El Año del Diluvio (28 page)

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Authors: Margaret Atwood

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Año del Diluvio
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Como se expresaba en las Palabras Humanas de Dios: «La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven.» Ésta es la cuestión: que no se ven. No podemos conocer a Dios por razón y medida; de hecho, el exceso de razón y medida conduce a la duda. A través de ellas, sabemos que los cometas y los holocaustos nucleares están entre los mañanas posibles, por no mencionar el Diluvio Seco, que tememos que ocurra muy pronto. Este temor diluye nuestra certeza, y a través de este canal llega la pérdida de fe; y luego la tentación de actuar con malevolencia impregna nuestras almas; porque si nos aguarda la aniquilación, ¿por qué tomarnos la molestia de esforzarnos por hacer el bien?

Nosotros los humanos hemos de trabajar para creer, mientras que las demás criaturas no han de hacerlo. Saben que el amanecer llegará. Lo perciben: esa ondulación en la penumbra, el horizonte espabilándose. No sólo cada gorrión, cada mofache, sino también cada nematodo, cada molusco, cada pulpo y cada mohair y cada leonero: todos se aguantan en la palma de Su mano. A diferencia de nosotros, no necesitan la fe.

En cuanto a la serpiente, ¿quién puede decir dónde termina su cabeza y empieza su cuerpo? Experimenta a Dios en todas las partes de su ser; siente las vibraciones de la divinidad que recorren la tierra, y responde a ellas más deprisa que el pensamiento.

Ésta es pues de que ansiamos, esa totalidad de ser. Recibamos con gozo los escasos momentos en que, por medio de la gracia y con la ayuda de nuestros retiros y vigilias y la asistencia de la botánica divina, se nos concede una comprensión de ella.

Cantemos.

Dios dio a todos los animales

Dios dio a todos los animales

un saber más allá de nosotros:

saben al nacer cómo vivir,

lo cual nos cuesta mucho trabajo.

No estudian libros las criaturas,

pues Dios les instruye mente y alma:

el sol zumba para cada abeja,

la arcilla susurra para el topo.

En Dios buscan todas su alimento

y gozan del fruto de la tierra.

Ninguna de ellas compra ni vende,

ni tampoco ensucia su morada.

La serpiente es flecha reluciente

que percibe el vibrar de la tierra;

recorre su carne acorazada

y toda su ondulante columna.

Ah, ser sabio como las serpientes...

y sentir la perfección del todo,

no sólo con la mente pensante,

sino con el alma ardiente y ágil.

Del Libro Oral de Himnos

de los Jardineros de Dios

43
Toby. Banquete de la Sabiduría de la Serpiente

Año 25

«Banquete de de llena.» Toby anota la festividad del día y la fase lunar en su libreta rosa con los ojos guiñados y los labios de beso. La luna menguante es una semana propicia para la poda, decían los Jardineros. Plantas en luna creciente, cortas en menguante. Era un buen momento para usar herramientas afiladas con uno mismo, para arrancar cualquier parte superflua que pueda necesitar recorte. Tu cabeza, por ejemplo.

—Es broma —dice en voz alta. Debería evitar esos pensamientos mórbidos.

Hoy se cortará las uñas. También las uñas de los pies: no hay que dejar que se descontrolen. Puede hacerse la manicura: hay montones de aplicaciones cosméticas a mano, estantes enteros. Esmalte Voluptuoso AnooYoo. Reafirmante Piel de Ciruela AnooYoo. Fuente de Juventud Inmersión Total AnooYoo: «¡Quítate esa epidermis escamada!» Aunque ¿por qué molestarse en pulir, rellenar o cubrir? ¿Y por qué no molestarse? Cualquier elección es igualmente inútil.

«Do it for Yoo: AnooYoo», canturreaba la publicidad. Podría cambiarme por completo, piensa Toby. Otro nuevo yo completamente distinto, fresco como una serpiente. ¿Cuántos sumarían ya?

Sube con dificultad por la escalera hasta el tejado, levanta los prismáticos, inspecciona su reino visible. Hay movimiento en la maleza, en el linde del bosque: ¿serán los cerdos? Si es así, se mantienen a la expectativa. Los buitres todavía se están reuniendo en torno a un cerdo muerto. Habrá montones de nanobioformas trabajando allí: ya estará casi podrido.

Aquí hay algo diferente. Más cerca del edificio pace un grupo de ovejas. Hay cinco: tres mohair —uno verde, uno rosa y uno violeta brillante— y otras dos ovejas que parecen convencionales. El pelo largo de los mohair no está muy bien: hay marañas como coágulos, y ramitas y hojas secas. En pantalla, en los anuncios, el pelo era brillante, se veía a las ovejas sacudiéndoselo y a continuación una chica guapa sacudiendo una melena del mismo pelo. «Más mujer con Mohair.» Pero no les está yendo tan bien sin sus tratamientos de belleza.

Las ovejas se reúnen, levantan las cabezas. Toby descubre la razón: agazapados en la maleza, hay dos leoneros al acecho. Quizá las ovejas los huelen, pero el aroma debe confundir: parte león, parte cordero.

El mohair violeta es el más nervioso. No parezcas una presa, piensa Toby. Y claro está, los leoneros van a por el violeta. Lo separan del grupo y lo persiguen durante una corta distancia. El patético animal está impedido por su peinado —parece una peluca violeta asustada con patas— y los leoneros enseguida lo abaten. Les cuesta un rato encontrar la garganta bajo todo ese pelo, y el mohair se levanta varias veces antes de que los leoneros acaben con él. Luego se disponen a comer. Las otras ovejas han huido torpemente entre una confusión de balidos, pero ahora están paciendo otra vez.

Toby pretendía dedicarse un poco al huerto, recoger algunas hierbas: su reserva de conservas y comida no perecedera está menguando como la luna. Sin embargo, decide no hacerlo por los leoneros. Los extraños felinos tenderán emboscadas: uno retoza en campo abierto para distraer tu atención mientras otro se desliza silenciosamente a tu espalda.

Por la tarde, Toby se echa una siesta. La luna menguante atrae el pasado, decía Pilar: lo que llega de las sombras has de recibirlo como una bendición. Y el pasado la asalta: la casa de madera blanca de su infancia, los árboles comunes, el bosque en el fondo, teñido de azul como si fuera niebla. Un ciervo se recorta contra ese fondo, rígido como un seto ornamental, con las orejas levantadas. Su padre está cavando con una pala, al lado de la pila de estacas de valla; su madre es un atisbo fugaz en la ventana de la cocina. Quizás está preparando sopa. Todo está tranquilo, como si no fuera a terminar nunca. Pero ¿dónde está Toby en esta imagen? Porque es una imagen. Es plana, como una pintura en una pared. Ella no está allí.

Abre los ojos, con lágrimas en las mejillas. Yo no estaba en la imagen porque yo soy el marco, piensa. En realidad no es el pasado. Sólo soy yo, juntándolo todo. Es sólo un puñado de circuitos neuronales mortecinos, un espejismo.

Seguramente yo era una persona optimista entonces, piensa. Allí. Me despertaba silbando. Sabía que había cosas malas en el mundo, hablaban de ellas, las veía en las noticias en pantalla. Pero las cosas malas ocurrían en algún otro sitio.

En el momento en que llegó al instituto, lo malo se había acercado. Recuerda la sensación opresiva, como esperar todo el tiempo una pisada fuerte y luego la llamada a la puerta. Todo el mundo lo sabía, aunque nadie lo admitiera. Si otra gente empezaba a discutirlo, los desintonizabas, porque lo que estaban diciendo era tan obvio como inimaginable.

«Estamos consumiendo la tierra. Casi se ha agotado.» No puedes vivir con esos temores y seguir silbando. La espera crece en ti como una marea. Empiezas a desear que termine. Te descubres rogando al cielo: «Hazlo ya. Haz lo peor. Termina de una vez.» Sentía el temblor inminente en la columna, dormida o despierta. Nunca desapareció, ni siquiera entre los Jardineros. Especialmente —a medida que el tiempo fue transcurriendo— entre los Jardineros.

44

El domingo siguiente al Día de de era el Día de San Jacques Cousteau. Corría el año 18, el año de la ruptura, aunque Toby todavía no lo sabía. Recuerda que estaba atravesando las calles del Sumidero de camino a de Estética para asistir a la reunión dominical ordinaria del Consejo de Adanes y Evas. No tenía ganas de que llegara el momento: últimamente esas reuniones habían derivado en peleas.

La semana anterior se habían pasado todo el tiempo discutiendo problemas teológicos. La cuestión de la dentadura de Adán, para empezar.

—¿La dentadura de Adán? —había soltado Toby.

Tenía que esforzarse en controlar esas expresiones de sorpresa, pues podían interpretarse como críticas.

Adán Uno había explicado que algunos de los niños estaban inquietos porque Zeb había señalado las diferencias entre los dientes para morder y desgarrar de los carnívoros y los dientes para machacar y mascar de los herbívoros. Los niños querían saber por qué —si Adán había sido creado como vegetariano, de lo cual no cabía duda— los dientes humanos tenían características tan mezcladas.

—No debería haber sacado el tema —había mascullado Stuart.

—Cambiamos en el momento de —había propuesto alegremente Nuala—. Evolucionamos. Una vez que el hombre empezó a comer carne, bueno, de un modo natural...

Eso sería poner el carro delante del caballo, dijo Adán Uno; no podían lograr su objetivo de reconciliar los hallazgos de la ciencia con su punto de vista sacramental de la vida simplemente pasando por alto las reglas de la primera. Les pidió que reflexionaran sobre este acertijo y que propusieran soluciones en una fecha posterior.

Luego volvieron al problema de la ropa de piel de animal que Dios había proporcionado a Adán y Eva al final de Génesis 3. Las problemáticas «túnicas de piel».

—Los niños están muy preocupados con eso —había dicho Nuala.

Toby entendía por qué estaban tan consternados. ¿Dios había matado a una de sus amadas criaturas para hacer una de esas túnicas de piel? Si era así, esgrimió un muy mal ejemplo para el hombre. Si no fue así, ¿de dónde habían salido esas «túnicas de piel»?

—Quizás esos animales murieron de muerte natural. —Eso lo apuntó Rebecca—. Y Dios no quiso desperdiciar. —Rebecca era inflexible con lo de aprovechar los restos.

—Tal vez eran animales muy pequeños —había apuntado Katuro—. De vidas breves.

—Es una posibilidad —había dicho Adán Uno—. Dejémoslo por el momento, hasta que se nos presente una explicación más plausible.

Al principio de su condición de Eva, Toby había preguntado si realmente era necesario hilar tan fino con semejantes cuestiones teológicas, y Adán Uno le había explicado que sí lo era.

—La verdad es que a la mayoría de la gente no le importan las demás especies cuando los tiempos se ponen difíciles —había dicho—. Lo único que les preocupa es su próxima comida, lo cual es natural: hemos de comer o morir. Pero ¿y si es Dios quien se preocupa? Hemos evolucionado para creer en dioses, así que esta desviación de creencia nuestra debe aportar una ventaja evolutiva. El punto de vista estrictamente materialista (que somos un experimento que la proteína animal ha estado haciendo por su cuenta y riesgo) es mucho más duro para la mayoría y conduce al nihilismo. Siendo ése el caso, hemos de conducir el sentimiento popular hacia una dirección respetuosa con la biosfera, señalando los peligros de molestar a Dios traicionando Su confianza en nuestra gestión.

—Lo que quieres decir es que con Dios en la historia hay un castigo —dijo Toby.

—Sí —dijo Adán Uno—. También hay un castigo sin Dios en la historia, huelga decirlo. Pero la gente es menos proclive a creerlo. Si hay un castigo, quieren un castigador. No les gusta la catástrofe sin sentido.

Toby se preguntó cuál sería el tema del día. ¿Qué fruta comió Eva del Árbol del Conocimiento? No podía haber sido una manzana considerando el estado de la horticultura en ese momento. ¿Un dátil? ¿Una bergamota? El Consejo había deliberado largo y tendido sobre esa cuestión. Toby había pensado en proponer una fresa, pero las fresas no crecían en los árboles.

Mientras caminaba, Toby era consciente, como siempre, de los que iban por la calle. Veía lo que tenía delante de ella y lo que había a los lados, a pesar del sombrero de jipijapa. Aprovechaba las pausas en los umbrales, los reflejos de las ventanas para ver a su espalda. Sin embargo, nunca lograba sacudirse la sensación de que alguien se le acercaba a hurtadillas, de que una mano la agarraría por el cuello, una mano con venas rojas y azules y un brazalete de calaveras de bebé. No habían visto a Blanco en desde hacía mucho tiempo —aún estaba en Painball, decían algunos; no, en el extranjero, trabajando de mercenario, decían otros—, pero era como la niebla: siempre había moléculas suyas en el aire.

Había alguien detrás de ella: lo notaba, como un picor entre los hombros. Se metió en un umbral, se volvió para mirar a la acera y respiró aliviada: era Zeb.

—Eh, cielo —dijo—. Menudo calor.

Caminó a su lado, cantando para sí:

A nadie le importa un bledo,

a nadie le importa un bledo,

por eso estamos en este enredo,

porque a nadie le importa un bledo.

—Tal vez no deberías cantar —dijo Toby con voz neutra.

No era buena idea llamar la atención en la acera de una plebilla, y menos en el caso de los Jardineros.

—No puedo evitarlo —dijo Zeb con alegría—. Es culpa de Dios. Incorporó la música en el tejido de nuestro ser. Te escucha mejor cuando cantas, así que ahora mismo está escuchando esto. Espero que lo disfrute —añadió con voz piadosa, imitando a Adán Uno—, una voz que usaba mucho siempre que Adán Uno no estuviera cerca.

Insubordinación al acecho, pensó Toby. Está harto de ser el chimpancé beta.

Desde que la habían nombrado Eva, había empezado a comprender mejor el estatus de Zeb entre los Jardineros. Cada jardín en el tejado y cada célula trufa se cuidaba de sus asuntos, pero cada medio año enviaban delegados a una convención central, que por razones de seguridad nunca se celebraba dos veces en el mismo almacén abandonado. Zeb siempre era delegado: estaba bien preparado para atravesar las plebillas más complicadas y burlar los puntos de control de Corpsegur sin que lo atracaran, lo rodearan, lo mataran con un pulverizador o lo detuvieran. Quizás ésa era la razón de que le permitieran interpretar de un modo tan laxo las reglas de los Jardineros.

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