—Lo mejor habría sido que me hubiera dejado —le dije.
—No hubiera podido mirar más a Phuong —dijo, y el nombre sonó como la oferta de un banquero; y yo la recogí.
—Así que fue por ella —dije.
Lo que hacía mis celos más absurdos y humillantes era que tenía que expresarlos con los susurros más bajos… carecían de tono, y a los celos les va el histrionismo.
—Piensa que con estos actos heroicos se la ganará. Qué equivocado está. Si yo estuviera muerto la podría tener.
—No quería decir eso —dijo Pyle—. Cuando se está enamorado se quiere jugar limpio, eso es todo.
Es verdad, pensé, pero no como inocentemente lo decía él. Estar enamorado es verse uno como la otra persona lo ve, es estar enamorado de la imagen falsa y exaltada de uno mismo. En el amor somos incapaces de honor… un acto de valentía no es más que la representación de un papel ante un auditorio de dos personas. Quizá yo ya no estuviera enamorado, pero lo recordaba.
—Yo, en su lugar, le habría dejado —le dije.
—Oh, no, no lo habría hecho, Thomas —y añadió con insoportable complacencia—: le conozco mejor de lo que usted mismo se conoce.
Con rabia intenté alejarme de él y aguantar mi propio peso, pero me volvió el dolor rugiendo como un tren en un túnel, y me apoyé con más fuerza contra él, antes de que empezara a hundirme en el agua. Me agarró por los brazos y me levantó, y luego centímetro a centímetro empezó a llevarme hasta la orilla y la carretera. Cuando llegó allí me dejó tendido en el barro poco profundo de la orilla al borde del arrozal, y cuando cedió el dolor y abrí los ojos y dejé de contener la respiración, sólo pude ver la elaborada disposición de las constelaciones… una disposición extraña que no podía reconocer: no eran las estrellas de Inglaterra. La cara de Pyle se echó sobre mí, quitándome la visión de las estrellas.
—Voy a bajar por la carretera, Thomas, para buscar una patrulla.
—No sea loco —le dije. Lo matarán antes de que sepan quién es. Y eso si no lo cogen los viets.
—Es la única posibilidad. No puede quedarse en el agua durante seis horas.
—Entonces déjeme en la carretera.
—¿No servirá de nada que le deje la ametralladora? —me preguntó titubeante.
—Claro que no. Si está decidido a ser un héroe, al menos vaya despacio por el arroz.
—La patrulla pasaría de largo antes de que pudiera hacerle ninguna señal.
—Pero usted no habla francés.
—Les gritaré:
Je suis Frongçais
[39]
. No se preocupe, Thomas. Tendré mucho cuidado.
Antes de que pudiera replicarle ya estaba fuera del alcance de los susurros… se movía de aquella forma silenciosa que él sabía, con frecuentes paradas. Lo podía ver por la luz del coche en llamas, pero no hubo ningún tiro; pronto se alejó de las llamas y muy pronto el silencio sustituyó sus pasos. Ah, sí, iba a tener mucho cuidado, como lo había tenido cuando bajó en una embarcación por el río hasta Phat Diem, con esa precaución típica del héroe de una historia de aventuras infantil, que se siente orgulloso de su cautela como si fuera una insignia de los
boy-scouts
, y completamente ignorante de lo absurdo e improbable de su aventura.
Me quedé allí tumbado escuchando los disparos de los viets o de una patrulla de legionarios, pero no se presentó nadie… probablemente le llevaría una hora o más llegar a una torre, si es que llegaba. Volví la cabeza lo suficiente para poder ver lo que quedaba de la torre, un amasijo de barro y bambú y puntales que parecían hundirse a medida que se hundían las llamas del coche. Sentía paz cuando se iba el dolor… como un día del Armisticio para los nervios; quería cantar. Pensé en lo extraño que resultaba que los de mi profesión no sacáramos más de dos líneas con una noticia de toda una noche como ésta… era una noche cualquiera en un parque o un jardín, y yo era lo único extraño. Entonces oí cómo empezaba de nuevo un débil sollozo que venía de lo que quedaba de la torre. Uno de los centinelas debía estar todavía vivo.
Pensé: «pobre diablo, si no se nos hubiera parado el coche junto a su puesto, podría haberse rendido como casi todos se rinden, o huido, al oír la primera llamada del megáfono. Pero estábamos nosotros ahí… dos hombres blancos, y teníamos la ametralladora y no se atrevían a moverse. Cuando nos fuimos ya era muy tarde». Me sentía responsable de aquella voz que sollozaba en la oscuridad: me había enorgullecido de mantener cierta distancia, de no pertenecer a esta guerra, pero aquellas heridas las había infligido yo como si hubiera usado la ametralladora, tal como había querido hacer Pyle.
Hice un esfuerzo para subir desde la orilla a la carretera. Quería acudir junto a él. Era lo único que podía hacer, compartir su dolor. Pero mi propio dolor personal me echó para atrás. No lo podía oír más. Me quedé quieto y no oí más que mi propio dolor que latía como un corazón monstruoso y contuve la respiración, rezándole a aquel Dios en el que no creía: «déjame morir o desmayarme. Déjame morir o desmayarme»; y luego supongo que me desmayé y no fui consciente de nada hasta que soñé que tenía los párpados congelados y que alguien estaba introduciendo un cincel para abrirlos, y que quería avisarles para que no dañaran el globo ocular, pero no podía hablar y el cincel me atravesó y sentí una antorcha que me brillaba en la cara.
—Lo hemos conseguido, Thomas —dijo Pyle.
Recuerdo eso, pero no recuerdo lo que Pyle les describió a los otros después: que yo señalaba con la mano en la dirección equivocada y les decía que había un hombre en la torre y que tenían que encargarse de él. En cualquier caso yo no había fabricado la suposición sentimental que Pyle había añadido. Me conozco y sé cuan profundo es mi egoísmo. No puedo sentirme a gusto (y mi principal deseo es sentirme a gusto) sí otra persona sufre de dolor, tanto si lo veo como si lo oigo o lo toco. A veces los inocentes toman esto por generosidad, cuando todo lo que hago es sacrificar un bien pequeño —en este caso el retraso en que me atendieran la herida— por un bien mucho mayor, la paz de espíritu cuando necesito pensar sólo en mí mismo.
Regresaron para decirme que el chico había muerto, y fui feliz —no tuve ni siquiera que soportar mucho tiempo el dolor después de que me pusieron una inyección de morfina en la pierna.
Subí lentamente la escalera del piso de la rue Catinat, parándome a descansar en el primer rellano.
Las viejas se intercambiaban chismes como habrían hecho siempre, en cuclillas en el suelo fuera del urinario, mostrando el destino escrito en las arrugas de sus rostros igual que otros lo muestran en las palmas de las manos. Se quedaron calladas cuando pasé y me pregunté qué podrían haberme dicho, si hubiera sabido su lengua, de lo que había pasado mientras yo estaba en el Hospital de la Legión en la carretera que va a Tanyin. En algún sitio, en la torre o en los arrozales, había perdido las llaves, pero le había enviado un mensaje a Phuong que ésta debía haber recibido, si estaba todavía aquí. Ese «si» revelaba el grado de mi incertidumbre. No había tenido noticias suyas en el hospital, pero ella escribía el francés con dificultad, y yo no sabía vietnamita. Llamé a la puerta y se abrió inmediatamente; todo parecía igual que siempre. La observé con atención mientras me preguntaba cómo estaba y me tocaba la pierna entablillada, y me ofrecía su hombro para que me apoyara, como si uno se pudiera apoyar con seguridad en una planta tan joven.
—Estoy contento de estar en casa —le dije.
Me dijo que me había echado de menos, que era, desde luego, lo que yo quería oír: siempre me decía lo que yo quería oír, como un culi que estuviera contestando a lo que se le preguntara, a menos que sucediera algún accidente. Y ahora yo estaba esperando el accidente.
—¿Cómo te has divertido? —le pregunté.
—Oh, he visto con frecuencia a mí hermana. Ha encontrado trabajo con los norteamericanos.
—¿Ah, sí?, ¿la ayudó Pyle?
—Pyle no, Joe.
—¿Quién es Joe?
—Lo conoces. El Agregado Económico.
—Ah, claro, Joe.
Era un hombre del que siempre se olvidaba uno. Incluso hoy no puedo describirlo, salvo su gordura y sus mejillas bien afeitadas y empolvadas, y sus risotadas; se me escapa toda su identidad, excepto que se llamaba Joe. Hay algunos hombres cuyos nombres siempre se usan abreviados.
Con la ayuda de Phuong me estiré sobre la cama.
—¿Has visto alguna película? —le pregunté.
—Hay una muy divertida en el Catinat.
E inmediatamente me empezó a contar el argumento con gran detalle, mientras yo recorría la habitación con la mirada en busca del sobre blanco que podía ser un telegrama. Mientras no se lo preguntara, podía creer que se había olvidado de decírmelo, y podía estar por allí en la mesa junto a la máquina de escribir, o encima del armario, o quizá, para mayor seguridad, lo había colocado en el cajón del armario donde guardaba su colección de pañuelos de seda.
—El jefe de correos, creo que era el jefe de correos, pero quizá fuera el alcalde, los siguió hasta la casa, y le pidió prestada una escalera al panadero y subió por ella hasta la ventana de Corinne, pero sabes, ella se había metido en la habitación de al lado con François, pero como no había oído que venía Mme. Bompierre, ésta entró y lo vio encaramado en la escalera, pensando…
—¿Quién era Mme. Bompierre? —le pregunté, volviendo la cabeza para ver el lavabo, donde a veces dejaba los mensajes de recuerdo en medio de las lociones.
—Te lo dije. Era la madre de Corinne y estaba buscando marido porque era viuda.
Se sentó en la cama y me metió la mano por la camisa.
—Era muy divertido —dijo.
—Bésame, Phuong.
No tenía ninguna coquetería. Enseguida hizo lo que le había pedido y continuó con la historia de la película. De igual forma habría hecho el amor si se lo hubiera pedido, directamente, quitándose los pantalones sin preguntar, y luego habría vuelto a tomar el hilo de la historia de Mme. Bompierre y de la embarazosa situación del jefe de correos.
—¿Ha llegado algún mensaje para mí?
—Sí.
—¿Por qué no me lo has dado?
—Es demasiado pronto para que te pongas a trabajar. Debes echarte y descansar.
—Quizá no sea trabajo.
Me lo dio y vi que había sido abierto. Decía: «Se necesita informe cuatrocientas palabras efecto de la salida de Lattre en situación militar y política».
—Sí —dije—.
Es
trabajo. ¿Cómo lo sabías? ¿Por qué lo abriste?
—Pensé que era de tu mujer. Tenía la esperanza de que fueran buenas noticias.
—¿Quién te lo tradujo?
—Se lo llevé a mi hermana.
—Si hubieran sido malas noticias, ¿me habrías dejado, Phuong?
Me pasó la mano por el pecho para tranquilizarme, sin darse cuenta de que eran palabras lo que yo requería esta vez, aunque no fueran sinceras.
—¿Te apetece una pipa? Lo que
hay
es una carta para ti. Pienso que quizá sea de ella.
—¿También la abriste?
—No te abro las cartas. Los telegramas son públicos. Los empleados los leen.
Este sobre estaba entre los pañuelos de seda. Lo sacó con cuidado y lo puso sobre la cama. Reconocí la letra.
—Si son malas noticias, ¿qué vas…?
Sabía bien que no podían ser más que malas noticias. Un telegrama podía haber significado un repentino acto de generosidad: una carta sólo podía significar explicaciones, justificaciones… así que no acabé la pregunta, porque no era honrado pedir ese tipo de promesa que nadie puede mantener.
—¿De qué tienes miedo? —me preguntó Phuong, y pensé: «tengo miedo de la soledad, del Club de Prensa y de la habitación única para dormir y para estar, tengo miedo de Pyle».
—Prepárame un coñac con soda —le dije.
Miré el principio de la carta, «Querido Thomas», y el final, «Con cariño, Helen», y esperé por el coñac.
—¿Es de ella?
—Sí.
Antes de leerla comencé a preguntarme si al final le mentiría o le contaría la verdad a Phuong.
Querido Thomas,
No me sorprendió recibir tu carta y saber que no estabas solo. No eres el tipo de hombre, ¿verdad?, que puede permanecer solo durante mucho tiempo. Recoges mujeres como tu chaqueta recoge el polvo. Quizá sentiría más simpatía hacia tu caso si no tuviera la sensación de que vas a encontrar consuelo muy fácilmente cuando regreses a Londres. Supongo que no me creerás, pero lo que me ha detenido y me ha impedido enviarte un telegrama con un simple «No» es pensar en la pobre chica. Nosotras nos comprometemos más que vosotros.
Tomé un trago de coñac. No me había dado cuenta de lo abiertas que se mantienen las heridas sexuales a través de los años. Yo, descuidadamente —por no haber empleado las palabras con habilidad—, había hecho que las de Helen volvieran a sangrar. ¿Quién podía culparla de que, a cambio, ella buscara mis cicatrices? Cuando somos infelices hacemos daño.
—¿Son malas noticias? —preguntó Phuong.
—Es un poco dura —dije—. Pero tiene derecho… Y seguí leyendo.
Siempre creí que querías a Anne más que todos nosotros hasta que hiciste las maletas y te fuiste. Ahora parece que estás planeando dejar a otra mujer porque puedo deducir de tu carta que realmente no esperas una respuesta «favorable». «Habré hecho todo lo que podía»… ¿no estás pensando eso? ¿Qué harías si te telegrafiara diciendo «Sí»?, ¿te casarías de verdad con ella? (tengo que decir «ella»… no me dices cómo se llama). Quizá lo harías. Supongo que, como todos nosotros, te estás haciendo viejo y no te gusta vivir solo. Yo misma me siento sola a veces. Tengo entendido que Anne ha encontrado otro compañero. Pero tú la dejaste a tiempo.
Helen había tocado con precisión la herida seca. Tomé otro trago. Una cuestión de sangre… era la expresión que acudió a mi mente.
—Deja que te prepare una pipa —dijo Phuong.
—Cualquier cosa —dije—, cualquier cosa.
Ésa es una de las razones por las que debo decir «No» (no hay necesidad de hablar sobre los motivos religiosos, porque tú nunca los has comprendido o creído en ellos). El matrimonio no te impide dejar a una mujer, ¿verdad? Sólo retrasa el proceso, y sería tanto más injusto para, la chica en este caso si vivieras con ella tanto como viviste, conmigo. Te la traerías contigo a Inglaterra donde se sentiría perdida y extraña, y cuando la dejaras, qué terrible sensación de abandono experimentaría. Supongo que ni siquiera usa cuchillo y tenedor, ¿verdad? Estoy siendo cruel porque pienso en el bien de ella más que en el tuyo. Pero, querido Thomas, también pienso en el tuyo.