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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

El Árbol del Verano (13 page)

BOOK: El Árbol del Verano
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Estaba todavía con los ojos clavados en la cuerda, cuando Erron tocó su brazo y señaló con el dedo. Kevin miró hacia arriba y exhaló un suspiro de alivio al ver la frágil y familiar silueta que venía a su encuentro. Poco después Paul Schafer ponía el pie en tierra con habilidad, aunque respirando con esfuerzo. Sus ojos se encontraron por un instante con los de Kevin y enseguida miraron hacia otro sitio. El mismo dio tres toques a la cuerda antes de dirigirse al borde y dejarse caer contra la pared de piedra con los ojos cerrados.

Poco después los nueve hombres estaban en la orilla del río, empapados por las salpicaduras de la corriente. Los ojos de Diarmuid brillaban con la luz que se reflejaba en el agua; parecía salvaje y delirante, un desatado espíritu de la noche. Y ordenó a Kell emprender la última etapa del viaje.

El hombrón descendió con otra cuerda a su espalda. Desató su arco y, sacando una flecha de su aljaba, ató el cabo de una cuerda a una anilla de metal que había en la flecha. Avanzó hacia la orilla y comenzó a escudriñar la ribera opuesta. Kevin intentó sin éxito adivinar lo que estaba buscando. Sobre la orilla en la que se encontraban, algunos arbustos y dos o tres árboles frondosos y de poca altura se aferraban al suelo, pero la orilla de Cathal era arenosa y no parecía crecer nada en ella.

Kell, sin embargo, había levantado su arco con la flecha a la que iba atada la cuerda.

Respiró con calma y tensó la cuerda del arco hasta llevarla más allá de su oreja; sus movimientos eran suaves aunque los músculos de su brazo estaban tensos y rígidos. Kell disparó y la flecha silbó en su vuelo por encima del río Saeren, seguida como un rayo por la delgada cuerda, hasta ir a clavarse profundamente en el precipicio de roca de la otra orilla.

Carde, que sostenía el otro cabo de la cuerda, la tensó al instante. Luego Kell la midió y la cortó, y, atando el cabo a otra flecha, la disparó contra la roca que tenían a sus espaldas. Y la flecha también se clavó en la piedra.

Kevin, sin poder creerlo, se volvió hacia Diarmuid con ojos interrogantes. El príncipe se le acercó y gritó junto a su oreja por encima del estruendo del agua:

—Son flechas de Loren. Ayuda tener un mago como amigo, aunque, si pudiera adivinar para qué empleo sus regalos, me echaría a los lobos. —Y rió sonoramente al ver la carretera de cuerda que cruzaba el Saeren y que tenía el color de la plata a la luz de la luna.

Al verlo, Kevin se dio cuenta entonces del embriagador atractivo de aquel hombre que los estaba guiando. Y se echó a reír también sintiendo que todo recelo y aprensión lo habían abandonado. Experimentó una sensación de libertad, de armonía con la noche y con su viaje, mientras veía cómo Erron daba un salto, se agarraba de la cuerda y comenzaba a balancearse palmo a palmo avanzando sobre el agua.

La ola que alcanzó a aquel hombre de cabellos oscuros se formó fortuitamente al chocar el agua contra una roca puntiaguda de la ribera. La ola golpeó a Erron en el momento en que estaba cambiando de mano, y lo ladeó con violencia. Con desesperación, Erron curvó su cuerpo para asirse a la cuerda con la otra mano, pero la ola que sucedió a la primera lo golpeó de nuevo sin piedad, lo arrancó de la cuerda y lo arrojó a los remolinos del Saeren.

Kevin había echado a correr hacia él antes de que lo golpeara la segunda ola. Corrió a toda velocidad río abajo a lo largo de la ribera y dio un salto, sin pararse a calcular la distancia o a comprobar lo que había abajo, para asir una rama de uno de los nudosos árboles que crecían en la orilla, que colgaba sobre el río. Con el cuerpo en tensión y los brazos extendidos la agarró a duras penas. No había tiempo para pensar. Se aseguró a la rama con sus rodillas y quedó colgando cabeza abajo sobre la corriente.

Sólo entonces, casi cegado por el agua, advirtió que Erron era arrastrado como un corcho por la corriente hacia donde él estaba. Tampoco ahora había tiempo para pensar.

Kevin se estiró aún más hacia abajo, sintiendo la muerte muy cerca. Erron alargó convulsivamente una mano y ambos acertaron a agarrarse por las muñecas.

El choque fue brutal. Con seguridad habría arrancado a Kevin del árbol como si fuera una hoja, si alguien más no hubiera estado allí. Alguien que aseguraba sus piernas a la rama con un abrazo de hierro; un abrazo que no iba a ceder.

—¡Yo te sostengo! —gritó Paul Schafer—. ¡Trata de levantarlo!

Al oír su voz, y trabado por el abrazo de Paul que hacía de tornillo, Kevin sintió que lo invadía una oleada de fuerza; con ambas manos agarró la muñeca de Erron y lo sacó del río.

Luego otras manos cogieron a Erron y lo llevaron con presteza hasta la orilla. Kevin se dejó ir y Paul lo ayudó a incorporarse sobre la rama. Sentados a horcajadas se miraron uno a otro y respiraron hondo para recobrar el aliento.

—¡Idiota! —vociferó Paul con el pecho agitado—. ¡Me diste un susto del demonio!

Kevin parpadeó y entonces explotó lo que tanto tiempo había soportado.

—¡Cállate! ¿Yo te asusté? ¿Qué crees que has estado haciéndome tú a mí desde la muerte de Rachel?

Paul, que en modo alguno esperaba tal reacción, quedó anonadado. Temblando de emoción y congestionado, Kevin habló de nuevo, con áspera voz.

—Me refiero a esto, Paul: cuando estaba esperando abajo…, no creí que pudieras conseguirlo. Y, Paul, no estaba seguro de que eso te preocupara demasiado.

Sus cabezas estaban muy cerca una de otra para poder oírse. Las pupilas de Paul estaban dilatadas. A la luz de la luna su rostro tenía una blancura que era casi inhumana.

—Eso no es del todo cierto —contestó por fin.

—Pero tampoco es falso. Tampoco es falso. Oh, Paul, tienes que ser un poco flexible.

Si no puedes hablar, ¿puedes por lo menos llorar? Ella merece tus lágrimas. ¿Es que no puedes llorar por ella?

Al oír esto, Paul rió. Su risa heló a Kevin hasta la médula, tan grande era la fiereza que había en ella.

—No puedo —dijo Paul—. Ese es el problema, Kev. De verdad que no puedo, no puedo.

—Entonces te vas a romper en pedazos —replicó Kevin con voz áspera.

—Quizá —respondió Schafer en un tono apenas audible—. Estoy intentando con todas mis fuerzas evitarlo, créeme. Kev, sé que estás preocupado. Y eso me importa mucho, muchísimo. Si…, si decido partir, te…, te diré adiós. Te lo prometo.

—¡Oh, por Dios! Eso supone que me haces…

—¡Eh, vosotros! —bramó Kell desde la orilla, y Kevin, alarmado, se dio cuenta de que había estado llamándolos durante un buen rato—. ¡Esa rama puede romperse en cualquier momento!

Entonces regresaron a la orilla, donde con gran desconcierto recibieron el abrazo de oso de los hombres de Diarmuid. El propio Kell por poco rompió el espinazo de Kevin con un desmesurado apretujón.

El príncipe avanzó hacia ellos con expresión muy seria.

—Habéis salvado a un hombre a quien yo estimo —dijo—. Estoy en deuda con vosotros. Me comporté frivola e injustamente cuando os invité a venir. Ahora me alegro de haberlo hecho.

—Bien —respondió Kevin con sencillez—. No me gusta sentirme como si fuera exceso de equipaje. Y ahora —continuó, levantando su voz para que todos pudieran oírlo, mientras echaba tierra sobre aquello para lo que no tenía ni respuesta ni derecho a responder— crucemos ese río. Estoy deseoso de ver los jardines. —Y, adelantándose al príncipe, con los hombros erguidos y la cabeza lo más alta que podía, los condujo de nuevo hasta la soga que estaba tendida sobre el río, sintiendo un peso en su corazón como si fuera una losa.

Uno a uno, palmo a palmo, cruzaron todos. Y en la otra orilla, en Cathal, donde se unían la arena y el precipicio, Diarmuid encontró lo que les había prometido: las gastadas hendeduras talladas en la roca quinientos años atrás por Alorre, príncipe de Brennin, que había sido el primero y el último en cruzar el río Saeren para entrar en el País del Jardín.

Protegidos por la oscuridad y por el estruendo del río, escalaron hasta un lugar donde la hierba era verde y el aroma del musgo y del ciclamen les daba la bienvenida. Los guardias eran pocos, estaban desprevenidos y eran fáciles de evitar. Llegaron a un bosque a un kilómetro y medio del río y allí se refugiaron, pues comenzaba a lloviznar.

Bajo sus pies, Kimberly podía sentir la fértil textura del suelo y olía el dulce aroma de las flores. Estaban en la ribera boscosa que bordeaba la parte norte del lago. Las hojas de los altos árboles, que de algún modo no habían sido agostados por la sequía, filtraban la luz del sol, deparándoles una verde frescura a través de la cual ellas caminaban, buscando una flor.

Matt había regresado al palacio.

—Ella se quedará conmigo esta noche —había dicho la vidente—. Ningún daño le ocurrirá junto al lago. Le has dado la piedra de vellin, lo cual ha sido un acierto, más de lo que imaginas, Matt Sören. Yo también tengo mis poderes y además Tyrth está con nosotras.

—¿Tyrth? —preguntó el enano.

—Mi criado —respondió Ysanne—. El la llevará de regreso cuando llegue la hora.

Confía en mí y ve tranquilo. Has hecho muy bien al traerla aquí. Tenemos mucho de qué hablar, ella y yo.

Entonces el enano se marchó. Pero había hablado poco desde su partida. A las primeras y precipitadas preguntas de Kim, la vidente de blancos cabellos había respondido sólo con una sonrisa y un consejo:

—Paciencia, niña. Hay cosas que hacer antes de hablar. Primero necesitamos una flor.

Ven conmigo, veamos si podemos encontrar una bannion para esta noche.

Y así fue como Kim se encontraba ahora caminando bajo el claroscuro de los árboles mientras muchas preguntas se atropellaban en su pensamiento. Azul verdoso, había dicho Ysanne, con una mancha roja en medio como una gota de sangre.

Delante de ella la vidente caminaba con pies ágiles y seguros sobre raíces y ramas caídas. Parecía más joven en el bosque de lo que había parecido en el salón del palacio de Ailell, y no necesitaba ningún bastón en que apoyarse. Esto le sugirió una pregunta que no dudó en hacer:

—¿Sientes la sequía como la siento yo?

Ysanne se detuvo y miró a Kim un momento con los ojos brillantes en su marchita y arrugada cara. Luego se dio la vuelta y siguió caminando, mientras escudriñaba entre la hierba a ambos lados del camino tortuoso. Su respuesta cogió desprevenida a Kim:

—No del mismo modo. Me fatiga y me produce una sensación de opresión, pero no siento dolor como tú sientes. Y puedo…, ahí está. —Y, precipitándose hacia uno de los lados del sendero, se arrodilló en tierra.

La mancha roja del centro parecía en verdad sangre entre los pétalos de la bannion, que tenía el color del mar.

—Sabía que encontraríamos una hoy —dijo Ysanne, y su voz había enronquecido—.

Han pasado tantos, tantos años… —Con cuidado cortó la flor y se puso en pie—. Vamos, pequeña, la llevaremos a casa. Y trataré de contarte todo lo que necesitas conocer.

—¿Por qué dijiste que habías estado esperándome?

Estaban en la habitación delantera de la casa de Ysanne, sentadas junto a la chimenea. Por la ventana, Kim podía ver la figura del criado, Tyrth, reparando la cerca de la parte trasera de la casa. Algunas gallinas escarbaban y picoteaban en el patio y, en una de sus esquinas, estaba atada una cabra. En las paredes de la habitación había estanterías y, sobre ellas, en tarros etiquetados, reposaban gran cantidad de plantas y hierbas, muchos de cuyos nombres eran desconocidos para Kim. Había muy pocos muebles: dos sillas, una amplia mesa y un primoroso lecho en una alcoba al fondo de la habitación.

Ysanne sorbió un poco de su bebida antes de contestar. Tomaban un brebaje que sabía a manzanilla.

—Soñé contigo —dijo la vidente—. Muchas veces. Así es como veo la mayoría de las cosas que veo. Algunas, tarde o temprano, han aparecido nubladas. Pero tú aparecías con toda nitidez, con tu cabello y tus ojos. Distinguía perfectamente los rasgos de tu rostro.

—¿Pero por qué? ¿Qué tengo yo de especial para que soñaras conmigo?

—Tú conoces la respuesta a esa pregunta. Desde la travesía. Por el dolor de la tierra que es tu propio dolor, pequeña. Tú eres una vidente como yo, y más grande, creo, de lo que yo nunca he sido.

Con un escalofrío repentino en el calor del verano, Kim miró hacia otro lado.

—Pero —dijo con una voz muy débil—, yo no sé nada.

—Por eso voy a enseñarte todo lo que sé. Por eso estás aquí.

Se hizo un profundo silencio en la habitación. Las dos mujeres, una vieja y la otra aparentando menos años de los que en realidad tenía, se miraban una a otra con idénticos ojos grises bajo cabellos que en una eran blancos y en la otra castaños; y una brisa como una caricia llegó hasta ellas desde el lago.

—Mi señora.

La voz quebró la quietud. Kim volvió la cabeza y vio a Tyrth en la ventana. Sus espesos cabellos negros y su poblada barba le oscurecían los ojos, que parecían casi negros. No era un hombre robusto, pero sus brazos, apoyados sobre el alféizar, eran musculosos y estaban bronceados por el trabajo al aire libre.

Ysanne lo miró sin sobresaltarse.

—Tyrth, sí, iba a llamarte. ¿Puedes preparar otro lecho? Tenemos un huésped esta noche. Se llama Kimberly e hizo la travesía con Loren hace dos noches.

Tyrth la miró tan sólo un instante; después, con un movimiento brusco de su mano, despejó de su frente los espesos cabellos.

—Muy bien, prepararé un cómodo lecho. Pero, a propósito, he visto algo que convendría que supieras…

—¿Los lobos? —preguntó Ysanne con tranquilidad. Tyrth pareció confundido por un momento; luego asintió con la cabeza—. Los vi la otra noche —continuó la vidente—

mientras dormía. No hay nada que nosotros podamos hacer. Le di aviso a Loren ayer en el palacio.

—No me gusta esto —musitó Tyrth—. No había visto en toda mi vida lobos tan hacia el sur. Y tan grandes. No deberían ser tan grandes. —Y, volviendo su cabeza, escupió en el polvo del patio antes de tocarse de nuevo la frente y retirarse de la ventana.

Mientras se alejaba, Kim se dio cuenta de que cojeaba de la pierna izquierda. Ysanne siguió su mirada.

—Un hueso roto —explicó—. Una desgracia que le sucedió hace siete años. Toda su vida tendrá que andar así Yo estoy muy contenta de tenerlo conmigo; nadie querría ser criado de una hechicera —sonrió—. Tus lecciones comienzan esta noche, creo.

—¿Cómo?

Ysanne señaló con un gesto la bannion que estaba sobre la mesa.

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