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Authors: Margaret Atwood

Tags: #Ciencia Ficción

El Año del Diluvio (25 page)

BOOK: El Año del Diluvio
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La primera noche, Lucerne me preparó un baño con falsa esencia de flores. La gran bañera blanca y las mullidas toallas blancas me hicieron sentir sucia, y también apestosa. Hedía como la tierra: a suelo de compost en proceso. Ese olor acre.

Mi piel también estaba azul: era el tinte de la ropa de los Jardineros. Nunca me había dado cuenta de eso, porque las duchas de los Jardineros eran muy breves, y no había espejos. Tampoco me había fijado en el vello que tenía, y eso me impresionó más que la piel azul. Froté y froté el azul: no salía. Me miré los dedos de los pies, donde salían del agua de la bañera. Las uñas de los pies como garras.

—Vamos a ponerte un poco de esmalte —me dijo Lucerne dos días después, cuando me vio en chanclas.

Estaba actuando como si nada hubiera existido: ni los Jardineros, ni Amanda ni, sobre todo, Zeb. Ella llevaba un vestido corto de lino, había ido a la peluquería y se había puesto mechas. También se había hecho los pies, no perdía tiempo.

—Mira todos estos colores que te he comprado. Verde, violeta, naranja, y te he traído unos brillantes...

Pero yo estaba enfadada con ella, y le di la espalda. Era una mentirosa.

Todos esos años había conservado en la cabeza una imagen de mi padre, como una silueta de tiza rodeando un espacio con forma de padre. De pequeña, la coloreaba con frecuencia. Pero aquellos colores habían sido demasiado brillantes, y la silueta, demasiado grande. Frank era más bajo, más gris, más calvo y tenía un aspecto más confundido que la imagen que yo tenía en mente.

Antes de que viniera a la puerta de HelthWyzer para identificarnos, había pensado que estaría encantado de descubrir que no estábamos muertas, sino sanas y salvas al fin y al cabo. Sin embargo, le cambió la cara cuando me vio. Me di cuenta de que la última vez que me había visto yo era una niña, así que era más grande de lo que esperaba, y probablemente más grande de lo que él quería. También tenía un aspecto más desaliñado; a pesar de que llevaba ropa de Jardinera, tendría el mismo aspecto que cualquier plebiquilla que podría haber visto corriendo por el Sumidero o si hubiera ido allí alguna vez. Quizá tenía miedo de que le vaciara los bolsillos o me llevara sus zapatos. Se me acercó como si fuera a morderle, y me abrazó de un modo torpe. Olía a compuestos químicos, la clase de compuestos químicos que se usaban para limpiar cosas pegajosas, como el pegamento. Era un olor que te podía quemar los pulmones.

En esa primera noche dormí doce horas, y cuando me desperté descubrí que Lucerne se había llevado mi ropa de Jardinera y la había quemado. Por suerte, había escondido el teléfono morado de Amanda dentro del tigre de peluche de mi armario, le había cortado el estómago. Así que el teléfono no se quemó.

Echaba de menos el olor de mi propia piel, que había perdido su olor salado y ahora era jabonosa y perfumada. Pensé en lo que solía decir Zeb de los ratones: si los sacas un tiempo de la ratonera y los vuelves a meter, los otros ratones los despedazarán. Si volvía con los Jardineros con mi olor de flor falsa, ¿me despedazarían?

Lucerne me llevó a la clínica de HelthWyzer para que me hicieran un chequeo en busca de piojos y lombrices, y para que me examinaran. Eso significaba un par de dedos en tu interior, por delante y por detrás.

—Oh, Dios mío —dijo el doctor cuando me vio la piel azul—. ¿Eso son hematomas, querida?

—No —dije—. Es tinte.

—Ah —exclamó—.¿Hacían que te tiñeras?

—Estaba en la ropa —dije.

—Ya veo —dijo.

Me dio hora para el psiquiatra de la clínica, que tenía experiencia con personas que habían sido secuestradas por sectas. Mi madre también tendría que asistir a esas sesiones.

Fue así como descubrí lo que Lucerne les estaba contando. Nos habían cogido en la calle mientras estábamos en SolarSpace haciendo unas compras, pero no sabía exactamente adónde nos habían llevado, porque nunca se lo habían dejado saber. Dijo que no era culpa del culto en sí, sino de uno de sus componentes masculinos que se había obsesionado con ella y la quería como esclava sexual particular, y le había quitado los zapatos para mantenerla cautiva. Se suponía que ése era Zeb, aunque dijo que no conocía su nombre. Yo era demasiado pequeña para darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, dijo, pero había sido rehén: ella tenía que cumplir con la voluntad de ese loco, satisfacer todos sus antojos retorcidos, daba náuseas las cosas que le obligaba a hacer, porque mi vida corría peligro. Al final, Lucerne había conseguido compartir su penosa situación con una de las componentes del culto, una especie de monja. Debía de referirse a Toby. Fue esa mujer quien la ayudó a escapar: le compró zapatos, le dio dinero, distrajo al hombre para que Lucerne pudiera salir corriendo hacia la libertad.

Decía que no tenía sentido que me preguntaran nada. Los miembros de la secta habían sido amables conmigo, y además estaban drogados. Ella era la única que conocía la verdad: era una carga que tendría que soportar sola. ¿Qué mujer que amara a su hija tanto como ella me amaba a mí no habría hecho lo mismo?

Antes de nuestras sesiones con el psiquiatra, me apretaba el hombro y decía:

—Amanda está allí, no te olvides.

Lo que significaba que si le decía a alguien que había estado mintiendo, ella recordaría de repente dónde había estado cautiva, y Corpsegur iría con sus pulverizadores y a saber qué pasaría. Moría mucha gente inocente en ataques con pulverizadores. No se podía evitar, decían los de Corpsegur. Era por el bien del orden público.

Durante semanas, Lucerne no se alejó mucho de mí para asegurarse de que no intentaba huir ni delatarla, pero al final tuve la ocasión de coger el teléfono morado de Amanda y llamar. Amanda me había mandado un mensaje de texto con el número del móvil que se había birlado, así que sabía dónde localizarla: ella siempre pensaba en todo. Me senté dentro del armario e hice la llamada. Había una luz dentro, como en todos los armarios de la casa. El armario en sí era tan grande como mi antigua habitación.

Amanda respondió enseguida. Allí estaba en pantalla, con el mismo aspecto de siempre. Lamenté no estar con los Jardineros.

—Te echo mucho de menos —dije—. Me escaparé en cuanto pueda.

Pero no sabía cuándo tendría ocasión, le expliqué, porque Lucerne guardaba mi identidad encerrada en un cajón y no me dejarían cruzar la verja sin ella.

—¿Puedes hacer un trato? —preguntó Amanda—. ¿Con los guardas?

—No —dije—. Creo que no. Aquí es diferente.

—Ah. ¿Qué le ha pasado a tu pelo?

—Lucerne me lo ha hecho cortar.

—Te queda bien —dijo Amanda. Luego añadió—: Encontraron a Burt en un solar, detrás del Scales. Tenía quemaduras de congelador.

—¿Había estado en un congelador?

—Lo que quedaba de él. Faltaban partes: hígado, riñones, corazón. Zeb dice que las mafias venden los órganos y luego se quedan el resto en un congelador hasta que necesitan mandar un mensaje.

—¡Ren! ¿Dónde estás? —Era Lucerne, en mi habitación.

—He de colgar —susurré. Volví a meter el teléfono en el tigre—. Estoy aquí dentro —dije. Me castañeteaban los dientes. Los congeladores eran muy fríos.

—¿Qué estás haciendo en el armario, querida? —dijo Lucerne—. Sal a comer algo. Pronto te sentirás mejor.

Sonaba animada: cuanto más trastornada pareciera yo, mejor para ella, porque menos me creería nadie si la delataba.

Su historia era que yo había quedado traumatizada al pasar tanto tiempo en esa secta de gente retorcida que te lavaba el cerebro. Yo no tenía forma de demostrar lo contrario. Además, quizá sí estaba traumatizada: no tenía nada con lo que compararme.

40

Una vez que me ajusté lo suficiente —«ajustar» era la palabra que usaban, como si hablaran del tirante de un sujetador—, Lucerne dijo que tenía que ir a la escuela, porque era malo para mí que anduviera dando vueltas por la casa: necesitaba salir y vivir una vida nueva, como ella. Era un riesgo para Lucerne: yo era una bomba de racimo andante, y la verdad sobre ella podía salir de mi boca en cualquier momento. Sin embargo, Lucerne sabía que yo la estaba juzgando en silencio, y eso la molestaba, así que de verdad me quería en otro sitio.

Al parecer, Frank había creído su historia, aunque no daba la sensación de que le importara demasiado. Comprendí por qué Lucerne se había fugado con Zeb: al menos Zeb se fijaba en ella. Y también se había fijado en mí, mientras que Frank me trataba como una ventana: nunca me miraba a mí, miraba a través de mí.

En ocasiones soñaba con Zeb. Llevaba un traje de oso. La piel se abría por en medio como un pijama de cremallera, y salía Zeb. En el sueño olía de modo tranquilizador; a hierba mojada por la lluvia, y a canela y al olor salado, a vinagre y a hoja chamuscada de los Jardineros.

La escuela se llamaba HelthWyzer High. En el primer día me puse uno de los nuevos vestidos que Lucerne había elegido para mí. Era rosa y amarillo limón; colores que los Jardineros nunca habrían autorizado, porque mostraban la suciedad y desperdiciaban jabón.

Me sentía disfrazada con la nueva ropa. No me acostumbraba a lo ajustada que me quedaba en comparación con mis viejos vestidos sueltos, ni a cómo mis brazos desnudos asomaban por las mangas y mis piernas desnudas aparecían por la parte inferior de la falda plisada hasta la rodilla. Pero eso era lo que llevaban todas las chicas de HelthWyzer High, según Lucerne.

—No te olvides la crema solar, Brenda —me dijo cuando me dirigía hacia la puerta.

Había empezado a llamarme Brenda, y aseguraba que era mi verdadero nombre.

HelthWyzer mandó una estudiante para que fuera mi guía, me acompañara a la escuela y me enseñara todo. Se llamaba Wakulla Price; era delgada, de piel brillante como el tofe. Llevaba un
top
de color amarillo pastel como el mío, pero con pantalones debajo. Miró mi falda plisada con los ojos muy abiertos:

—Me gusta tu falda.

—Me la ha comprado mi madre —dije.

—Ah —dijo ella con voz compungida—. Mi madre me compró una como ésa hace dos años.

Me cayó bien. De camino a la escuela, Wakulla pregunto «¿Qué hace tu padre?», «¿Cuándo llegaste aquí?», etcétera, pero no mencionó ningún culto; y yo dije: «¿Te gusta la escuela?», «¿Quiénes son los profesores?», y nos mantuvimos en ese terreno seguro. Las casas que estábamos pasando eran todas de estilos diferentes, pero con techo de paneles solares. En los complejos contaban con la última tecnología y Lucerne no perdía ocasión de señalármelo. «De verdad, Brenda, son mucho más auténticamente verdes que esos Jardineros puristas, así que no has de preocuparte por la cantidad de agua caliente que usas, y, por cierto, ¿no es hora de que te des otra ducha?» El edificio de la escuela estaba limpísimo: ni pintadas, ni piezas caídas, ni ventanas destrozadas. Tenía un parterre de color verde oscuro, varios arbustos podados en forma circular y una estatua: «Florence Nightingale —decía en la placa—. Dama de alguien había cambiado la de por una eme: «Mama de la lámpara».

—Eso es cosa de Jimmy —dijo Wakulla—. Es mi compañero de laboratorio en Biotecnología de Nano-formas, siempre está haciendo tonterías como ésa. —Sonrió: tenía los dientes francamente blancos.

Lucerne había estado insistiendo en que yo tenía los dientes amarillentos y que necesitaba un cosmético dental. Ya estaba planeando redecorar toda la casa, pero también había planeado algunas modificaciones para mí.

Al menos no tenía caries. Los Jardineros estaban en contra de los productos de azúcar refinado y eran estrictos respecto a cepillarse los dientes, aunque tenías que usar una ramita deshilachada porque aborrecían la idea de meterse en la boca plástico o cerdas de animales.

La primera mañana en esa escuela fue muy extraña. Me sentía como si impartieran las clases en un idioma extranjero. Todas las asignaturas eran diferentes, las palabras eran distintas, y luego estaban los ordenadores y las libretas de papel. Tenía un miedo inherente a eso: parecía demasiado peligroso, todos esos escritos que tus enemigos podían encontrar: no podías borrarlo como en una pizarra. Quería correr al lavabo y lavarme las manos después de tocar los teclados y las páginas; el peligro seguramente se me había contagiado.

Lucerne me había contado que las autoridades del complejo HelthWyzer mantendrían la confidencialidad de nuestro, llamado, relato biográfico: el secuestro y todo eso. Sin embargo, alguien lo había filtrado porque todos los chicos de la escuela lo sabían. Al menos no se habían enterado de la historia de que Lucerne había sido la esclava sexual de un sátiro. Si tenía que hacerlo, yo estaba decidida a mentir para proteger a Amanda, y a Zeb y a Adán Uno, e incluso a los Jardineros comunes. Todos estábamos en manos del otro, decía Adán Uno. Estaba empezando a descubrir a qué se refería.

A la hora de comer, se reunió un grupo a mi alrededor. No era un grupo amenazador, sólo curioso. «Así que vivías en una secta.» «¡Que locura!» «¿Estaban muy chalados?» Tenían un montón de preguntas. Entretanto se iban comiendo el almuerzo, y todo olía a carne. Beicon. Barritas de pescado, veinte por ciento pescado auténtico. Hamburguesas; las llamaban WyzeBurgers y estaban hechas de carne cultivada. Así que no habían matado a animales reales. Amanda se habría comido el beicon para demostrar que los comedores de hojas no le habían lavado el cerebro, pero yo no podía llegar tan lejos. Separé el panecillo de mi WyzeBurger y traté de comérmelo, pero apestaba a animal muerto.

—¿Lo pasaste muy mal? —dijo Wakulla.

—Sólo era una secta verde —dije.

—Como los Lobos de Isaías —dijo un chico—. ¿Eran terroristas?

Todos se inclinaron hacia delante, querían escuchar historias truculentas.

—No, eran pacifistas —dije—. Teníamos que trabajar en su huerto del tejado.

Y les hablé del realojo de caracoles y gusanos. Cuando se lo conté, me sonó extraño.

—Al menos no te los comías —dijo una niña—. Algunas de esas sectas comen animales atropellados.

—Los Lobos de Isaías seguro que lo hacen. Salía en la web.

—Pero vivíais en las plebillas. Guay.

Entonces me di cuenta de que tenía una ventaja, porque había vivido en las plebillas, donde ninguno de ellos había estado, salvo quizás en alguna excursión escolar, o arrastrados por sus padres sórdidos al Árbol de que podía inventarme lo que quisiera.

—Eras mano de obra infantil —dijo un chico—. Una esclava medioambiental. ¡Qué sexy!

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