En el cuarto de estar había una fotografía suya con Pyle. Se la habían sacado en los jardines botánicos al lado de un enorme dragón de piedra. Phuong tenía sujeto al perro de Pyle por la correa, un chow-chow negro de lengua negra. Un perro demasiado negro. Puse la foto en el cofre.
—¿Qué ha ocurrido con el perro? —pregunté.
—No está aquí. Puede que se lo llevara consigo.
—Quizá vuelva y pueda usted analizar la tierra de sus patas.
—No soy Lecoq, ni siquiera Maigret, y estamos en guerra.
Crucé la habitación hasta la librería y examiné las dos hileras de libros —la biblioteca de Pyle—.
El avance de la China roja
,
El desafío a la democracia
,
El papel de Occidente
… eran éstas, supongo, las obras completas de York Harding. Había muchos Informes del Congreso, un libro de frases vietnamitas, una historia de la guerra en las Filipinas, un Shakespeare de la «Modern Library». ¿Con qué se relajaba? Encontré sus lecturas ligeras en otro estante: un Thomas Wolfe de bolsillo, una misteriosa antología titulada
El triunfo de la vida
y una selección de poesía norteamericana. Había también un libro de problemas de ajedrez. No parecía mucho para distraerse después de un día lleno de trabajo, pero, después de todo, había tenido a Phuong. Escondido detrás de la antología había un libro encuadernado en rústica que se titulaba
La fisiología del matrimonio
. Quizá estaba estudiando el sexo, como había hecho con el Oriente, en un libro. Y la palabra clave era matrimonio. Pyle creía en una vida con compromiso.
Su escritorio estaba completamente vacío.
—Ha hecho usted una buena limpieza —le dije.
—Ah —contestó Vigot—, tuve que hacerme cargo de todo en nombre de la Legación Norteamericana. Ya sabe con qué rapidez se extienden los rumores. Y podría haber pillaje. Hice que sellaran todos sus papeles.
Lo dijo seriamente, sin sonreír siquiera.
—¿Algo comprometedor?
—No nos podemos permitir encontrar nada comprometedor tratándose de un aliado —dijo Vigot.
—¿Le importaría que cogiera uno de estos libros…, corno recuerdo?
—Miraré hacia otro lado.
Elegí
El papel de Occidente
de York Harding, y lo metí en el cofre con las ropas de Phuong.
—¿No hay nada que me pueda contar, como amigo, en confianza? —me preguntó Vigot—. Ya lo tengo todo atado en mi informe. Fue asesinado por los comunistas. Quizá sea el principio de una campaña contra la ayuda norteamericana. Pero entre nosotros… Oiga, estamos hablando con la garganta seca, ¿qué le parece sí tomamos un vermú con
cassis
aquí a la vuelta de la esquina?
—Demasiado temprano.
—¿No le confió nada la última vez que lo vio?
—No.
—¿Cuándo fue eso?
—Ayer por la mañana. Después de la gran explosión.
Se calló por un momento para dejar que mi respuesta se asentara… en mi mente, no en la suya; interrogaba con educación.
—¿Estaba usted fuera de su casa cuando él lo llamó anoche?
—¿Anoche? Debía estar. No sabía…
—Puede que necesite usted un visado de salida. Ya sabe que nosotros podemos retrasarlo indefinidamente.
—¿Cree usted realmente —le dije— que quiero regresar a casa?
Vigot contempló por la ventana el hermoso día sin nubes. Y dijo tristemente:
—La mayoría de la gente quiere.
—Me gusta estar aquí. En casa hay… problemas.
—
Merde
[16]
—dijo Vigot—, aquí está el Agregado Económico Norteamericano.
Repitió con sarcasmo:
—Agregado Económico.
—Mejor me voy. Querrá sellarme a mí también.
Vigot dijo con tono de hastío:
Le deseo suerte. Éste tendrá mucho que decirme.
El Agregado Económico estaba de pie junto a su Packard cuando salí, tratando de explicarle algo a su chófer. Era un hombre robusto de mediana edad con un trasero exagerado y una cara que parecía no necesitar nunca una navaja. Me llamó:
—Fowler, ¿podría explicarle usted a este condenado chófer…?
Y le expliqué.
—Pues eso es justamente lo que le acabo de decir, pero siempre simula que no entiende francés —dijo.
—Puede deberse al acento.
—Pasé tres años en París. Mi acento es lo bastante bueno para uno de estos condenados vietnamitas.
—La voz de la democracia —dije.
—¿Qué es eso?
—Supongo que es un libro de York Harding.
—No le entiendo.
Echó una mirada de desconfianza al cofre que yo llevaba.
—¿Qué lleva ahí? —me preguntó.
—Dos pares de pantalones de seda blancos, dos túnicas de seda, algunas bragas… tres pares, creo. Todos productos nacionales. Nada de ayuda norteamericana.
—¿Ha estado ahí arriba? —me preguntó.
—Sí.
—¿Ya se enteró de la noticia?
—Sí.
—Es algo terrible —dijo—, terrible.
—Supongo que el ministro está muy preocupado.
—Desde luego. Está ahora con el Alto Comisionado, y ha pedido una entrevista con el presidente.
Me cogió del brazo y me alejó de los coches:
—¿Usted conocía bien al joven Pyle, verdad? No puedo aceptar que una cosa así le haya sucedido a él. Yo conocí a su padre. El profesor Harold C. Pyle… habrá oído hablar de él.
—No.
—Es la autoridad mundial en erosión submarina. ¿No vio usted su foto en la portada del
Time
del mes pasado?
—Ah, creo que recuerdo. Un acantilado que se derrumbaba al fondo y gafas doradas en primer plano.
—Ése es. Yo tuve que redactar el telegrama para su familia. Fue terrible. Quería al muchacho como si fuera mi hijo.
—Eso lo convierte a usted en un familiar cercano a su padre.
Volvió sus húmedos ojos castaños hacia mí y dijo:
—¿Qué le pasa? Ésa no es manera de hablar cuando un muchacho tan bueno…
—Lo siento —dije—. La muerte impresiona a la gente de manera distinta.
Quizá realmente había querido a Pyle.
—¿Qué decía usted en el telegrama? —le pregunté.
Contestó con seriedad y literalmente:
—«Lamento informar que su hijo murió como soldado por la Democracia». El ministro lo firmó.
—Como soldado —dije—. ¿No sonará eso algo confuso? Quiero decir para su familia. La Misión de Ayuda Económica no se relaciona con el Ejército. ¿Consiguen ustedes medallas al valor?
Contestó en un tono bajo, lleno de ambigüedad:
—Tenía deberes especiales.
—Oh, sí, todos lo suponíamos.
—Pero él no habló, ¿verdad?
—Oh, no —dije, y recordé la expresión de Vigot—, era un americano muy tranquilo.
—¿Tiene usted alguna idea de por qué lo mataron, y quién lo hizo? —me preguntó.
Me enfadé de pronto; estaba ya cansado de todos ellos con sus provisiones particulares de Coca-Cola y sus hospitales portátiles y sus coches enormes y sus armas no muy recientes. Le dije:
—Sí, lo mataron porque era demasiado inocente para vivir. Era joven e ignorante y tonto y se vio involucrado. No tenía más idea que cualquiera de ustedes sobre lo que pasa aquí, y ustedes le dieron dinero y los libros de York Harding sobre Oriente y le dijeron: «Adelante. Conquista el Oriente para la Democracia». Nunca vio nada que no hubiera oído antes en una sala de conferencias, y los escritores y conferenciantes que tienen ustedes lo convirtieron en un tonto. Cuando veía un cadáver no podía ni siquiera distinguir las heridas. Una amenaza roja, un soldado de la democracia.
—Yo pensaba que era usted amigo suyo —me dijo con cierto tono de reproche.
—Yo
era
su amigo. Me hubiera gustado verlo leyendo los suplementos dominicales en casa y siguiendo el béisbol. Me hubiera gustado verlo sano y salvo con una chica norteamericana media, de las que se suscriben al Club del Libro.
Se aclaró la garganta, incómodo.
—Desde luego —dijo—. Había olvidado ese desgraciado asunto. Yo estaba de su lado, Fowler. Pyle se comportó muy mal. No me importa decirle que tuve una larga conversación con él sobre la chica. Sabe usted, yo tenía la ventaja de conocer al profesor y a la señora Pyle.
—Vigot lo está esperando —le dije, y me fui.
Por vez primera advirtió la presencia de Phuong y cuando volví la mirada hacia él me estaba contemplando con cierta perplejidad dolorida: un eterno hermano que no comprendía nada.
La primera vez que Pyle se encontró con Phuong fue también en el Continental, quizá dos meses después de su llegada. Era antes del anochecer con el fresco momentáneo que surge cuando el sol se acaba de poner, y las luces estaban encendidas en los postes de las callejuelas. Los dados repiqueteaban en las mesas en las que los franceses jugaban al
quatre-cent-vingt-et-un
y las chicas con pantalones de seda blancos bajaban en bicicleta hacia casa por la rue Catinat. Phuong estaba bebiendo un vaso de zumo de naranja y yo tomaba una cerveza, los dos sentados en silencio, contentos de estar juntos. Entonces hizo su aparición Pyle, indeciso, y los presenté. Tenía una forma peculiar de mirar con dureza a las chicas como si nunca antes hubiera vista una, y luego se ruborizaba.
—Me pregunto si usted y la señora que lo acompaña podrían acercarse a mi mesa. Uno de nuestros agregados…
—Era el Agregado Económico. Nos lanzó una mirada desde la terraza de arriba, con una enorme y cálida sonrisa de bienvenida, llena de confianza, como el hombre que sabe conservar a sus amigos porque usa los desodorantes adecuados
[17]
. Lo había oído llamar Joe varias veces, pero no sabía su apellido. Nos hizo una ruidosa demostración moviendo las sillas y llamando al camarero, aunque todo lo que esa actividad podía posiblemente producir en el Continental era elegir entre una cerveza, coñac con soda o vermú.
—No pensaba verlo aquí, Fowler —me dijo—. Estamos esperando que vuelvan los muchachos de Hanói. Parece que ha habido una buena batalla. ¿No estaba usted con ellos?
—Estoy cansado de volar cuatro horas para una conferencia de prensa —le dije.
Me miró con desaprobación. Dijo:
—Esos muchachos se lo toman en serio. Vaya, supongo que podrían ganar el doble trabajando en algún negocio o en la radio sin correr ningún riesgo.
—Pero tendrían que trabajar —dije.
—Parece que huelen la batalla como caballos de guerra —continuó exultante, sin prestar atención a las palabras que no le gustaban—. A Bill Granger… no se le puede apartar de una pelea.
—Supongo que tiene razón. Lo vi en una la otra noche en el bar del Sporting.
—Usted sabe perfectamente que no me refería a eso.
Dos conductores de
trishaw
bajaban pedaleando con furia por la rue Catinat y pararon empatados frente al Continental. En el primero iba Granger. El otro contenía una especie de paquetito gris y silencioso del que Granger empezaba ahora a tirar hacia la acera.
—Oh, vamos, Mick —decía—, vamos.
Entonces empezó a discutir con el conductor sobre el precio del viaje.
—Mire —le dijo—, tómelo o déjelo —y lanzó a la calle una cantidad cinco veces superior a la normal para obligar al hombre a que se agachara.
El Agregado Económico dijo, nervioso:
—Creo que estos chicos se merecen un poco de diversión.
Granger lanzó su carga sobre una silla. Entonces advirtió la presencia de Phuong.
—Oye, Joe, viejo sinvergüenza —dijo—. ¿Dónde la encontraste? No sabía que te interesaran esas cosas. Perdonen, tengo que ir a hacer lo que ya saben. Cuiden a Mick.
—Bruscos modales de soldado —dije.
Pyle, ruborizándose de nuevo, dijo con ansiedad:
—No les habría invitado si llego a pensar…
El paquete gris se movió en la silla y la cabeza cayó sobre la mesa como si estuviera suelta. Suspiró, un prologado suspiro de tedio infinito, y se quedó quieto.
—¿Lo conoce? —le pregunté a Pyle.
—No. ¿No es alguien de la prensa?
—Oí cómo Bill lo llamaba Mick —dijo el Agregado Económico.
—¿No hay un nuevo corresponsal de United Press?
—No es él. Lo conozco. ¿No será de su Misión Económica? No pueden ustedes conocer a toda su gente… hay centenares.
—No creo que pertenezca a nuestra Misión —dijo el Agregado Económico—. No puedo recordarlo.
—Podríamos ver su tarjeta de identidad —sugirió Pyle.
—Por el amor de Dios, no lo despierte. Con un borracho hay bastante. De todas formas, Granger lo conocerá.
Pero no lo conocía. Volvió del retrete con aire lúgubre.
—¿Quién es la señora? —preguntó de mal humor.
—La señorita Phuong es amiga de Fowler —dijo Pyle fríamente. Queremos saber quién…
—¿Dónde la encontró? Hay que tener cuidado en esta ciudad —y añadió sombríamente—: Gracias a Dios que existe la penicilina.
—Bill —dijo el Agregado Económico—, queremos saber quién es Mick.
—¡Qué sé yo!
—Pero tú lo trajiste aquí.
—Las ranas
[18]
no soportan el whisky. Se quedó frito.
—¿Es francés? Me pareció que lo llamabas Mick.
—Tenía que llamarlo de alguna manera —dijo Granger.
Se inclinó sobre Phuong y le dijo:
—Oye, tú. ¿Otro vaso de naranja? ¿Tienes cita esta noche?
Yo le dije:
—Tiene cita todas las noches.
El Agregado Económico dijo con rapidez:
—¿Qué tal la guerra, Bill?
—Una gran victoria al noroeste de Hanói. Los franceses recuperaron dos pueblos que nunca nos había dicho que hubieran perdido. Numerosas bajas del Vietminh. No han podido contar las suyas todavía pero nos las comunicarán dentro de una o dos semanas.
El Agregado Económico dijo:
—Corre un rumor de que el Vietminh ha entrado en Phat Diem, que ha quemado la catedral y expulsado al obispo.
—No nos contarían eso en Hanói. No es una victoria.
—Uno de nuestros equipos médicos no pudo pasar más allá de Nam Dinh —dijo Pyle.
—¿Tú no llegaste hasta allí, Bill? —preguntó el Agregado Económico.
—¿Quién cree que soy yo? Soy un corresponsal con una
Ordre de circulation
[19]
que dice cuándo estoy fuera del área permitida. Vuelo al aeropuerto de Hanói. Nos dan un coche hasta el Campamento de Prensa. Nos preparan un vuelo por encima de las dos ciudades que han vuelto a tomar y nos enseñan la bandera desde esa altura. Luego tenemos una conferencia de prensa y un coronel nos explica lo que hemos estado viendo. Después pasamos nuestros telegramas por el censor. Luego tomamos unas copas. El mejor barman de Indochina, Luego tomarnos el avión de regreso.