con parches de distintos tonos azules en las rodillas. El kender también llevaba un chaleco púrpura oscuro en el que había media docena de bolsillos del mismo color pero de tono más claro, y que iban cosidos con hilo amarillo. Ampolla vestía polainas marrón claro y túnica de color rosa que casi le llegaba a los nudosos tobillos. Las botas de cuero marrón hacían juego con los saquillos y casi eran iguales al tono de la madera de la jupak que la kender dejó junto a las flores de Raf.
—Apuesto a que Tas tuvo una igual que ésta —dijo el kender mientras admiraba de cerca la ofrenda que había depositado su amiga.
—No. Imagino que la suya no estaría rota —comentó Ampolla, que señaló con un gesto de la cabeza la grieta que había en la vara.
—Entonces, ¿por qué dejas ésta? Y perdona mi impertínencia por preguntar.
—Era mi favorita —contestó la kender melancólicamente—. Además, los que están ahí dentro no necesitan armas, estén o no en buen estado. Es simplemente una muestra de respeto.
—Ah. —Raf se fijó entonces en un hombre alto que había a unos cuantos metros, de pie bajo las ramas de un árbol añoso—. Me pregunto qué clase de ofrenda dejará ese tipo —especuló Raf en voz alta—. Quizás una bolsa de semillas. Por su aspecto, parece un labriego.
—Lo que deje, si es que deja algo, no es de nuestra incumbencia —adujo Ampolla mientras miraba de soslayo por encima del hombro.
—Sólo era curiosidad —repuso Raf, ceñudo.
—Seamos educados. —Ampolla tiró del kender y lo apartó de los escalones. Luego se sentó recostada en el tronco de un olmo de Errow, que era el árbol más próximo al mausoleo. Raf se acomodó sin ceremonias a su lado—. Estás enfurruñado —observó la kender.
—Nunca me enfurruño —respondió Raf, cuyo labio inferior sobresalía de manera notoria en un gesto malhumorado.
El recién llegado miró de reojo en su dirección, y después caminó hacia la tumba. Se detuvo a unos cuantos palmos de las puertas y se arrodilló. Por su aspecto podría haber sido un labrador o un peón. Su camisola gris era fina y estaba desgastada en los codos, e iba ceñida con un sencillo cordón blanco. Los pantalones de cuero negro también tenían un aspecto ajado, y los tacones de las botas estaban comidos. Meneó los hombros para quitarse una mochila de lona que llevaba a la espalda, y la soltó en el suelo, detrás de él.
—Me pregunto quién será —susurró Raf—. Y qué habrá dentro de esa mochila.
La piel del extraño estaba morena y algo curtida por el sol, y llevaba el largo cabello rubio pulcramente atado en la nuca con una tira de cuero negro. Tenía los hombros anchos, y Ampolla advirtió que se le marcaban los músculos debajo de la fina camisola. El forastero sacó una espada larga de una vaina vieja y manoseada que llevaba al costado y la puso en el suelo, delante de él. Entonces inclinó la cabeza y susurró algo.
—¿Crees que va a dejar la espada? Parece antigua. Apuesto a que es valió... eh... que está afilada. Sería peligroso dejarla aquí. Los niños podrían hacerse daño —parloteó Raf.
—¡Chist!
—Si la deja, la cogeré. Sólo para que los niños no corran peligro, naturalmente.
—Es demasiado grande para que la lleves colgada —lo reconvino Ampolla.
—Podría arrastrarla.
El hombre oía discutir a los kenders que estaban a poca distancia, pero hizo caso omiso de sus voces y contempló intensamente el mausoleo. Había venido caminando hasta aquí desde El Cruce, una ciudad portuaria en el norte. Había tardado más de una semana en llegar a este lugar, y se había impuesto un ritmo fuerte, sobre todo en las estribaciones cercanas a Solace. Estaba cansado y con calor, y tenía intención de buscar una posada y descansar en cuanto hubiera acabado de presentar sus respetos. Regresaría mañana otra vez.
—Perdón —musitó, y miró la puerta de plata, los ojos fijos en el lirio—. Perdón por las batallas en que combatí, la sangre que derramé, la vidas que tomé... —Calló. Se levantó una ligera brisa que acarició su rostro y lo refrescó.
Empezó a sentir un cosquilleo en la piel, muy leve al principio, pero que después se hizo más intenso. Se le erizó el vello de la nuca, y un escalofrío le recorrió la espina dorsal.
—Hablas de batallas —creyó oír susurrar a la brisa—. ¿Es que eres un guerrero?
El hombre miró en derredor y clavó la vista en los kenders, que charlaban entre sí. No era ninguno de ellos. Echó un vistazo por encima del hombro. Quizás otro peregrino había llegado al mausoleo y lo había oído. Pero no había nadie más.
—¿Eres un guerrero? —insistió el viento.
—Lo fui —repuso el hombre en voz queda.
Tal vez había alguien detrás de la tumba. Hizo intención de incorporarse, pero sentía las piernas como si hubieran echado raíces en la tierra. De repente, las dobles puertas del mausoleo relucieron, se volvieron translúcidas durante un instante, y una fantasmagórica mujer de cabello dorado pasó a través de ellas. Una túnica ondeante de niebla azul pálido se ceñía a su forma etérea. Los rizos dorados se mecían suavemente en torno a su radiante rostro. Y, cuando se movió, el forastero sintió la caricia de una suave brisa.
—Quizá podrías volver a ser un guerrero —dijo ella. Tenía una voz musical. La mujer cerró los ojos y tendió una mano fantasmal hacia él.
La piel del hombre cosquilleó aun más, y el escalofrío se propagó por todo su cuerpo. Tiritó, pero la sensación pasó enseguida, y tragó saliva con esfuerzo, los ojos fijos en la aparición.
—He mirado dentro de tu corazón —manifestó la fantasmal mujer.
—¿Eres un espectro? ¿El fantasma de alguien que murió en el Abismo? ¿Por qué te apareces ante mí?
—No soy un fantasma, y me aparezco a guerreros, hombres y mujeres fuertes con la habilidad y las ganas de hacer algo importante en el mundo.
—¿Quién eres?
—Dejemos los nombres para otro momento, cuando nos reunamos en Schallsea. —El cabello le cayó alrededor de los hombros, y sus diáfanos ojos azules se clavaron en los de él—. He percibido que buscas una causa, una que cure tu alma herida. Te ofrezco una grandiosa.
—¿Cómo sabes lo que busco?
—Sé lo que hay en tu corazón. Tal vez mejor incluso que tú —contestó la fantasmagórica imagen—. Ve a la Escalera de Plata, en la isla de Schallsea.
—¿Donde está la Ciudadela de la Luz?
—Donde está tu destino.
—¿Mi destino?
—Y el de Krynn.
El forastero vio que la imagen fluctuaba y después se desvanecía.
—Disculpa —soltó Raf de sopetón—. ¿Te encuentras bien?
El hombre sacudió la cabeza intentando salir de su estupor. La puerta volvía a ser sólida, y no había rastro del fantasma.
—¿Oíste lo que dijo la mujer? —preguntó mientras recogía la espada y se ponía de pie.
—¿Qué mujer? —Raf observaba, ceñudo, cómo el hombre envainaba la antigua arma.
—La que salió del mausoleo.