El Año del Diluvio (42 page)

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Authors: Margaret Atwood

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Año del Diluvio
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Después de limpiar el vómito, Toby empieza a lavar la herida de la pierna.

—¿Cómo te has hecho esto? —pregunta.

—No lo sé. —Ren está susurrando—. Me caí.

Toby le limpia el corte y le aplica un poco de miel. Pilar decía que contenía antibiótico. Debería haber un botiquín de primeros auxilios en algún sitio del balneario.

—Quédate quieta. No querrás tener gangrena —le dice a Ren. Le ha quitado toda la capa de suciedad y la ha limpiado con una esponja—. Te daré un poco de sauce y manzanilla. —Y adormidera, piensa—. Has de dormir.

Ren estará más segura en el suelo que en la mesa: hace un nido de toallas rosas, la ayuda a bajar, añade más acolchado porque Ren no puede llegar al baño; está demasiado débil, caliente como unas ascuas.

Toby lleva el preparado de sauce en un vasito. Ren traga, y su garganta se mueve como la de un pájaro. No devuelve nada.

No vale la pena intentarlo con los gusanos todavía. Ren necesita poder estar coherente para eso, ser capaz de obedecer instrucciones: no rascarse, por ejemplo. Lo primero es bajar la fiebre.

Mientras Ren duerme, Toby rebusca en su almacén de hongos desecados. Elige los que potencian el sistema inmunitario: reishi, maitake, shitake, yesquero del abedul, zhu ling, melena de león, oruga vegetal, hongo yesquero. Los pone en agua hervida para que se empapen. Luego, por la tarde, prepara un elixir de hongos —lo hierve, lo cuela, lo enfría— y le da a Ren treinta gotas.

El cubículo apesta. Toby levanta a Ren, la hace rodar a un lado, levanta las toallas del suelo, la limpia. Se pone los guantes con un propósito: si Ren tiene disentería no quiere pillarla. Coloca toallas limpias, vuelve a acomodar a Ren. Los brazos le pesan, no aguanta la cabeza; está refunfuñando.

Va a haber un montón de trabajo, piensa Toby. Y cuando Ren se recupere —si se recupera— habrá dos bocas que alimentar en vez de una. Las reservas de comida se acabarán en la mitad de tiempo. Lo poco que queda.

Quizá la fiebre acabará con Ren. Quizá morirá durmiendo.

Toby piensa en el Ángel de en polvo. No haría falta mucho dado el estado debilitado de Ren. Terminaría con su sufrimiento. La ayudaría a volar con alas blancas. Quizás eso sería más amable. Una bendición.

Soy una persona indigna, piensa Toby. Sólo por tener semejante idea. Conoces a esta chica desde que era una niña, ha venido a pedirte ayuda, tiene todo el derecho a confiar en ti. Adán Uno diría que Ren es un regalo precioso que se le ha concedido a Toby para que ella pueda demostrar su altruismo y compartir esas cualidades superiores que los Jardineros tan ansiosamente quisieron sacar de ella. Toby no puede verlo de esa forma, al menos en este momento. Pero tendrá que seguir intentándolo.

Ren suspira, gruñe y aletea. Está teniendo una pesadilla.

Cuando oscurece, Toby enciende una vela y se sienta a su lado, escuchándola respirar. Inspira, espira, inspira, espira. Irregular. A intervalos pone la mano en la frente de Ren. ¿Más fría? Debería haber un termómetro en el edificio; por la mañana lo buscará. Le toma el pulso: rápido, irregular.

Se echa una cabezadita en la silla y lo siguiente que sabe es que se despierta en la oscuridad con un olor a chamuscado. Enciende la linterna: la vela ha caído, y una esquina de la sábana rosa de Ren está humeante. Por suerte está húmeda.

Eso ha sido terminalmente estúpido, se dice Toby. No habrá más velas a menos que esté bien despierta.

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Toby. Día de San Mahatma Gandhi

Año 25

Por la mañana, Ren no está tan caliente. Su pulso es más firme, e incluso es capaz de sostener la taza de agua caliente en sus manos temblorosas. Toby le ha puesto menta esta vez, además de miel y sal.

Una vez que Ren se vuelve a dormir, Toby lleva las sábanas sucias y las toallas al tejado para lavarlas. Se ha llevado sus prismáticos y, mientras las sábanas y las toallas se empapan, examina los terrenos del balneario.

Cerdos a lo lejos, en el rincón suroeste del prado. Dos mohair, uno azul y otro plateado, paciendo tranquilamente juntos. No hay leoneros. Perros ladrando en algún sitio. Buitres volando en torno al lugar funerario de los cerdos.

—Alejaos de aquí, arqueólogos —dice Toby.

Se siente aturdida, casi mareada, con el ánimo de contar chistes. Tres enormes mariposas rosas vuelan en círculos sobre su cabeza, se posan en las sábanas húmedas. Quizá creen que han encontrado la mariposa rosa más grande de todas. Quizás es una cuestión de amor. Están chupando. No se trata de amor, pues, sino de sal.

Algunos dirán que el amor es mera química, amigos míos, decía Adán Uno. Por supuesto, es químico: ¿dónde estaría cualquiera de nosotros sin química? Pero la ciencia es simplemente una forma de describir el mundo. Otra forma de describirlo sería decir: ¿dónde estaría cualquiera de nosotros sin amor?

Querido Adán Uno, piensa Toby. Estará muerto. Y Zeb, muerto también, pese a sus ilusiones. Aunque quizá no; porque si yo estoy viva —y lo que es más, si Ren está viva—, entonces cualquiera puede estar vivo también.

Dejó de escuchar en su radio de cuerda hace meses, porque el silencio era muy descorazonador. Sin embargo, sólo porque no oiga a nadie no quiere decir que no haya nadie. Lo cual había estado entre las pruebas hipotéticas de Adán Uno de la existencia de Dios.

Toby limpia la pierna infectada de Ren, aplica más miel. Ren come un poco, bebe un poco. Más elixir de hongos, más sauce. Después de mucho rebuscar, Toby encuentra un botiquín de primeros auxilios del balneario; hay un tubo de crema antibiótica, pero está caducado. No hay termómetro. ¿Quién pidió esta mierda?, piensa. Ah sí, yo.

En cualquier caso, los gusanos son mejores.

Por la tarde levanta los gusanos de la fiambrera y los mete en agua tibia. Luego los traslada a una gasa del botiquín de primeros auxilios, aplica otra gasa encima y las fija a la herida. Los gusanos no tardarán en comerse la gasa: saben lo que les gusta.

—Esto dolerá —le dice a Ren—, pero te hará sentir mejor. Trata de no mover la pierna.

—¿Qué son? —dice Ren.

—Son tus amigos —dice Toby—. Pero no hace falta que mires.

Su impulso homicida de la noche anterior ha terminado: no arrastrará a Ren muerta al prado para que la devoren los cerdos y los buitres. Ahora le gustaría curarla, acariciarla, porque ¿acaso no es un milagro que Ren esté ahí? ¿Que haya superado el Diluvio Seco sin daños graves? O no muy graves. Sólo tener una segunda persona en las instalaciones —incluso una persona débil, incluso una persona enferma que duerme la mayor parte del tiempo— basta para que el balneario parezca una morada acogedora y no una casa encantada.

Yo era el fantasma, piensa Toby.

66
Toby. San Henri Fabre, santa Anna Atkins, san Tim Flannery, san Ichida-san, san David Suzuki, san Peter Matthiesen

Año 25

Los gusanos tardan tres días en limpiar la herida. Toby los vigila de cerca: si salen del tejido muerto, empezarán con la carne viva.

La segunda mañana, la fiebre de Ren ha desaparecido, aunque Toby continúa dándole gotas de hongos para asegurarse. Ren ya está comiendo más. Toby la ayuda a subir por la escalera y la sienta en el banco de imitación madera del tejado, en la primera luz de la mañana. Los gusanos son fotofóbicos: la luz los lleva a lo más profundo de la herida, que es donde los necesitan.

No hay movimiento en el prado. No hay sonidos del bosque.

Toby intenta preguntar a Ren dónde ha estado desde que estalló el Diluvio Seco, cómo ha escapado, cómo llegó aquí, por qué se ha vestido con esas plumas azules; pero sólo lo intenta una vez porque Ren rompe a llorar. Todo lo que dice es:

—¡He perdido a Amanda!

—No importa —dice Toby—. La encontraremos.

La cuarta mañana, Toby retira el emplaste de gusanos: la herida está limpia, y sanando.

—Ahora, has de volver a poner tus músculos en forma —le dice a Ren.

Ren empieza a caminar, sube y baja la escalera, recorre los pasillos. Ha ganado un poco de peso: Toby la ha estado alimentando con los últimos tarros de Merengue Facial de Limón de AnooYoo, que contiene un montón de azúcar y nada tóxico que Toby recuerde. Instruye a Ren en algunos ejercicios de las viejas clases de Limitación de Derramamiento de Sangre Urbana de Zeb: el
satsuma,
el
unagi.
Centrada como un fruto, sinuosa como una anguila. Necesita recordarlo también ella; ha perdido práctica.

Al cabo de unos pocos días, Ren cuenta su historia, o un poco de su historia. Sale a borbotones de palabras puntuados por largos periodos de mirar al espacio. Le contó que había estado encerrada en el Scales, y cómo Amanda llegó desde el desierto de Wisconsin y averiguó el código de la puerta. Luego Shackie, Croze y Oates aparecieron como por arte de magia, y ella se sintió muy feliz: se habían salvado porque estaban en Painball al desencadenarse la pandemia. Pero luego tres hombres horribles del Equipo Dorado de Painball llegaron al Scales, y ella, Amanda y los chicos salieron corriendo. Ella había dicho que podían ir a AnooYoo porque Toby podría estar allí, y casi lo consiguieron: estaban caminando entre los árboles y luego... Apagón. Ren no puede pasar de ahí.

—¿Qué aspecto tenían? —pregunta Toby—. ¿Tenían alguna...? —Quería decir «marca distinguible», pero Ren niega con la cabeza, lo que significa que ese tema está cerrado.

—He de encontrar a Amanda —dice, enjugándose las lágrimas—. Tendré que hacerlo. La matarán.

—Toma, suénate la nariz —dice Toby, pasándole una servilleta rosa—. Amanda es muy lista. —Es mejor hablar como si Amanda siguiera viva—. Tiene muchos recursos. No le pasará nada.

Está a punto de decir que hay escasez de mujeres y que por lo tanto seguro que preservarán y racionarán a Amanda, pero se lo piensa mejor.

—No lo entiendes —dice Ren, llorando más fuerte—. Hay tres, son de Painball, no son ni humanos. He de encontrarla.

—Ya veremos —dice Toby, para tranquilizarla—. Pero no sabemos dónde la han... dónde se ha ido.

—¿Adonde irías tú? —dice Ren—. En su lugar.

—Quizás al este —dice Toby—. Al mar. Donde puedan encontrar pescado.

—Podemos ir allí.

—Cuando estés lo bastante fuerte —dice Toby. Han de irse a otro sitio de todos modos: la comida se está agotando deprisa.

—Ahora estoy lo bastante fuerte —dice Ren.

Toby da una batida en el jardín, desentierra otra cebolla solitaria. Saca tres bardanas de cerca del borde del prado y un poco de zanahoria silvestre: las raíces larguiruchas y blancas de protozanahorias.

—¿Crees que podrías comerte un conejo? —le pregunta a Ren—. Si lo corto en trozos muy pequeños y lo preparo en una sopa.

—Supongo que sí —dice Ren—. Lo intentaré.

La propia Toby también está lista para convertirse en carnívora plena. El sonido del rifle es algo de lo que preocuparse, pero si todavía hay
painballers
acechando en el bosque ya saben que tiene un arma. No hay nada malo en recordárselo.

Suele haber conejos verdes cerca de la piscina. Toby dispara a uno de ellos desde el tejado, pero no parece que le haya dado. ¿Es la conciencia que le está afectando la puntería? Quizá necesita un blanco mayor, un venado o un perro. No ha visto a los cerdos últimamente, ni a ninguno de los corderos. Justo cuando estaba preparándolo todo para comérselos, se han ido.

Encuentra las mochilas en un estante de la sala de lavandería. No ha estado abajo desde que las bombas dejaron de funcionar, y el aire huele a humedad. Por fortuna, las mochilas no son de algodón sino de sintético impermeable. Las saca del tejado, las limpia con la esponja, las pone a secar al sol.

Coloca los víveres disponibles en la encimera de la cocina. No lleves tanto peso que quemes más calorías de las que puedas comer, le dice la voz de Zeb. Las herramientas son más importantes que la comida. Tu mejor herramienta es tu cerebro.

El rifle, por supuesto. Munición. Palita para arrancar raíces. Cerillas. Encendedor de barbacoa, que no durará mucho pero que puede agotar. Una navajita de bolsillo con tijeras y pinzas. Cuerda. Dos plásticos grandes para tener a mano en caso de lluvia. Linterna a cuerda. Vendas de gasa. Cinta aislante. Fiambreras. Bolsas de tela para comestibles silvestres. Olla. Tetera. Papel higiénico, un lujo, pero no se puede resistir. Dos Zizzy Froots de tamaño medio de un minibar del balneario, con sabor a frambuesa: comida basura, pero comida, porque tiene calorías. Las botellas pueden usarse después, para llevar agua.

Cucharas, de metal, dos. Tazas, de plástico, dos. Lo que queda de protector solar. El último aerosol de SuperD. Prismáticos: pesados pero necesarios. El palo de la fregona. Azúcar. Sal. Lo que queda de miel. Las últimas Joltbar. Los últimos bocaditos de soja.

El jarabe de adormidera. Los hongos secos. Los Ángeles de

El día antes de irse, se corta el pelo bien corto. Tiene un aspecto rapado —le recuerda a Juana de Arco en un mal día—, pero no quiere que la agarren del pelo por detrás, para cortarle el cuello. También corta el pelo a Ren. Estarán más frescas así, le dice.

—Deberíamos enterrar el pelo —dice Ren.

Lo quiere fuera de la vista por alguna razón que Toby no logra escrutar.

—¿Por qué no lo ponemos en el tejado? —dice Toby—. Así los pájaros podrán hacer un nido con él.

No pensaba malgastar calorías cavando un sepulcro para el pelo.

—Ah. Vale —dice Ren. Esta idea parece complacerle.

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Toby. San Chico Mendes, mártir

Año 25

Salieron del edificio del balneario justo antes del alba. Iban vestidas con chándal rosa, con los pantalones sueltos y la camiseta con la boca de beso y el ojo guiñado delante. Zapatillas de lona rosas de las que las señoras se ponían para saltar a la comba y entrenar con pesas. Sombreros rosas anchos. Olían a SuperD y a SolarNix rancio. En sus mochilas hay monos rosas, para cuando el sol esté bien alto. Si al menos no fuera todo tan rosa, piensa Toby, como la ropa de los bebés o las fiestas de cumpleaños de las niñas. No es un color intrépido. Y es una elección fatal para el camuflaje.

Sabe de la gravedad de la situación, como solían decir las noticias, por supuesto que sí. Aun así, se siente animada. Tiene la risa tonta, como si estuviera un poco borracha. Como si fueran a irse de picnic. Será una inyección de adrenalina.

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