Había vuelto a levantarse el viento de nuevo, buscando por dónde entrar. La cortina de lona se hinchaba (me recordaba la muerte de Polonio apuñalado detrás de un tapiz) y la vela oscilaba. Las sombras eran teatrales. Podríamos haber sido una compañía de cómicos ambulantes.
—¿Han resistido sus destacamentos?
—Hasta ahora, que yo sepa —y dijo con aspecto muy cansado—: esto no es nada, sabe usted, un asunto sin importancia comparado con lo que está ocurriendo a unos cien kilómetros en Hoa Binh. Ésa sí que es una batalla.
—¿Otra copa, coronel?
—No, gracias. Es magnífico este whisky inglés suyo, pero es mejor reservar un poco para la noche por si acaso surge la necesidad. Creo que, si me perdona, voy a dormir un poco. No se puede dormir después de que empiezan los morteros. Capitán Sorel, encárguese de que monsieur Fowlair tenga todo lo que necesita, una vela, cerillas, un revólver.
Y entró en su habitación.
Fue la señal para todos los demás. Me habían puesto un colchón en el suelo en un pequeño almacén; estaba rodeado de cajas de madera. Estuve despierto muy poco tiempo —la dureza del piso era como un descanso—. Me preguntaba, aunque curiosamente sin celos, si Phuong estaría en el apartamento. La posesión de un cuerpo esta noche parecía algo muy nimio —quizá había visto ese día demasiados cuerpos que no pertenecían a nadie, ni siquiera a sí mismos—. Todos éramos material que había de consumirse. Cuando me dormí soñé con Pyle. Estaba bailando solo en un escenario, tieso, con los brazos extendidos hacia una compañera invisible, y yo me senté y lo contemplé desde un asiento que era como un taburete de piano, con un revólver en la mano por si acaso alguien quisiera interrumpir su baile. El programa que había en el escenario, como los números de un «music-hall» inglés, decía: «La danza del Amor. Calificada
A
»
[31]
. Alguien se movió en la parte trasera del teatro y apreté con más fuerza la pistola. Entonces me desperté.
Tenía la mano sobre el revólver que me habían prestado, y un hombre estaba de pie en la puerta con una vela en la mano. Llevaba un casco metálico que proyectaba una sombra sobre sus ojos, y sólo cuando habló supe que era Pyle. Dijo con timidez:
—Siento mucho haberlo despertado. Me dijeron que podía dormir aquí dentro.
Yo todavía no estaba completamente despierto.
—¿Dónde consiguió ese casco? —le pregunté.
—Oh, alguien me lo prestó —dijo vagamente.
Arrastró con él una bolsa de viaje militar y comenzó a extraer de ella un saco de dormir forrado de lana.
—Está usted muy bien equipado —le dije, tratando de recordar por qué estábamos allí tanto él como yo.
—Ésta es la bolsa de viaje estándar de nuestros equipos de asistencia médica —dijo—. Me prestaron una en Hanói.
Sacó un termo y un pequeño calentador de alcohol, un cepillo para el pelo, el equipo de afeitarse y una lata de raciones. Miré mi reloj. Eran casi las tres de la mañana.
Pyle continuó desempaquetando. Hizo un pequeño estante con las cajas, sobre las que colocó su espejo de afeitarse y el resto del equipo.
—Dudo que consiga agua —le dije.
—Oh —dijo—, tengo bastante en el termo para pasar la mañana.
Se sentó en su saco de dormir y empezó a quitarse las botas.
—¿Cómo diablos llegó aquí? —le pregunté.
—Me dejaron llegar hasta Nam Dinh para ver a nuestro equipo contra el tracoma, y luego alquilé una embarcación.
—¿Una embarcación?
—Oh, una especie de balsa; no sé el nombre que le dan. En realidad la tuve que comprar. No costaba mucho.
—¿Y bajó usted solo por el río?
—No fue difícil realmente, sabe usted. Tenía la corriente a favor.
—Está loco.
—Oh, no. El único peligro de verdad era encallar.
—O que le disparara una patrulla naval, o un avión francés. O que le cortara la cabeza el Vietminh.
Se rió tímidamente.
—Bueno, de todas formas, aquí estoy —dijo.
—¿Para qué?
—Oh, hay dos motivos. Pero no quiero dejarlo sin dormir.
—No tengo sueño. Y los cañones van a empezar pronto.
—¿No le importa si muevo la vela? Hay demasiada claridad aquí.
Parecía nervioso.
—¿Cuál es el primer motivo?
—Bueno, el otro día me hizo usted pensar que este sitio era muy interesante. Se acuerda cuando estábamos con Granger… y con Phuong.
—¿Sí?
—Pensé que debería echarle un vistazo. Para decirle la verdad, me sentí un poco avergonzado por Granger.
—Ya veo, Así de sencillo.
—Bueno, no había ninguna dificultad real, ¿verdad?
Empezó a jugar con los cordones de las botas, y hubo un largo silencio.
—No estoy siendo totalmente franco —dijo al fin.
—¿No?
—Realmente vine a verle a usted.
—¿Que vino hasta aquí para verme?
—Sí.
—¿Por qué?
Levantó la vista de los cordones de las botas, sintiéndose terriblemente violento.
—Tenía que decírselo: me he enamorado de Phuong.
Me reí. No pude evitarlo. Fue tan inesperado y serio.
—¿No podía haber esperado a que regresara? Estaré en Saigón la semana que viene —le dije.
—Podrían haberlo matado —dijo—. No habría sido decente. Y, además, no sé si hubiera podido mantenerme lejos de Phuong todo ese tiempo.
—¿Quiere usted decir que
se ha mantenido
lejos?
—Por supuesto. ¿No pensará usted que iba a hablarle a
ella
… sin que usted lo supiera?
—La gente lo hace así —dije—. ¿Cuándo ocurrió?
—Creo que fue aquella noche en el chalet, cuando bailé con ella.
—No pensaba que se hubiera acercado usted lo bastante.
Me miró con asombro. Si su conducta me parecía de locos, la mía le resultaba evidentemente inexplicable. Dijo:
—Sabe, creo que fue ver a todas aquellas chicas en esa casa. Eran tan bonitas. Y, vaya, ella podía haber sido una más. Quería protegerla.
—No creo que necesite protección. ¿Lo ha invitado a salir la señorita Hei?
Sí, pero no he ido. Me he mantenido alejado —y añadió sombríamente—: ha sido terrible. Me siento tan canalla, pero me cree, ¿verdad?, que si usted hubiera estado casado yo nunca habría interferido entre un marido y su mujer.
—Parece usted muy seguro de
que puede
ahora entremeterse —le dije.
Por vez primera me había irritado.
—Fowler —me dijo—, ¿cuál es su nombre de pila?
—Thomas. ¿Por qué?
—Puedo llamarlo Tom, ¿verdad? Tengo la sensación de que esto, en cierta forma, nos ha acercado. Amar a la misma mujer, quiero decir.
—¿Cuál es su próximo movimiento?
Se sentó con entusiasmo contra las cajas de empaquetado.
—Todo parece diferente ahora que usted lo sabe —dijo—. Le pediré que se case conmigo, Tom.
—Preferiría que me llamara Thomas.
—Ella tendrá que elegir entre los dos, Thomas. Es bastante justo.
¿Pero justo? Sentí por vez primera el escalofrío, como una premonición, de la soledad. Todo era fantástico, y sin embargo… Pyle podría ser un pobre amante, pero yo era un pobre hombre. Él tenía en sus manos la riqueza infinita de la respetabilidad.
Empezó a desvestirse mientras yo pensaba: «Tiene también juventud». ¡Qué triste era envidiar a Pyle! Le dije:
—Yo no puedo casarme con ella. Ya tengo mujer en mi país. Y nunca aceptaría el divorcio. Pertenece a la Iglesia anglicana…, si sabe lo que eso significa.
—Lo siento, Thomas. Por cierto, mi nombre es Alden, si prefiere usted…
—Mejor me quedo con Pyle —le dije—. Pienso en usted como Pyle.
Se metió en el saco de dormir y extendió la mano hacia la veía.
—Uf —dijo—, menos mal que ya está todo, Thomas. Me he sentido realmente fatal con todo esto.
Era más que evidente que ya no se sentía así.
Cuando apagó la vela, se podía ver la silueta de su pelo cortado al rape contra la luz de las llamas del exterior.
—Buenas noches, Thomas. Que duerma bien.
Y acto seguido, como sí sus palabras sirvieran como entrada de una mala comedia, los morteros abrieron fuego, chirriando, con un ruido muy agudo, explotando.
—Dios mío —dijo Pyle—, ¿es un ataque?
—Están tratando de detener un ataque.
—Bueno, supongo que ahora ya no podremos dormir.
—No, desde luego.
—Thomas, quiero que sepa lo que pienso sobre la manera en que se ha tomado todo esto: creo que ha estado usted estupendo, estupendo, no hay otra palabra.
—Gracias.
—Ha visto usted mucho más mundo que yo. Sabe usted, en algunos aspectos Boston es un poco… corto de miras. Incluso si uno no es un Lowell o un Cabot. Ojalá me pudiera usted aconsejar, Thomas.
—¿Sobre qué?
—Sobre Phuong.
—Yo no me fiaría de mi consejo si fuera usted. No soy imparcial. Quiero conservarla.
—Oh, pero yo sé que usted es franco, absolutamente franco, y los dos queremos lo mejor para Phuong de corazón.
De pronto no pude soportar más su infantilismo. Le dije:
—No me importa en absoluto lo que sea mejor para ella. Es a usted a quien le importa. Yo sólo quiero su cuerpo. La quiero en la cama conmigo. Preferiría arruinarla y dormir con ella que, que… ocuparme de lo que le conviene más.
—Oh —dijo con voz débil, en la oscuridad.
Y continué:
—Si es sólo su conveniencia lo que a usted le importa, deje a Phuong en paz, por amor de Dios. Como cualquier otra mujer, preferirá un buen…
La explosión de un mortero libró a los oídos bostonianos de la vieja palabra anglosajona.
Pero había cierto carácter implacable en Pyle. Él había decidido que yo me estaba comportando bien y que tenía que comportarme bien.
—Sé lo que está sufriendo, Thomas —dijo.
—No estoy sufriendo.
—Ah, sí, claro que lo está. Yo sé lo que sufriría si tuviera que renunciar a Phuong.
—Pero yo no he renunciado a ella.
—Yo también soy apegado a lo físico, Thomas, pero renunciaría a toda esperanza de ese tipo si viera a Phuong feliz.
Ella es feliz.
—No puede serlo; no en su situación. Necesita niños.
—¿Pero cree usted realmente en todas esas tonterías que su hermana…?
—Una hermana conoce a veces mucho mejor…
—Si sólo estaba tratando de venderle a usted esa idea, Pyle, porque piensa que tiene usted más dinero. Y, Dios mío, parece que se la ha vendido muy bien.
—Sólo tengo mi sueldo.
—Bueno, en cualquier caso tiene un cambio muy favorable.
—No se amargue, Thomas. Estas cosas pasan. Ojalá le hubiera pasado a otra persona y no a usted. ¿Son ésos nuestros morteros?
—Sí, «nuestros» morteros. Habla usted como si ella me fuera a dejar, Pyle.
—Desde luego —dijo sin convicción—, ella puede elegir quedarse con usted.
—¿Qué haría usted entonces?
—Pediría que me trasladaran.
—¿Y por qué no se va sencillamente, Pyle, sin causar más trastornos?
—No sería justo para ella, Thomas —dijo muy seriamente.
Nunca había conocido un hombre que tuviera mejores razones para justificar todos los problemas que causaba. Y añadió:
—No creo que usted comprenda bien a Phuong.
Y al despertar aquella mañana, meses más tarde, con Phuong a mi lado, pensé: «¿Y la comprendía él acaso?, ¿podía prever esta situación?, ¿Phuong Can feliz a mi lado y él muerto?». El tiempo se toma la venganza, pero la venganza parece agria con tanta frecuencia. ¿No sería mejor si no intentáramos comprender, y aceptáramos el hecho de que ningún ser humano comprenderá nunca a otro, ni una mujer a su marido, ni un hombre a su amante, ni un padre a su hijo? Quizá es por eso por lo que los hombres han inventado a Dios —un ser capaz de comprender—. Quizá si yo quisiera ser comprendido o comprender, caería tontamente en el engaño de creer, pero soy un simple reportero; Dios existe sólo para los que escriben los editoriales.
—¿Está usted seguro de que hay tanto que comprender? —le pregunté a Pyle—. Vamos, por amor de Dios, tomemos un whisky. Hay demasiado ruido para discutir.
—Es un poco temprano —dijo Pyle.
—Es tarde, maldita sea.
Serví dos vasos y Pyle levantó el suyo mirando fijamente la luz de la vela a través del whisky. Le temblaba la mano cada vez que estallaba un proyectil y, sin embargo, había hecho aquel viaje sin sentido desde Nam Dinh.
—Es extraño que ninguno de los dos pueda decir «buena suerte» —dijo Pyle.
Así que bebimos sin decir nada.
Había pensado estar sólo una semana fuera de Saigón, pero transcurrieron casi tres semanas antes de que regresara. En primer lugar, resultó más difícil salir de la zona de Phat Diem de lo que me había supuesto entrar. La carretera estaba cortada entre Nam Dinh y Hanói y no se le podía ofrecer transporte aéreo a un periodista que en cualquier caso no debería estar allí. Luego, cuando llegué a Hanói encontré a los corresponsales que habían venido para informar sobre la última victoria, pero en el avión que los llevaba de regreso no había ningún sitio para mí. Pyle salió de Phat Diem la misma mañana en que llegó: había cumplido su misión —hablar conmigo de Phuong—, y no había nada que lo retuviera allí. Lo dejé dormido cuando el mego de mortero cesó a las cinco treinta y cuando volví, después de haber tomado una taza de café y unas galletas en la cantina, ya no estaba. Supuse que estaría dando una vuelta —después de haber bajado por todo el río desde Nam Dinh en una balsa, encontrarse con algún tirador emboscado no debería preocuparle, era tan incapaz de imaginar que pudiera sufrir dolor o peligro, como incapaz de pensar en el dolor que podía causar a los demás—. En una ocasión —pero eso fue meses más tarde— perdí el control y le hice caer en ello, en el dolor quiero decir, y recuerdo cómo se volvió y se miró con perplejidad el zapato manchado, diciendo: «Tengo que limpiarlo antes de que lo vea el ministro». Supe entonces que ya estaba construyendo sus frases con el estilo que había aprendido de York Harding. Sin embargo era sincero a su manera: era sólo una coincidencia que todos los sacrificios los pagaran los demás, hasta esa noche final bajo el puente de Dakow.
Sólo cuando regresé a Saigón supe cómo Pyle, mientras yo me tomaba el café, había persuadido a un joven oficial naval para que lo llevara en una lancha que, después de una patrulla de rutina, lo dejó subrepticiamente en Nam Dinh. Lo acompañaba la suerte y volvió a Hanói con su equipo contra el tracoma veinticuatro horas antes de que la carretera se declarara oficialmente cerrada. Cuando yo llegué a Hanói ya se había ido al sur, dejándome una nota con el barman del Campamento de la Prensa.