—Aquí somos neutrales. Éste es territorio de Dios.
Y yo pensé: «¡Qué extraño y pobre pueblo tiene Dios en su reino, asustado, con frío, muñéndose de hambre (“No sé cómo vamos a alimentar a esta gente”, me dijo el cura); cabría esperar de un gran rey algo mejor que esto!». Pero entonces pensé: «Es siempre lo mismo donde quiera que vaya uno, no son los gobernantes más poderosos los que tienen pueblos más felices».
Ya se habían establecido tienditas allí abajo. Y comenté:
—Es como una enorme feria, verdad, pero sin una sola cara sonriente.
El cura dijo:
—Pasaron un frío terrible anoche. Tenemos que mantener las puertas del monasterio cerradas o si no, nos invadirían.
—¿Pero aquí dentro tienen calor? —pregunté.
—No mucho calor. Y no tendríamos espacio ni siquiera para una décima parte de los que son —y continuó—: sé lo que está pensando. Pero es esencial que algunos de nosotros nos mantengamos firmes. Tenemos el único hospital que hay en Phat Diem, y nuestras únicas enfermeras son estas monjas.
—¿Y médico?
—Yo hago lo que puedo.
Me di cuenta entonces de que llevaba la sotana manchada de sangre.
—¿Subió hasta aquí para verme? —me preguntó.
—No. Quería tener una idea de la situación.
—Se lo he preguntado porque anoche subió un hombre hasta aquí. Quería confesarse. Se había asustado un poco, sabe, con lo que había visto a lo largo del canal. Y no es de extrañar.
—¿Tan mal están por ahí?
—Los paracaidistas los cogieron en un fuego cruzado. Pobre gente. Pensé que quizá usted sentía lo mismo.
—No soy católico. No creo que me pudiera llamar ni siquiera cristiano.
—Es extraño lo que hace el miedo en el hombre.
—A mí nunca me afectaría así. Incluso si creyera en algún Dios, seguiría odiando la idea de la confesión. Arrodillarse en una de esas cajas suyas. Exponer mi interior a otro hombre. Debe perdonarme, padre, pero a mí me parece morboso… incluso inhumano.
—Oh —dijo con ligereza—, supongo que es usted una buena persona. Y no creo que tenga mucho de qué arrepentirse.
Contemplé las iglesias, que se levantaban espaciadas con regularidad entre los canales, en dirección al mar. Vi el destello de una luz en el segundo campanario y dije:
—No han mantenido ustedes todas sus iglesias neutrales.
—No es posible —dijo—. Los franceses han accedido a dejar sólo el recinto de la catedral. No podemos esperar más. Eso que mira usted es un puesto de la Legión Extranjera.
—Me voy. Adiós, padre.
—Adiós y buena suerte. Tenga cuidado con los tiradores emboscados.
Tuve que abrirme paso entre la multitud a empujones, y pasando por el lago y la blanca estatua de brazos azucarados extendidos, llegué a la larga calle.
Se podía ver por cada lado casi un kilómetro, y había solamente dos seres vivos en toda esa longitud, sin contarme a mí —dos soldados con cascos camuflados que se alejaban lentamente por un extremo de la calle con sus ametralladoras preparadas—. Y digo seres vivos porque había un cuerpo que sobresalía de un zaguán con la cabeza en la carretera. El zumbido de las moscas que se arremolinaban allí y el chapoteo de las botas de los soldados, que era cada vez más débil, eran los únicos ruidos. Pasé con rapidez junto al cuerpo, volviendo la cabeza al otro lado. Unos minutos después, cuando volví la mirada atrás, estaba completamente solo con mi sombra y no había más ruido que el que yo hacía. Me sentí como si fuera un blanco en un campo de tiro. Pensé que si me ocurría algo en esta calle podrían pasar muchas horas antes de que me recogieran: el tiempo suficiente para que se reunieran las moscas.
Después de cruzar dos canales, tomé una callejuela que me condujo a una iglesia. Había una docena de hombres con camuflaje de paracaidista sentados en el suelo, mientras dos oficiales examinaban un mapa. Nadie me prestó ninguna atención cuando me acerqué a ellos. Un hombre que llevaba las largas antenas de un transmisor portátil dijo:
—Podemos ponernos en movimiento.
Y todo el mundo se levantó.
Les pregunté en mi mal francés si podía acompañarlos. Una ventaja de esta guerra era que un rostro europeo se convertía por sí mismo en un pasaporte en el campo de batalla: un europeo no podía ser sospechoso de ser un agente enemigo.
—¿Quién es usted? —me preguntó el teniente.
—Escribo sobre la guerra —dije.
—¿Norteamericano?
—No, inglés.
—Es muy poca cosa —dijo—, pero si desea venir con nosotros…
Empezó a quitarse el casco metálico.
—No, no —le dije—, eso es para los combatientes.
—Como guste.
Salimos por detrás de la iglesia en fila india, con el teniente a la cabeza, y paramos un momento en el borde de un canal para que el soldado con el transmisor portátil pudiera establecer contacto con las patrullas de ambos flancos. Los proyectiles de mortero pasaban por encima de nosotros y estallaban lejos de nuestra vista. Habíamos recogido más hombres detrás de la iglesia y éramos ahora unos treinta. El teniente me explicó en voz baja, apuntando con el dedo en el mapa:
—Tenemos informes de que hay unos trescientos aquí en este pueblo. Quizá se estén agrupando para esta noche. No sabemos. Nadie los ha encontrado todavía.
—¿A qué distancia?
—Trescientos metros.
Las palabras llegaban por el transmisor y continuamos en silencio, a la derecha el canal recto, a la izquierda maleza baja y campos de cultivo y maleza otra vez.
—Todo en orden —susurró el teniente con un gesto para inspirar seguridad cuando partimos.
Unos cuarenta metros más allá, otro canal, con lo que quedaba de un puente, una única plancha sin barandas, que se presentaba frente a nosotros. El teniente nos hizo el gesto de que nos desplegáramos y nos echamos al suelo frente al territorio desconocido, que estaba a unos treinta metros, al otro lado de la plancha. Los hombres miraron el agua y luego, como obedeciendo una orden, todos juntos, apartaron los ojos hacia otro lado. Por un momento no comprendí lo que habían visto, pero cuando me di cuenta, mi mente volvió, no sé por qué, al chalet y los hombres vestidos de mujer y los jóvenes soldados silbando, y Pyle diciendo:
—Esto no es nada apropiado.
El canal estaba lleno de cadáveres: me recuerda ahora un estofado irlandés con demasiada carne. Los cuerpos se agolpaban unos sobre otros: una cabeza gris como de foca, y anónima como un preso de cráneo rapado, sobresalía del agua como una boya. No había sangre: supongo que había dejado de fluir hacía mucho tiempo. No tengo ni idea de cuántos había allí: debían de haber sido cogidos en un fuego cruzado, al tratar de regresar, y supongo que cada uno de los hombres de nuestro grupo que estaban en esta orilla estaba pensando: «Con dos basta para jugar a ese juego». Yo también aparté la vista; no queríamos que nos recordaran lo poco que contábamos, lo rápida simple y anónima que venía la muerte. A pesar de que mi razón quería el estado de la muerte, yo tenía tanto miedo como una virgen antes del acto. Me hubiera gustado que la muerte viniera dando primero un aviso, de forma que pudiera prepararme. ¿Para qué? No lo sabía, ni cómo, a menos que fuera para echar un vistazo a mi alrededor, para ver lo poco que dejaba detrás.
El teniente se sentó junto al hombre del transmisor portátil y miraba fijamente la tierra entre sus pies. El instrumento empezó a soltar instrucciones y con un suspiro, como si le hubieran interrumpido el sueño, se levantó. Existía una rara camaradería en todos sus movimientos, como si estuvieran todos igualmente comprometidos en una tarea que habían desarrollado juntos infinitas veces. Dos hombres se acercaron a la plancha e intentaron cruzarla, pero perdieron el equilibrio por el peso de las armas y tuvieron que sentarse a horcajadas y avanzar unos pocos centímetros cada vez. Otro hombre había encontrado una balsa escondida entre unos arbustos algo más abajo por el canal y la acercó hasta donde estaba el teniente. Seis de nosotros nos subimos a ella y el soldado empezó a empujarla con un palo hacia la otra orilla, pero nos encontramos con un banco de cadáveres y encallamos. Empujó más con el palo, hundiéndolo en este lodo humano, y se soltó un cadáver que flotaba cuan largo era junto a la balsa, como un bañista tendido a tomar el sol. Entonces nos vimos libres otra vez, y una vez en la otra orilla salimos como pudimos, sin mirar atrás. No se había disparado ningún tiro: estábamos vivos; la muerte se había retirado quizá hasta el siguiente canal. Oí a alguien justo detrás de mí que decía con gran seriedad:
Gott sei dank
[28]
. Con la excepción del teniente casi todos ellos eran alemanes.
Más allá había un grupo de casas que parecía ser una granja; el teniente se adentró primero, pegándose a la pared, y lo seguimos en fila india a intervalos de unos dos metros. Entonces los hombres, de nuevo sin ninguna orden, se dispersaron por la granja. La vida la había abandonado —no había quedado atrás ni siquiera una gallina—, aunque en las paredes de lo que había sido la sala de estar colgaban dos horrorosas reproducciones del Sagrado Corazón y la Virgen con el Niño que daban al destartalado grupo de casas un aire europeo. Uno sabía en lo que creía esa gente aunque no compartiera sus creencias: eran seres humanos, no sólo grises cadáveres desangrados.
Gran parte de una guerra consiste en andar por ahí sentado sin hacer nada, esperando a alguien. Sin ninguna garantía del tiempo que te queda, parece que no vale la pena ni siquiera iniciar un pensamiento. Haciendo lo que habían hecho tantas veces antes, los centinelas cambiaron de posición. Cualquier cosa que se moviera delante de nosotros era ahora enemiga. El teniente hizo una marca en su mapa e informó de nuestra posición por radio. Cayó sobre nosotros una tranquilidad típica del mediodía: incluso los morteros estaban en silencio y no había aviones en el aire. Un hombre hacía garabatos con una ramita en el fango del corral. Pasado un rato parecía que habíamos sido olvidados por la guerra. Tenía la esperanza de que Phuong hubiera enviado mis trajes al tinte. Un viento frío removió la paja del corral, y un hombre se fue púdicamente detrás del granero a hacer sus necesidades. Traté de recordar si le había pagado al cónsul británico de Hanói la botella de whisky que me había proporcionado.
Se oyeron dos disparos frente a nosotros, y pensé: «Aquí está. Ya llega». Era todo el aviso que necesitaba. Esperaba, con una sensación de euforia, lo permanente.
Pero no ocurrió nada. Una vez más me «había preparado en exceso para el acontecimiento». Sólo largos minutos después entró uno de los centinelas e informó de algo al teniente. Capté únicamente la expresión
Deux civils
[29]
.
—Vayamos a ver —me dijo el teniente.
Y siguiendo al centinela recorrimos un sendero enfangado de gran vegetación entre dos campos de cultivo. A unos veinte metros de las casas de la granja, en una zanja estrecha, encontramos lo que buscábamos: una mujer y un niño pequeño. Estaban evidentemente muertos: un pequeño coágulo de sangre en la frente de la mujer, y el niño parecía dormir. Tenía unos seis años y yacía como un embrión en el vientre de la madre con sus piernecitas huesudas encogidas.
—
Mal chance
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—dijo el teniente.
Se agachó y le dio la vuelta al niño. Llevaba una medalla sagrada colgada del cuello, y me dije a mí mismo: «el amuleto no funciona». Había un pedazo de pan mordido debajo de su cuerpo. «Odio la guerra», pensé.
—¿Ha visto usted bastante? —me preguntó el teniente, hablando con violencia, como si yo hubiera sido responsable de estas muertes.
Quizá para el soldado el civil es el hombre que lo emplea para matar, que incluye la culpabilidad del asesinato en el sobre de la paga y escapa a la responsabilidad. Regresamos a la granja y nos sentamos otra vez sobre la paja en silencio, a cubierto del viento, que como un animal parecía saber que la oscuridad se estaba acercando. El hombre que había estado haciendo garabatos estaba ahora haciendo sus necesidades, y el que había estado haciendo sus necesidades, hacía los garabatos. Pensaba cómo en esos momentos de tranquilidad, después de que se hubieran apostado los centinelas, debían haber creído que era seguro salir de la zanja. Me preguntaba si habían permanecido allí durante mucho tiempo —el pan estaba muy seco—. Probablemente esta granja fuera su hogar.
La radio estaba funcionando de nuevo. El teniente dijo con fatiga:
—Van a bombardear el pueblo. Se está llamando a las patrullas para la noche.
Nos levantamos y emprendimos el viaje de regreso, volviendo en balsa de nuevo a través del banco de cadáveres, pasando junto a la iglesia de uno en uno. No habíamos ido muy lejos, y sin embargo parecía un viaje bastante largo para haber obtenido como único resultado la muerte de aquellos dos. Los aviones habían ascendido, y detrás de nosotros comenzaba el bombardeo.
Ya había oscurecido cuando llegué al cuartel de los oficiales, donde pasaba la noche. La temperatura era sólo de un grado sobre cero, y el único calor que podía encontrarse se hallaba en el mercado en llamas. Con una pared destruida por un bazuca y las puertas desencajadas, las cortinas de lona no podían impedir la corriente de aire. El motor eléctrico no funcionaba y teníamos que levantar barricadas de cajas y libros para mantener las velas encendidas. Yo jugaba dinero comunista al
quatre-cent-vingt-et-un
con cierto capitán Sorel: no se podía jugar la bebida ya que yo era un invitado de los oficiales. La suerte retrocedía y avanzaba fatigosamente. Abrí mi botella de whisky para intentar que entráramos un poco en calor, y los otros se reunieron a mi alrededor.
—Ésta es la primera copa de whisky que tomo desde que dejé París —dijo el coronel.
Entró un teniente de su ronda de centinelas.
—Quizá tengamos una noche tranquila —dijo.
—Nos atacarán antes de las cuatro —dijo el coronel.
—¿Tiene usted un arma? —me preguntó.
—No.
—Le encontraré una. Es mejor que la tenga bajo la almohada —y añadió cortésmente—: me temo que encontrará su colchón algo duro. Y a las tres treinta empezará el fuego de mortero. Intentarnos disolver cualquier concentración.
—¿Cuánto tiempo cree usted que durará esto?
—¿Quién sabe? No podemos disponer de más tropas de Nam Dinh. Esto es sólo una diversión. Si conseguimos resistir sin más ayuda que la que tuvimos hace dos días, puede decirse que se trata de una victoria.