Toby camina hasta el lado del tejado que da al huerto. Mira. Sin duda, la mala visita ya se ha producido: los cerdos han vuelto. Se han colado por debajo de la valla y han arrasado con todo. Seguramente no ha sido tanto un frenesí por alimentarse como un acto de venganza deliberada. La tierra está surcada y pisoteada: lo que no se hayan comido lo han destrozado.
Si fuera llorona, habría llorado. Se levanta los prismáticos, examina el prado. Al principio no los ve, pero luego localiza dos cabezas rosa grisáceo. No, tres. No, cinco, levantándose sobre las flores herbosas. Ojos de mirada intensa, uno por cerdo: la están mirando de soslayo. Han estado observándola: es como si quisieran ser testigos de su consternación. Además, están fuera de alcance: si les dispara desperdiciará las balas. No descartaría que lo supieran.
—¡Cerdos asquerosos! —les grita—. ¡Caras de cerdo!
Por supuesto, para ellos no son insultos.
¿Ahora qué? Su abastecimiento de verdura deshidratada es escasa: casi se le han terminado las bayas de goji y la chía, su proteína vegetal se ha acabado. Contaba con el huerto para todo eso. Lo peor de todo, se le han acabado las grasas: ya se ha acabado la última Manteca Corporal de Aguacate y Trigo. Hay grasas en las Joltbar —aún le quedan algunas—, pero no le durarán mucho. Sin lípidos tu organismo se come la grasa corporal y luego los músculos, y el cerebro es pura grasa y el corazón es un músculo. Te conviertes en un bucle de retroalimentación y luego te desmayas.
Tendrá que recurrir a la recolección. Salir al prado, al bosque: encontrar proteínas y lípidos. Ahora el verraco estará pútrido, no puede comerse eso. Podría dispararle a un conejo verde, quizá; pero no, es un compañero mamífero y ella no está dispuesta a esa clase de carnicería. Larvas y huevos de hormiga, o larvas de cualquier clase, para empezar.
¿Era eso lo que los cerdos quieren que haga? Que salga de sus murallas defensivas, a campo abierto, para que puedan saltar sobre ella, derribarla y destriparla. Un picnic al estilo de los cerdos. Tenía una idea aproximada de lo que podría parecer. Los Jardineros no eran remilgados respecto a describir los hábitos de las diversas criaturas de Dios: estremecerse por eso sería hipócrita. A Zeb le gustaba decir que nadie viene a este mundo con un cuchillo, un tenedor y una sartén. Ni un mantel. Y si comemos cerdos, ¿por qué no van a poder comernos ellos a nosotros? Si nos encuentran tirados.
No tenía sentido tratar de reparar el huerto. Los cerdos simplemente esperarían hasta que hubiera algo que valiera la pena destrozar, y entonces lo destrozarían. Quizá debería construir un huerto en el tejado, como los viejos huertos de los Jardineros: de este modo nunca tendría que salir del edificio principal. Pero tendría que subir cubos de tierra por todas aquellas escaleras. Luego estaba el problema del riego en las temporadas secas y del drenaje en las temporadas húmedas: sin los elaborados sistemas de los Jardineros, la tarea sería imposible.
Los cerdos están vigilándola por encima de las margaritas. Tienen un aire festivo. ¿Están gruñendo a modo de escarnio? Ciertamente había gruñidos, y algunos chillidos juveniles, como los que se escuchaban cuando cerraban los bares de
topless
de
—¡Capullos! —les grita.
Gritar la hace sentirse mejor. Al menos está hablando con alguien que no es ella misma.
Año 25
Lo peor, dijo Amanda, eran las tormentas de arena; un par de veces pensó que iba a morir, porque los relámpagos cayeron muy cerca. Pero entonces birló una esterilla de goma de la ferretería de un centro comercial para agazaparse en ella, y después de eso se sintió más segura.
Había evitado a la gente lo más posible. Abandonó el coche solar al norte de Nueva York, porque las autopistas estaban bloqueadas con trozos de metal. Se habían producido algunos choques espectaculares: los conductores habían empezado a disolverse dentro de sus automóviles.
—Loción de manos de sangre —dijo Amanda.
Había alrededor de un millón de buitres. A alguna gente le habría entrado el pánico con ellos, pero no a Amanda. Había trabajado con buitres en sus obras artísticas.
—Esa autopista era la mayor escultura de buitres que se podía imaginar —dijo.
Lamentó no tener una cámara.
Después de abandonar el coche solar había caminado durante un rato y luego había birlado otro vehículo solar; una moto esta vez, porque era más fácil pasar entre la maraña metálica. Cuando tenía duda se mantenía en las periferias urbanas, o si no en los bosques. Un par de veces le había ido de un pelo, porque a otras personas se les había ocurrido lo mismo: casi había tropezado con un par de cadáveres. Suerte que no los había llegado a tocar.
Había visto gente viva. Un par de personas también la habían visto a ella, pero para entonces todo el mundo sabía que ese virus era ultracontagioso, así que se mantuvieron alejados de ella. Algunos estaban en las fases finales, vagando como zombis; o ya habían caído, doblados sobre sí mismos como trapos.
Durmió encima de garajes siempre que pudo, o dentro de edificios abandonados, pero nunca en el piso principal. De lo contrario, en árboles: los que tenían horquetas robustas. Era incómodo pero te acostumbrabas, y era mejor estar sobre el nivel del suelo, porque había algunos animales extraños. Cerdos enormes, esos híbridos de leones y corderos, perros salvajes al acecho: una jauría casi la había arrinconado. En cualquier caso estaba más a salvo de los zombis en los árboles: no te gustaría que un coágulo con piernas cayera sobre ti en la oscuridad.
Lo que estaba contando era espantoso, pero reímos mucho esa noche. Supongo que deberíamos haber estado llorando y lamentándonos, pero yo ya había hecho eso, y además ¿de qué servía? Adán Uno decía que siempre teníamos que ver el lado positivo, y el lado positivo era que todavía estábamos vivas.
No hablamos de nadie que conociéramos.
No quería dormir en el Cuarto Pringoso, porque ya había pasado suficiente tiempo allí dentro, y tampoco podíamos usar mi vieja habitación porque el cadáver de Starlite aún estaba allí. Al final elegimos una de las habitaciones de clientes, la que tenía la cama gigante y la colcha de satén verde y el techo de plumas. Esa habitación parecía elegante si no pensabas demasiado en para qué se había usado.
La última vez que había visto a Jimmy había sido en esa habitación. Por suerte, Amanda era como una goma: borró ese recuerdo anterior. Me hizo sentir más segura.
Dormimos dentro a la mañana siguiente. Cuando nos levantamos nos pusimos nuestros delantales verdes y fuimos a la cocina del Scales, donde preparaban los
snacks.
Metimos en el microondas un poco de pan de soja que sacamos del congelador principal y tomamos eso para desayunar, con un Happicuppa instantáneo.
—¿No pensaste que tenía que estar muerta? —pregunté a Amanda—. ¿Y que tal vez no deberías molestarte en venir hasta aquí?
—Sabía que no estabas muerta —dijo Amanda—. Tienes una sensación cuando alguien está muerto. Alguien a quien conoces realmente bien. ¿No te parece?
No estaba segura de eso, así que sólo dije: «Gracias de todos modos.» Siempre que le dabas las gracias por algo, Amanda simulaba no oírte; o si no decía, ya me lo pagarás. Eso es lo que dijo esta vez. Quería que todo fuera un intercambio comercial, porque dar algo a cambio de nada era demasiado blando.
—¿Qué tendríamos que hacer ahora? —dije.
—Quedarnos aquí —dijo Amanda—. Hasta que se acabe la comida. O hasta que el solar se rompa y la comida de los congeladores se empiece a pudrir. Eso sería chungo.
—Luego ¿qué? —dije.
—Luego iremos a otro sitio.
—¿Como cuál?
—Ahora no tenemos que preocuparnos por eso —dijo Amanda.
El tiempo se extendía. Dormíamos todo lo que nos apetecía, luego nos levantábamos, nos duchábamos —todavía teníamos agua por el solar— y comíamos algo del congelador. Después hablábamos de cosas que habíamos hecho con los Jardineros, cosas viejas. Dormíamos más cuando hacía demasiado calor. Después íbamos al Cuarto Pringoso, encendíamos el aire acondicionado y veíamos películas viejas en DVD. No teníamos ganas de salir del edificio.
Por las tardes nos tomábamos unas copas —aún quedaban algunas botellas sin romper detrás de la barra— y hacíamos una incursión en la cara comida enlatada que Mordis guardaba para los clientes de dinero y también para sus mejores chicas.
Snacks
de Lealtad los llamaba; te los servía cuando dabas un paso más, aunque nunca sabías con antelación qué paso sería ése. Así fue como probé por primera vez el caviar. Era como burbujas saladas.
Aunque ya no quedaba más caviar en el Scales para Amanda y para mí.
Año 25
Aquí viene la hambruna, piensa Toby. San Euell, reza por mí y por todos aquellos que mueren de hambre en medio de la abundancia. Ayúdame a encontrar esa abundancia. Envíame proteína animal pronto.
En el prado, el verraco muerto está entrando en la otra vida. Se elevan gases del cadáver, se escurren los fluidos. Los buitres han estado con él; los cuervos sobrevuelan el perímetro como los alfeñiques en una pelea callejera, agarrando lo que pueden. Pase lo que pase ahí, los gusanos no han quedado al margen.
En caso de extrema necesidad, decía Adán Uno, empezad por la parte inferior de la cadena. Los que carecen de sistema nervioso central sin duda sufren menos.
Toby recoge los elementos necesarios: su mono rosa, el sombrero de jipijapa, las gafas de sol, la botella de agua, un par de guantes quirúrgicos. Los prismáticos, el rifle. El palo de la fregona, para equilibrarse. Encuentra una fiambrera y hace unos agujeros en la tapa, añade una cuchara y mete todo en una bolsa de regalo con el logo del ojo guiñado del balneario AnooYoo. Una mochila iría mejor, le dejaría las manos libres. Había mochilas por allí —las señoras se las llevaban en los paseos, con sándwiches para el picnic—, pero no consigue recordar dónde las puso.
Todavía queda un poco de All-Natural SolarNix de AnooYoo en reserva. Está caducado y huele rancio, pero se lo extiende por la cara de todos modos, luego se rocía los tobillos y las muñecas con SuperD por si acaso hay mosquitos. Echa un buen trago de agua y visita el biodoro violeta: si cunde el pánico, al menos no se orinará. No hay nada peor que salir corriendo con un mono mojado. Se cuelga los prismáticos del cuello, luego sube al tejado para hacer una comprobación de última hora. No hay orejas en el prado, ni hocicos. No hay colas de pelo dorado.
—Deja de entretenerte —se dice.
Ha de salir ya para que le dé tiempo a volver antes de la tormenta de la tarde. Es estúpido que te alcance un rayo. Cualquier muerte es estúpida desde el punto de vista de quien la sufre, decía Adán Uno, porque no importa lo mucho que te hayan advertido, la muerte siempre llega sin avisar. ¿Por qué ahora? es el lamento. ¿Por qué tan pronto? Es el grito de un niño al que llaman para que vuelva a casa al anochecer, es la protesta universal contra el tiempo. Sólo recordad, queridos amigos: para qué vivo y para qué muero son la misma pregunta.
Una pregunta —se dice Toby a sí misma con mucha firmeza— que yo no voy a responderme justo ahora.
Se pone los guantes quirúrgicos, se cuelga del hombro la bolsa de AnooYoo y sale. Primero va al jardín en ruinas, donde rescata una cebolla y dos rábanos, y echa una capa de tierra húmeda en la fiambrera. Luego cruza el aparcamiento y pasa junto a las silenciosas fuentes.
Hacía mucho tiempo que no se alejaba tanto del edificio del balneario. Ahora está en el prado: es un espacio amplio. La luz aturde, aunque lleva el sombrero ancho y las gafas de sol.
No temas, se dice a sí misma. Así es como se sentirán los ratones cuando se aventuran por un piso, pero tú no eres un ratón. Las hierbas se le enganchan del mono y se le enredan en los pies, como si quisieran retenerla. En algunas de ellas hay pequeñas espinas, minúsculas garras y trampas. Es como atravesar un tapiz gigante tejido con alambre de espino.
¿Qué es esto? Un zapato.
No ha de pensar en zapatos. No ha de pensar en el bolso en descomposición que ha atisbado cerca. Con estilo. Polipiel roja. Un harapo del pasado que la tierra todavía no ha absorbido. No quiere pisar ninguno de estos restos, pero es difícil ver a través de esa enmarañada red de hierbas que te atrapan.
Avanza. Nota un cosquilleo en las piernas, así se comporta la carne cuando sabe que está a punto de ser tocada. ¿De verdad cree que una mano surgirá de entre los tréboles y los cardos y la agarrará por el tobillo?
—No —dice en voz alta.
Se detiene para calmarse, y para hacer un reconocimiento. El ala ancha del sombrero le impide ver: mueve todo el cuerpo como la cabeza de un búho: a la izquierda, a la derecha, atrás, adelante otra vez. La envuelve un aroma dulce: el trébol está en flor, la zanahoria, la lavanda, la mejorana y la melisa, todo silvestre. El campo zumba de polinizadores: abejorros, avispas brillantes, escarabajos iridiscentes. El sonido adormece. Quédate aquí. Échate a dormir.
La fuerza plena de la naturaleza es más de lo que podemos soportar, decía Adán Uno. Es un alucinógeno potente, un soporífero para el alma no preparada. Ya no estamos a gusto en ella. Hemos de diluirla. No podemos bebería de un trago. Y Dios es lo mismo. Demasiado Dios y tienes una sobredosis. Dios necesita que lo filtren.
Delante de ella, a media distancia, está la línea de árboles oscuros que señala el linde del bosque. Siente que la atrae, que la seduce, como cuentan que las profundidades del océano y las cimas de las montañas seducen a la gente, cada vez más alto o cada vez más profundo, hasta que se desvanecen en un estado de arrobamiento que no es humano.
Has de verte como te ve un depredador, enseñaba Zeb. Se imagina detrás de los árboles, mirando a través de la filigrana de hojas y ramas. Hay una enorme sabana salvaje y en medio de ella una pequeña figura rosa, como un embrión o un alien, de ojos grandes y oscuros: sola, desprotegida, vulnerable. Detrás de su figura está su morada, una caja absurda hecha de paja aunque parezca de ladrillos. Fácil de derribar de un soplido.
Percibe el olor a miedo, y procede de ella misma.
Levanta los prismáticos. Las hojas se están moviendo un poco, pero no es más que la brisa. Camina hacia delante despacio, se dice. Recuerda lo que has venido a hacer.